Por Monseñor De Segur (1862)
Un día echaba en cara cierto ministro protestante, a un estudiante joven, su mala conducta; y este le contestó: “Hablar cuesta poco, señor ministro, pero recuerde usted que Lutero dijo que era tan imposible dejar de casarse como dejar de comer, por lo cual usted mismo está casado. Yo también me casaría, si tuviera con qué soportar las cargas del matrimonio; pero es el caso que no tengo sino veinte años de edad, y que ni el Gobierno ni las sociedades Evangélicas me dan, como le dan a usted, con qué mantener a su familia. Pues mientras que mejoro de fortuna, me arreglo como puedo”.
Curioso sería saber que contestó a este argumento el ministro protestante, casado en virtud del falso y herético principio, de que el celibato es contra la naturaleza.
Si a un sacerdote católico se le hubiera hecho semejante argumento, él habría contestado con las palabras de San Pablo: “Imitatores mei estote, sicut et ego Christi”. Imitadme como yo imito a Cristo. Sed castos como yo lo soy, con la gracia de Dios; y no digáis que eso es imposible, porque lo que yo puedo hacer, lo podéis hacer vosotros, mediante esa gracia, que el Señor no niega a quien la necesita y se la pide.
Por lo demás, el celibato es lo que permite a los sacerdotes entregarse enteramente al ejercicio del Sagrado Ministerio. Abrazando el estado eclesiástico, ellos se obligan, por su entera libertad y después de una larga prueba, a guardar continencia perfecta; y aunque esta obligación no sea de institución divina, ella entraña una admirable sabiduría. La Iglesia ha sabido bien lo que hacía, estableciendo como precepto para los eclesiásticos de Orden Sacro, lo que era de consejo Evangélico y Apostólico, el celibato; así como el demonio sabe bien lo que hace, cuando trabaja y hace declamar contra esta saludable institución.
Si los sacerdotes católicos, fueran casados, ¿creéis que se sacrificarían como muchos de ellos lo hacen todos los días? ¿Creéis que no lo pensarían mucho, antes de ir a ponerse al lado de un enfermo atacado de un mal contagioso, antes de dar en limosnas al prójimo las últimas economías de su escasa renta? El primer prójimo del hombre casado, son su mujer y su hijo.
Por otra parte, jamás se admitirá en países católicos por el pueblo, la idea de un sacerdote casado. El sacerdocio y el matrimonio no van a la par. Aun los pastores protestantes, a pesar de saberse que su oficio es una caricatura del verdadero sacerdocio, se hacen ridículos por el tren que van arrastrando. Nada más grotesco que lo que de sí mismo refiere un ministro protestante, M. Bost. La relación de sus correrías apostólicas, de sus predicaciones, de sus vocaciones diversas y de sus cambios de convicciones; va entreverada con necias historias de sus cuidados matrimoniales, de sus calderos y de su batería de cocina. Con su mujer, once hijos, dos criados, un piano, y unos canarios, el malhadado Apóstol, se pasea llevando en todo trece mil libras, (expresión textual) de bagajes evangélicos. ¡Cómo recuerda esto al Cristianismo primitivo de San Pablo y su bordón!
Tomado del libro “Conversaciones sobre el protestantismo actual”, impreso en 1862.
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