25 de Septiembre: San Fermín, obispo y mártir
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El santo Obispo e ilustre mártir de Cristo, Fermín, a quien otros llaman Firmio, fue natural de Pamplona de Navarra, e hijo de un ilustre y muy poderoso senador.
Sus padres, habiendo abandonado la idolatría y y abrazado la Fe de Cristo, se dieron con gran diligencia a la práctica de todas las virtudes cristianas conforme a los consejos de San Honesto, obispo de Tolosa de Francia, de quien habían recibido el Santo Bautismo, y su gran preocupación fue la educación cristiana de su hijo Fermín, que aprendió de sus devotos padres el socorrer con limosnas a los pobres y el ayudar a los necesitados con saludables enseñanzas a los rudos e ignorantes.
Se consagró el joven al servicio de Dios recibiendo el sacerdocio, y por sus méritos y virtudes, llegó a ocupar la Sede Episcopal de Pamplona.
Ardía en su pecho el deseo de la propagación de la Fe y la salvación de las almas, por lo cual, predicando con apostólico celo, pasó a la Galia que entonces se llamaba Lugdunense, recorrió varios pueblos diseminando la verdad del Evangelio, y fijó su residencia por algún tiempo en Augeviros, ciudad principal de aquella región, donde en un año y tres meses redujo innumerables almas de la idolatría a la Fe de Jesucristo y a la práctica de la ley evangélica.
Con no menor fruto ganó para Jesucristo muchas almas en las ciudades de Aubi, Auvergue, Anjou y otras, desterrando de todas partes los errores de los paganos e introduciendo nuevas y muy puras costumbres en las almas de sus habitantes.
Pasó luego a Beauvais, ciudad de la misma provincia, donde fue preso por Valerio, presidente de esa ciudad; el cual lo hizo azotar y después que le juzgó ya casi muerto por tantos azotes, lo hizo volver a la cárcel, donde, si no moría, le acabaría por quitar la vida Sergio, sucesor suyo, más el pueblo, que lo amaba como a su padre y maestro, se amotinó y lo sacó violentamente de la cárcel y lo puso en libertad, por lo que el santo confesor y apóstol de Cristo volvió de nuevo a desplegar las alas de su celo, y convirtió y bautizó a todos los moradores de aquella ciudad, levantando en aquella algunas Iglesias.
De aquí pasó a Amiens, en la misma provincia, donde en cuarenta días convirtió unos tres mil hombres a la fe de Jesucristo.
No pudiendo soportar tantas conversiones Longinos y Sebastián, crueles tiranos que presidían en esa ciudad, atraparon al glorioso obispo y apostólico varón San Fermín, y temiendo que se lo quitase de entre las manos el devoto pueblo como lo habían hecho en Beauvais, lo degollaron en la misma cárcel; con lo que acabó gloriosamente dando la vida por la Fe de Jesucristo.
Así recibió la gloriosa corona del martirio, y su alma pura fue presentada por manos de los ángeles en las del Creador.
Reflexión:
Consideremos en el celo, en las fatigas, y en el glorioso martirio de San Fermín, lo que costó a los varones apostólicos el don de la Fe y conocimiento de Cristo que nosotros tenemos y gozamos. Cada país tiene su apóstol, y casi todos estos hombres apostólicos compraron como los discípulos de Cristo, a costo de su sangre, la conversión de los pueblos que redujeron a la Fe Cristiana. Tengamos pues en gran aprecio y estima nuestra Religión Verdadera, como una joya del cielo, bañada en sangre de Apóstoles y en sangre de Jesucristo, que nos ha hecho este regalo de Dios y prenda de su amor infinito.
Oración:
Oh Dios, que coronaste con aureola de inmortalidad al bienaventurado obispo y mártir Fermín, ilustre por la predicación de la fe, concédenos benigno que así como celebramos su triunfo, alcancemos también su premio. Por Jesucristo, Nuestro Señor. Amén.
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