Por Regis Martin
El otro día me llegó por correo una taza grande, alrededor de la cual conté unos veinte apotegmas escritos por San Agustín. Fue un regalo, enviado anónimamente por alguien que obviamente pensó que no leía lo suficiente del célebre Doctor de la Gracia; o que, como ya conocía a San Agustín, sería un buen detalle volver a recordar algunos mientras tomaba mi café. En cualquier caso, agradecí recibir la taza y desde entonces he aumentado mi consumo de café.
Como la mayoría de los lectores quizá no tengan una taza de café así, aquí les dejo un ejemplo de eslogan para sugerir adónde quiero llegar. Piénsenlo como una transición a lo que sigue del artículo anterior: “Dios pone el viento, pero el hombre debe izar las velas”.
Bien dicho, ¿verdad? Observen también cómo todo gira en torno a una paradoja: si bien dependemos del viento —de hecho, sin él nada navega—, no somos completamente pasivos, como si Dios fuera el único que pilotaba la nave. Eso nos haría víctimas de la herejía de Lutero, quien enseñaba que todo el bien que hacemos se lo debemos enteramente a Dios, pues la voluntad humana lo perdió todo en su primera caída precipitada en la depravación y el pecado.
Incluso la concupiscencia es un pecado, argumentó, atribuyendo falsamente la idea a Agustín, sin importar si actuamos según sus impulsos o no. Esto nos dejaría a todos en un estado de corrupción tan completo, tan totalizador, que solo el mal definiría nuestra condición. ¿Cuál sería entonces la primera palabra de Dios al mundo? Condenación. Ninguna más drástica ni severa.
En el otro extremo se encuentra el error igualmente erróneo de Pelagio, quien sostenía que todo el bien que hacemos es solo nuestro. “Es lo más fácil del mundo -canturreaba Celestio, uno de sus discípulos más entusiastas- cambiar nuestra voluntad mediante un acto de voluntad”. En resumen, basta con decir no al pecado y, ¡listo!, todo desaparece. Y aunque los pelagianos reconocerán a regañadientes que, sí, es Dios quien primero extiende su mano, encantado, por así decirlo, de dispensar la salvación, siempre es el individuo libre quien la aferra con firmeza. No es Dios, por lo tanto, quien permanece al timón, sino el yo, que se dirige a sí mismo, cuya hábil capitanía del barco lo mantendrá todo a flote. Su destino está en sus propias manos.
Diría que son como dos gotas de agua. O, como lo expresó el Cardenal Journet en un breve y conciso estudio sobre el tema:
Son como hermanos enemistados, ambos de la misma ascendencia. El error común a ambos es pensar que la acción divina y la humana son mutuamente excluyentes: o es el hombre quien realiza la buena acción, y entonces no es Dios; o es Dios, y por lo tanto, no es el hombre.
¿Quién, entonces, realiza la buena acción? “El hombre y Dios juntos” -concluye. Es la simbiosis más perfecta que el mundo haya visto jamás. Dos voluntades que se unen, cada una concertando su propia libertad: el Dios infinito por un lado, el hombre finito por el otro, orquestando juntos la salvación del mundo.
Seguramente Agustín tenía este sentido cuando, en una frase que resume perfectamente la larga tradición de la Iglesia sobre el asunto, pronunció lo siguiente: “Dios, que te creó sin ti, no te justificará sin ti”.
Solo nosotros, por supuesto, debemos darle a Dios la máxima prioridad, sabiendo que la obra depende decisivamente de Él. Aunque, parafraseando a Chesterton, Él se interesa profundamente por todos sus personajes secundarios. Esto simplemente significa, una vez más, que ninguno de nosotros controlará jamás el viento. Tampoco nos corresponde intentar predecir sus movimientos como si fuéramos meteorólogos de Dios.
¿No hay un texto en las Escrituras que nos diga esto? De hecho, lo hay, y está en el Evangelio de San Juan, donde Jesús le habla a Nicodemo, quien ha venido al amparo de la oscuridad para aprender la verdad sobre Cristo, diciéndole: “El viento sopla donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo aquel que nace del Espíritu” (Juan 3:8).
No es de extrañar que Nicodemo quede completamente desconcertado por esto, pues aún no ha nacido del Espíritu. Y lo que sigue no le deja de desconcertar, aunque es de una belleza sublime. La cuestión es que entre Dios y nosotros existe una distancia tan grande, una desproporción tan marcada, que ninguno de nosotros logrará jamás cruzar esa brecha. Ni con nuestro propio dinero, no lo lograremos. Es un abismo demasiado profundo para que los simples mortales lo puedan sondear. Ni siquiera los santos podrían llegar al otro lado. De hecho, son especialmente conscientes de la absoluta inconmensurabilidad entre ambos. ¿Cómo se lo dice Cristo a Catalina de Siena? “Yo soy el que es. Tú eres la que no es”.
Por eso, si me permiten volver a la metáfora de Agustín por un momento, dado que seguimos dependiendo completamente del viento —que, por así decirlo, impulsa la barca a salvo en el mar embravecido—, no nos corresponde presumir de sus movimientos. Ni siquiera atribuirnos el mérito de tener el ingenio o la voluntad de izar la vela para recibirlo. “Cuando Dios corona nuestros esfuerzos -nos recuerda Agustín- corona sus propios dones”. O, para citar a otro santo, quizás incluso más grande que el santo de Hipona: “¿Qué tienes que no hayas recibido? Si lo recibiste, ¿por qué te jactas como si no fuera un don?” (1 Corintios 4:7). O al viejo Isaías, para el caso:
¿Se enorgullecerá el hacha sobre quien la corta, o se engrandecerá la sierra contra quien la maneja? ¡Como si una vara empuñara a quien la levanta, o como si un cayado levantara a quien no es madera! (Isaías 10:15)
Sin embargo, depende de nosotros, siendo nuestra única y especial misión, no soltarnos si, en el feliz caso de que Dios, misericordiosamente, nos extiende su mano, nos da la gracia de tomarla. Nuestro papel no es en absoluto insignificante. Puede que no seamos el personaje principal de la historia; sin embargo, para asegurar el mejor resultado posible, debemos esforzarnos y hacer nuestra parte. En ese sentido, somos sin duda indispensables para la historia que Dios está contando. “Dios nunca nos pide lo imposible -dice Agustín- pero sí espera que hagamos lo que podamos y que pidamos ayuda para hacer lo que está más allá de nuestras posibilidades”.
Sí, ¿y no es ese precisamente el quid de la cuestión? Aquí tocamos un tema tan querido para Agustín, tan central en su vida y pensamiento, que gira en torno a lo que Peter Brown ha descrito como su “actitud terapéutica” ante la controvertida cuestión de la relación entre la gracia y la libertad. Es una cuestión que no nos atrevemos a resolver de forma superficial o improvisada. Es la idea, dice Brown, “de que dependemos, para nuestra capacidad de autodeterminación, de áreas que no podemos determinar”. Y si estamos tan determinados a desear a Dios, a quien más anhelamos amar, entonces necesitaremos grandes dosis de gracia para lograrlo.
“¡Todo es gracia!” -exclama Teresa de Lisieux mientras agoniza. Como Agustín antes que ella, ella también es Doctora de la Gracia.
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