Así como el que tiene y guarda los Mandamientos de Dios, ese es el que ama a Dios; así el que desprecia Su divina ley y no guarda Sus Mandamientos, con razón se ha de decir que le aborrece.
DEL PRIMER MANDAMIENTO DEL DECÁLOGO
Yo soy el Señor tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre.
Aunque esta Ley fue dada a los judíos por el Señor en el monte, fue escrita mucho antes e impresa por la naturaleza en el corazón del hombre, y por lo tanto, fue hecha obligatoria por Dios para todos los hombres y todos los tiempos. Por lo tanto, será muy provechoso, sin embargo, explicar cuidadosamente las palabras con que fue proclamada a los hebreos por Moisés, su ministro e intérprete, y también la historia de los israelitas, que está tan llena de misterios.
Primeramente, referirá el Párroco, que de todas las naciones de la tierra, Dios escogió a una que descendía de Abraham; quien quiso que anduviese peregrinando por la tierra de Canaán, y le prometió que le pondría en posesión de ella: más con todo eso él y sus descendientes estuvieron errantes durante más de cuatrocientos años antes de habitar en la tierra prometida. Es verdad que en esa peregrinación Dios nunca los desamparó. Pasaron de nación en nación y de un reino a otro reino; más nunca permitió que nadie les hiciese daño, e incluso castigó a los reyes que se les oponían.
Antes de que descendieran a Egipto, Dios envió delante de ellos un Varón, por cuya prudencia, así ellos como los egipcios se librasen del hambre. En Egipto fue tal su bondad hacia ellos que, persiguiéndolos el poder del Faraón que buscaba acabar con ellos, aumentaron en un grado extraordinario. Y cuando fueron severamente acosados y tratados cruelmente como esclavos, Dios les puso por caudillo a Moisés para que los sacase de allí con mano poderosa. Es especialmente a esta liberación a la que se refiere el Señor en las palabras iniciales de la Ley: Yo soy el Señor tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre.
De todo esto debe notar especialmente el Pastor, que de entre todas las naciones, Dios escogió sólo una, para llamarla pueblo suyo y hacerse conocer y adorar por ella; no porque aventajasen a las demás naciones en santidad o en grandeza, sino más bien porque quiso, como el mismo Señor se lo previno a los hebreos, queriendo enriquecer y acrecentar aquella pobre y pequeña gente: para que su bondad se hiciese más notoria e ilustre entre todos. Siendo pues ésta la condición de aquellos hombres, se unió a ellos y los amó en tanto grado, que siendo Señor del cielo y de la tierra, no se desdeñaba ser llamado Dios de ellos, provocando así la envidia de las demás naciones, para que al ver la prosperidad de los israelitas, todas se redujesen al culto del verdadero Dios. Del mismo modo, San Pablo dice que, al hablar de la felicidad de los gentiles y de su conocimiento del verdadero Dios, en que los habían instruido, provocaba a los de su nación hebrea, para que los imitasen.
Además, conviene enseñar a los fieles que Dios permitió que los patriarcas hebreos vagaran tanto tiempo y que su posteridad fuera oprimida y acosada por una servidumbre mortificante, para enseñarnos que sólo los enemigos del mundo y peregrinos en la tierra son amigos de Dios, y que un completo desapego del mundo nos permite un acceso más fácil a la amistad de Dios. Además, quiso que, al ser llevados a su servicio, comprendiéramos cuánto más felices son los que sirven a Dios que los que sirven al mundo. De esto nos amonesta la Escritura misma: Sin embargo, le servirán, para que sepan la distancia de mi servidumbre y a la del reino de la tierra.
Primeramente, referirá el Párroco, que de todas las naciones de la tierra, Dios escogió a una que descendía de Abraham; quien quiso que anduviese peregrinando por la tierra de Canaán, y le prometió que le pondría en posesión de ella: más con todo eso él y sus descendientes estuvieron errantes durante más de cuatrocientos años antes de habitar en la tierra prometida. Es verdad que en esa peregrinación Dios nunca los desamparó. Pasaron de nación en nación y de un reino a otro reino; más nunca permitió que nadie les hiciese daño, e incluso castigó a los reyes que se les oponían.
Antes de que descendieran a Egipto, Dios envió delante de ellos un Varón, por cuya prudencia, así ellos como los egipcios se librasen del hambre. En Egipto fue tal su bondad hacia ellos que, persiguiéndolos el poder del Faraón que buscaba acabar con ellos, aumentaron en un grado extraordinario. Y cuando fueron severamente acosados y tratados cruelmente como esclavos, Dios les puso por caudillo a Moisés para que los sacase de allí con mano poderosa. Es especialmente a esta liberación a la que se refiere el Señor en las palabras iniciales de la Ley: Yo soy el Señor tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre.
De todo esto debe notar especialmente el Pastor, que de entre todas las naciones, Dios escogió sólo una, para llamarla pueblo suyo y hacerse conocer y adorar por ella; no porque aventajasen a las demás naciones en santidad o en grandeza, sino más bien porque quiso, como el mismo Señor se lo previno a los hebreos, queriendo enriquecer y acrecentar aquella pobre y pequeña gente: para que su bondad se hiciese más notoria e ilustre entre todos. Siendo pues ésta la condición de aquellos hombres, se unió a ellos y los amó en tanto grado, que siendo Señor del cielo y de la tierra, no se desdeñaba ser llamado Dios de ellos, provocando así la envidia de las demás naciones, para que al ver la prosperidad de los israelitas, todas se redujesen al culto del verdadero Dios. Del mismo modo, San Pablo dice que, al hablar de la felicidad de los gentiles y de su conocimiento del verdadero Dios, en que los habían instruido, provocaba a los de su nación hebrea, para que los imitasen.
Además, conviene enseñar a los fieles que Dios permitió que los patriarcas hebreos vagaran tanto tiempo y que su posteridad fuera oprimida y acosada por una servidumbre mortificante, para enseñarnos que sólo los enemigos del mundo y peregrinos en la tierra son amigos de Dios, y que un completo desapego del mundo nos permite un acceso más fácil a la amistad de Dios. Además, quiso que, al ser llevados a su servicio, comprendiéramos cuánto más felices son los que sirven a Dios que los que sirven al mundo. De esto nos amonesta la Escritura misma: Sin embargo, le servirán, para que sepan la distancia de mi servidumbre y a la del reino de la tierra.
Además de esto explicará, que después de mas de 400 años cumplió Dios su promesa: para que aquel pueblo se mantuviese con la fe y la esperanza. Porque quiere Dios que los suyos estén siempre pendientes de Él, y que coloquen toda su esperanza en su bondad divina: como se dirá en la explicación del primer mandamiento.
Haga pues el Párroco los esfuerzos posibles para que el pueblo fiel tenga siempre en su alma fijas estas palabras: Yo soy tu Dios y Señor. Porque de ellas entenderán que tienen por Legislador a su mismo Criador, por quien fueron formados y por quien son mantenidos; y con razón dirán: Este mismo es nuestro Dios y Señor, y nosotros el pueblo que apacienta y las ovejas de su manada. Porque la viva y continua repetición de estas palabras será muy eficaz, para hacerlos más prontos a venerar la ley, y retraerlos de los pecados. Lo que sigue: Que te saqué de Egipto, de la casa de servidumbre; aunque parece que solo conviene a los Judíos, que fueron rescatados de la dominación de los Egipcios, sin embargo, si miramos al misterio, que ahí está escondido de la redención universal; mucho más pertenece a los Cristianos; pues son redimidos, no de la servidumbre de Egipto, sino de la región del pecado, y sacados por Dios del poder de las tinieblas, son trasladados al Reino del Hijo de su amor. Contemplando Jeremías la grandeza de este beneficio, la anunció diciendo: “He aquí que vienen días, dice el Señor, en que no se dirá más: Vive el Señor que sacó a los hijos de Israel de la tierra de Egipto, sino: Vive el Señor que sacó a los hijos de Israel de la tierra del norte y de todas las tierras a las que los arrojé; y los haré volver a su tierra que di a sus padres”. “He aquí que yo envío muchos pescadores, dice el Señor, y ellos los pescarán”. Y, en efecto, nuestro indulgentísimo Padre ha reunido, por medio de su amado Hijo, a sus hijos que estaban dispersos, para que, no como siervos del pecado, sino de la justicia, le sirvamos en santidad y justicia delante de él todos nuestros días de nuestra vida.
Por lo tanto, contra toda tentación, los fieles deben armarse con estas palabras del Apóstol como con un escudo: Los que ya estamos muertos para el pecado, ¿cómo todavía viviremos en él? Ya no somos nuestros, sino de Aquel que murió y resucitó por nosotros. Él es el Señor, nuestro Dios, que nos ha comprado para sí al precio de su sangre. ¿Seremos entonces capaces de pecar contra el Señor nuestro Dios, y crucificarlo de nuevo? Siendo verdaderamente libres, y con esa libertad con la que Cristo nos ha hecho libres, así como antes entregábamos nuestros miembros, para servir a la maldad, así ahora los entreguemos para servir a la justicia en santificación.
“No tendrás dioses extraños delante de mí”
El pastor debe enseñar que la primera parte del Decálogo contiene nuestros deberes para con Dios; la segunda, nuestros deberes para con el prójimo. Porque Dios es la causa de lo que hacemos por el prójimo. Y entonces amamos al prójimo según el Mandamiento de Dios cuando lo amamos por amor a Dios. Y así, estos tres preceptos que pertenecen a Dios, están escritos en la primera tabla. Luego declarará que en las palabras susodichas hay dos Mandamientos, uno de los cuales es afirmativo, y otro negativo. Porque al decir: No tendrás dioses ajenos delante de mí, equivale a decir: Me adorarás a mí, como a verdadero Dios; no adorarás dioses extraños.
En el primero se encierran los preceptos de Fe, Esperanza y Caridad. Porque si le llamamos Dios, le confesamos inamovible, inalterable, que eternamente permanece el mismo, fiel, y recto sin defecto alguno. De donde se sigue necesariamente, que creyendo sus palabras, le demos entera Fe y autoridad. Y el que está confesando su omnipotencia, clemencia, facilidad, e inclinación, para hacer el bien, ¿podrá menos que colocar en Él todas sus esperanzas? Y si contempla las riquezas de su bondad y amor, derramadas sobre nosotros, podrá dejarle de amar? Por eso cuando su Majestad ordena y manda alguna cosa en las Escrituras, ya sea al principio, ya sea al fin, usa de estas palabras: Yo soy el Señor.
La segunda parte del Mandamiento es: No tendrás dioses ajenos delante de mí. Esto lo añade el Legislador, no porque no esté suficientemente expresado en la parte afirmativa del precepto, que significa: A mí me adorarás, como a solo Dios. Porque si es Dios, es uno solo; sino por la ceguedad de muchos que antiguamente confesaban adorar al Dios verdadero y, sin embargo, adoraban a una multitud de dioses. De éstos había muchos incluso entre los hebreos, a quienes Elías reprochaba que cojeaban de ambos pies, y también entre los samaritanos, que adoraban al Dios de Israel y juntamente a los dioses de los gentiles.
Explicadas estas cosas se ha de añadir, que este Mandamiento es el primero y el mayor de todos, no sólo en orden, sino también en su naturaleza, dignidad y excelencia. Porque por infinitas razones debemos amar y respetar a Dios más que a todos los Señores o Reyes. Porque su Majestad nos crió, nos gobierna, nos mantuvo en el vientre de nuestra madre, y de allí nos sacó a esta luz, nos da vida y nos provee de todo lo necesario para sustentarla.
Pecan contra este mandamiento los que no tienen fe, esperanza y caridad, cuyo pecado se extiende mucho. Porque están comprendidos en él los que caen en la herejía, los que no creen las cosas que la Santa Madre Iglesia propone que deben creerse, que dan crédito a sueños, agüeros y demás cosas vanas; los que desesperan por su salvación, y no confían en la divina bondad; los que ponen su esperanza solo en sus riquezas, salud y fuerzas corporales: de lo cual tratan largamente los que han escrito sobre pecados y vicios.
En explicación de este Mandamiento debe enseñarse con precisión que la veneración e invocación de los santos ángeles y de los bienaventurados que ahora gozan de la gloria del Cielo, e igualmente el honor que la Iglesia Católica ha rendido siempre incluso a los cuerpos y cenizas de los santos, no están prohibidos por este Mandamiento. Porque, ¿quién será tan loco que mandando el Rey que ninguno se portase como rey, ni permita ser tratado con los honores debidos a la persona real, juzgue al punto que el Rey no quiere que se tenga respeto a sus magistrados? Es cierto que los cristianos imitando a los santos del Testamento viejo, adoran a los ángeles, más, no por eso les dan veneración, que tributan a Dios. Y si alguna vez leemos, haber rehusado los ángeles, que los adorasen los hombres, se ha de entender, que lo hicieron, porque no querían que se les diese aquel honor que sólo a Dios es debido.
Porque el Espíritu Santo que dice: A solo Dios sea el honor y gloria, él mismo nos manda honrar a los Padres y ancianos. Demás de esto: aquellos santos varones, que solamente adoraban a un Dios, adoraban también a los Reyes: como consta de las Divinas Letras, esto es, los veneraban con rendimiento. Pues si son tratados con tanto honor los Reyes, por quienes Dios gobierna el mundo, a aquellos Angélicos Espíritus, los que quiso Dios que fuesen sus ministros, de cuyos servicios se sirve, no sólo en el gobierno de su Iglesia, sino también de todas las demás cosas, y por cuyo favor, somos cada día librados de los mayores peligros del alma y del cuerpo, aunque no se dejen ver por nosotros, ¿porqué no les daremos honra tanto mayor, puesto que su dignidad sobrepasa con mucho la de los Reyes mismos? Júntase a esto caridad con que nos aman, y que movidos de ella, ruegan a Dios por aquellas Provincias que están a su cargo: como fácilmente se entiende por la Escritura, ni debemos dudar que hacen lo mismo por aquellos que guardan: pues presentan a Dios nuestras oraciones y lágrimas. Así enseñó el Señor en el Evangelio, que no se debe escandalizar a los pequeños, porque sus Ángeles en los Cielos están siempre viendo la cara del Padre celestial.
Debemos, pues, invocar la intercesión de los Santos Ángeles, porque ellos están perpetuamente gozando de Dios, como por lo muy gustosos que abrazan el patrocinio de nuestra salvación, de que están encargados. Las Escrituras dan testimonio de tal invocación. Porque Jacob suplicó al Ángel, con quien había luchado, que le bendijera; es más, incluso le obligó, declarando que no le dejaría marchar hasta que le hubiera bendecido. Y no sólo quiso que la diese aquel con quien estaba, sino también otro a quien de ningún modo veía; cuando dijo en otra ocasión: El ángel que me libró de todos los males, bendiga a estos niños.
De aquí también se sigue que está tan lejos de menoscabarse la gloria de Dios, por honrar é invocar á los Santos que murieron en el Señor, y por venerar sus reliquias, que antes por eso mismo se aumenta tanto más, cuanto mas despierta y confirma la esperanza de los hombres y los exhorta a su imitación. Y así comprueban esta práctica los Concilios Niceno segundo, Gangrense y Tridentino, y la autoridad de los Santos Padres.
Y a fin de que el Párroco quede mas instruido para refutar a los que contradicen a esta verdad, lea señaladamente a San Jerónimo contra Vigilancio y a San Damasceno. A cuyas razones se junta lo principal, que es la costumbre recibida de los Apóstoles, y perpetuamente retenida y conservada en la Iglesia de Dios. Y ¿qué otra prueba se puede desear más firme o más clara que el testimonio de la Escritura Divina, la cual celebra maravillosamente las alabanzas de los Santos? Porque hay elogios divinos de algunos de los Santos, cuyos loores siendo aplaudidos por las Sagradas Letras, ¿por qué los hombres no deberán tratarlos con singular honor? Aunque también deben ser venerados e invocados, porque están constantemente orando a Dios por la salud de los hombres, y por sus méritos y valimientos nos hace su Majestad muchos beneficios. Porque si hay gozo en el Cielo por la conversión de un pecador, ¿no ayudarán a los penitentes aquellos ciudadanos celestiales? ¿Y si los invocamos nosotros, ¿no obtendrán para nosotros el perdón de los pecados y la gracia de Dios?
Si se dijera, como dicen algunos, que el patrocinio de los santos es superfluo, porque Dios escucha nuestras oraciones sin la intervención de un mediador, a esta impía afirmación se responde fácilmente con la observación de San Agustín: Hay muchas cosas que Dios no concede sin un mediador e intercesor. Esto es confirmado por los ejemplos bien conocidos de Abimelec y de los amigos de Job, que fueron perdonados sólo a través de las oraciones de Abraham y de Job. Y si se alega que es falta y poquedad de Fe echar a los Santos por valedores y Patronos, ¿qué responderán al hecho del centurión? quien aún elogiado de fe singular por Cristo Nuestro Señor, todavía envió a su Majestad los ancianos de los judíos, a fin de que alcanzasen la salud para su siervo enfermo?
Por esto, aunque debemos confesar que se nos ha propuesto por medianero único Cristo Señor nuestro, como quien solo nos reconcilió por medio de su sangre con el Padre celestial, y que habiendo hallado la eterna redención y una vez entrado en el santuario, nunca cesa de interceder por nosotros, sin embargo, de eso en ninguna manera se sigue de ahí, que no podamos acogernos a la intercesión de los Santos. Porque si la razón de no poder valernos de los socorros de los Santos es que tenemos por único Patrón a Cristo, nunca el Apóstol hubiera hecho una cosa como solicitar con tanto ahínco ser ayudado para con Dios por las oraciones de los hermanos que aún estaban vivos, que la intercesión de aquellos Santos que ya están en los Cielos.
¿Pero a quién no convencen, del honor que se debe a los Santos, como sobre el patrocinio con que nos defienden, las grandes maravillas obradas en sus tumbas, ya en ciegos, mancos, tullidos y baldados de todos sus miembros enfermos que fueron restituidos a su antigua salud; ya en muertos resucitados y ya en demonios expulsados de los cuerpos humanos. Pues unos testigos tan autorizados como San Ambrosio y San Agustín, nos dejaron escritos estos prodigios, y no porque los oyeron, como muchos, ni porque los leyeron, como otros muchísimos hombres muy fiables, sino porque los vieron por sus ojos mismos.
¿Qué más? Si las ropas, si los pañuelos, si hasta la sombra de los santos, cuando aún estaban en la tierra, desterraban las enfermedades y restablecían la salud, ¿quién tendrá la osadía de negar que Dios puede aún obrar los mismos prodigios por medio de las santas cenizas, los huesos y otras reliquias de los santos? De esto tenemos una prueba en la restauración a la vida del cuerpo muerto que fue accidentalmente dejado caer en la tumba de Eliseo, y que, al tocar el cuerpo (del Profeta), fue instantáneamente restaurado a la vida.
Aquello que sigue: “No te harás escultura ni semejanza de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni de lo que está en las aguas debajo de la tierra; no las adorarás ni las servirás”. Algunos, suponiendo que estas palabras constituyen un precepto distinto, quisieron que los dos últimos fuesen uno solo. Pero San Agustín, por el contrario, considerando los dos últimos como mandamientos distintos, hace que las palabras que acabamos de citar formen parte del primer Mandamiento. Su división es muy aprobada en la Iglesia, y por eso la adoptamos de buen grado. Además, una muy buena razón para este arreglo se sugiere de inmediato. Era conveniente que al primer Mandamiento se añadieran las recompensas o castigos que conlleva cada uno de los Mandamientos.
Más no se ha de pensar que por este precepto se prohíbe todo el arte de pintar, retratar o esculpir. Porque leemos en las Escrituras simulacros e imágenes fabricadas por mandato de Dios como los Querubines, y la serpiente de metal. La interpretación, por lo tanto, a la que debemos llegar, es que las imágenes están prohibidas sólo en la medida en que se usan como deidades para recibir adoración, y así perjudicar el verdadero culto a Dios.
De todos modos, señaladamente, en cuanto pertenece a este Mandamiento, es claro que se ofende gravísimamente a la Majestad de Dios. Uno, si se adoran los ídolos o imágenes como si fueran Dios, o creyendo que poseen alguna divinidad o virtud, por la cual sean dignas de ser veneradas, o que se les debe pedir alguna cosa, o poner en ellas la confianza; como antiguamente hacían los gentiles, poniendo su esperanza en los ídolos, cosa que a cada paso condenan las Escrituras.
Otro, si procura alguno copiar la forma de la Divinidad con algún artificio, como si pudiera verse con ojos corporales, o expresarse con colores o figuras. Porque como dice el Damasceno: ¿Quién puede retratar a Dios, que es invisible, que es incorpóreo, que no puede ceñirse a límites algunos, ni ser delineado por alguna figura? Este tema se trata más ampliamente en el segundo Concilio de Niza. Con razón, pues, dijo el Apóstol esclarecidamente: Que trocaron la gloria del Dios incorruptible en semejanza de hombre corruptible, de aves, de cuadrúpedos y de reptiles. Porque ellos veneraban como dioses todas estas cosas elevando sus imágenes para darles culto. Y por esto los israelitas que clamaban delante de la imagen del becerro: Estos, Israel, son tus dioses, los que te sacaron de la tierra de Egipto, fueron llamados idólatras: Porque trocaron su gloria en la imagen de un becerro que come hierba.
Por lo tanto, cuando el Señor prohibió la adoración de dioses extraños, también prohibió la fabricación de una imagen de la Deidad de bronce o de otros materiales, con el fin de eliminar por completo la idolatría. Esto es lo que Isaías declara cuando pregunta: ¿A quién hicisteis semejante a Dios, o qué imagen le pondréis? Este es el sentido de este Mandamiento, como además de los santos Padres que lo interpretan así, según se expuso en el séptimo Concilio General, lo declaran claramente en estas palabras del Deuteronomio, con las que Moisés trató de apartar al pueblo de la adoración de los ídolos: No visteis imagen ninguna en el día en que el Señor os habló en Horeb, de en medio del fuego. Y esto dijo el Sapientísimo Legislador, para que no fingiesen imagen de la divinidad, llevados de algún error, y diesen a alguna cosa creada el honor debido a Dios.
Sin embargo, de lo dicho, nadie piense que comete algún pecado contra la Religión o a la Ley de Dios, cuando se pinta alguna de las Personas de la Santísima Trinidad bajo ciertas formas en las que aparecen en el Antiguo y Nuevo Testamento. Porque ninguno es tan necio que llegue a creer, que por esas señales se exprese la divinidad: pero enseñe el Pastor, que por ellas se declaran algunas propiedades o acciones que se atribuyen a Dios. Como cuando por la visión de Daniel se pinta un anciano sentado en un trono, ante cuya presencia se abrieron unos libros, se representa la eternidad de Dios y también la Sabiduría infinita, con la cual ve y juzga todos los pensamientos y acciones de los hombres.
Los ángeles también se pintan con figura de jóvenes y con alas, para darnos a entender que están movidos por sentimientos benévolos hacia la humanidad, y siempre dispuestos a ejecutar las órdenes del Señor. Porque todos ellos son espíritus servidores, para aquellos que consiguen la herencia de la salud.
La figura de paloma y lenguas de fuego qué propiedades signifiquen del Espíritu Santo en el Evangelio y en los Hechos de los Apóstoles, es cosa tan sabida que no necesita explicación.
Por lo que mira a Cristo nuestro Señor, a Su santa y virginal Madre, y a todos los demás Santos, como fueron hombres verdaderos y tuvieron forma humana, no sólo no está prohibido por este Mandamiento pintar sus imágenes y venerarlas, sino que siempre se tuvo por cosa santa y por prueba certísima de ánimo agradecido: como confirman las memorias de los tiempos de los Apóstoles, los Concilios Generales de la Iglesia y los escritos de santísimos y doctísimos Padres, entre sí unánimes y concordes.
Enseñará pues el Párroco que no sólo es lícito tener imágenes en las iglesias y rendirles honor y culto, pues todo el honor que se hace a ellas, se ordenará a sus originales; sino que declarará también que así se practicó hasta ahora con aprovechamiento muy grande de los fieles, como puede verse en la obra del Damasceno sobre las imágenes, y en el séptimo Concilio General, que es el segundo de Niza. Pero como el enemigo de la humanidad, con sus asechanzas y engaños, trata de pervertir incluso las instituciones más sagradas, si los fieles ofenden en algo en este particular, el Pastor, de acuerdo con el decreto del Concilio de Trento, debe hacer todo lo posible para corregir tal abuso, y, si es necesario, explicar el propio decreto a la gente, enseñará a los rudos y a los que ignoran la razón de haberse instituido las imágenes, que éstas tienen por objeto instruir en la historia del Antiguo y del Nuevo Testamento, y reavivar de vez en cuando su memoria; para que así, movidos por la contemplación de las cosas celestiales, nos inflamemos más ardientemente para adorar y amar a Dios mismo. También debe señalar que las imágenes de los Santos se colocan en las iglesias, no sólo para honrarlos, sino también para que nos exhorten con sus ejemplos a imitar sus vidas y virtudes.
“Yo soy el Señor tu Dios, poderoso, celoso, que visito la iniquidad de los padres sobre los hijos, hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia a millares de los que me aman y guardan mis Mandamientos”.
Dos son las cosas que deben explicarse con cuidado en la última parte de este Mandamiento. La primera es, que aunque muy al propósito se señala pena en este lugar por la maldad enorme de quebrantar este primer Mandamiento, y la inclinación de los hombres a cometerla, sin embargo es apéndice común a todos los preceptos. Porque toda ley impone su observancia mediante premios y castigos. De aquí nacen aquellas tan frecuentes y repetidas promesas de Dios en la Sagrada Escritura. Porque dejando casi innumerables lugares del Antiguo Testamento, en el Evangelio está escrito: Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos; y en otra parte: El que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese entrará en el reino de los cielos; y también: Todo árbol que no dé buen fruto será cortado y echado al fuego; más: El que se enoje contra su hermano será culpable de juicio. En fin: Si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados.
La segunda cosa es, que de modo muy diverso han de ser enseñados acerca de este apéndice los espirituales, que los carnales. Porque los espirituales, como son guiados por el Espíritu de Dios, y le obedecen con ánimo pronto y alegre, le oyen y reciben como unas nuevas de sumo gozo y como una gran prueba del gran amor con que Dios los mira. Porque reconocen el cuidado de su amorosísimo Dios, para quien, ya con penas, ya con premios, como que da fuerza a sus hombres, para que le adoren y veneren. Reconocen la infinita bondad de Dios para con ellos en dignarse mandarlos, y valerse de su servicio para gloria de Su nombre divino. Y no reconocen esto, sino que conciben esperanza grande de que así como manda lo que quiere, así también les dará fuerzas para guardar su ley. Pero al hombre carnal, que todavía no se ha liberado de un espíritu servil y que se abstiene del pecado más por temor al castigo que por amor a la virtud, toman este apéndice como una cosa muy molesta y amarga. Por lo tanto deben ser alentados con piadosas exhortaciones, y llevados de la mano, por decirlo así, por el camino de la ley. Y siempre que tenga ocasión de explicar algún Mandamiento, tendrá por hecha el Párroco esta misma advertencia.
Pero así a los carnales como a los espirituales, se han de aplicar señaladamente, dos como espuelas puestas en este apéndice, y que avivan muchísimo a los hombres para guardar la ley. Porque al decirse Dios fuerte, en tanto debe explicarse completamente con mayor diligencia; en cuanto la carne, que se asusta poco con los terrores de las amenazas divinas, se finge a sí misma muchas veces varias razones por donde escaparse de la ira de Dios, y librarse de las penas que propone. Más el que está de cierto persuadido de que Dios es el fuerte, exclamará con el gran David: ¿Dónde me esconderé de tu espíritu? y ¿dónde huiré que no me vea tu rostro? Esta misma carne también, desconfiando a veces de las promesas divinas, cree ser tan fuertes las fuerzas de los enemigos, que en manera ninguna se juzga capaz de sostenerlos. Pero la fe constante y animosa, que nada titubea, como apoyada en la fuerza y virtud de Dios, alienta por el contrario, y confirma a los hombres, porque dice: El Señor es mi luz y mi salvación; ¿a quién temeré?
La otra espuela es el mismo celo de Dios. Porque a veces piensan los hombres que Dios no cuida de las cosas humanas, y ni siquiera de si guardamos o quebrantamos su ley, de donde se sigue un desorden de vida muy grande. Pero cuando creemos que Dios es un Dios celoso, este pensamiento nos mantiene fácilmente dentro de los límites de nuestro deber.
Este celo que se atribuye a Dios, no significa perturbación alguna de ánimo, sino aquel divino amor y caridad, por la cual no permitirá que alma alguna que se atreva a ofenderle, se le vaya sin pagarla: porque pierde a todos los que quebrantan sus leyes. Es pues el celo de Dios, aquella sosegadísima y sencillísima justicia, por la cual el alma corrompida con opiniones falsas y apetitos desordenados, es repudiada y desechada como adúltera del matrimonio y compañía de Dios. Porque como no se da entre los hombres amor más ardiente, o unión mayor ni más estrecha, que la de los unidos por el matrimonio, por eso, cuando comparándose Dios tan repetidas veces con el esposo, se llama a sí mismo un Dios celoso, manifiesta lo mucho que nos ama. Por lo tanto, enseñe el Párroco sobre este lugar, que deben estar los hombres tan codiciosos del culto y de la honra de Dios, que más bien puedan decirse con razón celosos, que amantes, a imitación de aquel que decía de sí: Con celo he sido celoso del Señor Dios de los ejércitos, o más bien que imiten al mismo Cristo, de quien es aquel dicho: El celo de tu casa me ha consumido.
Se ha de explicar pues que el sentido de esta amenaza es, que Dios no ha de permitir que los pecadores se vayan sin pagarla, y así que ó los ha de castigar como Padre, ó atormentar después agria y severamente como Juez. Esto es lo que en otra parte significó Moisés cuando dijo: Sabrás que el Señor tu Dios es un Dios fuerte y fiel, que guarda su pacto y su misericordia a los que le aman y a los que guardan sus mandamientos, hasta mil generaciones; y que paga inmediatamente a los que le odian. Y Josué dijo también: No podréis servir al Señor; porque es un Dios santo, fuerte y celoso, y no perdonará vuestras maldades y pecados. Si dejáis al Señor y servís a dioses extraños, él se volverá, os afligirá y os destruirá.
Debe también enseñarse a los fieles, que estos castigos con que Dios amenaza, llegan hasta la tercera y cuarta generación de los impíos y facinerosos; no porque paguen siempre los descendientes las penas de las culpas de sus antepasados, sino porque, aunque ellos o sus hijos no sean castigados, con todo eso no se escapará toda su posteridad de la ira y venganza de Dios. Así sucedió con el rey Josías: que aunque Dios lo perdonó por su piedad singular, y le concedió que fuese enterrado en paz en el sepulcro de sus mayores, para que no viera los males que en los tiempos siguientes iban a caer sobre Judá y Jerusalén, a causa de la maldad de su abuelo Manasés; sin embargo, después de su muerte, la venganza divina alcanzó de tal manera a su posteridad que ni siquiera los hijos de Josías fueron perdonados.
Y en qué manera no sean contrarias estas palabras de la ley a aquella sentencia del Profeta Ezequiel: El alma que peque morirá, lo demuestra claramente la autoridad de San Gregorio, apoyada por el testimonio de todos los Padres antiguos. Dice pues: Todo el que imita la maldad de su padre perverso es recargado con el delito de él; más el que no sigue la maldad del padre, de ningún modo será agravado por su delito. De aquí es que el mal hijo del mal padre, no solo pague los pecados que él añadió, sino también los de su padre, cuando conociendo que está todavía airado el Señor por los vicios de su padre, con todo eso no tiembla añadir su malicia. Y es justo que el que a vista de un Juez riguroso, no teme seguir los pasos de su malvado padre, sea obligado aún en esta vida a pagar las culpas del padre perverso. Luego recordará el Párroco cuanto sobrepuja la bondad y misericordia de Dios a la justicia, pues airándose hasta la tercera y cuarta generación, extiende hasta millares la misericordia.
Las palabras que se siguen: De los que me aborrecen, muestran la gravedad del pecado. ¿Qué cosa puede haber más perversa, ni más abominable que aborrecer a la misma bondad y verdad infinita? Y esto pertenece a todos los que pecan; porque así como el que tiene y guarda los Mandamientos de Dios, ese es el que ama a Dios; así el que desprecia Su divina ley y no guarda Sus Mandamientos, con razón se ha de decir que le aborrece.
Lo que se dice en último lugar: Y con los que me aman, enseña el modo y la razón de guardar la ley. Porque es necesario que los que guardan la ley de Dios, sean llevados a su obediencia, por la misma caridad y amor con que aman a su Majestad. De lo cual se hará después memoria en cada uno de los Mandamientos.
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