Por el padre Francisco José Delgado
Vaya, nadie imaginaba a un prelado encadenado a la lápida que reposa junto al altar de la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, pero no que la respuesta fuera tan poco comprometida como si se les hubiera preguntado por su opinión acerca del uso del cardo borriquero como planta ornamental. Vamos, hubiera bastado con que se recordara el punto 2300 del Catecismo de la Iglesia Católica, que dice que «los cuerpos de los difuntos deben ser tratados con respeto y caridad en la fe y la esperanza de la resurrección». O que se recordara que, como dice el mismo punto a continuación, lo de enterrar a los muertos (y por tanto, no desenterrarlos caprichosamente) es una obra de misericordia.
Pero, les voy a ser sincero, a mí no me sorprende en absoluto, porque estoy firmemente convencido de que la culpa de todo la tiene Franco.
Por supuesto que sí. ¿Quién le mandaba liderar una «cruzada» contra el exterminio sistemático de la Iglesia en España? ¿Cómo se le ocurrió gobernar un país destruido por una guerra provocada y alargada por el mismo partido político que ahora quiere profanar sus restos mortales? ¿En qué cabeza cabe que siguiera con exquisita fidelidad la doctrina de la Iglesia a la hora de dirigir los designios de España, incluso cuando la Iglesia cambió por completo y comenzó a defender cosas que había negado hasta un minuto antes?
Miren lo que sucede en los países donde triunfó el comunismo soviético, como Polonia o Hungría: que, una vez experimentada la bota comunista, han quedado inmunizados contra todo buenismo políticamente correcto (y, por supuesto, contra cualquier tufillo a marxismo, incluso cultural). Y décadas después el pueblo y sus gobernantes se atreven a desafiar con valor las aberrantes políticas de los organismos internacionales, impidiendo que se les dicte la agenda contraria a la vida y a la familia con la que se pretende acabar con la civilización cristiana.
Claro, es normal que al episcopado español no se le ocurra contrariar en nada los deseos de los gobernantes, cuando han tenido durante tantas décadas un gobierno que muchas veces defendía la doctrina de la Iglesia mejor que la misma jerarquía. Es lógico que, habiendo Franco devuelto a la Iglesia el protagonismo en la educación en una nación católica como España, después de que los liberales del s. XIX trataran de erradicar toda enseñanza religiosa, los cristianos no recuerden que la libertad de enseñanza hay que defenderla con uñas y dientes contra gobiernos tiránicos.
Si Franco no hubiera salvado a la Iglesia y sido un cristiano ejemplar, tal vez hoy muchos eclesiásticos no se sonrojarían al recordar los elogios que los más altos jerarcas de la Iglesia le dedicaron al fallecer. Como, por ejemplo, el Cardenal Vicente Enrique y Tarancón, que decía del Generalísimo:
«Quien tanto amó y tanto luchó hasta extinguirse por nuestra Patria presentará hoy en las manos de Dios este esfuerzo que habrá sido su manera de amar, con limitaciones humanas, como la de todos, pero esforzada y generosa siempre… El ha muerto uniendo los nombres de Dios y de España, como acabamos de oír en el último mensaje. Gozoso porque moría en el seno de la Iglesia de la que siempre ha sido hijo fiel… Si todos cumplimos nuestro deber con la entrega que lo cumplió Francisco Franco, nuestro país no debe temer por su futuro».
O lo que aseguraba, en primera persona, el Cardenal Narcís Jubany:
«Nosotros somos testigos de las múltiples manifestaciones de los sentimientos religiosos del ilustre difunto; hemos constatado su gran espíritu patriótico y hemos admirado su total dedicación al servicio de España» (ambos textos citados en M. GARRIDO, Francisco Franco cristiano ejemplar, Madrid 2003, p. 144).
En efecto, la culpa de todo la tiene Franco. Si él no hubiera puesto su vida en juego, como tantos otros, para combatir la barbarie comunista, y no hubiera hecho de España el único país en resistir la expansión soviética, tal vez hoy los cristianos (si es que hubiera quedado entonces alguno en España) sabríamos resistir convenientemente el ultraje que se quiere cometer contra un buen católico.
Y es que, como bien advierte un excelente sacerdote cubano, gran comunicador y buen amigo, nadie escarmienta en comunismo ajeno.
Y, fuera ya del tono de sátira que he utilizado en este artículo, quiero recordar las palabras de los obispos españoles publicadas el 1 de julio de 1937 y firmadas por casi todos los obispos supervivientes de la persecución marxista, incluso por uno que recibiría la palma del martirio poco después:
«Dios sabe que amamos en las entrañas de Cristo y perdonamos de todo corazón a cuantos, sin saber lo que hacían, han inferido daño gravísimo a la Iglesia y a la Patria. Son hijos nuestros. Invocamos ante Dios y a favor de ellos los méritos de nuestros mártires, de los diez Obispos y de los miles de sacerdotes y católicos que murieron perdonándoles, así como el dolor, como de mar profundo, que sufre nuestra España. Rogad para que en nuestra patria se extingan los odios, se acerquen las almas y volvamos a ser todos unos en los vínculos de la caridad. Acordaos de nuestros Obispos asesinados, de tantos millares de sacerdotes, religiosos y seglares selectos que sucumbieron sólo porque las milicias escogida de Cristo; y pedid al Señor que dé fecundidad a su sangre generosa. De ninguno de ellos se sabe que claudicara en la hora del martirio; por millares dieron altísimos ejemplos de heroísmo. Es gloria inmarcesible de nuestra España. Ayudadnos a orar, y sobre nuestra tierra, regada hoy con sangre de hermanos, brillará otra vez el iris de la paz cristiana y se reconstruirán a la par nuestra Iglesia, tan gloriosa, y nuestra Patria, tan fecunda».
Mas Duro que el Pedernal
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