viernes, 15 de noviembre de 2019

¡QUÉ VERGÜENZA, MONS. ARIZMENDI!

Cuando yo era pequeño y hacía alguna travesura, mis padres me retaban y era habitual que en sus regaños me dijeran: “¡Qué vergüenza! ¡Cómo podés haber hecho esto!”, o bien: “¿No te da vergüenza?”. Para mi, estos retos eran mucho más efectivos que las amenazas con el viejo de la bolsa, pues me sentía verdaderamente avergonzado.

Cuando leí la columna que escribió Mons. Felipe Arizmendi, encargado de la Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal Mexicana, sobre los actos idolátricos en el Vaticano, mi reacción fue decirle: “¡Qué vergüenza, monseñor!” Pero habría sido inútil. Esta gente no tiene vergüenza, y no pretendo que la tenga por escribir semejantes sandeces, sino por aceptar el cargo de “defensor de la fe” en la noble nación mexicana. 

Personajes como Arizmendi nos hacen sentir nostalgia por los viejos tiempos en que los herejes y contrincantes de la fe al menos sabían teología, y se podía tener con ellos una discusión con cierta altura.

Y para peor y más vergüenza, la reflexión de Mons. Arizmendi no solamente se publicó en un sitio mexicano sino que, traducida al italiano, fue publicada en L’Osservatore Romano y en Vatican News. Deberíamos decir también entonces: “Santidad, ¿no le da vergüenza?”. No puede la Iglesia dar lugar en sus órganos de prensa a semejantes mamarrachos que no resisten el análisis de un buen estudiante de bachillerato.

En el primer párrafo, dice Mons. Arizmendi refiriéndose a la Pachamama: “No son diosas; no fue un culto idolátrico. Son símbolos de realidades y vivencias amazónicas, con motivaciones no sólo culturales, sino también religiosas, pero no de adoración, pues ésta se debe sólo a Dios”. La invalidez de este razonamiento es palmaria y es casi superfluo analizarlo. Nos dice el obispo que la Pachamama es un símbolo de realidades amazónicas con motivaciones religiosas pero no objeto de adoración pues esta sólo se debe a Dios. 

Para empezar, debería explicarnos qué entiende por “símbolo con motivaciones religiosas”, y qué tipo de culto se le debe a este tipo de simbologías, pues lo cierto es que en los jardines vaticanos se les rindió algún tipo de culto. Según me enseñaron a mi en el catecismo, la Iglesia reconoce tres clases de culto: latría, que se debe a Dios; dulía, que se debe a los ángeles y santos, e hiperdulía que se debe a la Santísima Virgen. ¿En cuál de los tres habrá que incluir a los “símbolos con motivaciones religiosas”, o habrá que crear una nueva categoría?

Otra dificultad es que la Iglesia afirma que el culto no se le rinde a las imágenes sino a quienes ellas representan: el Señor, la Virgen o los santos, que son en todos los casos personas y no entidades naturales o imaginarias. La Pachamama, en cambio, simboliza “realidades y vivencias amazónicas” y, como aclara más adelante el obispo mexicano, se trata de la tierra a la que los indígenas “reconocen como una verdadera madre, pues es la que nos da de comer, la que nos da el agua, el aire y todo lo que necesitamos para vivir. Es decir, dan culto a una realidad que no es persona, por más que el prelado la llame “verdadera madre”, sino un ser material inanimado. 

Debemos concluir en buena lógica, entonces, que dan culto a seres de la naturaleza, lo que técnicamente se denomina idolatría. Más aún, ídolo proviene del griego εἲδωλον que significa, entre otras cosas, imagen o representación mental, casi como si dijéramos un símbolo de realidades extramentales, con lo que idolatría sería la adoración de símbolos, de esos mismos que nos habla el obispo.

Es llamativo también el modo elemental con el que Mons. Arizmendi completa su razonamiento: como el culto de adoración se debe sólo a Dios, el culto que los amazónicos rinden a la Pachamama no puede ser de adoración porque la Pachamama no es Dios. Es una lástima que los mártires de los primeros siglos no hayan contando a Su Excelencia entre sus pastores porque, en ese caso y apelando a tan magistral silogismo, se habrían ahorrado la vida

Santa Perpetua, o Santa Inés, o San Sebastián, por ejemplo, habrían podido razonar del siguiente modo: “Como la adoración sólo se debe a Dios, y Jupiter no es Dios, el culto que yo rindo a Jupiter no es idolatría”. ¡Cuánta sangre y dolores nos habríamos ahorrado si la lumbrera mexicana no hubiese iluminado antes el firmamento de la Iglesia!


Otra afirmación del obispo que llama la atención es la siguiente: “Es mucho atrevimiento condenar al Papa como idólatra, pues nunca lo ha sido ni lo será”. ¿Cómo sabe él que no lo será? ¿Se lo habrá profetizado algún chamán? Yo creo que está afectado por el papismo exacerbado en el que sumió a la Iglesia el ultramontanismo de Pío IX y que ha dado, como lo preveía el santo cardenal Newman, los resultados que están a la vista: por una cuestión meramente voluntarista, el Papa no puede ser idólatra. Todavía creen que al Papa lo elige el Espíritu Santo…

Pero pasemos a un segundo nivel de análisis del texto de Mons. Arizmendi. La cuestión del culto a la Pachamama no es algo que debamos sindicar a los indios sino a los “misioneros” actuales. La talla que todos vimos y que luego hizo buceo en el Tiber, ciertamente no fue diseñada por un amazónico. Sospecho que la autora fue una monja alemana que, junto a algún fraile español, “evangelizan” en el Amazonas predicando a un Cristo aguado que no tiene problemas en convivir con los dioses originarios. Es que —dicen ellos—, “hay que ser respetuosos de las culturas y creencias locales, que tienen mucho por enseñarnos, que no podemos imponerles una religión europea, que el respeto por la diversidad”, y que toda la monserga progre que ya conocemos. Total, que no le dan a los aborígenes la fe, sino hilachas de la fe.

La práctica de la Iglesia hasta el Vaticano II era arrasar con los cultos paganos luego de evangelizado un pueblo. Y eran precisamente los mismos pueblos recién convertidos los que quemaban a sus antiguos dioses. Era ese el modo más eficaz de evitar que volvieran a caer en la idolotría, tan castigada por un Dios celoso como es el nuestro. Es como si un joven de vida disoluta se casara y su mujer le permitiera continuar con visitas —o “simbologías con motivaciones religiosas”— a sus antiguas amigas y amantes. El Dios de los cristianos es un Dios que rechaza el poliamor y los matrimonios abiertos.
En el fondo, lo que ha ocurrido en los jardines vaticanos no es más que la floración pública del actual “carácter misionero de la Iglesia”. Ya no existe; ya no tiene sentido ser misionero y entregar la vida a Dios en esa función, puesto que ya no se convierte a los paganos ni es posible hacer “proselitismo”. A lo más, habrá que enseñarles a lavarse las manos antes de comer.

Finalmente, un último nivel de análisis. Si leemos con cierta atención, las motivaciones que ofrece Mons. Arizmendi en su columna no son teológicas; son pura y meramente emotivas. Por ejemplo, nos narra sus experiencias personales aquí y allá, y nos dice: “¡Estupenda respuesta! ¡Eso son! Son manifestaciones del amor de Dios…”; o “Antes de conocerlos y compartir la vida y la fe con ellos, sentía la tentación de juzgarlos y condenarlos como idólatras; después, aprecié su respeto a estos elementos de la naturaleza…”. Se trata de respuestas a una cuestión muy seria —si se rindió culto idolátrico en los jardines del vaticano en presencia del Santo Padre— que es respondida desde la subjetividad, desde la experiencia personal, desde las emociones y los afectos, y no desde la razón, como corresponde a un ser humano.
MacIntyre advirtió en su libro Tras de la virtud que el discurso moral contemporáneo es no racional, y que se basa en la emotividad. “Si se aman y no hacen mal a nadie, ¿qué de malo tienen las relaciones entre personas del mismo sexo?”, es una respuesta emotiva, despojada de cualquier racionalidad, frente a una situación moral determinada. Lo que estamos viendo en discursos como el de Mons. Arizmendi, es que en el plano teológico está ocurriendo algo similar. Ya no hay argumentaciones racionales; es la pura emotividad, o la experiencia subjetiva, la que se impone a la hora de definir y de enseñar.

La vergüenza que debería sentir Mons. Felipe Arizmendi y no la siente, la siento yo. En verdad, me avergüenzo que la Iglesia haya caído en un estado de postración tan grande y que sus obispos sean capaces de publicar columnas como la que hemos leído y que, para peor, se las replique en los medios de prensa de la Santa Sede.


Wanderer


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