Por Cristina de Magistris
Es un suceso de su vida que los biógrafos tienden a cubrir con un velo de comprensible y caritativo silencio para no dejar en mal lugar a los religiosos culpables de tan grave desafuero.
Veamos qué pasó.
Iniciada la reforma, Santa Teresa no se limitó a fundar numerosos carmelos; también reformó el monasterio en el que había entrado siendo todavía joven (la Encarnación de Ávila) cuando el visitador apostólico la envió como priora en 1571. A pesar de la pésima acogida que tuvo en un principio por parte de las religiosas, consiguió transformarlas en tres años gracias a los esfuerzos infatigables de San Juan de la Cruz, a quien la Santa había llamado a Ávila para que se encargare de la dirección espiritual y de confesar a las monjas. La transformación y las consecuentes austeridades no fueron del agrado de los carmelitas calzados, antiguos confesores del monasterio, y cuando en 1577 las religiosas eligieron nuevamente a Teresa (que después de tres años en la Encarnación había reanudado las fundaciones) hubo una enérgica reacción por parte de los antiguos confesores que rayó en lo inverosímil. La propia Santa nos lo cuenta de su puño y letra con lujo de detalles.
En la Carta CLXVI, del 22 de octubre de 1577, dirigida a la madre María de San José, priora del convento de Sevilla y confidente suya, dice la Santa: «Yo digo a vuestra reverencia, que pasó aquí en la Encarnación una cosa, que creo que no se ha visto otra de la manera. Por orden del Tostado vino aquí el provincial de los Calzados [el P. Juan Gutiérrez de la Magdalena, provincial de los carmelitas calzados de Castilla] á hacer elección, y trayo grandes censuras y descomuniones, para las que me diesen á mí voto, y con todo esto á ellas no se les dió nada, sino, como si no las dijeran cosa, votaron por mí cincuenta y cinco monjas; y cada voto que daban al provincial las descomulgaba y maldecía, ha hoy quince días, y sin oír misa ni entrar en el coro, aun cuando no se dice el Oficio Divino, y que no las hable naide, ni los confesores ni sus mismos padres».
Pero las monjas no se dejaron intimidar lo más mínimo, convencidas de la legitimidad de la elección y las votaciones.
«Y lo que más cae en gracia –prosigue la Santa– es, que otro día después de esta elección machucada, volvió el provincial á llamarlas, que viniesen á hacer elección, y ellas respondieron, que no tenían para qué hacer más elección, que ya la habían hecho; y de que esto vió tornólas a descomulgar, y llamó a las que habían quedado, que eran cuarenta y cuatro, y sacó otra priora, y llamó al Tostado por confirmación. Ya la tienen confirmada, y las demás están fuertes, y dicen que la quieren obedecer sino por vicaria».
Como vemos, ¡no una, sino dos excomuniones para quien hubiese votado por Teresa! Aun así, las religiosas no cedieron ni después de la segunda excomunión.
«Los letrados dicen que no están descomulgadas, y que los frailes van contra el Concilio [de Trento], en hacer priora la que han hecho, con menos votos. Ellas han enviado al Tostado á decirle como me quieren por priora, él dice que no…»
Así pues, tras la segunda excomunión, aquellas religiosas no solamente se negaron a claudicar, sino que escribieron a su enemigo (al que había decretado las excomuniones) para hacer valer sus derechos.
Como solía hacer Santa Teresa en los casos complejos, recurrió a los teólogos.
La historia no nos ha transmitido sus nombres: cabe suponer que uno de ellos fuese el ilustre dominico P. Domingo Báñez, que tenía en mucho aprecio la reforma teresiana y era además confidente de la Santa.
En todo caso, Teresa, que –como ella misma decía– habría dado la vida por la más mínima ceremonia de la Iglesia, no vacila en afirmar que esas excomuniones no son válidas.
A fin de resolver tan espinosa cuestión, escribió al rey Felipe II, gran admirador de la Santa y de la reforma teresiana, el cual a su vez se dirigió al Nuncio, que finalmente levantó las excomuniones. Pero hubieron de transcurrir dos meses, durante los cuales las monjas rebeldes estuvieron presas y privadas de los sacramentos, y aun así no cedieron a las presiones a las que se las sometía a diario.
El 10 de diciembre de 1577 la Santa volvió a escribir a la madre María de San José (carta CLXXIII)
«Á las monjas de la Encarnación las han asuelto después de haber estado casi dos meses descomulgadas, como ya vuestra reverencia sabrá, y tenídolas muy apretadas: mandó el Rey que el nuncio las mandase asolver. Enviaron el Tostado y los demás que le aconsejan un prior de Toledo á ello, y asolviólas con tantas molestias. […] y todo porque no quieren por priora á la que ellos quieren».
Como se ve, ni aun después del levantamiento de las excomuniones cambiaron de parecer las monjas supuestamente rebeldes, clara indicación de que la excomunión no era válida.
Pero los atropellos no terminaron aquí. Los encargados de levantar la excomunión (los mismos que la habían decretado) no tuvieron escrúpulos para secuestrar en el mismo día, después de dales una paliza, a los dos confesores del monasterio: San Juan de la Cruz y el P. Germán de San Matías.
«Y quitáronles los dos Descalzos –escribe la Santa en la misma carta– que tenían allí puestos por el comisario apostólico, y por el nuncio pasado, y hanlos llevado presos, como á malhechores. […] El día que los prendieron dicen que los azotaron dos veces, y que les hacen todo el mal tratamiento que pueden […] Y dicen que [el padre Germán] iba echando sangre por la boca».
Los dos fueron encarcelados por separado. San Juan de la Cruz fue llevado en secreto a Toledo, donde quedó preso en unas condiciones inhumanas.
Y con su típica ironía dolorida, Teresa concluye
«que más quisiera verlos en tierra de moros».
Sobre el padre calzado que había urdido el secuestro, escribió más tarde al Rey que si lo habían hecho vicario provincial debía
«ser porque él tiene más partes [talento] para hacer mártires» (Carta CLXX).
Eso sí, los abusos cometidos contra ambos frailes no fueron objeto de la menor censura. Los que no tuvieron escrúpulos para excomulgar a cincuenta y cinco monjas inocentes no vacilaron en incurrir en graves responsabilidades por encarcelar y golpear a dos religiosos. Sabían, evidentemente, que tenían cubiertas las espaldas.
La excomunión es la censura eclesiástica más grave en que pueda incurrir un bautizado. Como todas las censuras, es un instrumento en manos de la Iglesia que tiene como fin principal la salus animarum de quienes incurren en ella.
Con todo, pasa por manos humanas y, como en el caso en cuestión, puede pasar de ser instrumento de salvación a arma en manos del poder, e incluso de pasiones.
En ese caso la censura no tiene validez, como decía Santa Teresa, y debe prevalecer la conciencia, como en el caso de las cincuenta y cinco monjas de la Encarnación de Ávila a las que Santa Teresa apoyó y de las que dijo:
«Aquellas almas […] de mucha perfección, y hase parecido en cómo han llevado los trabajos» (Carta 226).
En casos parecidos, el transgresor no es el excomulgado sino el excomulgante, como lo fueron los que torturaron a San Juan de la Cruz y su compañero.
Las palabras del cardenal Newman cobran más actualidad que nunca:
«Si el Papa o la Reina exigieran una obediencia absoluta, vulnerarían las leyes de la sociedad humana; a ninguno de los dos se les debe obediencia absoluta».
A la gran Teresa, una de las estrellas que más relucen en el firmamento de los santos, le gustaba repetir hacia el final de su vida:
«¡En fin, Señor, soy hija de la Iglesia!»
Por eso, cuando decía que la excomunión no era válida, sabía que obedecía a la Madre Iglesia, que no pide jamás a sus hijos que renuncien al juicio de su propia conciencia.
Dicho de otro modo: Santa Teresa sostenía la primacía de la conciencia, que, como también decía Newman, «es una grave consejera» y «tiene sus derechos porque también tiene sus deberes».
Los labios de Santa Teresa, y los de las cincuenta y cinco monjas excomulgadas de Ávila, habrían podido pronunciar con mucha razón el clamor del cardenal inglés:
«Antes la santidad que la paz».
En los tiempos de honda apostasía que vive el orbe católico, el ejemplo de las cincuenta y cinco carmelitas excomulgadas es a la vez una advertencia y una enseñanza.
Hace ya años que se ve a inocentes que son objeto de censuras injustas y a culpables que son alegremente absueltos y promovidos a puestos importantes.
Si empiezan a prodigarse las excomuniones injustas, brindaremos con la gran santa de Ávila y con John Henry Newman; indudablemente por el papa, pero primero por la conciencia y luego por el papa.
Adelante la Fe
Veamos qué pasó.
Iniciada la reforma, Santa Teresa no se limitó a fundar numerosos carmelos; también reformó el monasterio en el que había entrado siendo todavía joven (la Encarnación de Ávila) cuando el visitador apostólico la envió como priora en 1571. A pesar de la pésima acogida que tuvo en un principio por parte de las religiosas, consiguió transformarlas en tres años gracias a los esfuerzos infatigables de San Juan de la Cruz, a quien la Santa había llamado a Ávila para que se encargare de la dirección espiritual y de confesar a las monjas. La transformación y las consecuentes austeridades no fueron del agrado de los carmelitas calzados, antiguos confesores del monasterio, y cuando en 1577 las religiosas eligieron nuevamente a Teresa (que después de tres años en la Encarnación había reanudado las fundaciones) hubo una enérgica reacción por parte de los antiguos confesores que rayó en lo inverosímil. La propia Santa nos lo cuenta de su puño y letra con lujo de detalles.
En la Carta CLXVI, del 22 de octubre de 1577, dirigida a la madre María de San José, priora del convento de Sevilla y confidente suya, dice la Santa: «Yo digo a vuestra reverencia, que pasó aquí en la Encarnación una cosa, que creo que no se ha visto otra de la manera. Por orden del Tostado vino aquí el provincial de los Calzados [el P. Juan Gutiérrez de la Magdalena, provincial de los carmelitas calzados de Castilla] á hacer elección, y trayo grandes censuras y descomuniones, para las que me diesen á mí voto, y con todo esto á ellas no se les dió nada, sino, como si no las dijeran cosa, votaron por mí cincuenta y cinco monjas; y cada voto que daban al provincial las descomulgaba y maldecía, ha hoy quince días, y sin oír misa ni entrar en el coro, aun cuando no se dice el Oficio Divino, y que no las hable naide, ni los confesores ni sus mismos padres».
Pero las monjas no se dejaron intimidar lo más mínimo, convencidas de la legitimidad de la elección y las votaciones.
«Y lo que más cae en gracia –prosigue la Santa– es, que otro día después de esta elección machucada, volvió el provincial á llamarlas, que viniesen á hacer elección, y ellas respondieron, que no tenían para qué hacer más elección, que ya la habían hecho; y de que esto vió tornólas a descomulgar, y llamó a las que habían quedado, que eran cuarenta y cuatro, y sacó otra priora, y llamó al Tostado por confirmación. Ya la tienen confirmada, y las demás están fuertes, y dicen que la quieren obedecer sino por vicaria».
Como vemos, ¡no una, sino dos excomuniones para quien hubiese votado por Teresa! Aun así, las religiosas no cedieron ni después de la segunda excomunión.
«Los letrados dicen que no están descomulgadas, y que los frailes van contra el Concilio [de Trento], en hacer priora la que han hecho, con menos votos. Ellas han enviado al Tostado á decirle como me quieren por priora, él dice que no…»
Así pues, tras la segunda excomunión, aquellas religiosas no solamente se negaron a claudicar, sino que escribieron a su enemigo (al que había decretado las excomuniones) para hacer valer sus derechos.
Como solía hacer Santa Teresa en los casos complejos, recurrió a los teólogos.
La historia no nos ha transmitido sus nombres: cabe suponer que uno de ellos fuese el ilustre dominico P. Domingo Báñez, que tenía en mucho aprecio la reforma teresiana y era además confidente de la Santa.
En todo caso, Teresa, que –como ella misma decía– habría dado la vida por la más mínima ceremonia de la Iglesia, no vacila en afirmar que esas excomuniones no son válidas.
A fin de resolver tan espinosa cuestión, escribió al rey Felipe II, gran admirador de la Santa y de la reforma teresiana, el cual a su vez se dirigió al Nuncio, que finalmente levantó las excomuniones. Pero hubieron de transcurrir dos meses, durante los cuales las monjas rebeldes estuvieron presas y privadas de los sacramentos, y aun así no cedieron a las presiones a las que se las sometía a diario.
El 10 de diciembre de 1577 la Santa volvió a escribir a la madre María de San José (carta CLXXIII)
«Á las monjas de la Encarnación las han asuelto después de haber estado casi dos meses descomulgadas, como ya vuestra reverencia sabrá, y tenídolas muy apretadas: mandó el Rey que el nuncio las mandase asolver. Enviaron el Tostado y los demás que le aconsejan un prior de Toledo á ello, y asolviólas con tantas molestias. […] y todo porque no quieren por priora á la que ellos quieren».
Como se ve, ni aun después del levantamiento de las excomuniones cambiaron de parecer las monjas supuestamente rebeldes, clara indicación de que la excomunión no era válida.
Pero los atropellos no terminaron aquí. Los encargados de levantar la excomunión (los mismos que la habían decretado) no tuvieron escrúpulos para secuestrar en el mismo día, después de dales una paliza, a los dos confesores del monasterio: San Juan de la Cruz y el P. Germán de San Matías.
«Y quitáronles los dos Descalzos –escribe la Santa en la misma carta– que tenían allí puestos por el comisario apostólico, y por el nuncio pasado, y hanlos llevado presos, como á malhechores. […] El día que los prendieron dicen que los azotaron dos veces, y que les hacen todo el mal tratamiento que pueden […] Y dicen que [el padre Germán] iba echando sangre por la boca».
Los dos fueron encarcelados por separado. San Juan de la Cruz fue llevado en secreto a Toledo, donde quedó preso en unas condiciones inhumanas.
Y con su típica ironía dolorida, Teresa concluye
«que más quisiera verlos en tierra de moros».
Sobre el padre calzado que había urdido el secuestro, escribió más tarde al Rey que si lo habían hecho vicario provincial debía
«ser porque él tiene más partes [talento] para hacer mártires» (Carta CLXX).
Eso sí, los abusos cometidos contra ambos frailes no fueron objeto de la menor censura. Los que no tuvieron escrúpulos para excomulgar a cincuenta y cinco monjas inocentes no vacilaron en incurrir en graves responsabilidades por encarcelar y golpear a dos religiosos. Sabían, evidentemente, que tenían cubiertas las espaldas.
La excomunión es la censura eclesiástica más grave en que pueda incurrir un bautizado. Como todas las censuras, es un instrumento en manos de la Iglesia que tiene como fin principal la salus animarum de quienes incurren en ella.
Con todo, pasa por manos humanas y, como en el caso en cuestión, puede pasar de ser instrumento de salvación a arma en manos del poder, e incluso de pasiones.
En ese caso la censura no tiene validez, como decía Santa Teresa, y debe prevalecer la conciencia, como en el caso de las cincuenta y cinco monjas de la Encarnación de Ávila a las que Santa Teresa apoyó y de las que dijo:
«Aquellas almas […] de mucha perfección, y hase parecido en cómo han llevado los trabajos» (Carta 226).
En casos parecidos, el transgresor no es el excomulgado sino el excomulgante, como lo fueron los que torturaron a San Juan de la Cruz y su compañero.
Las palabras del cardenal Newman cobran más actualidad que nunca:
«Si el Papa o la Reina exigieran una obediencia absoluta, vulnerarían las leyes de la sociedad humana; a ninguno de los dos se les debe obediencia absoluta».
A la gran Teresa, una de las estrellas que más relucen en el firmamento de los santos, le gustaba repetir hacia el final de su vida:
«¡En fin, Señor, soy hija de la Iglesia!»
Por eso, cuando decía que la excomunión no era válida, sabía que obedecía a la Madre Iglesia, que no pide jamás a sus hijos que renuncien al juicio de su propia conciencia.
Dicho de otro modo: Santa Teresa sostenía la primacía de la conciencia, que, como también decía Newman, «es una grave consejera» y «tiene sus derechos porque también tiene sus deberes».
Los labios de Santa Teresa, y los de las cincuenta y cinco monjas excomulgadas de Ávila, habrían podido pronunciar con mucha razón el clamor del cardenal inglés:
«Antes la santidad que la paz».
En los tiempos de honda apostasía que vive el orbe católico, el ejemplo de las cincuenta y cinco carmelitas excomulgadas es a la vez una advertencia y una enseñanza.
Hace ya años que se ve a inocentes que son objeto de censuras injustas y a culpables que son alegremente absueltos y promovidos a puestos importantes.
Si empiezan a prodigarse las excomuniones injustas, brindaremos con la gran santa de Ávila y con John Henry Newman; indudablemente por el papa, pero primero por la conciencia y luego por el papa.
Adelante la Fe
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