sábado, 9 de agosto de 2025

LA CONJURACIÓN ANTICRISTIANA: LA REFORMA, HIJA DEL RENACIMIENTO

Lo que llaman “progreso” no es lo que contribuye para una mayor perfección moral del hombre, sino lo que aumenta su dominio sobre la materia y la naturaleza.


Continuamos con la publicación del cuarto capítulo del libro “La Conjuración Anticristiana” publicado en 1910 por Monseñor Henri Delassus, quien nos advirtió sobre el enemigo.


LA REFORMA, HIJA DEL RENACIMIENTO

CAPÍTULO IV

En su libro La Réforme en Allemagne et en France, un antiguo magistrado, el conde J. Boselli, cuenta que Paulin Paris, uno de los sabios más eruditos sobre la Edad Media y uno de los que mejor la conocieron, dijo un día en su presencia a un interlocutor que se espantaba por la gran diferencia entre la Francia moderna y aquella de antes, “oscurecida por las tinieblas de la Edad Media”: 
“Desengañaos, la Edad Media no era tan diferente de los tiempos modernos, como creéis; las leyes eran diferentes, así como los usos y las costumbres, más las pasiones humanas eran las mismas. Si uno de nosotros fuese transportado a la Edad Media vería a su alrededor trabajadores, soldados, padres, economistas, desigualdades sociales, ambiciones, traiciones. LO QUE HA CAMBIADO ES EL OBJETIVO DE LA ACTIVIDAD HUMANA”. No se podría decir de mejor manera. Los hombres de la Edad Media eran de la misma naturaleza que la nuestra, naturaleza inferior a la de los ángeles y, además, caída. Ellos tenían nuestras pasiones, se dejaban, como nosotros, arrastrar por ellas, frecuentemente a los excesos mas violentos. Pero el objetivo era la vida eterna: los usos, las leyes y las costumbres se inspiraban en ella; las instituciones religiosas y civiles dirigían a los hombres hacia su fin último, y la actividad humana se dirigía, en primer lugar, a la mejoría del hombre interior.

Hoy, -y ahí está el fruto, el producto del Renacimiento, de la Reforma y de la Revolución-, el punto de vista cambió, el fin ya no es el mismo; lo que es deseado, lo que es buscado, no por los individuos aisladamente, sino por el impulso dado a toda la actividad social, y a la mejoría de las condiciones de la vida presente para llegar a un mayor y más universal gozo. Lo que cuenta como “progreso” no es lo que contribuye para una mayor perfección moral del hombre, sino lo que aumenta su dominio sobre la materia y la naturaleza, con el fin de colocarlas mas completa y dócilmente al servicio del bienestar temporal.

Para alcanzar ese bienestar fueron sucesivamente proclamadas la independencia de la razón con respecto a la Revelación, la independencia de la sociedad civil con respecto a la Iglesia, la independencia de la moral con respecto a la ley de Dios: esas fueron las tres etapas en el camino del PROGRESO perseguido por el Renacimiento, por la Reforma y por la Revolución.

No se debe creer que los humanistas, literatos y artistas, cuyas aberraciones vimos desde el triple punto de vista intelectual, moral y religioso, no formaran más que pequeños cenáculos cerrados, sin eco, sin acción en el exterior. Inicialmente, los artistas hablaban a la vista de todos; y cuando, para quedarnos solo con este ejemplo, Filarète tomó prestada de la mitología la decoración de las puertas de bronce de la Basílica de San Pedro, él ciertamente no edificó al pueblo que por allí pasaba. Además, era en la corte de los príncipes que los humanistas tenían sus academias; era allí donde compusieron sus libros; era allí desde donde esparcían sus ideas, que establecían sus costumbres; y es siempre de lo alto que desciende todo el mal y todo el bien, toda perversión así como toda edificación.

No es de extrañar, pues, que la Reforma, que fue una primera tentativa de aplicación práctica de las nuevas ideas formuladas por los humanistas, fuera recibida y propagada con tanto entusiasmo por los príncipes en Alemania y en otras partes y que ella haya encontrado tan fácil aceptación en el pueblo.

La resistencia fue muy débil en Alemania y fue más vigorosa en Francia. El cristianismo había penetrado mas profundamente en las almas de nuestros padres que en cualquier otro lugar; combatido en su teoría por los humanistas, él sobrevivió mas tiempo en la manera de vivir, de pensar y de sentir. Por eso, entre nosotros, fue una lucha mucho mas encarnizada y más prolongada. Comenzó con las guerras de religión y continuó con la Revolución, y aún continúa hasta nuestros días, como muy bien señaló Waldeck-Rousseau. A través de medios diversos en el comienzo, continúa en nuestros días el conflicto entre el espíritu pagano, que quiere renacer, y el espíritu cristiano, que lucha por sobrevivir. Hoy, como desde el primer día, uno y otro quieren triunfar sobre el adversario: el primero, por la violencia con que cierra las escuelas libres, despoja y exilia a las Ordenes Religiosas y amenaza las iglesias; el segundo, por el recurso a Dios y por la preservación de la enseñanza cristiana por todos los medios que quedan a su disposición.

Las diversas peripecias de este largo drama mantienen en suspenso al cielo, a la tierra y al infierno; porque si Francia decidiera rechazar el veneno revolucionario, ella restaurará en todo el mundo la civilización cristiana, ya que ella fue la primera en comprenderla, adoptarla y propagarla. Si ella sucumbe, el mundo tendrá todo que temer.

El protestantismo nos vino de Alemania y sobre todo, desde Ginebra. Está bien decirlo así. Era imposible calificar la Reforma de Lutero con una palabra diferente de “protesta”, porque era una protesta contra la civilización cristiana, una protesta contra la Iglesia que había fundado esa civilización, una protesta contra Dios, del cual esa civilización emanaba. El protestantismo de Lutero es el eco sobre la tierra del Non serviam 
(1) de Lucifer. Él proclama la libertad de los rebeldes, la de Satanás: el liberalismo. El dice a los reyes y a los príncipes: “Emplead vuestro poder para sostener y hacer triunfar mi rebelión contra la Iglesia y os libraré de toda a autoridad religiosa” (2). Todo lo que la Reforma había recibido del Renacimiento y que ella debía transmitir a la Revolución está contenido en esta palabra: Protestantismo.

Comunicado de individuo a individuo, el protestantismo luego ganó provincia tras provincia. El historiador alemán y protestante Ranke, nos señala cual fue su gran medio de seducción: La licencia moral, que el Renacimiento había propagado. “Muchas personas abrazaron la Reforma, dijo, con la esperanza de que ella les aseguraría una mayor libertad en la conducta privada”. En efecto, existe entre el catolicismo y el protestantismo, tal como predicó Lutero, una diferencia radical en ese aspecto. El catolicismo promete recompensas futuras para la virtud y amenaza el vicio con castigos eternos; por esto, pone un poderoso freno a las pasiones humanas. La Reforma vino a prometer el paraíso para todos los hombres, incluso para los más criminales, con la única reserva de un acto de fe interior por medio del cual obtenía su justificación personal, por la imputación de los méritos de Cristo. Si, por efecto de esa persuasión, que es algo fácil de conseguir, los hombres reciben la garantía de ir al paraíso, manteniéndose en el pecado, e incluso hasta en el crimen, muy tonto sería aquel que renunciara a obtener aquí abajo todo lo que encontrara a su disposición.

La presencia, en un país profundamente católico, de personas que seguían esos principios y que se esforzaban en propagarlos debería causar algún trastorno al Estado; ese trastorno se volvió más profundo cuando el protestantismo no se limitó más a propagar a los individuos la fe sin las obras, sino que, una vez que se sintieron lo suficientemente fuertes quisieron apoderarse del reino, con el fin de arrancarle sus tradiciones y moldearlo a su manera.

A partir de Clóvis, el catolicismo no había dejado un solo día de ser la religión del Estado. Esas tradiciones carolingias y merovingias se conservaron completamente intactas hasta la Revolución. Durante medio siglo los protestantes intentaron separar de su Madre a la hija primogénita de la Iglesia; usaron alternadamente la astucia y la fuerza para apoderarse del gobierno, para colocar al pueblo francés tan católico bajo el yugo de los reformadores, como acababan de hacer en Alemania, en Inglaterra, en Escandinavia. Estuvieron a punto de lograrlo.

Después de la muerte de Francisco de Guise, los hugonotes eran señores de todo. No dudaron pues, para apoderarse del resto, en apelar a los alemanes y a los ingleses, sus correligionarios. A los ingleses ellos entregaron Havre; a los alemanes les prometieron la administración de los enclaves de Metz, Toul y Verdun. Finalmente, con la Rochelle, ellos habían creado un Estado dentro del Estado. Su intención era substituir la monarquía cristiana por un gobierno y un género de vida “modelados bajo el estilo de Ginebra”, es decir, la república (3). “Los hugonotes -dice Tavannes- están en camino de fundar una democracia”. El plan para eso había sido trazado en Béarn, y en los Estados del Languedoc reclamaban su ejecución en 1573. El jurista protestante François Hatman ejerció sobre los espíritus, en el sentido democrático, una gran influencia con su libro Franco-Gallia, 1573. El colocó al servicio de las teorías republicanas una historia a su manera, para conducir, con gran refuerzo de textos y de afirmaciones, a los franceses a “su condición primitiva”. “La soberanía y principal administración del reino -decía- pertenecía a la general y solemne asamblea de los tres Estados”. El rey reina, pero no gobierna. El Estado y la República es todo, el rey casi nada. El lanza a sus lectores a la plena soberanía del pueblo.

La Franco-Gallia tuvo una repercusión enorme. Los panfletarios hugonotes lo plagiaron, uno mejor que el otro. El sistema expuesto en ese libro es la democracia tal como es comprendida hoy en día. Esa forma de gobierno, dando a los agitadores fácil acceso a los primeros cargos en el Estado, los favoreció para poder propagar sus doctrinas; al mismo tiempo, respondía mejor a las ideas de independencia que eran el fondo de la Reforma, al derecho que el Renacimiento quería conferir al hombre para dirigirse él mismo en dirección al ideal de felicidad que ella le presentaba.

Francia, por culpa de los hugonotes, estaba al borde del abismo.

La situación no era menos crítica para la Iglesia Católica. Ella acababa de perder a Alemania, a Escandinavia, a Inglaterra y a Suiza; los Países Bajos se levantaban contra Ella. La apostasía de Francia, si debía producirse, debía causar en el mundo entero el escándalo más pernicioso y el más profundo golpe: tanto más porque España debía seguirla. El objetivo más constante de todo el partido protestante, para el cual Coligny no se cansó de trabajar, era arrastrar a Francia en una liga general con todos los Estados protestantes, para aplastar a España, la única gran nación católica que seguía siendo poderosa. Esto habría sido la ruina completa de la civilización cristiana.

Dios no lo permitió y Francia tampoco. Los Valois debilitados, vacilaban, variaban en su política. La Liga nació para tomar en sus manos la defensa de la fe, para mantenerla en la nación y en el gobierno del país. Los católicos, que contaban casi la totalidad de los franceses (4), quisieron tener jefes absolutamente inquebrantables en su fe. Eligieron la Casa de Guise. “En cualquier apreciación que se haga sobre las guerras de religión, dice Boselli, es imposible desconocer que la Casa de Guise fue, durante todo ese período, la propia encarnación de la religión del Estado, del culto nacional y tradicional al cual tantos franceses permanecían unidos. Ella personificó la idea de la fidelidad católica. Los Guise probablemente se habrían convertido en reyes de Francia si Enrique III se hubiese hecho protestante, o si Enrique IV no se hubiese hecho católico”.

Dios quiso conservar en Francia su estirpe real, como El había hecho una primera vez por la misión otorgada a Juana de Arco. El heredero de trono, segundo la ley sálica, era Enrique de Navarra, alumno de Coligny, protestante y jefe de los protestantes. Dios cambió su corazón. Francia recuperó la paz, y Luis XIII y Luis XIV volvieron a poner nuestro país en el camino de la civilización católica. Digamos, entretanto, que este último cometió esa falta, que por si debía tener graves consecuencias, la de apoyar la declaración de 1682. Esta tenía dentro de sus líneas la constitución civil del clero, ella comenzaba la obra más nefasta de todas, la de la secularización que continúa en nuestros días hasta sus últimas consecuencias.

Luis XV, que se abandonó a los usos del Renacimiento, vivió la obra de descristianización iniciada por la Reforma, retomada por Voltaire y por los enciclopedistas precursores de Robespierre, antepasados de aquellos que nos gobiernan actualmente. Taine dice con mucha propiedad: “La Reforma no es sino un movimiento particular dentro de una revolución que comenzó antes de ella. El siglo XIV abre el camino; y después, cada siglo se ocupa de preparar, en el orden de las ideas, nuevas concepciones, y, en el orden práctico, nuevas instituciones. Desde aquel tiempo, la sociedad ya no busca su guía en la Iglesia, ni la Iglesia como Su imagen en la sociedad” (5).

Continúa...

Capítulo 2: Las dos concepciones de la vida

Notas:

1) No serviré (N. del T.) 

2) Œuvres de Luther, XII, 1522 e XI, 1867.

3) Hanotaux (Histoire du cardinal de Richelieu, t. XII, 2ª parte, p. 184), justifica así la revocación del edicto de Nantes:

―Francia no podía ser fuerte mientras albergara en su seno, en plena paz, un cuerpo organizado, en pie de guerra, con jefes independientes, cuadros militares, plazas de seguridad, presupuesto y justicia aparte, siempre armado, pronto a entrar en campaña. ¿Habría que reconocer la existencia de un Estado dentro del Estado? ¿Se podía admitir que numerosos y ardientes franceses tuviesen siempre la amenaza en la boca y la rebelión en el corazón? ¿Se toleraría su perpetua e insolente recurrencia al extranjero? Un Estado no puede subsistir, si está así dividido contra sí mismo. Para asegurar la unidad del reino y unir todas las fuerzas nacionales en razón de las luchas externas que se preparaban, era preciso minar el cuerpo de los hugonotes en Francia o conducirlos a la composición”.

4) Los protestantes eran apenas cuatrocientos mil en 1558. Este es el número que da el historiador protestante Ranke. Castelnau, siendo testigo bien informado, fue más lejos; afirma que los protestantes representaban el 1 % de la población. Los católicos vieron su país devastado durante cincuenta años por ese puñado de calvinistas.

5) Études sur les barbares et le moyen âge, p. 374-375.


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