Por el padre Jorge González Guadalix
La señora Juana, de La Serna, es especial. Cuando llegué a estos pueblos le pregunté por la asistencia a misa:
- Pues mire usted, dos o tres no le han de faltar.
- No, si digo los domingos.
- Pues eso, que los domingos dos o tres no le han de faltar.
Algunos domingos no llegamos.
Ayer amaneció nevando y con mucho frío, como se pueden imaginar. Mi costumbre es abrir la iglesia con mucho tiempo, así puedo preparar las cosas con tranquilidad y rezar un poco. Tres o cuatro minutos antes de la hora, ahí que te viene Juana, con sus ochenta y ocho recién cumplidos, bien abrigada, ayudada por su bastón y una sonrisa que ilumina el día.
- Pero mujer… con el día que está…
- Ya lo ve…
- Lo mismo estamos solos…
- Ellos se lo pierden.
Efectivamente, solos. Solos para los pobres ojos incapaces de ver más allá de una anciana y un cura tampoco joven, pero los ojos del alma y del corazón sí pudieron ver las legiones de ángeles que cantaban con nosotros, los santos asomados al templo, el calvario, María la madre de Dios y todos los habitantes de La Serna que, tal vez sin ser conscientes de ellos, estaban recibiendo los frutos de la celebración.
Juana y un servidor celebramos nuestras misas con mucha devoción. Y digo “nuestras” porque no es la primera vez que nos encontramos solos en la eucaristía. Nos tenían que haber visto ayer: cantamos, encendimos la tercera vela de la corona de adviento, y nos vinimos arriba justo porque cuando parece que lo exterior no acompaña es el momento de levantar los corazones, alzar las voces a lo alto y celebrar con más unción y mayor solemnidad que en la más grande de las catedrales.
Durante la visita pastoral D. José Cobo se preguntaba:
- ¿Y el día que no te venga ni Juana?
Le dije:
- Mientras este cura esté aquí habrá misa en La Serna y no solo los domingos. Si viene alguien, bien, y si no viene nadie, más motivos para celebrar y pedir que vuelvan.
De profesión, cura
De profesión, cura
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