Convertir en norma el que a un menor se le pueda privar de la asistencia de su padre biológico e incluso se le niegue el derecho constitucional a investigar su propia ascendencia biológica es una barbaridad, es un ejemplo de ley tóxica, venenosa.
Por José Javier Castiella
Si le pregunto, querido lector, por su padre estoy seguro de que tendrá cosas que decir. No es mucho aventurar el que mayoritariamente las respuestas serán entrañables, agradecidas.
La naturaleza nos dota a las personas, cuando nos convertimos en padres, de unas facultades especiales para la generosidad, para darnos a los hijos. Tiene poco mérito el desvivirnos por ellos, es en gran parte instintivo.
Visto desde el hijo recién nacido el padre es, a corto plazo, junto con la madre, la gran baza protectora con la que la naturaleza le facilita el sobrevivir. A medio y largo plazo es protección, cariño, educación, integración familiar y social, financiación etc.
Esto se entiende reflexivamente pensando como hijo, se constata evidentemente pensando como padre y no pasa de ser una obviedad, una verdad tan evidente que no merecería dedicarle tiempo. Pero ocurre que existe una ley que desconoce esta evidencia o, peor aún, la desprecia y ningunea y además considera progreso y adelanto ese desprecio y ninguneo.
Esta ley se llama de reproducción artificial. Data, en su última versión, del año 2006 y en ella se producen, entre otras normas verdaderamente tóxicas para los menores, una en la que vamos a centrarnos hoy. Es la que regula el anonimato de donante de esperma en la reproducción artificial.
El avispado lector ya va atando cabos: el donante de esperma es el padre biológico de la criatura que nacerá como consecuencia de esa donación del gameto masculino para la fecundación de un óvulo femenino. Con ello se satisfacen las ansias de maternidad de quien no puede o no quiere ser fecundada por su marido. Pero, también de ese modo, se niega al fruto de esta fecundación artificial, el derecho a todo ese ámbito de protección que corresponde al padre biológico en la crianza y educación del hijo.
Se nos dirá que esto no es así, que ese rol de protección y educación lo asumen en la reproducción artificial adultos conscientes de esta responsabilidad, posiblemente mucho más que algunos padres biológicos, que han limitado su paternidad a un desahogo sexual. Y nos presentarán casos particulares en los que el "padre" no biológico cumple con ese hijo mucho mejor que el padre biológico. Y se nos presentarán casos de irresponsabilidad de padre biológico verdaderamente patéticos.
Pero estaremos en el ámbito de los casos particulares, en los que vale el refrán de que la excepción confirma la regla. Es verdad que ha habido casos de irresponsabilidad paternal de padre biológico impresionantes. Por ejemplo el de Rousseau que, considerándose a sí mismo como la bondad personificada, ejemplo del hombre bueno natural, abandonó a sus hijos biológicos matrimoniales en un hospicio y se desentendió totalmente de su responsabilidad como padre. En el extremo opuesto ha habido, incluso lobas, que han acogido, protegido, alimentado y criado a bebés humanos. Al menos eso nos dice la leyenda de Rómulo y Remo, los fundadores de Roma o la historia de movgli.
Pero las normas están para regular las reglas generales, los supuestos comunes, sin perjuicio de que existan excepciones. Y la regla general es que un niño es criado y educado mejor en el seno de una familia compuesta por padre y madre naturales. Por eso, convertir en regla aplicable a un número indeterminado de casos, es decir generalizable, cumpliendo los presupuestos de la misma, digo convertir en norma el que a un menor se le pueda privar de la asistencia de su padre biológico e incluso se le niegue el derecho constitucional a investigar su propia ascendencia biológica (artículo 39-2), es una barbaridad, es un ejemplo de ley tóxica, venenosa.
Que esto no es una especulación crítica gratuita es algo que va emergiendo en la sociedad, a medida que las víctimas van dejando de ser menores y tomando conciencia de la vulneración de que han sido objeto en sus orígenes. Es el caso de Katrina Clark, una de las miles de personas nacidas en EEUU por inseminación artificial que, debido a las leyes que en dicho país garantizan el anonimato del donante de semen, creció hasta los 17 años sin saber quién era su padre. Cuando llegó a los 18 años contó su historia, y su queja, en un artículo publicado en The Washington Post el 17 de diciembre de 2006. En el mismo afirma: "No pedimos nacer de este modo, con las limitaciones y la confusión que implica. Es hipócrita que, tanto padres como médicos, supongan que a los "productos" del banco de semen no les interesa conocer sus raíces biológicas, cuando es el vehemente deseo de tener descendientes biológicos lo que hace que los clientes recurran a la inseminación artificial."
Pero, querido lector, tome nota de un dato muy importante. Usted, en cuanto engendrado, criado y educado en el seno de una familia normal, por sus padres biológicos, está en condiciones de completar y aumentar en muchos grados la queja de Katrina. Lo digo porque ella se queja, y con toda la razón del mundo, de que le han privado de un derecho a conocer su ascendencia biológica. Pero usted, querido lector, sabe por personal experiencia y recuerdo de infancia, que le han privado de mucho más que eso. Le han privado de todos los recuerdos que usted, como yo y como tantos criados en el seno de familias normales, tenemos de nuestro padre, de la importancia enorme que, en el desarrollo de nuestra personalidad, ha tenido la figura del padre. De todo esto Katrina no puede quejarse en base a su experiencia, simplemente carece de ella. Pero los adultos que conocemos también esa faceta de la realidad, no seremos honrados con ella si no nos unimos a su queja y le ponemos los aumentos que le corresponden.
El interés del menor, del que tan llenas están tantas leyes y sentencias en nuestro país, exige, con apremios de justicia, derogar las normas que permiten a un adulto negar a un menor el entorno familiar que le es debido y necesario para su adecuado desarrollo.
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