La figura de José Gabriel del Rosario Brochero, como la de tantos santos y santas, es enormemente rica en matices. No sólo porque ellos llevan en sí la complejidad de la existencia humana, sino también porque en ellos se manifiesta –con transparencia- el Misterio de Jesucristo.
Por Leandro Bonnin (*)
En mi reciente visita a la Villa del Tránsito, en la nave de la Iglesia donde él tantas veces celebró y predicó, les hacía a los 60 peregrinos con los que llegamos hasta su tumba como una síntesis rapidita y de memoria de lo que más me impresionaba.
1. En primer lugar –comenzando por lo exterior- les destacaba su celo apostólico y su preocupación por salvar almas para Cristo, por encima de todo. Esa preocupación –que era en él como un “fuego devorador”- lo llevó a emprender innumerables obras y sobre todo lo impulsó a realizar su más grande proeza apostólica: la Casa de Ejercicios, donde -de a centenares- gauchos de toda la región se encontraban con Dios y cambiaban de vida.
Él podía decir como Pablo “llevo en mi carne las llagas de Cristo”, sobre todo en sus asentaderas, lastimadas por las continuas andanzas a lomo del Malacara.
2. En segundo lugar, su vida intensa vida de oración y su amor a Jesucristo y a la Purísima, que le llevaba a no descuidar nunca sus momentos de intimidad con el Señor. Esa vida de intimidad con Jesús se volvió mucho más intensa con la llegada de la lepra, como consecuencia de visitar y compartir el mate con un enfermo que vivía abandonado en la sierra. A partir de entonces, su ministerio sacerdotal se “redujo” (¿o se amplió?) al ofrecimiento como víctima, a la celebración del Santo Sacrificio, al rezo continuo del Santo Rosario.
3. Y lo más impactante para mí, lo que más me ayuda en muchos momentos de mi vida sacerdotal, es el hecho de que Brochero, como Cristo, antes de entrar en la Gloria, tuvo que padecer no sólo en el cuerpo, sino también en el alma. Él, que se había “gastado y desgastado” por servir a sus hermanos, fue abandonado y dejado de lado por casi todos.
Las multitudes que lo acompañaban en sus obras, la gente que iba y venía sin cesar hacia su iglesia, los muchos admiradores que conocieron su figura a través de los diarios de la época… todos –o casi todos- se apartaron de él con temor, al descubrirse la cruel enfermedad, que desfiguró su rostro y fue carcomiendo su cuerpo, pero embelleció, purificó y enalteció su alma. Brochero tuvo muchos “Domingos de Ramos”, pero también, antes de ingresar en la Pascua Eterna, pasó por Getsemaní y su personal Calvario.
Y me animo a decir -sin dudar- que Brochero leproso en su casa, ciego, sin sensibilidad en las manos, celebrando la Misa de memoria, abandonado de todos… fue más sacerdote que nunca.
Maravillosa experiencia de total cristificación, que hizo de su sacerdocio una ofrenda aún más perfecta.
Nos viene muy bien en tiempos donde la búsqueda de los aplausos de los demás, el reconocimiento, la aprobación del mundo y de los fieles, pueden convertirse imperceptiblemente en nuestra meta como sacerdotes… desvirtuando nuestra misión y conduciéndonos, peligrosamente, al terreno de la vanidosa y narcisista autoexaltación.
Brochero construyó muchos caminos y muchos puentes, pero entre todos ellos, él fue sobre todo un camino y un puente… Se dejó usar, se dejó “pisar”, para que los otros alcanzaran la otra orilla. Y desapareció.
Pero no desaparece su memoria, y su intercesión, y su rostro fiero –ñato y orejón- nos hablan todavía hoy de una belleza y de un sentido escondido a los ojos del mundo.
Gracias Brochero!
(*) Leandro Bonnin es Sacerdote de la Arquidiócesis de Paraná, Argentina, actualmente sirviendo a la diócesis de San Roque (Chaco)
Fue profesor de Liturgia y participó de la Junta de Educación Católica. Autor de algunos libros, entre ellos "7 canastas. Catequesis sobre la Santa Misa" y "24 Horas Santas con María".
Puedes ponerte en contacto a través de correo leandrobonnin@yahoo.com.ar o en Facebook facebook.com/leandro.bonnin.9
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