Se acaba de conocer públicamente la renuncia a su sede, la que no fue voluntaria sino exigida por el Romano Pontífice. Más aún, ni siquiera fue él quien la redactó. Simplemente, le habrían pasado la nota ya redactada para que firmara. Y firmó.
Con este hecho termina en la iglesia la existencia de una diócesis pequeña y provinciana que, desde hace casi cincuenta años, con sus más y sus menos, mantuvo una linea si no tradicional, al menos conservadora. La obra iniciada y consolidada en el largo pontificado de Mons. Juan Rodolfo Laise, fue continuada por Mons. Horacio Lona y, finalmente, por Mons. Martínez. San Luis queda en manos de Mons. Gabriel Barba, a quien no conozco. Se comenta que sabe leer y escribir y que tiene modales de camionero. Es un obispo francisquista, que apesta a cabra y en pocos meses probablemente destruya lo que llevó tantos años construir.
San Luis era una de las pocas diócesis del mundo donde la comunión en la mano estaba prohibida. En los últimos años, con el vendaval de Bergoglio, Mons. Martínez Perea había tenido ciertas actitudes de resistencia que fueron la excusa perfecta para su defenestración. En 2017, luego de la publicación de Amoris laetitia, y en contradicción con la interpretación oficial del episcopado argentino que admitía a quienes vivían en adulterio a la comunión sacramental, Mons. Martínez escribió una carta pastoral en la que, haciendo malabares, interpretaba el documento pontificio a la luz de la Tradición. A fines de 2019, había prohibido por decreto la presencia de mujeres como ayudantes de las ceremonias litúrgicas, lo cual provocó un escándalo nacional replicado por los medios de comunicación. Además, había dado cobijo en su diócesis a algunos institutos religiosos conservadores con clara tendencia al tradicionalismo, que podían formar allí a sus estudiantes y ejercer tranquilos su apostolado.
Todo esto, por supuesto, fue demasiado para sus hermanos obispos que llevaban y traían chismes a Santa Marta. “No estás en comunión con el episcopado argentino”, era la cantinela que le repetía a Mons. Martínez el presidente de la CEA, Mons. Oscar Ojea, el cardenal Poli, primado de la Argentina y su vecino Mons. Marcelo Colombo, el mismo que llevó a los altares a Angelelli. Luego de las presiones, vino la visita apostólica ordenada por el papa Francisco y delegada en el obispo uruguayo Milton Tróccoli, habituado ya a obedecer sin chistar las órdenes pontificias por más injustas y arbitrarias que sean. Una visita de Mons. Pedro Martínez a Roma no le sirvió más que para ser destratado y para convencerlo que todo estaba ya decidido, y perdido. Y así fue. Hoy ya es obispo emérito, a sus 64 años.
Como dijimos en el artículo publicado en diciembre pasado, Bergoglio se había quedado con la sangre en el ojo. Le birlaron San Luis cuando era arzobispo de Buenos Aires y quería ubicar allí a uno de sus curas paniaguados. Y aguardaba la hora de la venganza. Y esa hora llegó. Un hombre de alma pequeña como es él, esperó el tiempo oportuno para asestar el golpe y comerse frío al enemigo.
Las razones, claro, no fueron solamente sus rencores. También fue en menor grado creo yo, el “rompimiento” de la comunión eclesial de Mons. Martínez.
Esto es Francisco. Una de cal y una de arena. Un personaje sinuoso e inasible que busca agradar a todos. Rencoroso, resentido y vengativo. ¡Dios nos libre!
Conocí al entonces p. Pedro Martínez en 1985. Lo encontré sentado tras su escritorio, rodeado de libros y escribiendo. Y pesar de que yo no era más que un muchachito curioso, no ahorró su tiempo y estuvo un buen rato hablándome de sus estudios sobre los Padres, sobre la espiritualidad carmelitana y sobre la historia de la iglesia. Lo vi luego con cierta frecuencia. Durante mis años de estudio en Europa, siempre era solícito en interesarse en mis lecturas, y más de una vez me lo crucé en la Chiesa Nuova, siempre ajetreado con sus libros, sus clases y sus horas de estudio en las bibliotecas romanas. Ese es Mons. Martínez Perea, un intelectual, una persona leída y culta, de buenos modales y distinción, justamente las cualidades que más detesta Francisco.
Debo decir, sin embargo, con afecto y devoción hacia un digno sucesor de los Apóstoles, que Mons. Martínez cayó en la trampa del ultramontanismo, tan de moda en los círculos conservadores durante la larga era del juanpablismo. Estudioso de la controvertida figura de Pío IX, sostuvo y defendió en las universidades romanas la tesis de la infalibilidad del magisterio ordinario, lo cual me parece un completo disparate. A los efectos prácticos, cada palabra, o cada rebuzno, del Romano Pontífice terminaba estando divinamente inspirado. Y, continuando el silogismo, debía uno tragarse completamente el Concilio Vaticano II, y hacerlo sin asco, con gusto y alegría. Y así, Mons. Martínez se convirtió en un fundamentalista de esa hidra cuyos venenos y pústulas están hoy a la vista de todos.
Consecuentemente, nunca fue amante o defensor de la liturgia tradicional, y no por rechazo progresista, sino porque ella contradecía el querer de los padres conciliares y de los pontífices. Y por eso mismo, insistía a tiempo y destiempo a los laicos que tenían actitudes independientes con respecto a sus obispos progresistas, sobre la necesidad de la obediencia al propio pastor y de conservar a toda costa la comunión eclesial.
Todos recordamos el innecesario y publicitado festejo por la beatificación de Wenceslao Pedernera, un laico puntano cercano a la teología de la liberación que terminó mal. En pocas palabras, Mons. Martínez defraudó a muchos. Quiso gitanear con los gitanos y, por supuesto, perdió. Un poquito sí, pero no mucho. Se quedó en el medio, y sus protestas de infalibilidades, obediencias y comuniones lo inhiben ahora de cualquier reacción.
Verdad es, por otro lado, que al renunciarlo le sacan un enorme peso de encima. Desde hace tiempo la diócesis de San Luis estaba en serios problemas financieros y en la actualidad, luego del confinamiento por la pandemia, está literalmente en bancarrota. Será un problema que deberá solucionar su sucesor. Él podrá dedicarse a lo que más le gusta y hace bien: estudiar, en la tranquilidad y silencio de las grandes bibliotecas. Aunque, claro, si lo quisiera, podría también convertirse en una suerte de cardenal Burke o Mons. Schneider, celebrando misa e impartiendo sacramentos a las comunidades de rito tradicional, y siendo una voz de consuelo y claridad en tiempos de tanta confusión. Mucho me temo que esto no sea más que una vana ilusión.
Wanderer
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