jueves, 16 de octubre de 2025

LA CONJURACIÓN ANTICRISTIANA: BAJO LA MONARQUÍA DE JULIO

La “Monarquía de Julio”, se llamó así por haber tenido su origen en las revueltas ocurridas los días 27, 28 y 29 de julio de 1830; y los católicos, al contrario de lo que ocurre hoy, no dejaron de oponer resistencia...

Por Monseñor Henri Delassus (1910)



CAPÍTULO XVII

BAJO LA MONARQUÍA DE JULIO (1)

La mano de la masonería se manifiesta en la revolución de 1830. “No creáis -dice Dupin, un alto masón de la logia de los Trinosofes- no creáis que tres días lo han hecho todo. Si la revolución fue tan rápida y repentina, si la hicimos en pocos días, es porque teníamos la llave de la bóveda y pudimos sustituir inmediatamente el orden de cosas que acababa de ser destruido por un nuevo orden completo”. La secta no podía soportar por más tiempo el hecho de que el primogénito de los Borbones estuviera en el trono; por otra parte, los horribles recuerdos de la primera república eran aún muy recientes para atreverse a desafiar el sentimiento público con la proclamación de una nueva república. Por eso adoptó un término medio y colocó como “cierre de la bóveda” del edificio que llevaba quince años preparando “al hijo del regicida” (2), el hijo del antiguo Gran Maestre de la masonería, el mismo que había sido secretario del Club de los Jacobinos.

La sociedad Ayúdate y el cielo te ayudará, de la que Guizot era presidente, se había encargado especialmente de prepararle el camino. El 18 de mayo de 1833, Didier dio testimonio de ello ante la Cámara de Diputados: “Gracias a los cuidados de nuestra sociedad se publicaron y distribuyeron todos los folletos contra la Restauración, se organizaron suscripciones en favor de los condenados políticos, se dio la consigna, que consistió durante mucho tiempo en quejarse de los jesuitas y gritar en las revueltas: “¡Viva la Carta!”. Debíamos aprovechar todas las ocasiones para menospreciar al poder, para causarle dificultades y aumentar las que el azar pudiera hacer surgir” (3).

Esta sociedad no era francamente masónica, pero estaba bajo la dirección de la masonería. Otra, que estaba por encima de las Logias y los Orientes, trabajaba en el mismo sentido. Era la Orden del Nuevo Templo. Había sido fundada antes de la gran Revolución, y uno de sus miembros, Asweld, define así su carácter: “Un solo odio llena el corazón de sus adeptos, el odio a los Borbones y a los jesuitas... Antes de la Revolución de 1789, los nuevos templarios no tenían otro fin declarado que la aniquilación del catolicismo... En la época en que las hordas extranjeras vinieron a imponer a los Borbones, los templarios se limitaron a buscar la expulsión de la raza esclavizada, y todos fuimos fieles, hasta el 3 de agosto, a ese deber patriótico... El odio se templó con el desprecio y permaneció latente durante varios años; pero, en el día de la opresión, estalló como un rayo... La irritación apaciguada dio paso a la necesidad de trabajar con perseverancia con vistas al fin que se proponían todas las divisiones del Templo: la libertad absoluta de la especie humana; el triunfo de los derechos populares sobre la autoridad legal; la desaparición de todos los privilegios, sin excepción, y una guerra a muerte contra el despotismo religioso o político de cualquier color que se revistiera. Ahora se organiza una inmensa propaganda para este objetivo general”.

El Nuevo Templo, como la Gran Logia que le sucedió, era una de las sociedades más profundamente misteriosas que el Poder oculto creó según las necesidades del momento, con elementos elegidos, a los que manifiesta, en la medida necesaria, el secreto de sus últimas intenciones. Las encontramos expresadas aquí: “Guerra a muerte contra la autoridad civil y la autoridad religiosa; destrucción de todos los privilegios, es decir, de las leyes particulares, principalmente de aquellas que rigen el cuerpo eclesiástico y de aquellas que hacen de la Iglesia Católica una sociedad distinta y autónoma; derechos que conceder a la multitud ciega, para servirla como instrumento de guerra contra las dos autoridades y las dos sociedades; en fin, objetivo último, liberación absoluta de la especie humana”, incluso y sobre todo en relación con Dios. Como medio para conseguir todo esto: la “Inmensa propaganda” de las ideas revolucionarias...

Tal fue el objetivo de la revolución de 1830. Fue un punto de partida y sirvió de apoyo para todo el movimiento antisocial y anticatólico que se extendió desde París a toda Europa. La Monarquía de Julio lo favoreció en Italia mediante la ocupación de Ancona, en España y Portugal mediante el establecimiento de regímenes similares al suyo propio, y sobre todo en los Estados Pontificios mediante el Memorándum.

En el interior, uno de los primeros actos de la Monarquía de Julio marca muy bien la acción del poder oculto en la Revolución de 1830. La infidelidad judía fue puesta al mismo nivel que las comuniones cristianas. El artículo VII de la Carta de 1830 decía: “Los ministros de la religión católica, apostólica y romana, profesada por la mayoría de los franceses, y los ministros de los demás cultos cristianos, reciben emolumentos del Tesoro público”. Por una derogación expresa de este artículo, los rabinos fueron inscritos en el presupuesto a partir del año siguiente (4). “Hoy en día -dice al respecto el rabino Astruc en su libro Entretiens sur le judaïsme, son dogme et sa morale- en nuestros países la igualdad es completa: nuestro culto camina al lado de los demás. Nuestros templos ya no están ocultos; se erigen a la vista de todos, construidos por los Estados y las comunidades, tanto como por nosotros mismos. No queremos nada más que adorar libremente al Dios de la libertad universal.

El gobierno de Luis Felipe ya no se contentaba con ignorar, como el de Napoleón I, el origen divino de la Iglesia Católica; declaraba ignorar la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, al conceder favores absolutamente indebidos a quienes profesaban negarla y blasfemar contra ella. Era un nuevo y enorme estímulo a la indiferencia religiosa, último objetivo de los deseos y esfuerzos de la conspiración anticristiana.

Luis Felipe estaba rodeado de todos los pontífices de la masonería: Decaze, La Fayette, Dupont de l'Eure, Talleyrand, Charles Teste, etc. Así, se libraba una guerra sorda contra el Catolicismo. Ya no se empleaban contra él el exilio y el cadalso, sino el desprecio público provocado por todo tipo de medios. La Religión era insultada en casi todos los teatros, el clero era representado allí bajo los caracteres más odiosos: el libertinaje, el asesinato, los incendios, eran considerados allí como sus acciones ordinarias. Al mismo tiempo, la administración, a todos los niveles, se obstinaba en atormentarlo de todas las maneras posibles. Hay que seguir en el Ami de la Religion las injurias que le hacían sufrir a diario.

Fue en esa época cuando surgió la cuestión obrera, que luego, bajo el nombre de “cuestión social”, ocuparía un lugar tan importante en las preocupaciones de todos, obreros y patronos, gobernados y gobernantes, e incluso en el pensamiento del propio Soberano Pontífice. La formidable insurrección de Lyon constituyó la revelación y la primera hazaña de esta cuestión.

La Restauración había inaugurado el gran impulso industrial que se desarrollaría bajo los regímenes que le seguirían. Durante esos quince años, no hubo ninguna huelga importante. En todas partes reinaba el acuerdo entre los patronos y los obreros. “Durante el invierno de 1829 a 1830 -dice Le Play- observé, en la mayoría de los talleres parisinos, entre el patrón y los obreros, una armonía comparable a la que acababa de admirar en las minas, las fábricas y las granjas de Hannover” (5). Pero, con la llegada de 1830, un nuevo espíritu se apoderó de la industria. Los economistas oficiales hicieron suya la teoría de que el trabajo no es más que una mercancía como cualquier otra. Muchos patronos la adoptaron apresuradamente, no pensaban más que en hacer fortuna y explotaban a sus obreros, en lugar de esforzarse por educarlos con sus lecciones y sus ejemplos. Era la consecuencia necesaria de la disminución del espíritu de fe y del progreso de las doctrinas naturalistas que no veían para el hombre otro objetivo que el disfrute y el bienestar. Por su parte, los obreros escuchaban a quienes les predicaban el progreso, después de haberlo situado en la facilidad y la multiplicación de los placeres, a quienes les incitaban a despreciar al clero y les hacían desconfiar de la doctrina que eleva las almas mostrándoles, como objetivo supremo de sus esfuerzos, las recompensas eternas. Lo que vemos no es más que el desarrollo de lo que se hizo entonces.

Sin embargo, los católicos, al contrario de lo que ocurre hoy, no dejaron de oponer resistencia. Se esforzaban por reaccionar. Comenzaron por la Agencia General para la Defensa de la Libertad Religiosa, luego por las Conferencias de San Vicente de Paúl; se establecieron academias religiosas en casi todas las grandes ciudades de Francia; las Conferencias y Notre-Dame fueron inauguradas, y por último y sobre todo, el Partido Católico inició la cruzada por la libertad de enseñanza.

La Carta de 1830 consagró el principio de la libertad de enseñanza, que se incluyó en ella sin saber muy bien cómo. El primero que, para reivindicarla, emprendió, mediante una carta pública, la lucha que debía ser tan ardiente, fue el anciano obispo de Chartres. Después de él se levantaron los grandes campeones: Monseñor Parisis, Montalembert y L. Veuillot.

Esta reivindicación de la libertad de enseñanza planteó otras cuestiones: el derecho del clero a expresar su opinión sobre las grandes cuestiones sociales, y el de los obispos a poder escucharse y ponerse de acuerdo para la defensa de los intereses religiosos; el uso de la prensa en la discusión de estos intereses, y la ayuda que los laicos pueden y deben ofrecer al clero para la defensa o la conquista de las libertades de la Iglesia; la iniquidad de los ataques contra la vida religiosa y, en particular, contra la Compañía de Jesús.

En esta gran lucha vemos al gobierno francés buscar un punto de apoyo en Roma. Envió a Roma al conde Rossi, italiano de nacimiento, llegado a Francia después de la revolución de 1830, nombrado sucesivamente decano de la Facultad de Derecho de París, miembro del Instituto, par de Francia. Tal es la suerte habitual de aquellos a quienes las sociedades secretas han puesto sus ojos con vistas a misiones particulares; como también la muerte de Rossi a manos de un asesino es el final habitual de aquellos que no obedecen hasta el final la tarea que se les ha encomendado.

Enviado extraordinario ante la Corte pontificia, recibió, a pesar de las repugnancias manifestadas por Gregorio XVI, el título y las funciones de embajador. Su misión consistía en obtener, a través del Secretario de Estado, las concesiones que el gobierno necesitaba para alcanzar sus fines. Podemos ver en el libro de Follioley, Montalembert y Mgr. Parisis cómo supo llevar a cabo estas negociaciones y el éxito que obtuvo.

L. Veuillot expresó el carácter de estas negociaciones y defendió su justificación en estos términos: “Había entre nosotros tantos corazones tímidos, que el Papa consideró prudente rezar y esperar” (6).

Continúa...


Notas:

1) La Monarquía de Julio, llamada así por haber tenido su origen en las revueltas ocurridas los días 27, 28 y 29 de julio de 1830, se extiende hasta febrero de 1848. En este período reinó Luis Felipe (Louis-Philippe Égalité) - (N. del T.).

2) Las Mémoires de Metternich, recientemente publicadas, arrojan una luz muy vívida sobre las conspiraciones masónicas que llevaron al derrocamiento de la realeza legítima para sustituirla por el gobierno voltairiano de Luis Felipe.

3) Citado por Deschamps, II, 274.

4) No había ninguna razón legítima para conceder un salario a los supuestos ministros del culto israelita. Los propios judíos no reconocían en ellos ningún carácter sacerdotal, ni ninguna autoridad sobre sus correligionarios. Hablando del privilegio que acababa de concederse a los judíos, Portalis dice: “Esto le otorga a la secta un reconocimiento público, es un establecimiento que se le concede, son cartas de naturalización que se le dan, es una homologación solemne de su doctrina y sus dogmas, cuya propagación se fomenta y cuya enseñanza se asegura”.
Los Borbones de la Restauración habían adoptado, con respecto a los judíos, la sabia política de Luis XVI, que Napoleón no había podido abandonar. Se esforzaron por evitar cualquier vejación a los judíos, pero no consideraron que debían hacerles olvidar que eran huéspedes y no hijos de la casa. No pensaron que debían abandonar todas las medidas de protección contra la ambición de los israelitas de dominar a los cristianos, según la sentencia talmúdica: “El mundo es de los judíos”. Les habían concedido el pleno disfrute del derecho internacional público e incluso del derecho civil; habían limitado sus derechos políticos y, sobre todo, habían eliminado el reconocimiento público de sus creencias y su culto, en relación con la Fe Cristiana.
Desde el 7 de agosto de 1830, es decir, dos días antes de que el duque de Orleans aceptara el título de rey de los franceses, el francmasón Viennet solicitó la inscripción en el presupuesto del pago de los rabinos. El 13 de noviembre de 1830, el ministro de Instrucción Pública y Cultos, Mérilhon, masón afiliado a los carbonarios, presentó un proyecto de ley que concedía a los rabinos un sueldo pagadero por el Tesoro. La ley fue promulgada el 8 de febrero de 1831.
No está de más señalar que los emolumentos de los rabinos eran aproximadamente el doble en Francia que los de los curas católicos. Estos recibían 1800, 1200 o 900 francos, según la importancia de su parroquia; y la media obtenida al dividir el total de los créditos inscritos en el presupuesto por el número de curas era de 1014 francos. Ahora bien, la media de los emolumentos de los rabinos era de 2015 francos. Los pastores protestantes estaban menos bien tratados que los rabinos, pero mejor que los curas, ya que recibían 1900 francos.
Así, aquellos a quienes el Estado no debía nada estaban mejor tratados que aquellos a quienes el Estado se había comprometido a reparar una parte de los bienes confiscados.

5) La Réforme en Europe et le Salut en France, p. 51.

6) Mélanges, 1ª. série, t. II, p. 293.
 

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