El 18 de noviembre de 1978, se suicidaban en Guyana 914 integrantes de una secta religiosa de origen norteamericano, la Iglesia del Templo del Pueblo. Treinta y tres años después, el diario La Vanguardia recuerda la masacre en un artículo firmado por Teresa M. Amiguet.
Tachada como la masacre del siglo, causó gran conmoción. Con el paso del tiempo el suceso continúa siendo un misterio. No debemos olvidar que se trata probablemente de la primera ocasión en la que los medios audiovisuales de comunicación desempeñaban un papel determinante en un suceso de estas características.
Tras los acontecimientos del día 18 y el primer recuento de víctimas, el 20 de noviembre de 1978 el Departamento de Estado de EE.UU. confirmaba los hechos y cifraba en 400 el número de muertos. En San Francisco, familiares de los miembros, dominados por el pánico asaltaban las comunas de la secta reclamando información sobre el posible fallecimiento de sus hijos o hermanos.
El 28 de noviembre, soldados norteamericanos enviados a Guyana descubrían nuevos cadáveres y se notificaba la cifra definitiva de víctimas: 919, entre ellas más de 300 niños. Jim Jones, líder y creador de El Templo del Pueblo, se hallaba entre ellas. El reverendo Jim Jones era un hombre delirante, un visionario que se creía mezcla de Cristo y Lenin, el único Dios sobre la Tierra. La matanza de Guyana fue consecuencia de su locura y su ansia de poder. Pero… ¿se trató de un suicidio colectivo o de una matanza?
El líder del Templo del Pueblo había elegido la costa noreste de Sudamérica para establecerse con sus seguidores. Decidió dejar California porque estaba convencido de la inminencia del estallido de una guerra nuclear. Sólo la remota Guyana saldría indemne de la hecatombe. Por ello fundó allí Jonestown (Pueblo Jones), una granja de 140 hectáreas, acompañado de sus más fervientes seguidores su esposa y su hijo de 19 años.
Sus fieles en Guyana rondaban el millar. El 70 por ciento eran de raza negra, un 25 por ciento blanca, el resto pertenecían a diversas etnias. En la comunidad reinaba la armonía racial. Jones predicaba un credo evangélico de tipo pentecostal, leía a Marx y exhibía la Biblia. La comuna se autoabastecía, sus miembros cultivaban y criaban ganado, fabricaban incluso su propia indumentaria y calzado. Educaban a sus hijos y atendían a enfermos y ancianos. Así pues, ¿qué desencadenó la tragedia?
Con su imagen de ídolo pop de la época, Jones lideraba a sus fieles con un socialismo utópico que en los agitados años sesenta no gustaba a la CIA. Por ello, decidió enviar a Jonestown al congresista norteamericano, Leo Ryan, acompañado de tres reporteros de la NBC, un desertor de la secta y once norteamericanos, más familiares de los fieles, junto al diplomático Richard Dwyer, de la embajada de Estados Unidos en Guyana. Su solapado objetivo era investigar las actividades de la secta, en concreto los supuestos malos tratos infligidos a algunos de sus miembros, grabando un informativo en directo.
Nada hacía prever la masacre. Jones les recibió con un espectáculo musical que pronto se trocó en tragedia. Acompañado de un selecto grupo de sus fieles les tendió una emboscada en la que varios murieron acribillados o quedaron gravemente heridos.
Este hecho desencadenó el caos. Según los expertos que estudiaron el caso durante años, Jones se percató de que había llegado a una situación sin salida y decidió apelar al “suicidio revolucionario”. Explicó a sus fieles que su sociedad había sido destruida, y que era preferible matarse a seguir viviendo. Les aseguró que, de todas formas, se reencontrarían en otra vida, después de una reencarnación.
La mayoría de las víctimas murieron al ingerir cianuro potásico mezclado con zumo de uva. Los niños fueron las primeras víctimas. La muerte por envenenamiento de cianuro es sumamente dolorosa, como confirmaba el patólogo forense que cubrió el suceso en 1978, William Eckert, en una entrevista concedida a La Vanguardia por lo que al ingerirlo las víctimas gritaban doloridas. El reverendo Jones, megáfono en mano les increpaba: “debéis morir con dignidad”.
Durante un tiempo se divulgó la noticia de que el líder continuaba con vida, pero el FBI lo negó tras analizar sus huellas dactilares. Había muerto de un tiro en la cabeza. Testigos de su muerte afirmaron que murió balbuceando el nombre de su madre. Su esposa se encontraba junto a él. Tenía 47 años.
Su última víctima sería Michael Prokes, ex-jefe del gabinete de prensa de la secta. Un año después, tras una rueda de prensa en la que intentaba justificar la masacre, se negó a contestar a un periodista que le interrogaba sobre el asesinato del congresista Ryan y confesó haber formado parte de la “escuadra de la muerte” que sobrevivió al desastre. Se encerró en el lavabo y se pegó un tiro. Sus últimas palabras sentenciaron: “Los compañeros que se quitaron la vida lo hicieron porque no tenían elección posible y porque no querían permanecer en los infestados “ghettos” de Norteamérica”.
La Vanguardia/InfoRIES
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