No podía esperarse otra cosa de Bergoglio, a quien los argentinos conocimos muy bien como arzobispo de Buenos Aires.
Frente a tamaño desastre, paradójicamente, creo que debemos dar gracias a Dios, porque es el modo más efectivo para que todo el mundo se convenza de que la iglesia conciliar fracasó. Sería un grave error suponer que la crisis actual es obra de Francisco. Él se ha limitado a seguir haciendo de un modo brutal y chabacano lo que ya hacían Pablo VI y Juan Pablo II. No conviene olvidar a Montini arrojándose a los pies de un arzobispo ortodoxo en 1975 (aquí) en o a Wojtyla organizando el cotarro de Asís en 1986, por poner sólo un ejemplo. El problema no es Bergoglio; el problema es el Vaticano II que ha ocasionado un caos sin precedente en la Iglesia católica. Y los intentos de salvarlo a través de una “hermenéutica de la continuidad”, o la promoción de la “reforma de la reforma” que impulsó el Benedicto XVI, fueron infructuosos.
Por eso mismo, el papa Francisco se ha comportado como un gran inmunizador, o como una vacuna capaz de neutralizar hacia el futuro cualquier variante progresista, pues ya sabemos cómo terminan; el papa argentino “quemó” al progresismo, mostró en qué concluye el experimento de asimilar la Iglesia con el mundo, y sus aperturas y sus puentes: en una Iglesia desvanecida, en sal que perdió su sabor, en un territorio de desolación en el que las corrientes de un viento helado soplan entre las ruinas de conventos vacíos, de escuelas y universidades católicas que ya no lo son, de ceremonias vulgares para pretender ser sacras y de una casta sacerdotal entregada a los vicios más abyectos y despreciables.
Se trata, creo, de una situación evidente que solamente el progresista más enceguecido o más idiota puede negar. Hay que decirlo una y otra vez: el Vaticano II fue un fracaso y es inútil continuar con la pretensión de aplicarlo, y de seguir insuflando “su espíritu” que, más que aire renovador y salutífero, ha mostrado ser gas mostaza. No pretendo, claro, que sus documentos sean quemados en solemne ceremonia en la plaza de San Pedro. Lo mejor que puede hacerse con ellos es guardar silencio; olvidarlos.
Pero esta situación plantea un gran interrogante: ¿qué ocurrirá en la era post-Bergoglio, que será también la era post-Vaticano II? La propuesta de los sectores más tradicionalistas será seguramente retroceder a lo que la Iglesia era antes de los ’60, frente a la cual tengo dos objeciones. La primera es que esa Iglesia tenía muchos y gravísimos problemas y es insensata la pretensión de volver a cocinarse en el mismo caldo. Y tan cierto es esto, que fueron justamente los líderes de esa Iglesia los que nos embarcaron en esta catástrofe. Los que levantaban alegremente la mano y aplaudían rabiosamente las propuestas preparadas por Congar o Rahner y presentadas en el aula conciliar por el reducido club de obispos progresistas, eran más de tres mil prelados de todo el mundo que habían sido formados por esa iglesia que hoy muchos añoran. La ocurrencia de tal desatino es signo evidente de que algo importante no estaba funcionando. Hemos ya discutido abundantemente sobre esa cuestión en este blog, y quienes quieran repasar el estado de esa iglesia decadente, pueden leer el breve pero brillante libro de Louis Bouyer La descomposición del catolicismo que puede descargarse gratuitamente de aquí.
Y mi segunda objeción a la pretensión de atrasar el reloj de la Iglesia, proviene de la lección que nos da la historia: una vez terminadas las catástrofes que asolan a las sociedades humanas, resulta imposible volver al statu quo ante. Luego de las guerras de religión, la Paz de Westfalia del siglo XVII debió diseñar un nuevo mapa y Europa no volvió a ser la misma que había sido durante casi mil años. Después de las guerras napoleónicas, aún queriéndolo y con figuras conservadoras como von Metternich y Castlereagh, el Congreso de Viena no pudo volver a la Europa anterior a la Revolución Francesa y a las posteriores correrías del Corso. Y el Tratado de Versalles luego de la Primera Guerra Mundial, con ayuda de la incapacidad de sus protagonistas, especialmente el presidente Wilson, destruyó la Europa tradicional, sustituyéndola por un puzzle racionalista que duró apenas algunas décadas.
La Iglesia, a la muerte de Bergoglio, no celebrará una conferencia de paz; celebrará un cónclave, del que muy pocos se animan a presagiar algo bueno, pues sus protagonistas serán, en su mayoría, cardenales elegidos por el papa difunto y creados a su imagen y semejanza, es decir, mediocres e incompetentes. Y sin embargo, la proximidad del abismo puede hacerlos retroceder. Pero ¿retroceder a dónde? ¿De qué manera se retrocede en situaciones como ésta? ¿Cuál es la meta que debe fijarse y cómo se llega a ella? No lo sé. El próximo Papa deberá ser, además de un santo, un hombre de una refinada prudencia, un estratega y un ejecutor con pulso de neurocirujano.
Si estamos vivos, veremos qué sucede pero lo que nos corresponde a nosotros en este momento — y llamo la atención de que estamos atravesando horas cruciales de las que nos pedirán cuenta—, es planificar qué posiciones y que bastiones ocuparemos. Y en esto, cada uno tiene responsabilidades, algunos más altas y otros menos, pero todos somos responsables. No será el mismo papel el que deberán jugar los cardenales que aún conservan la fe católica o los superiores de las pocas congregaciones e institutos religiosos verdaderamente católicos que existen, que la de los simples curas de parroquia, o la de los fieles.
Y con ocupar baluartes y defender posiciones no pretendo alentar fantasías militaristas o promover discursos engolados en defensa de la tradición. Todo eso ya ha dado suficientes muestras de que en las circunstancias actuales no sirve. Por el contrario, lo que se ha mostrado verdaderamente eficaz para conservar y ganar posiciones han sido las acciones discretas y planificadas que evitan el conflicto inútil sin renunciar a una sola iota de los principios.
Wanderer
Frente a tamaño desastre, paradójicamente, creo que debemos dar gracias a Dios, porque es el modo más efectivo para que todo el mundo se convenza de que la iglesia conciliar fracasó. Sería un grave error suponer que la crisis actual es obra de Francisco. Él se ha limitado a seguir haciendo de un modo brutal y chabacano lo que ya hacían Pablo VI y Juan Pablo II. No conviene olvidar a Montini arrojándose a los pies de un arzobispo ortodoxo en 1975 (aquí) en o a Wojtyla organizando el cotarro de Asís en 1986, por poner sólo un ejemplo. El problema no es Bergoglio; el problema es el Vaticano II que ha ocasionado un caos sin precedente en la Iglesia católica. Y los intentos de salvarlo a través de una “hermenéutica de la continuidad”, o la promoción de la “reforma de la reforma” que impulsó el Benedicto XVI, fueron infructuosos.
Por eso mismo, el papa Francisco se ha comportado como un gran inmunizador, o como una vacuna capaz de neutralizar hacia el futuro cualquier variante progresista, pues ya sabemos cómo terminan; el papa argentino “quemó” al progresismo, mostró en qué concluye el experimento de asimilar la Iglesia con el mundo, y sus aperturas y sus puentes: en una Iglesia desvanecida, en sal que perdió su sabor, en un territorio de desolación en el que las corrientes de un viento helado soplan entre las ruinas de conventos vacíos, de escuelas y universidades católicas que ya no lo son, de ceremonias vulgares para pretender ser sacras y de una casta sacerdotal entregada a los vicios más abyectos y despreciables.
Se trata, creo, de una situación evidente que solamente el progresista más enceguecido o más idiota puede negar. Hay que decirlo una y otra vez: el Vaticano II fue un fracaso y es inútil continuar con la pretensión de aplicarlo, y de seguir insuflando “su espíritu” que, más que aire renovador y salutífero, ha mostrado ser gas mostaza. No pretendo, claro, que sus documentos sean quemados en solemne ceremonia en la plaza de San Pedro. Lo mejor que puede hacerse con ellos es guardar silencio; olvidarlos.
Pero esta situación plantea un gran interrogante: ¿qué ocurrirá en la era post-Bergoglio, que será también la era post-Vaticano II? La propuesta de los sectores más tradicionalistas será seguramente retroceder a lo que la Iglesia era antes de los ’60, frente a la cual tengo dos objeciones. La primera es que esa Iglesia tenía muchos y gravísimos problemas y es insensata la pretensión de volver a cocinarse en el mismo caldo. Y tan cierto es esto, que fueron justamente los líderes de esa Iglesia los que nos embarcaron en esta catástrofe. Los que levantaban alegremente la mano y aplaudían rabiosamente las propuestas preparadas por Congar o Rahner y presentadas en el aula conciliar por el reducido club de obispos progresistas, eran más de tres mil prelados de todo el mundo que habían sido formados por esa iglesia que hoy muchos añoran. La ocurrencia de tal desatino es signo evidente de que algo importante no estaba funcionando. Hemos ya discutido abundantemente sobre esa cuestión en este blog, y quienes quieran repasar el estado de esa iglesia decadente, pueden leer el breve pero brillante libro de Louis Bouyer La descomposición del catolicismo que puede descargarse gratuitamente de aquí.
Y mi segunda objeción a la pretensión de atrasar el reloj de la Iglesia, proviene de la lección que nos da la historia: una vez terminadas las catástrofes que asolan a las sociedades humanas, resulta imposible volver al statu quo ante. Luego de las guerras de religión, la Paz de Westfalia del siglo XVII debió diseñar un nuevo mapa y Europa no volvió a ser la misma que había sido durante casi mil años. Después de las guerras napoleónicas, aún queriéndolo y con figuras conservadoras como von Metternich y Castlereagh, el Congreso de Viena no pudo volver a la Europa anterior a la Revolución Francesa y a las posteriores correrías del Corso. Y el Tratado de Versalles luego de la Primera Guerra Mundial, con ayuda de la incapacidad de sus protagonistas, especialmente el presidente Wilson, destruyó la Europa tradicional, sustituyéndola por un puzzle racionalista que duró apenas algunas décadas.
La Iglesia, a la muerte de Bergoglio, no celebrará una conferencia de paz; celebrará un cónclave, del que muy pocos se animan a presagiar algo bueno, pues sus protagonistas serán, en su mayoría, cardenales elegidos por el papa difunto y creados a su imagen y semejanza, es decir, mediocres e incompetentes. Y sin embargo, la proximidad del abismo puede hacerlos retroceder. Pero ¿retroceder a dónde? ¿De qué manera se retrocede en situaciones como ésta? ¿Cuál es la meta que debe fijarse y cómo se llega a ella? No lo sé. El próximo Papa deberá ser, además de un santo, un hombre de una refinada prudencia, un estratega y un ejecutor con pulso de neurocirujano.
Si estamos vivos, veremos qué sucede pero lo que nos corresponde a nosotros en este momento — y llamo la atención de que estamos atravesando horas cruciales de las que nos pedirán cuenta—, es planificar qué posiciones y que bastiones ocuparemos. Y en esto, cada uno tiene responsabilidades, algunos más altas y otros menos, pero todos somos responsables. No será el mismo papel el que deberán jugar los cardenales que aún conservan la fe católica o los superiores de las pocas congregaciones e institutos religiosos verdaderamente católicos que existen, que la de los simples curas de parroquia, o la de los fieles.
Y con ocupar baluartes y defender posiciones no pretendo alentar fantasías militaristas o promover discursos engolados en defensa de la tradición. Todo eso ya ha dado suficientes muestras de que en las circunstancias actuales no sirve. Por el contrario, lo que se ha mostrado verdaderamente eficaz para conservar y ganar posiciones han sido las acciones discretas y planificadas que evitan el conflicto inútil sin renunciar a una sola iota de los principios.
Wanderer
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