Por Monseñor de Segur (1888)
El sagrado Corazón de Jesús es el santuario vivo de la santísima Trinidad, que en él vive y reina en toda su plenitud: prueba verdaderamente divina de su inefable excelencia.
El Padre eterno reside en este Corazón admirable, como en el corazón de su amadísimo Hijo, en quien tiene todas sus complacencias.
El Padre engendra eternamente a su Hijo; le comunica eternamente su vida eterna; así, pues, vive y reina con Él en el tiempo, en su santa humanidad, con esta misma vida enteramente divina que le da en la eternidad. El Corazón de Jesús es, en efecto, como consecuencia de la unión hipostática, el Corazón mismo del Hijo eterno del Padre. ¡Qué infinita grandeza! ¡Cuánto debe amar el Padre celestial al divino Corazón de Jesús!
Oh buen Jesús, grabad Vos mismo la imagen de vuestro dulcísimo y humildísimo Corazón en nuestros pobres corazones. Haced que estos tampoco vivan sino vida de amor hacia vuestro padre celestial, que por Vos y en Vos se ha hecho nuestro verdadero Padre.
El Verbo eterno vive y reina en este Corazón real, que le está unido con la unión más íntima que puede concebirse, es decir, con la unión hipostática. En virtud de esta unión, este Corazón, Corazón de carne, Corazón creado, es el verdadero Corazón del Verbo eterno, y es digno de la misma adoración que se debe al Verbo, que se debe a Dios.
¡Qué reinado el del Hijo de Dios en su sagrado Corazón! En el hombre el corazón es el principio de la vida, el asiento del amor, del odio, de la alegría, de la tristeza, de la cólera, del temor y de todas las demás pasiones del alma. En el Corazón de Jesucristo estas pasiones no tenían ciertamente el carácter desordenado que tienen en nosotros, pues estaban siempre y absolutamente sumisas a su santísima voluntad; pero existían plenamente en él, y estaban maravillosamente sujetas a la divina voluntad del Verbo eterno. ¡Cuán hermoso reino!
¡Oh Jesús! ¿No sois Vos con pleno derecho Rey de mi corazón? Vivid en él, y reinad así sobre mis pasiones. ¡Ay! no están ellas en mí, como en Vos, sujetas a vuestra santa voluntad. Unidlas a las vuestras perfectísimas, y no permitáis que sigan jamás otra conducta que la vuestra, ni obren por otro fin que por vuestra gloria.
La tercera Persona de la augusta Trinidad, el Espíritu Santo, inseparable del Hijo y del Padre, vive y reina igualmente en el Corazón de Jesús de un modo inefable. Este Espíritu de amor concentra en él los tesoros infinitos de la ciencia y sabiduría de Dios; le llena en sumo grado de todos sus dones, según estas divinas palabras de la Escritura: “Y reposará en él el Espíritu del Señor; Espíritu de sabiduría y de entendimiento, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de piedad, y le llenará del Espíritu de temor del Señor”. El Espíritu Santo fecundiza el Corazón de Jesús y le hace producir, como a una tierra divina, los frutos tan deliciosos y suaves que nos enumera el apóstol san Pablo: “Los frutos del Espíritu Santo son: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad”.
Inseparables unas de otras, y no siendo más que un solo Dios, las tres divinas Personas viven, pues, y reinan juntas en el Corazón del Salvador como en el trono más sublime de su amor, el primer cielo de su gloria, el Paraíso de sus más gratas delicias. En él derraman, por decirlo así, a porfía, con sobreabundancia, y profusión inenarrables, luces incomprensibles, inmensos océanos de gracias, torrentes de fuego y llamas infinitamente abrasadoras, y todas las efusiones de su eterno amor.
¡Oh santísima Trinidad, Dios mío! alabanzas infinitas os sean dadas siempre por todos los milagros de amor que obráis en el Corazón de mi amado Jesús. Os ofrezco el mío con el de todos mis hermanos, suplicándoos humildemente que entréis en completa posesión de ellos, que destruyáis en ellos todo lo que os desagrade, y que establezcáis en ellos soberanamente el reino de vuestro divino amor. ¡Oh santísima Trinidad, vida eterna de los corazones! reinad en mi corazón por siempre jamás.
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