Es necesaria una concienciación social en torno al problema que supone la manipulación ejercida por las sectas y la necesidad de ayuda específica que tienen sus víctimas.
Aunque la violencia es una constante en el comportamiento humano, y es objeto de estudio constante de la psicología social y de las ciencias del comportamiento, quizá podamos afirmar que se ha puesto de moda hablar de ella. Y hablar de ella, tener conciencia de que existe y de su maldad, es el primer paso para poder actuar sobre ella, erradicarla y –lo más importante– prevenirla. Y preocupa un tipo muy concreto: la violencia psicológica, ésa que no deja señales a primera vista, pero que puede ser –y de hecho lo es– tan profunda y dañina. Hay expertos que afirman que la violencia psicológica tiene un impacto en la víctima igual o mayor al que pueda tener una agresión física.
Hoy se habla mucho de la violencia en el ámbito familiar, del mobbing o violencia en el ámbito laboral, y del bullying o violencia en el ámbito escolar. Pero hay un cuarto tipo de violencia psicológica importante: la manipulación que ejercen algunos grupos sobre las personas, y no a través de la violencia física, sino precisamente con estrategias de abuso psicológico. Me refiero a lo que conocemos de forma habitual como “sectas”.
¿Cómo manipula una secta?
Desde los estudios clásicos de la psicología social sabemos que la influencia de unas personas sobre otras puede alcanzar límites insospechados, sin necesidad de que haya violencia física o amenazas. En los últimos años, un grupo de profesores e investigadores de las universidades de Barcelona y Autónoma de Madrid, principalmente, agrupados en el llamado Grupo Invictus Investigación, ha estado haciendo un estudio exhaustivo que explica cómo en ciertos grupos de interacción intensa y continuada puede darse una conducta de abuso psicológico para la captación y retención de sus miembros. Quedémonos con el término: “abuso psicológico”.
Podemos pensar enseguida: es algo que podríamos encontrar en otros contextos humanos. Por eso hablan de “abuso psicológico grupal” (APG). Y lo definen así: “un proceso de aplicación sistemática y continuada de estrategias de presión, control, manipulación y coacción con objeto de dominar a otra/s persona/s para someterla/s al grupo”. Aclaran que la definición “se centra en la propia acción abusiva, sin aludir a sus posibles consecuencias sobre las personas”.
Estos psicólogos han elaborado una lista muy interesante de estrategias de APG, con 6 categorías y 26 subcategorías, divididas en cuatro ejes de la persona en los que puede incidirse: emocional, cognitivo, conductual y del entorno. Esas estrategias son: aislamiento, control y manipulación de la información, control de la vida personal, abuso emocional, adoctrinamiento en un sistema de creencias absoluto y maniqueo, e imposición de una autoridad única y extraordinaria.
Según explican, para que podamos hablar de APG de un grupo que emplee estas técnicas, deben darse tres condiciones: la continuidad en el tiempo (es decir, que no sean momentos puntuales), la naturaleza abusiva de las estrategias y el sometimiento del individuo como objetivo.
¿Qué tiene esto en común con la violencia de pareja?
Varios de los investigadores que están trabajando en esas estrategias de APG publicaron en el año 2005 un interesante estudio sobre el “abuso psicológico” de forma comparada, pensando en tres tipos de aplicación: pareja, trabajo y grupos manipulativos (sectas), para analizarlos y proponer nuevas clasificaciones, una para cada tipo de conducta abusiva. Según los autores, “la comparación entre ellas muestra un importante paralelismo, especialmente entre las utilizadas para el sometimiento de un adepto al grupo y las utilizadas para el sometimiento del cónyuge o pareja”.
Haciendo una revisión de los estudios publicados hasta el momento, los autores constatan cómo “la mayoría de víctimas estudiadas juzgaron la humillación, la ridiculización y los ataques verbales como más desagradables que la violencia física experimentada”, y así, tal como ha constatado la Organización Mundial de la Salud, “el peor aspecto de los malos tratos no es la violencia misma, sino la ‘tortura mental’ y el ‘vivir con miedo y aterrorizados’”.
Según estos investigadores, “la utilización de las estrategias de abuso psicológico es susceptible de producirse, en alguna medida, en cualquier relación de interacción continuada entre dos o más personas. Una variable que facilita el abuso y está a menudo presente, proviene del hecho de que la parte abusadora tenga a priori alguna capacidad de poder y control sobre la otra parte”. Y aquí están dos palabras clave para entender el fenómeno que estamos viendo: poder y control. Que son, en el fondo, los fines de esa conducta.
Llega el momento de comparar lo que sucede en los diversos tipos de violencia psicológica. Y hay tres cosas que coinciden totalmente: las estrategias de aislamiento de la persona, las de control y manipulación de la información, y las de abuso emocional. Después, coincide también la cuestión del control de la vida personal de la víctima, que se da tanto por parte del líder sectario o de la propia secta en su dinámica de funcionamiento, como por parte del que ejerce el papel de maltratador en la relación de pareja.
¿Qué es lo que cambia? Una cosa fundamental: en las sectas se impone un sistema de creencias –que es lo que legitima y refuerza ese comportamiento violento–, mientras que en la relación de pareja el maltratador lo que impone es su propio pensamiento, su forma de ver la vida, su valoración de la víctima, etc. Lo mismo sucede con la autoridad ejercida, que está revestida de cosas místicas, espirituales o desconocidas en el caso del líder sectario, mientras que el maltratador lo que hace es, simple y llanamente, reducir a la servidumbre a la víctima sin más complicación teórica y sin necesidad de endiosarse o justificar que es alguien extraordinario y superior.
En el fondo, ¿qué es lo que se persigue en ambos casos? El sometimiento de la víctima. Con respecto al mobbing o acoso laboral, hay una diferencia importante, porque en los casos de las sectas y de la violencia de pareja, se hace en el ámbito de lo más íntimo de la persona: el núcleo doméstico, tanto de forma real –si hablamos de la familia– como de forma figurada –si hablamos de la secta, que pretende ser la nueva familia del adepto–.
El papel de las autoridades públicas
Hasta hace poco era casi imposible convencer a una autoridad, ya fuera administrativa o judicial, de que una persona pudiera ser víctima de un proceso de persuasión coercitiva que cambiara totalmente su voluntad, violentando su libertad. El gran drama de las familias afectadas por el fenómeno de las sectas es que a nivel institucional nadie entiende ni atiende de forma oportuna sus necesidades y reclamaciones.
“Si su hijo, su cónyuge... es mayor de edad, estará ahí porque quiere, nadie le ha obligado”, se dice. De hecho, si se le pregunta, lo confirmará. Está allí porque quiere. Allá él con lo que hace con su vida privada y con lo que se deja hacer. Y el propio grupo se encargará de “demostrar”, mediante abogados, psicólogos y quien haga falta, que es una asociación buena y positiva.
Esto es como si decimos –hasta hace relativamente poco se decía en algunos ámbitos– que una mujer maltratada por su marido o compañero de vida es alguien a quien hay que dejar tranquila, porque es mayor de edad, está ahí porque quiere, nadie la ha obligado, puede irse cuando le parezca, y allá ella con su vida privada y con lo que se deja hacer. ¿Quiénes somos nosotros para decir nada? ¿Y cómo van las administraciones públicas a intervenir en algo que corresponde al fuero interno de la persona.
A estas alturas, la concienciación sobre este drama, que deja un rastro de víctimas mortales y muchos más efectos terribles en personas y familias, es algo claro. Por eso, es necesaria una concienciación social en torno al problema que supone la manipulación ejercida por las sectas y la necesidad de ayuda específica que tienen sus víctimas.
Sólo desde una concienciación social podremos exigir, como se ha hecho en el ámbito de la violencia de pareja, acciones concretas a las administraciones. Que deberían empezar por la prevención (talleres para adolescentes y formación para la población en general) y por la ayuda a las víctimas (un asunto urgente).
(*) Integrante de Red Iberoamericana de Estudio de las Sectas (RIES).
Aleteia
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