De acuerdo. Esperar un poco es factible, incluso loable; digamos... cinco minutos, incluso diez. Pero después, ¡vamos! ¡Hagamos algo!
Por supuesto, existe la espera "perezosa", la espera de los indolentes, de los perezosos, de aquellos para quienes cualquier forma de acción supone un sufrimiento insoportable.
Pero no me refiero a esa clase de espera, ni siquiera a la primera, sino a la que se hace con un gran propósito.
Hay momentos en la vida en que la calidad de la meta exige esperar. A veces, si alcanzamos una meta preciada demasiado deprisa, tendemos a infravalorarla.
¿Cuántas veces vemos a los muy jóvenes contraer matrimonio sin la debida preparación, para divorciarse un par de años después? ¿Fue culpa del gran Sacramento con el que se casaron? ¿O fue por el hecho de que no esperaron lo suficiente y no se prepararon suficientemente para un don tan inestimable?
Hubo un tiempo no muy lejano, cuando las tarjetas de crédito no eran la norma, en que algo precioso y costoso suponía mucho ahorro y espera. Una vez comprado, la adquisición conservaba tal valor que se transmitía como una reliquia y se convertía en una tradición familiar.
Esperar con un propósito es algo fuerte, algo sabio.
Mientras esperamos, perduramos. Mientras esperamos, maduramos. Mientras esperamos, domamos y purificamos el fuego del deseo y, con una mente más clara, ajustamos nuestra percepción y nuestras expectativas.
Lo mismo ocurre con el Adviento. El Adviento nos recuerda el largo periodo histórico de espera del Mesías prometido, el esperado de las Naciones, el Salvador, el Emmanuel, Dios con nosotros.
Todos los niños judíos crecieron bajo esa gran "espera".
Y ahora que Cristo Jesús ha venido, a la Iglesia le gusta recordarnos ese período de espera del mayor don que el mundo ha recibido y recibirá jamás, el don de Dios caminando en carne junto a nosotros, y permaneciendo con nosotros en la Eucaristía.
En Adviento, la Iglesia nos invita a tomar conciencia de esa larga espera de Aquel de quien dice el Evangelista:
"En el principio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios... todo fue hecho por medio de Él, y sin Él no fue hecho nada de lo que ha sido hecho. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres". Juan: 1,1-4.En Adviento, la Iglesia nos exhorta a dos cosas: una, a descansar del ruido, de la actividad incesante; y dos, a luchar contra la indolencia que nos impide entrar en nosotros mismos, en ese "núcleo" de nuestro ser espiritual donde el corazón se encuentra con Dios, y con cuya ayuda somos capaces de calibrar lo que en la vida merece la pena esperar.
Aprendamos, cada Adviento, a pedirle que nos enseñe a esperar con oración, a esperar con propósito todas las cosas buenas que su poderosa mano tiene para nosotros en esta vida y en la otra.
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