viernes, 2 de septiembre de 2011

RELATIVISMO MORAL


Vivimos en una época en donde el hombre, buscando ser “la medida de todas las cosas”, pretende ser el árbitro y medida incluso de los derechos humanos, esos derechos inalienables que nos corresponden a todos los hombres por el hecho de serlo.

Por Maribel German

El hombre es la medida de todas las cosas....


Hace unos días, estando en una reunión de amigos, salió a la conversación el famoso y trillado tema del aborto. La discusión nos involucró cada vez más a todos. Hubo todo tipo de argumentos y posiciones encontradas: por un lado, el que decía que el aborto es un derecho de la mujer sobre su cuerpo; otros opinaron que la pobreza en nuestro país es tan dramática, que había que practicar el aborto en zonas marginadas (para que no vinieran más niños al mundo a sufrir); unos más argumentaban que el feto no es una persona, sino sólo un conjunto de células; y no faltó el que alegó que desde el momento de la concepción el feto posee toda la información genética propia de un ser humano, y que por tanto tiene derecho a vivir. Posiciones, me parece, con las que nos hemos encontrado todos algún día.

Sin embargo, en un momento de mayor acaloramiento, hubo uno que creyéndose un poco más listo que los demás -y por supuesto más “moderno”-, nos dijo a todos lo siguiente: Pero... ¿por qué discutir?, Ximena tiene su propia verdad sobre el aborto y Pedro la suya; lo más importante en esta vida es ser “tolerante”, porque la verdad es “relativa”. Y con esto pretendió dar fin a la conversación...

Paradójicamente mi amigo tratando de mostrar una actitud abierta, plural y moderna, no hizo sino afirmar un criterio que planteaba como absoluto y no discutible. Al decir que “la verdad es relativa”, nos ofrecía una “verdad” que nadie podía relativizar ni refutar.

Por otro lado, he de decirle a mi amigo que su actitud “moderna” ante la verdad, no lo es tanto, pues no tiene sus raíces en este siglo, sino en el muy lejano siglo V A.C., cuando Protágoras postulaba la siguiente tesis: “El hombre es la medida de todas las cosas...” , y con ello dio inicio al relativismo intelectual en donde no son las cosas -la realidad- la que posee su propia “medida”, su propio ser; sino que es el hombre el que determina dicha medida y verdad. Por tanto, para que el conocimiento del hombre sea verdadero -según Protágoras-, éste no debe someterse a la realidad, al ser y “medida” de cada cosa, sino que es el intelecto del hombre el que determinará la medida para cada ser.

Ante dicha tesis, podemos preguntarnos: ¿Dónde queda para Protágoras -al igual que para el hombre moderno-, el criterio que garantice la objetividad y universalidad de la verdad? Ese criterio que nos lleva a poder entendernos con el lenguaje, ya que somos capaces de denominar con un mismo nombre al mismo ser, de determinar sus características esenciales y de hacer un concepto universal del mismo. Si cada cual tuviera una percepción diversa y determinara arbitrariamente el ser y “medida” de la realidad, ¿acaso seríamos capaces de comunicarnos los hombres?

A la tesis de Protágoras: “el hombre es la medida de todas las cosas...”, responde Platón a manera de crítica: “si el hombre es la medida de todas las cosas, en consecuencia, como a mí me parezca que son las cosas, tales serán para mí, y como a ti te parece que son las cosas, tales son para ti”; de tal modo que, si a Juan le parece que todos los hombres necesitan respirar para vivir, y a Pedro le parece que no es necesario que el hombre respire para que pueda vivir, en efecto, cada uno tendrá una percepción y una “medida” diversa de la realidad, pero también unas consecuencias diferentes.

La pregunta es si la percepción de Pedro o de Juan ¿cambiarán en algo el hecho real de que el ser humano, “todo ser humano”, necesite de respirar para mantenerse vivo?, Y más aun, ¿qué consecuencias concretas se sucederían si Pedro fuera coherente con su percepción y “medida”?

Para Protágoras “el conocimiento es algo del sujeto, algo que se da en su mente, por lo que el hombre puede crearlo y presentarlo como mejor le acomode; es cuestión de habilidad”. Pierde entonces la dimensión objetiva, trascendente y universal de la verdad, al pretender que el hombre sea medida de la misma. No hay entonces criterio alguno de verdad, la medida será arbitraria y, al depender del hombre, de cada sujeto, habrá una pluralidad de verdades tan infinita como la pluralidad de hombres existentes (tal y como pretendía mi amigo con su actitud “moderna”).

Según la filosofía realista, la verdad es “la conformación entre el entendimiento y la cosa (o realidad)”, de tal manera que la verdad está en el intelecto, en el sujeto -y en este sentido se dice que es subjetiva-; pero sólo una idea o concepto tendrá la categoría de verdad, cuando ésta se adecue a la realidad del objeto -y es en este otro sentido que podemos afirmar que la verdad es objetiva-. Es decir, la verdad efectivamente radica en la inteligencia del hombre, pero sólo podemos decir que alguien posee un conocimiento verdadero, por ejemplo sobre el agua, cuando el juicio de la inteligencia acepta que el agua es un compuesto de H2O. Si la inteligencia de Luis nos dice que el agua es un compuesto de H3O, entonces decimos que la proposición que Luis afirma es falsa y no verdadera, porque no se adecua a la “realidad” del agua.

A diferencia de Protágoras -y en general de los relativistas-, observamos que Tomás de Aquino pone hincapié en que la objetividad de la verdad sólo puede fundamentarse en la res o cosa, en la realidad misma. De tal manera que afirma que si la verdad es la adecuación de la inteligencia con la realidad, “resulta entonces que la cosa misma es la medida de nuestro entendimiento (res enim est mensura intellectus nostri)”.

En conclusión decimos que, sí hay un parámetro o criterio objetivo de verdad, y que éste hace referencia a la naturaleza misma de las cosas, a lo que las cosas son, y no a lo que arbitrariamente pretende el hombre individual -cada hombre- que sean.

Protágoras, precursor como hemos visto del relativismo, no hizo sino crear una falacia sobre la cual se fundamenta uno de los tipos de relativismo: el relativismo individualista. La tesis: “el hombre es la medida de todas las cosas...”, no hace sino expresar “aquella forma de relativismo para la cual el elemento condicionante de la verdad del juicio será el sujeto cognoscente individual, es decir, todos y cada uno de los hombres. La estructura de cada sujeto humano determinará la verdad del juicio”.

Esta forma de relativismo llamada individualista, propicia una postura arbitraria del hombre ante la verdad, ante el conocimiento de la realidad que; llevada al extremo, va creando en el hombre no sólo una actitud ante la verdad como algo abstracto, sino ante la verdad concreta sobre el hombre y el cosmos, lo cual puede tener serias implicaciones para la convivencia entre los hombres y de los hombres con el cosmos.

Por ejemplo: si un individuo ha determinado en su juicio “personal” (en su propia medida de la realidad) que el incendio de bosques es una actividad divertida, y lo pone en práctica, está destruyendo un bien objetivo que pertenece a todos los hombres, y que no podemos permitirlo, aunque a la persona en cuestión le parezca divertido y recreativo en “su medida y en su personal juicio”.

De igual manera pasa con los juicios de valor moral: si la moral es la ciencia que estudia la bondad o maldad de los actos humanos, decimos que debe existir una verdad sobre los mismos, y que es el hombre el que debe adecuarse a esa verdad y no pretender adecuar la verdad a su “medida” o conveniencia.

Pero, ¿qué tipo de verdad podemos conocer sobre la actuación libre del hombre, sobre la bondad o maldad de sus actos? La verdad que nos aporta el conocimiento de la naturaleza humana. Sabemos que la bondad hace relación al bien del hombre, por lo que, para determinar objetivamente que algo es bueno, tenemos que demostrar que efectivamente es bueno para el hombre, esto quiere decir que lo perfecciona, desarrolla, plenifica -como un ser inteligente, libre, capaz de amar y trascender-, y que, por consecuencia, lo lleva a la felicidad como a su fin propio. Por el contrario, algo es malo cuando corrompe, destruye y/o limita al hombre y por consecuencia lo hace infeliz. Este criterio nos ayuda a determinar de manera objetiva la moralidad de la acción humana, pues está basado en la naturaleza o ser del hombre y no en una medida o criterio subjetivo.

Como podemos ver, es fundamental el concepto de hombre que tengamos. Hay que aspirar a un conocimiento de la persona humana que sea integral y veraz, ya que, si mi concepto de hombre es falso, limitado o parcial, la moralidad de las acciones será juzgada también con falsedad o parcialidad. Concebir al hombre como pura materia y negar, “porque esa ha sido mi medida sobre el hombre”, la dimensión espiritual, libre y trascendente del hombre, me llevará a dar un juicio de valor positivo sólo a aquellas acciones que desarrollen al hombre materialmente (ya sea en su dimensión corporal, económica o de capacidad de gozo y placer). Por el contrario, si mi concepto de hombre es únicamente de un ser espiritual, daré un juicio de valor positivo sólo a las acciones que lo desarrollen espiritualmente (en su dimensión religiosa, trascendente, intelectual, volitiva...), tratándolo tal vez como un ángel y no como quien es.

Ninguna de estas visiones sobre el hombre se adecua a la realidad del mismo, ya que analizando el ser y el actuar del hombre, observamos que éste realiza actos sensitivos (materiales) como el moverse, comer, respirar..., pero también realiza actos de tipo intelectual (espirituales o inmateriales) como pensar, amar, elegir... Por tanto, el hombre es un ser tanto material como espiritual, es corporal, pero tiene inteligencia y libertad, por lo que necesita, para su pleno desarrollo, de la adquisición de bienes de índole material, pero también de índole espiritual. Y como lo que regula la conducta del hombre es su inteligencia y voluntad (capacidades superiores en el hombre), todos los bienes que el hombre adquiere deben ser ordenados por su inteligencia. Cuando el hombre adquiere un bien de manera desordenada, ese bien se convierte en un mal para él, porque no lo perfecciona sino que, por el contrario, lo corrompe o aniquila. Por ejemplo, si Lucía utiliza una droga como medicamento, esa droga es un bien, porque está ordenada a la mejora y salud de Lucía, pero si Lucía utiliza una droga para experimentar los efectos de placer que trae consigo, esa droga no sólo no le ayuda en su mejora personal, sino que le es dañina y destructiva.

Podemos concluir que: si un hombre decide inventar criterios de moralidad alejados de la naturaleza humana, de su perfeccionamiento, finalidad, y del bien que le corresponde de suyo, esos criterios -aunque “medidos y determinados” por un hombre concreto-, no dejarán de ser erróneos y de lastimar y dañar su naturaleza.

Por otro lado, si rechazamos como fundamento de la moralidad a la naturaleza humana, sucede que la moralidad entera se nos desmorona, ya que la moralidad quedará al acecho de una voluntad egocéntrica que busca fijar sus propios principios de actuación aunque se dañe a sí misma, a sus semejantes o a otros seres de la naturaleza. Lo importante para esa voluntad será únicamente “ser la medida” y no someterse a una medida ya dada.

Pensemos y reflexionemos por unos minutos sobre nuestra realidad más cotidiana... ¿No es verdad que la mayoría de las veces en que negamos la verdad de un criterio moral, es en el fondo porque buscamos justificar una conducta inmoral? No es extraño ver que quien ha mantenido relaciones sexuales con una persona que no es su cónyuge, y no “quiera” dejar o romper con dicha relación por el placer o adicción que le provoca, acabe por buscar argumentos que justifiquen su actuación, al punto muchas veces de llegar a negar que la fidelidad sea un criterio verdadero y bueno para el matrimonio.

Si negamos que la verdad es universal y tiene como fundamento la naturaleza de cada ser, nos podemos preguntar: ¿dónde se fundamentan y encuentran su cimiento los derechos humanos, esos derechos universales y válidos para todos los hombres...?

Vivimos en una época en donde el hombre, buscando ser “la medida de todas las cosas”, pretende ser el árbitro y medida incluso de los derechos humanos, esos derechos inalienables que nos corresponden a todos los hombres por el hecho de serlo (es decir, por naturaleza). Tal es el caso de la negación del primer y fundamental derecho: el derecho a la vida. ¿Por qué hemos cuestionado este derecho? ¿Por qué en tantas legislaciones observamos que el derecho a la vida ha quedado desprotegido, despenalizando el aborto o la eutanasia? ¿Por qué buscamos tantos argumentos falsos que justifiquen quitarle la vida a otro?

Hemos permitido que “el hombre sea la medida de todas las cosas...”, incluso de los demás hombres. Un grupo de personas deciden y pactan en una legislación que los niños que tienen alguna malformación genética “No tienen derecho a vivir”, ¿acaso no es éste el mismo crimen que cometió Hitler al determinar y decidir que los judíos no tenían derecho a vivir? En ambos casos, el (o los) hombres han pretendido ser “LA MEDIDA”, la medida que determine quién tiene derecho y dignidad de persona y quién no.

Las normas éticas no son producto de condicionamientos sociales o culturales, tampoco son el resultado de la llamada “evolución histórica”, y mucho menos de una suma de voluntades o de una única voluntad caprichosa. O las normas éticas se fundamentan en la naturaleza humana, en lo que es el hombre, en la dignidad que tiene por sí mismo, en su finalidad intrínseca -ser feliz y trascender-, o no tienen fundamento alguno. Y si acabamos con las normas éticas y con los derechos humanos, seamos honestos, vamos en camino de acabarnos los unos a los otros.

Ahora bien, las leyes morales, objetivas y universales, sólo pueden ser descubiertas por el hombre analizando con profundidad al hombre mismo. Este es el reto, descubrir la verdad sobre el hombre y adecuarse a esa realidad y medida. Si el hombre busca a toda costa imponer su propia medida, va en camino de destruir lo que le rodea y de destruirse a sí mismo; ésta es la triste consecuencia que nos espera.

Como vemos, el relativismo no es sólo una actitud teórica y abstracta, es una realidad que permea nuestra vida cotidiana. Por eso me pregunto ¿no será acaso esa actitud de vida que hemos asumido, esa falta de compromiso leal con la verdad, lo que ha llevado al hombre al vacío existencial en el que vive, a no encontrar su plenitud y verdadera felicidad?

El hombre no es feliz siguiendo caprichosamente su propio placer e imponiendo su propia y egoísta medida a las cosas; no es feliz con una actitud relativa ante el mundo, los demás y él mismo. La experiencia y la vida diaria nos indican que el hombre sólo es feliz cuando conoce la verdad y actúa en consecuencia, cuando busca y se compromete con el auténtico bien, en definitiva, cuando se dirige al fin al que por naturaleza tiende.

No nos engañemos: el hombre sí es capaz de conocer la verdad y de seguir el bien. La postura relativista no es sino una antigua postura que busca hacer del hombre el centro del universo y pretende adaptar la verdad a la conveniencia del momento. Sin embargo -como hemos visto-, esta postura no tiene fundamento alguno y es en sí misma contradictoria. La propuesta es tener una actitud sencilla y leal para con la verdad, y ser valiente en la elección del bien. Este es el camino que lleva al hombre a encontrarse consigo mismo, a relacionarse con los demás y a respetar la naturaleza, en definitiva sólo esta actitud de lealtad y compromiso con la verdad lleva a la auténtica felicidad, a la felicidad profunda y duradera.

BIBLIOGRAFÍA:
1. Oliveros F. Otero, Educación y Manipulación, Editorial Minos, 1987.
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