DEL SEGUNDO MANDAMIENTO DEL DECÁLOGO
No tomarás en vano el nombre de tu Dios y Señor
Aunque en el primer mandamiento de la divina ley, donde se nos manda a adorar a Dios piadosa y santamente, es necesario que se encierre el que se sigue en segundo lugar (porque todo el que quiere que se le dé honor, pide igualmente que se le honre mucho de palabra, y veda lo contrario: como lo indican con claridad aquellas palabras del Señor por Malaquías: El hijo honra a su padre, y el siervo a su Señor; pues si yo soy Padre, ¿dónde está mi honra?), sin embargo, por la gravedad de la materia quiso el Señor poner separadamente esta ley de honrar su santísimo y divinísimo nombre y prescribirnos esto con palabras distintas y claras.
Esto ciertamente debe ser para el Párroco la mayor prueba de que no es suficiente hablar en común sobre este asunto; sino que es necesario recalcarse mucho en este lugar, y explicar a los fieles con gran claridad, distinción y cuidado, todas las cosas que pertenecen a este mandamiento. Y no debe tenerse por nimia esta diligencia. Porque hay hombres tan ciegos en las tinieblas de los errores, que no se horrorizan de maldecir a Aquel quien glorifican los Ángeles. Ni los aterra esta divina ley para refrenar el atrevimiento de vilipendiar la Majestad de Dios cada día, o por mejor decir, a todas horas y momentos con el mayor descaro. ¿Quién no oye tras cada palabra un juramento? ¿y que todo está lleno de maldiciones y execraciones con tal exceso, que apenas se vende ni se compra cosa, ni se trata negocio, donde no se interponga la religión del juramento, y que millares de veces es tomado en boca temerariamente el nombre Santísimo de Dios por cosas ligerísimas y de ninguna monta? Por esto debe el Párroco aplicar el mayor cuidado y diligencia en amonestar muchas veces a los fieles, cuán enorme y cuán abominable es esta maldad.
Pues en la explicación de este mandamiento se ha de asentar primeramente, que con las cosas que la ley prohíbe, están juntas también las que manda que deben hacer los hombres. Una y otra se han de enseñar con separación: y para que se expongan con más claridad las cosas que deben enseñarse, se dirá primero, qué es lo que la ley manda, y luego qué es lo que veda. Manda pues que sea honrado el nombre de Dios, y que se jure santamente por él. Y lo que prohíbe es, que ninguno menosprecie el divino nombre, que ninguno le tome en vano, ni jure por él falsa, vana o temerariamente.
Por lo que mira a esta parte, en la cual se nos manda honrar el divino nombre, dirá el Párroco a los fieles, que no se ha de atender solo al nombre de Dios, esto es, a sus letras o sílabas, o la misma palabra desnuda por sí; sino que debe levantarse el pensamiento a lo que esa palabra significa, que es omnipotente y eterna Majestad de Dios trino y uno. Y de aquí se colige fácilmente, cuán ridícula era la superstición de algunos judíos, que no se atrevían a pronunciar el nombre de Dios que escribían: como si estuviera la virtud en aquellas cuatro letras, y no en el ser divino significado por ellas. Pero aunque se dice en número singular: No tomarás el nombre de Dios, no se ha de entender esto de solo algún nombre, sino de todos los que se suelen atribuir a Dios. Porque todos son nombres que están dispuestos a su Majestad, como el de Señor, Todopoderoso, Señor de los Ejércitos, Rey de Reyes, y otros semejantes que se leen en las Escrituras, y que a todos se debe igual, y la misma veneración. Después se ha de enseñar cómo se dará al nombre divino el debido honor. Porque no es lícito al pueblo cristiano, en cuya boca han de ser celebradas de continuo las divinas alabanzas, ignorar una cosa, la más útil y la más necesaria para la salvación.
Y aunque son muchos los modos de alabar el divino nombre, sin embargo, el valor y peso de todos parece estar en los que vamos a decir.
Primeramente pues alabamos a Dios, cuando a vista de todos le confesamos a cara descubierta como nuestro Dios y Señor, y así como reconocemos a Cristo como autor de nuestra salud, así lo predicamos.
También cuando con devoción y diligencia hacemos por entender la palabra de Dios, donde se nos descubre su voluntad, nos empleamos de continuo en su meditación, y la aprendemos con todo cuidado, o leyendo, u oyendo, según conviene al estado y oficio de cada uno.
Asimismo veneramos y reverenciamos el hombre de Dios, cuando por razón de oficio y de religión celebramos las alabanzas divinas, y le damos singulares gracias por todas las cosas, así prósperas, como adversas. Porque dice el Profeta: Bendice, ánima mía, al Señor, y no eches en olvido todos tus beneficios. Hay muchísimos Salmos de David, en los cuales canta suavísimamente las alabanzas divinas con singular devoción para con Dios. Hay un asombroso espejo de paciencia en Job, el cual en medio de tantas y tan horribles calamidades como llovieron sobre él, nunca cesó de alabar al Señor con ánimo excelso e invicto. Pues así nosotros cuando nos viéremos oprimidos de dolores de cuerpo o de alma, o atormentados de miserias y desgracias, apliquemos al punto todo el conato y esfuerzos de nuestra alma a alabar a su Majestad, diciendo con el Santo Job: Sea bendito el nombre del Señor.
Y no menos honramos el nombre de Dios, cuando pedimos confiadamente su socorro, para que ó nos libre de los trabajos, ó nos dé constancia y valor para sufrirlos con fortaleza. Porque así quiere el Señor que lo hagamos: pues dice: Llámame en el día de la tribulación; librarte he, y honrarme has. De esta invocación se hallan ejemplos ilustres en muchos lugares, pero señaladamente en los salmos 16, 43 y 118.
Además de esto honramos el nombre de Dios, cuando le ponemos por testigo para asegurar alguna cosa. Este modo se diferencia muchísimo de los antecedentes. Porque todos los referidos son por sí tan buenos y apreciables, que nada más feliz, nada más amable puede haber para el hombre, que gastar días y noches en ejercitarlos cuidadosamente. Bendeciré al Señor en todo tiempo, dice David, y nunca se me caerá su alabanza de la boca. Pero el juramento, aunque sea bueno, con todo eso, en manera ninguna es loable su frecuente uso.
La razón de diferencia está en que el juramento únicamente fue instituido para que sea como una medicina de la flaqueza humana, y un instrumento necesario para probar lo que decimos. Así pues, como no es provechoso aplicar medicinas al cuerpo si no las necesita, y la frecuencia de ellas es del todo perniciosa; así también si no hay grave y justa causa, no es saludable usar del juramento y repetirle mucho, tan lejos está de aprovechar, que acarrea gravísimos daños. Por esto enseñó esclarecidamente San Crisóstomo: No al nacer el mundo, si no crecido ya, cuando los males extendidos larga y dilatadamente se habían apoderado de toda la redondez de la tierra, sin haber cosa alguna en su lugar y orden, sino que turbadas y revueltas todas, eran llevadas con gran confusión de arriba a abajo; y lo peor de todo, haberse abandonado a sí mismos casi todos los hombres a la vil servidumbre de los ídolos; al cabo pues de tanto tiempo empezó a introducirse entre los hombres la costumbre del juramento: porque como en tanta perfidia y maldad de los hombres, ninguno se reducía a creer fácilmente a otro, ponían a Dios por testigo.
Mas como en esta primera parte del mandamiento debe llevarse la principal atención enseñar a los fieles cómo podrán usar del juramento piadosa y santamente, en primer lugar se ha de decir, que jurar no es otra cosa que poner a Dios por testigo, y sea de la manera o forma de palabras que se fuese. Porque decir: Dios me es testigo, y por Dios, lo mismo es uno que otro. También es juramento, cuando para que nos crean, juramos por algunas criaturas: como por los Sagrados Evangelios, por la Cruz, por las reliquias y nombre de los Santos, y otros a este modo. No porque estas cosas den por sí autoridad o fuerza alguna al juramento; pero se la da el mismo Dios: pues brilla en esas cosas el resplandor de su Majestad divina. De donde se sigue que los que juran por el Evangelio, juran por el mismo Dios, cuya verdad se contiene y se declara en el Evangelio; y lo mismo los que juran por los Santos, que fueron templos de Dios, que creyeron la verdad del Evangelio, la reverenciaron con toda veneración, y la esparcieron muy extendidamente entre las gentes y naciones.
La misma razón milita en el juramento que se prefiere por execración: cual es aquel de San Pablo: Yo llamo a Dios por testigo contra mi alma. Porque de esta manera se sujeta uno al juicio de Dios, como vengador de la mentira. Y no negamos por esto, que algunas de estas fórmulas se puedan tomar de modo, que casi no tengan fuerza de juramento. Más con todo eso, es útil guardar también en ellas las cosas que se han dicho acerca del juramento, y ajustarlas en todo a la misma norma y regla.
Dos son los géneros que hay que jurar, el primero se llama asertorio. Y es cuando religiosamente afirmamos con él alguna cosa presente o pasada: como el Apóstol en la Epístola a los de Galacia: He aquí delante de Dios, que no miento. El segundo se dice promisorio: al cual se reduce también el conminatorio, y mira al tiempo venidero, cuando prometemos y confirmamos de cierto que será así alguna cosa: como fue aquel de David, que prometió, jurando por su Dios y Señor a su esposa Bersabé, que su hijo Salomón sería el heredero del reino, y que sucedería en su lugar.
Pero aunque basta para el juramento poner a Dios por testigo, con todo eso para que sea recto y santo, se requieren muchas cosas que deben explicarse con diligencia. Estas, como lo afirma San Jerónimo, las encierra Jeremías en estas breves palabras: Jurarás, vive el Señor, en verdad, en juicio y en justicia. En las cuales palabras, breve y sumariamente comprendió todos los requisitos necesarios para la perfección del juramento, que son verdad, juicio y justicia.
Tiene pues la verdad el primer lugar en el juramento. Esta consiste en que aquello que se afirma sea verdadero, y en que el que jura juzgue que es así, no temerariamente, o movido de leves conjeturas, sino por pruebas muy ciertas. Y del mismo modo requiere en todo y por todo la verdad el género de jurar, que es cuando prometemos alguna cosa. Porque el que la promete debe tener intención y voluntad determinada, de que efectivamente cumplirá a su tiempo lo prometido. Porque ningún hombre de juicio se obligará jamás a hacer cosa que entienda ser contraria a la voluntad y santísimas leyes de Dios; y nunca dejará de cumplir lo que una vez pudo prometer y jurar; si no es que se trocarán las cosas de manera, y empezará a hacer tal lo prometido, que si quisiera cumplir la palabra, y estar a lo prometido, incurriera en odio y ofensa de Dios. Y que sea la verdad necesaria en el juramento, lo indica también David por aquellas palabras: El que jura a su prójimo, y no le engaña.
En segundo lugar se sigue el juicio. Porque no debe jurarse temeraria e inconsiderablemente, sino con gran acuerdo y madurez. Y así el que ha de jurar, primeramente ha de considerar, si le precisa la necesidad o no, y examine con cuidado todo el negocio, si es acaso de tal calidad, que parezca ser necesario el juramento. Además de esto, mire al tiempo, atienda al lugar, y observe otras muchísimas circunstancias que se añaden a las cosas. No se deje llevar por el odio, ni por el amor, ni por otra pasión alguna; sino solo por la fuerza y necesidad del caso. Porque si no va delante esta consideración y diligente examen, será ciertamente precipitado y temerario el juramento. Tal es la irreligiosa afirmación de aquellos, que en cosas levísimas y de ningún valor juran sin más acuerdo ni reparo, que una depravada costumbre. Así vemos hacerlo cada día y a cada paso los que venden y compran, que unos por vender más caro, y otros por comprar más barato, no se detienen en alabar, o envilecer con juramento las cosas vendibles. Siendo pues necesario el juicio y la prudencia en el juramento, y no pudiendo los niños por razón de la edad penetrar y discernir tan agudamente como se requiere; por esto ordenó San Cornelio Papa, que no se les tomase juramento antes de la pubertad, esto es, antes de los catorce años.
Resta la justicia; la cual señaladamente se requiere en las promesas. Y así si promete uno alguna cosa injusta o indecente, peca jurando, y añade maldad a maldad cumpliendo lo prometido. De esto tenemos en el Evangelio el ejemplo del Rey Herodes, quien obligado por un juramento temerario, dio a la moza danzarina en premio de su baile la cabeza de San Juan Bautista. Y tal fue también el juramento de aquellos judíos, que, cómo consta en los Hechos de los Apóstoles, se comprometieron en no gustar cosa, hasta haber quitado la vida al Apóstol Pablo.
Explicadas así estas cosas, no queda duda alguna de que seguramente sea lícito jurar al que las guarde todas, y afianzar esos juramento con estas condiciones como con unas fortalezas. Esto es fácil de probar con muchos argumentos. Porque la ley del Señor, que es inmaculada y santa, lo manda así, pues dice: Temerás a tu Dios y Señor, y a él solo servirás, y jurarás por su nombre. Y David escribió: Serán alabados todos los que juran en el Señor.
Además de esto dan a entender las Santas Escrituras, que las mismas lumbreras de la Iglesia, los Santísimos Apóstoles, usaron tal cual vez del juramento; como consta de las Epístolas de San Pablo.
Añádase que aún los mismos Ángeles juran algunas veces: pues escribe San Juan en el Apocalipsis, que un Ángel juró por el que vive en los siglos de los siglos.
Y sobre todo, aún el mismo Dios Señor de los Ángeles jura; y en muchos lugares del Testamento viejo confirma Dios sus promesas con juramento, como a Abraham y a David, quien para perpetua memoria dejó así escrito sobre el juramento de Dios: Juró el Señor, y no se arrepentirá; tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec.
Y es clara la razón con que se explica; porque el juramento es digno de alabanza, si se considera con atención todo el negocio, y se mira al origen y fin del juramento. Porque el juramento trae su origen de la fe, con que creen los hombres que Dios es Autor de toda verdad, que ni puede jamás ser engañado, ni engañar a otros, que todas las cosas están desnudas y descubiertas ante sus ojos; y en fin, que gobierna todas las cosas humanas, y administra el mundo con maravillosa providencia. Imbuidos pues los hombres de esta Fe, hacen testigo de la verdad a Dios, a quien no dar crédito sería impía y execrable maldad.
Por lo que toca al fin, allí pone la mira el juramento, y únicamente se endereza a probar la justicia e inocencia del hombre, y a fin de dar a los pleitos y controversias; como enseña el Apóstol en la Epístola a los Hebreos.
Y no se oponen a esta doctrina aquellas palabras de nuestro Salvador en San Mateo: Oísteis que se dijo a los antiguos: no perjuraras, más cumplirás al Señor tus juramentos. Pero yo os digo: no juréis en manera ninguna ni por el Cielo, porque es el trono de Dios; ni por la tierra, porque es estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran Rey; ni por tu cabeza tampoco jurarás, porque no puedes hacer un cabello blanco ni negro. Sea pues vuestra manera de hablar sí por sí, y no por no; pues lo que excede de aquí, procede del mal. Porque no se ha de decir que por estas palabras se condene el juramento general y universalmente; cuando ya vimos arriba que el mismo Señor y los Apóstoles juraron varias veces; sino que quiso el Señor reprobar la perversa opinión de los judíos, que estaban persuadidos a que en el juramento no había de que precaverse sino de la mentira. Y así juraban ellos a cada paso, y pedían a otros juramento por cosas ligerísimas y de ninguna monta. Esta costumbre es la que reprende y reprueba el Salvador, y enseña que absolutamente nos debemos abstener del juramento, si no requiere otra cosa la necesidad.
La razón de lo dicho es, que el juramento fue instituido por causa de la flaqueza humana; y verdaderamente procede del mal; porque ó muestra la inconstancia del que jura, ó la terquedad de aquel por cuya causa juramos, quien de otro modo no quiere reducirse a creernos. Sin embargo la necesidad de jurar tiene excusa. Y a la verdad cuando dice el Salvador: Sea vuestra manera de hablar sí por sí, y no por no; bastantemente declara por este modo de decir, que prohíbe la costumbre de jurar en conversaciones caseras y de poca importancia. Por esto, lo que principalmente nos amonesta el Señor es, que no seamos demasiado fáciles e inclinados a jurar. Y esto debe enseñarse con cuidado, y repetirse mucho a los fieles. Porque son casi infinitos los males que nacen de la excesiva costumbre de jurar; como se prueba por la autoridad de las Letras Sagradas, y los testimonios de los Santos Padres. En el Eclesiástico está escrito: No acostumbres tu boca a jurar, porque hay en eso muchas caídas. Más: El hombre que mucho jura, será lleno de maldad, y no se apartará de su casa el azote de Dios. Muchas cosas acerca de esto se pueden leer en los libros de los santos Basilio y Augustino contra la mentira. Y hasta aquí de las cosas que se mandan, ahora trataremos de las que se vedan.
Vedásenos tomar en vano el nombre de Dios. Porque es manifiesto que se echa sobre sí un pecado grave el que es llevado a jurar, no por cordura, sino por temeridad. Y que este es un delito gravísimo, lo declaran también aquellas palabras: No tomarás en vano el nombre de tu Dios y Señor, como dando la razón porque esta maldad es tan enorme y sacrílega, a saber, porque se abate por ella la Majestad de Aquel a quien confesamos como nuestro Dios y Señor. Prohíbese pues por este mandamiento, que los hombres juren en falso. Porque el que comete un pecado tan horrendo, como traer falsamente a Dios como testigo, le hace una muy señalada injuria; pues le viene a poner la tacha, ó de ignorante, pensando que se le oculta alguna verdad, ó ciertamente de tal perversidad, y tan malvado afecto, que quiera confirmar con su testimonio la mentira.
Y jura en falso no sólo el que afirma con juramento que es verdad lo que él sabe que es falso; sino también el que asegura jurando lo que él juzga que es falso, aunque sea verdadero. Porque como la mentira en tanto es mentira, en cuanto se pronuncia contra la mente y juicio propio; es claro que este miente de plano, y que es perjuro.
Por la misma razón perjura también el que jura una cosa que él piensa que es verdad, pero en realidad es mentira; si no es que en cuanto pudo, aplicó su cuidado y diligencia por tener todo el caso por cierto y averiguado. Porque aunque su dicho concuerde con su juicio, sin embargo, es reo de este mandamiento.
Igualmente ha de ser tenido por reo del mismo pecado el que promete con juramento hacer alguna cosa, pero ó no estaba en ánimo de cumplirlo, ó aunque lo estuviese, no lo cumple. Y lo mismo se debe decir de los que no cumplen lo que ofrecieron a Dios por algún voto.
Además de esto se peca contra este mandamiento si falta la justicia, que es una de las tres compañeras del juramento. Y así si jura uno que ha de cometer algún pecado mortal, como que ha de matar a un hombre, quebranta este mandamiento, aunque hable de veras y con seriedad, y tenga el juramento la verdad, que en primer lugar se requiere, como ya declaramos. A estos deben juntarse aquellos modos de jurar, que proceden de cierto menosprecio: como si jura alguno que no ha de guardar los consejos del Evangelio, cuales son los que exhortan a la castidad y pobreza. Porque aunque ninguno sea obligado a seguirlos; sin embargo el que jura que no quiere ajustarse a ellos, menosprecia y quebranta por ese juramento los consejos divinos.
Quebranta también la ley y peca contra el juicio, el que jura lo que es verdad, y él piensa que es así; pero movido de leves conjeturas, y traídas de lejos. Porque aunque tal juramento esté acompañado de verdad, es en algún modo falso; porque el que jura tan descuidadamente, está en gran peligro de perjurar.
Asimismo jura falso el que jura por falsos dioses. Porque, ¿qué cosa más ajena de verdad, que poner por testigos, como a un Dios verdadero, a unos dioses fingidos y engañosos?
Y por cuanto dice la escritura cuando veda el perjurio: No mancharás el nombre de tu Dios, prohíbese también el menosprecio de todas aquellas cosas que deben ser honradas y veneradas en virtud de este mandamiento, cual es la palabra de Dios, cuya majestad reverencian no sólo los virtuosos, sino aún a veces los impíos; como la historia de los Jueces lo afirma de Eglón, Rey de los Moabitas. Y hace suma injuria a la palabra de Dios todo aquel que tuerce la Sagrada Escritura de su recto y legítimo sentido a los perversos dogmas y herejías. Sobre esta maldad nos avisa el príncipe de los apóstoles diciendo: Hay algunas cosas difíciles de entender: que los indoctos e inconstantes pervierten, como también las demás escrituras, para su perdición. Manchan también la Escritura Sagrada con feos y torpes borrones aquellos hombres sacrílegos, que aplican sus palabras y sentencias, dignas de toda veneración a cualquier cosa profana, como son chocarrerías, fábulas, vanidades, lisonjas, detracciones, suertes, libelos famosos y cosas semejantes; pecado que el Sagrado Concilio de Trento manda se castigue.
Además de esto, así como honran a Dios los que imploran su favor y auxilio en sus tribulaciones, así le niegan el honor debido los que no le piden su socorro. Esto reprende David cuando dice: No invocaron a Dios, allí temblaron de espanto, donde no había por qué temer.
Pero mucho más abominable es la maldad que se echan sobre sí los que gozan blasfemar y maldecir con boca impura y sucia el sacrosanto a nombre de Dios, digno de ser bendito y ensalzado con sumas alabanzas por todas las criaturas; ó también el de los santos que reinan con su Majestad. Tan atroz y horrendo es este pecado, que a veces las Sagradas Escrituras, cuando se ofrece hablar de la blasfemia, se valen del nombre de bendición.
Mas como el terror por la pena y castigo suele reprimir con eficacia la licencia de pecar, para que el Párroco despierte más los ánimos de los fieles, y los atraiga con más facilidad a la observancia de este mandamiento, explicará con cuidado la segunda parte, y como apéndice de él, que dice: Porque no tendrá el Señor por inocente al que tomare en vano el nombre de su Dios y Señor. Y enseñe lo primero que con suma razón se dispuso añadir amenazas a este mandamiento. Porque ahí se descubre así la gravedad del pecado, como la benignidad de Dios hacia nosotros: pues como no se deleita en la perdición de los hombres, para que no incurramos en su ira y ofensa, y más bien le encontremos propicio que airado, nos amedrenta con estas saludables amenazas. Recálquese el Pastor en este lugar, e inste con sumo cuidado sobre que conozca el pueblo lo enorme de esta maldad, y que la abomine con vehemencia, y haga por desterrarla cuantas diligencias y esfuerzos pudiere. Muestre además de esto cuán grande es la inclinación de los hombres a cometer este pecado; pues no fue bastante poner ley, sino que también se añadieron amenazas. Es increíble lo mucho que aprovecha esta consideración. Porque así como cosa ninguna hace tanto daño como una incauta seguridad; así aprovecha muchísimo el conocimiento de la propia flaqueza. Declare también que no determina el Señor castigo alguno en particular. Solo dice en común, que no se irá sin pagarla quien quiera que cometa esta maldad. Por esto los varios azotes con que cada día somos afligidos, nos deben recordar este pecado. Porque es fácil conjeturar de aquí, que las grandísimas calamidades que vienen sobre los hombres, nacen por no guardar este mandamiento; y si pasan por alto sobre ellas, es verosímil que anden con más cautela en adelante. Huyan pues los fieles con todo desvelo de este pecado, aterrados con un santo temor: porque si en el juicio final se ha de dar cuenta de toda palabra ociosa, ¿qué se habrá de decir de maldades gravísimas, que traen consigo un menosprecio grande del divino nombre?
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