Por Regis Martin
“Debo ahora recordar las abominables acciones que cometí en aquellos días -escribe Agustín al comienzo del Libro II- los pecados de la carne que contaminaron mi alma”. Ha dejado atrás su infancia, la época en la que asistió por primera vez a la escuela, donde los maestros golpeaban con regularidad a los alumnos (“mi gran pesadilla”, así lo describe); a pesar de ello, el joven Agustín, un niño excepcionalmente dotado, logró adquirir suficientes conocimientos y habilidades para justificar los sacrificios que sus padres hicieron para enviarlo allí. Y aunque los recuerdos siguen siendo amargos, necesita confesárselo a Dios para, como él mismo dice,
Para saborear tu dulzura, la dulzura que no engaña, sino que trae verdadera alegría y nunca falla. Por amor a tu amor me recuperaré de los estragos de la perturbación que me destrozó al alejarme de ti, a quien solo debería haber buscado...
¿Y por qué, exactamente, se había apartado de Dios? Ciertamente, no le trajo verdadera felicidad, ni una sensación duradera de paz ni plenitud. "¿Qué fruto he cosechado? -pregunta, citando a San Pablo (Romanos 6:21)- de obras que ahora me avergüenzan". Entonces, ¿cuáles eran estas impurezas que lo llevaban, en sus palabras, a "descontrolarse con una lujuria múltiple y repugnante", dejándolo "vil hasta la médula, pero satisfecho de mi propia condición y ansioso por agradar a los demás"?
No tiene mucho sentido disfrazarla, ni maquillarla con eufemismos, o lo que hoy llamaríamos "autoaceptación madura". Es simple lujuria común y corriente, que, cuando uno está en sus garras, lleva a la fornicación. No hay glamour en ceder; sus atracciones fugaces carecen de atractivo duradero, de poder de permanencia, una vez que hemos caído. "El gasto del espíritu en un desperdicio de vergüenza / es lujuria en acción", lo expresa Shakespeare, quien no habría necesitado a San Agustín para describir sus febriles locuras. "Disfrutada apenas, despreciada directamente. Todo esto el mundo lo sabe bien, pero nadie lo sabe bien. Rehuir el cielo que conduce a los hombres a este infierno".
El propio Buda tampoco habría necesitado consultar al obispo de Hipona cuando, en su "Sermón del Fuego", se nos dice que "El ojo arde: las cosas visibles arden... ¿Con qué fuego arde? Os declaro que arde con el fuego de la lujuria". Y que solo "concibiendo aversión" por tales engaños y lujurias de la carne, el espíritu experimentará la regeneración necesaria.
Dante también ha dado una expresión acertada y memorable al pecado; el ejemplo de los pobres Paolo y Francesca proporciona el contexto perfecto para una lujuria en acción que perdurará con una intensidad infernal por toda la eternidad; sus almas condenadas se retuercen mientras giran en el aire fétido. “No hay mayor dolor” -le dice ella a Dante- que recordar un tiempo de felicidad / estando sumido en la miseria...”. Pero como las almas perdidas ya no pueden amar, tanto ella como su compañero de pecado recordarán para siempre el mal que se infligieron mutuamente.
Y durante un tiempo —muchísimo, además, tras su infancia— Agustín conocerá este infierno. Obligado, como tantos otros, esclavizados por el pecado sexual, a aprender sabiduría, si es que la aprendemos, a través de la agonía, del dolor de ver cómo nos hemos causado dolor a nosotros mismos, a los demás. Y, sin duda, a Dios. “Te abandoné, Dios mío -se lamentó Agustín-En mi juventud me alejé demasiado de tu mano sustentadora, y creé de mí mismo un desierto estéril”.
Agustín, por supuesto, no fue el primero en trazar el ciclo de la lujuria, como bien sabe cualquiera para quien la conexión cuerpo/alma sigue siendo una obra en desarrollo: desde la locura inicial, al breve espasmo de dicha del momento, hasta la prolongada desesperación del final. Citando a Petronio, el poeta romano que vivió antes de Agustín: “Hacerlo es un placer sucio y breve; / Y hecho esto, nos arrepentimos directamente del juego”. O volviendo a Shakespeare, quien, en “La violación de Lucrecia”, presenta a un personaje vil que se pregunta antes de su pecado: “¿Qué gano si logro lo que busco? / Un sueño, un aliento, un destello de alegría fugaz. / ¿Quién compra un minuto de alegría para lamentarse una semana? / ¿O vende la eternidad para conseguir un juguete?”.
Y, sin embargo, con demasiada frecuencia, como lo confirma la depravación humana, no se arrepiente en absoluto, como en el caso del joven Agustín, quien, según su propia y abyecta confesión, “se hundió en el mar hirviente de la fornicación” durante mucho tiempo. “Estaba en un hervidero de maldad -le dice a Dios- Te abandoné y me dejé llevar por la corriente”.
De hecho, procede a pedirle a Dios de manera muy específica que le diga:
¿Cuán lejos fui de la dicha de tu casa en aquel decimosexto año de mi vida? A esa edad me apoderó el frenesí y me entregué por completo a la lujuria, que tu ley prohíbe, pero que los corazones humanos no se avergüenzan de consentir. Mi familia no hizo ningún esfuerzo por salvarme de mi caída mediante el matrimonio. Su única preocupación era que aprendiera a pronunciar un buen discurso y a persuadir a los demás con mis palabras.
Y así, la maleza del desenfreno y la lujuria se espesa y crece alrededor de su cabeza, y no hay nadie que corte las zarzas. Ciertamente, ninguno de sus amigos, de quienes parece haber dependido servilmente. Tan ciego a la recta razón se había vuelto, de hecho, que en su compañía sentía gran vergüenza de ser visto como menos depravado que ellos.
Pues los oía jactarse de su depravación, y cuanto mayor era el pecado, más se glorificaban en él, de modo que yo disfrutaba de los mismos vicios no solo por el placer de lo que hacía, sino también por el aplauso que me merecía. Nada merece ser más despreciado que el vicio; sin embargo, cedía cada vez más al vicio simplemente para no ser despreciado. Si no había pecado lo suficiente como para rivalizar con otros pecadores, solía fingir haber hecho cosas que no había hecho en absoluto, por miedo a que la inocencia se tomara por cobardía y la castidad por debilidad.
¿Es esto la esencia de la santidad? ¿Habla un futuro Doctor de la Iglesia? Pues bien, así lo es. Y así como no hay santos sin pasado, ni pecadores sin futuro. Como decía aquel maravilloso y santo dominico Vincent McNabb: “Cuando Dios mira a un pecador, ya no es pecador; solo era pecador”. Sin duda, un aspecto del atractivo que los lectores sienten por Agustín es que se trata de un gran pecador —un reincidente, nada menos, contra Dios y el hombre— que luchó denodadamente contra todo pronóstico para convertirse en un gran santo.
Continúa...
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