Cuando el hombre ya no se arrodille ante Dios, terminará arrodillándose ante los ídolos: el poder, las modas, el mundo...
Por Corrado Gnerre
El escritor, un día, visitando una nueva iglesia (que es muy fea, como se suele diseñar en los últimos años) construida en Piana Romana, cerca de Pietrelcina (lugar donde San Pío de Pietrelcina recibió los estigmas espirituales) notó que el todos los bancos carecían de reclinatorios. Pidió una explicación a un fraile presente allí, quien respondió: "¡Esto no es una iglesia, es un salón litúrgico!" Una respuesta digna del sofisma jurídico más clásico.
Estos son los tiempos, lamentablemente.
Pero, ¿por qué los reclinatorios son tan molestos hoy en día?
Evidentemente, no se trata de que ocupen más espacio. La razón es diferente. Si reflexionamos sobre ello, radica precisamente en la respuesta que dio el fraile: salón litúrgico.
Hoy las iglesias no deben ser tanto iglesias, sino aulas. La iglesia implica el concepto de un lugar con presencia, el aula en lugar del concepto de un lugar de encuentro. Una iglesia vacía sigue siendo iglesia, porque él está allí, hay Dios en cuerpo, sangre (incluso en la hostia hay sangre), alma y divinidad en el Santísimo Sacramento; pero un aula vacía ya no es nada, por estar vacía ya que su razón de ser es sólo acoger una asamblea.
Por lo tanto, el énfasis debe pasar de la adoración a la participación. La liturgia ya no debe basarse en la adoración, sino en la participación, ya no en recibir, sino en dar.
Cuando uno recibe, la posición más natural es arrodillarse o como mucho hacer una reverencia; cuando se da, la posición más natural es permanecer de pie.
En definitiva, todo ello lógicamente se inscribe en ese célebre punto de inflexión antropológico que marcó la reforma litúrgica. De la centralidad de Dios a la "centralidad" del hombre. El hombre, perfectamente consciente de su dignidad, ya no debería arrodillarse ante Dios, porque Dios ya no lo querría.
Ahora bien, consideremos el hombre se vuelve verdaderamente grande cuando se arrodilla y no cuando estúpidamente ensancha los hombros o hincha el pecho, porque sólo arrodillándose da coherentemente la razón a su ser que está inevitablemente marcado por la necesidad de invocar... dijimos, aparte de esto, es una ilusión creer que el hombre puede ser tan maduro que ya no tenga que arrodillarse.
Cuando el hombre ya no se arrodille ante Dios, terminará arrodillándose ante los ídolos: el poder, las modas, el mundo...
Es lo que lamentablemente les ha estado sucediendo a tantos católicos y a tanta cultura y teología que se autodenominan "católicas" desde hace muchos años.
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