El P. Jorge Luis Hidalgo, licenciado en Educación Religiosa por la Universidad argentina de FASTA analiza en profundidad lo que es el celibato, sus razones teológicas y conveniencias, realizando un repaso pormenorizado de todo lo que la Iglesia ha dicho al respecto a lo largo de la Historia.
Entrevista al Padre Jorge Luis Hidalgo concedida a Javier Navascués
¿Qué entendemos por celibato en la Iglesia?
El celibato es la renuncia del uso de las potencias generativas por amor a Cristo y a su Iglesia, “por el Reino de los Cielos” (Mt. 19, 12). Es la “perla preciosa”, que “conserva todo su valor también en nuestro tiempo, caracterizado por una profunda transformación de mentalidades y de estructuras”, en palabras del Papa Pablo VI. En palabras de la Concordia discordantium canonum, o más conocido por Decreto de Graciano, consiste in non contrahendo matrimonio et in non utendo contracto (no contrayendo matrimonio y no teniendo contacto). Por eso, según San Juan Crisóstomo, “el sacerdote ha de ser tan puro como si se hallara en los cielos en medio de aquellas angélicas potestades”. Por esta razón, desde tiempos apostólicos, la Iglesia ha unido el sacerdocio al celibato, para que por la elevación de las cosas de este mundo puedan los sacerdotes dedicarse exclusivamente a las cosas de Dios, con un corazón indiviso. Es, como dice el Papa Pío XI, “aquella virtud que tenemos por una de las glorias más puras del sacerdocio católico y que responde mejor a los deseos del Corazón santísimo de Jesús y a sus designios sobre las almas sacerdotales”.
¿Cuál es el origen etimológico de la palabra?
La palabra celibato proviene del latín caelebs, caelibis, que quiere decir soltero, sin esposa. En la definición usual dada por la Real Academia Española se refiere particularmente a “quien ha hecho voto de castidad”.
Al comienzo de la predicación evangélica, si alguno estaba casado, siguiendo el ejemplo de San Pedro, debía dejar el débito conyugal. Este es el sentido de la definición ya citada de Graciano. Más adelante, sólo quien prometía para toda la vida la castidad perfecta recibía las Sagradas Órdenes, incluso a los subdiáconos, como lo interpretan San León Magno y San Gregorio Magno.
Dándole una explicación más espiritual, San Isidoro de Sevilla dice: “En un primer momento se denominó casto a los «castrados»; más tarde pareció oportuno a nuestros antepasados aplicar este nombre a los que habían hecho promesa de mantener perpetua abstinencia sexual. Caeles (celestial) se dice así porque orienta su camino hacia el cielo. Caelebs (célibe), significa el que no está casado, como son los bienaventurados del cielo, ajenos al matrimonio. Y se dice caelebs como si dijéramos caelo beatus (bendito en el cielo).”
Entrevista al Padre Jorge Luis Hidalgo concedida a Javier Navascués
¿Qué entendemos por celibato en la Iglesia?
El celibato es la renuncia del uso de las potencias generativas por amor a Cristo y a su Iglesia, “por el Reino de los Cielos” (Mt. 19, 12). Es la “perla preciosa”, que “conserva todo su valor también en nuestro tiempo, caracterizado por una profunda transformación de mentalidades y de estructuras”, en palabras del Papa Pablo VI. En palabras de la Concordia discordantium canonum, o más conocido por Decreto de Graciano, consiste in non contrahendo matrimonio et in non utendo contracto (no contrayendo matrimonio y no teniendo contacto). Por eso, según San Juan Crisóstomo, “el sacerdote ha de ser tan puro como si se hallara en los cielos en medio de aquellas angélicas potestades”. Por esta razón, desde tiempos apostólicos, la Iglesia ha unido el sacerdocio al celibato, para que por la elevación de las cosas de este mundo puedan los sacerdotes dedicarse exclusivamente a las cosas de Dios, con un corazón indiviso. Es, como dice el Papa Pío XI, “aquella virtud que tenemos por una de las glorias más puras del sacerdocio católico y que responde mejor a los deseos del Corazón santísimo de Jesús y a sus designios sobre las almas sacerdotales”.
¿Cuál es el origen etimológico de la palabra?
La palabra celibato proviene del latín caelebs, caelibis, que quiere decir soltero, sin esposa. En la definición usual dada por la Real Academia Española se refiere particularmente a “quien ha hecho voto de castidad”.
Al comienzo de la predicación evangélica, si alguno estaba casado, siguiendo el ejemplo de San Pedro, debía dejar el débito conyugal. Este es el sentido de la definición ya citada de Graciano. Más adelante, sólo quien prometía para toda la vida la castidad perfecta recibía las Sagradas Órdenes, incluso a los subdiáconos, como lo interpretan San León Magno y San Gregorio Magno.
Dándole una explicación más espiritual, San Isidoro de Sevilla dice: “En un primer momento se denominó casto a los «castrados»; más tarde pareció oportuno a nuestros antepasados aplicar este nombre a los que habían hecho promesa de mantener perpetua abstinencia sexual. Caeles (celestial) se dice así porque orienta su camino hacia el cielo. Caelebs (célibe), significa el que no está casado, como son los bienaventurados del cielo, ajenos al matrimonio. Y se dice caelebs como si dijéramos caelo beatus (bendito en el cielo).”
Es algo que no forma propiamente parte del dogma, pero que la Tradición de la Iglesia ha tenido siempre en alta estima…
Exactamente, hasta tal punto que se lo ha ligado estrechamente al sacerdocio.
Pero que no sea parte del dogma no quiere decir que se pueda cambiar. Por ejemplo, el Cardenal Sticker, en «El Celibato Eclesiástico: Historia y Fundamentos Teológicos» sostiene, luego de un profundo análisis, que “un buen número de ellos [de canonistas] es del parecer que una dispensa de tal magnitud [general] sólo puede ser dada en casos singulares, y no para todos, porque ello equivaldría a la abolición de una obligación contra el estatus eclesial, cosa que ni aún al Papa le sería posible”.
No forma parte de la naturaleza intrínseca del sacerdocio pero es una gracia añadida por la Iglesia para su perfecto desempeño…
Como escribió el Papa Pablo VI, cuando muchos quisieron abolir el celibato, después de la crisis postconciliar: “Es, pues, el misterio de la novedad de Cristo, de todo lo que él es y significa; es la suma de los más altos ideales del evangelio, y del reino; es una especial manifestación de la gracia que brota del misterio pascual del redentor, lo que hace deseable y digna la elección de la virginidad, por parte de los llamados por el Señor Jesús, con la intención no solamente de participar de su oficio sacerdotal, sino también de compartir con Él su mismo estado de vida”. Por la firme voluntad del Pontífice en ese punto se mantuvo la praxis eclesial. De este modo, Pablo VI actuó como lo han hecho todos los Papas que lo han precedido, como demuestra el Cardenal Stickler en el escrito citado: “La Iglesia lo ha querido y lo quiere en el futuro”.
Y una norma de obligado cumplimiento en la Iglesia…
Así es, como toda norma en la Iglesia. Todos los que recibieron la Ordenación Diaconal, en la Iglesia latina, sabían que prometían libremente esta promesa, delante de Nuestro Señor.
La falta contra alguno de los mandamientos no exige que ellos deban ser abolidos. Más aún, ni siquiera si nadie lo cumpliera no querría decir que no fuera lo más conveniente.
Muchas veces nosotros escuchamos en la Iglesia: “Tal sacerdote realizó tal o cual acción”, magnificado por los medios de comunicación. Y entonces se cree falsamente que el problema está en el celibato. La realidad, por el contrario, es que hace más ruido un árbol que cae que todos los demás del bosque que permanecen de pie.
Para la perseverancia importa mucho, ante todo, tener la mente clara desde los primeros años de formación. Sostiene el Papa Pío XII: “Ilústrese a los seminaristas sobre la naturaleza del celibato eclesiástico, de la castidad que deben observar y sobre las obligaciones que ella comporta, e instrúyanse sobre los peligros que puedan salirles al paso”. Deben tener bien presente, como señala el ya citado Cardenal Stickler: “el sacerdocio católico no ha sido establecido por el Fundador de la Iglesia sobre los hombres, que se transforman y cambian, sino sobre el misterio inmutable de la Iglesia y del propio Cristo”. Por eso no se les debe inculcar que el celibato es una mera ley de la Iglesia, y que por ende podría ser revocada. Se necesita, además, como recomienda el Papa Juan Pablo II, que los candidatos sean educados en la sexualidad, pues “la madurez afectiva ha de saber incluir, dentro de las relaciones humanas de serena amistad y profunda fraternidad, un gran amor, vivo y personal, a Jesucristo”. De este modo se vivirá “la castidad con fidelidad y alegría”.
Por otra parte, es fundamental recurrir siempre a los medios que la Iglesia nos ha aconsejado. Como recuerda el Papa Pablo VI: “Nueva fuerza y nuevo gozo aportará al sacerdote de Cristo el profundizar cada día en la meditación y en la oración los motivos de su donación y la convicción de haber escogido la mejor parte. Implorará con humildad y perseverancia la gracia de la fidelidad, que nunca se niega a quien la pide con corazón sincero, recurriendo al mismo tiempo a los medios naturales y sobrenaturales de que dispone. No descuidará, sobre todo, aquellas normas ascéticas que garantiza la experiencia de la Iglesia, que en las circunstancias actuales no son menos necesarias que en otros tiempos”.
¿Desde qué año existe el celibato?
El celibato existe desde el Nuevo Testamento. Aunque hay alusiones veterotestamentarias (los profetas Jeremías y Daniel, por ejemplo), ya cuando despunta la aurora de la salvación vemos que María Santísima es Madre y Virgen, modelo de toda vocación en la Iglesia. De igual modo, se afirma en la Sagrada Escritura de San Juan Bautista y en la Tradición de San José. Es Cristo mismo quien se desposa únicamente con la Iglesia en las bodas de Sangre del Calvario. Y es Él que dice que para seguirle hay que renunciar a todo lo que uno posee, incluso esposa e hijos (cf. Lc. 18, 28-30). Así lo entendieron los mismos Apóstoles, como expresamente lo dice San Pablo (cf. 1 Cor. 7, 7-8).
La alta estima en la Iglesia antigua por la virginidad y el celibato, movidos por el ejemplo de numerosos mártires, que preferían morir antes que profanar su voto de castidad perpetua, dio origen al monaquismo, como cristalización de la vida consagrada, que existía desde el comienzo de la Iglesia. El desierto se convirtió en el destino de numerosas peregrinaciones de cristianos; en el lugar de refugio de los confesores de la fe, como San Atanasio. Sus vidas fueron consideradas ejemplares por los cristianos. No por nada los primeros escritos hagiográficos son las vidas de San Antonio y de San Martín de Tours, escritas por San Atanasio y Sulpicio Severo, respectivamente.
La primera norma escrita sobre la castidad aparece en España. Como dice el Papa Pío XI: “La primera huella del celibato eclesiástico la hallamos en el canon 33 del Concilio de Elvira, celebrado a principios del siglo IV, todavía en plena persecución, lo que prueba su práctica antigua. Y esa ordenación en forma de ley no hace más que añadir fuerza a un postulado que se derivaba ya del Evangelio y de la predicación apostólica”. Que se haya escrito en ese momento es un signo que había algunos que entonces faltaban a su promesa, no es algo que se haya promulgado en esa ocasión. Como dice el Cardenal Sticker: “Se manifiesta claramente, por el contrario, como una reacción contra la inobservancia, muy extendida, de una obligación tradicional y bien conocida a la que en ese momento se añade también una sanción: o bien se acepta el cumplimiento de la obligación asumida, o bien se renuncia al estado clerical”.
Muy cerca de esa época, los Concilios de Cartago (390 y 419), con la asistencia de todo el Episcopado africano, admiten su práctica. Lo mismo dígase del Sínodo Romano del 386 y del Concilio de Telepte del año 418; junto con las disposiciones de los Papas Siricio, San Inocencio I, San León y San Gregorio Magnos, con los otros testimonios patrísticos, tanto de Occidente (San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín, etc.) como de Oriente (San Epifanio de Salamina, San Efrén, etc.).
¿Qué importancia tuvo al respecto el Concilio de Letrán?
Llegando a la Cristiandad y a la Edad Moderna tenemos los Concilios Primero de Letrán (1123) y de Trento (1545 – 1563).
En el canon 3 del Concilio de Letrán se dice: “Prohibimos absolutamente a los presbíteros, diáconos y subdiáconos la compañía de concubinas y esposas, y la cohabitación con otras mujeres fuera de las que permitió el Concilio de Nicea que habitaran por el solo motivo de parentesco, la madre, la hermana, la tía materna o paterna y otras semejantes, sobre las que no puede darse justa sospecha alguna”. El mandato está dado con ocasión de la Reforma de San Gregorio VII, en el contexto de la querella de las investiduras. Los príncipes colocaban a los Prelados favorables a sus intereses, muchos de los cuales no tenían vocación y que, por ende, vivían amancebados. San Gregorio, en su combate por la integridad del clero, murió en el destierro. Pero finalmente su reforma cristalizó en la Iglesia, como se ve en la citada norma.
Como es sabido, con ocasión del protestantismo la Iglesia convocó al Concilio de Trento. Emanó dos clases de decretos: dogmáticos y de reforma. Con los primeros, definió con claridad el dogma católico, con los segundos impuso la vida cristiana en todos los ámbitos. Por eso estableció la obligación de residencia de los obispos, reformó la vida del clero y estableció los seminarios. Como dice el padre Alfredo Sáenz: “Trento realizó así la síntesis de más de un milenio de contemplación”. Para un cristiano, en efecto, todos los temas deben ser solucionados desde Dios. Así lo hizo el Concilio Tridentino. Por eso tenemos su influjo benéfico en toda la vida de la Iglesia durante cuatro siglos, en todas las materias, también para los sacerdotes, en todos sus aspectos.
Parece lógico que el sacerdote (sacerdos) se dedique en exclusiva a lo sagrado…
Efectivamente, el sacerdote es el que se debe dedicar exclusivamente a lo sagrado. Su corazón debe ser íntegro para Dios. En cambio, en las personas casadas, su corazón está dividido, al decir de San Pablo (cf. 1 Cor. 7, 32-34), pues deben ocuparse necesariamente de su familia y de los asuntos terrenales. Por esa razón decía San Pío X, dirigiéndose a los sacerdotes: “Que en vosotros brille con esplendor inalterable la castidad, el mejor ornato, de nuestro orden sacerdotal. Por el brillo de esta virtud el sacerdote se hace semejante a los ángeles, aparece más venerable ante el pueblo cristiano y es más fecundo en frutos de santidad”.
La palabra sacerdote, del latín sacerdos, sacerdotis, viene de sacer, esto es, sagrado. Con el celibato, su estado cuadra a la perfección con su ser y su misión en la tierra, tal como es continuar obrando in persona Christi Capitis (en la persona de Cristo Cabeza). Por eso decía el Papa Pío XI: “El increíble honor y dignidad del sacerdocio cristiano […] demuestra la conveniencia suma del celibato y de la ley que le impone a los ministros del altar”.
Igualmente los religiosos y personas consagradas…
Como ya hemos dicho, el alto ideal cristiano de los primeros siglos hizo surgir el monacato primitivo. Aunque existían personas consagradas a Dios desde un comienzo de la historia de la Iglesia, la vida religiosa cobró un impulso particular desde el fin de las persecuciones. Por ende, para parecerse más a Cristo, profesaron los tres votos de pobreza, castidad y obediencia. Por esa razón se lo llamó el estado de perfección. El abrazar esta vocación no se hace como repudio al matrimonio (actitud que la Iglesia siempre ha condenado), sino, como dice el Papa Pío XII: “para poder más fácilmente entregarnos a las cosas divinas, alcanzar con mayor seguridad la eterna bienaventuranza y, finalmente, dedicarnos con más libertad a la obra de conducir a otros al reino de los cielos”.
¿Por qué otras razones es conveniente el celibato?
El Papa Pablo VI propone en su encíclica sobre el celibato tres motivos para su permanencia: la dimensión cristológica, la eclesiológica y la escatológica.
Jesucristo, único Sacerdote (pues los otros actúan en su nombre, como dice Santo Tomás), en cuyo Corazón ardía el amor a Dios nuestro Señor y al prójimo, quiso para Sí este estilo de vida. Él se ha desposado con la Iglesia con un amor totalizante, que lo ha llevado a la muerte. Por eso sus discípulos, que hacen sus veces en la tierra, deben dejar esposa e hijos, por Él y por el Evangelio; para estar a solas con Él y poder ser enviados a predicar, donde Él lo requiera. Por ello decía el Papa Pío XII: “Cuanto más refulge la castidad sacerdotal, tanto más viene a ser el sacerdote, junto con Cristo, «hostia pura, hostia santa, hostia inmaculada»”.
En segundo lugar, la Iglesia necesita almas orantes, que se dediquen a contemplar y a profundizar la Palabra de Dios, pues nadie da lo que no tiene. El rezo diario de la Santa Misa, la oración propia de la Iglesia tal como es el Oficio Divino, el desgranar los misterios del Santo Rosario, etc., es el motor de su apostolado. De esta fuente puede brotar la entrega total a las almas, que debe ser una inmolación continua. Por eso decía Juan XXIII: “Esta ascesis necesaria de la castidad, lejos de encerrar al sacerdote en un estéril egoísmo, lo hace de corazón más abierto y más dispuesto a todas las necesidades de sus hermanos: «Cuando el corazón es puro —decía muy bien el Cura de Ars— no puede menos de amar, porque ha vuelto a encontrar la fuente del amor que es Dios»”.
En tercer lugar, el celibato es un signo de los bienes celestiales, donde toda la Iglesia anhela llegar. Allí los hombres serán como ángeles en el Cielo, sin casarse. Este estilo de vida, por eso, es un anticipo de la eternidad en el tiempo. Como dice San Gregorio de Nacianzo: La virginidad “induce a Dios a participar de la vida del hombre, da alas al deseo del hombre de ascender a los coros celestiales y es lazo de unión entre la naturaleza humana y Dios, armonizando con su mediación estos extremos tan dispares entre sí por naturaleza”.
Muchos objetan que al no ser parte del dogma se podría cambiar, pero se ve que las consecuencias serían nefastas…
Hoy, como tantas veces, se escuchan estas voces en la Iglesia. Muchos temen que así como la distribución de la Santa Comunión en la mano se impuso faltando a los deseos de Pablo VI y después se extendió por todo el mundo por un indulto de Juan Pablo II (indulto que quiere decir permisión, no voluntad expresa), del mismo modo ocurra ahora, con el Sínodo del Amazonas. Como ya decía el Cardenal Sticker: “No es menos clara la oposición de la Iglesia contra los intentos, constantemente renovados después del Concilio Vaticano II, de ordenar como sacerdotes a viri probati —es decir, hombres casados sin exigirles la renuncia al matrimonio—, o de permitir el matrimonio de los sacerdotes”.
La ausencia de vocaciones y de perseverancia en el estado sacerdotal es signo de la profunda crisis moral y de fe que afecta la Iglesia. Como dice el citado Cardenal: “Donde disminuye la fe, disminuye también la fuerza de la perseverancia, y donde muere la fe, muere también la continencia”. Ya nos advertía San Pío X, en su Encíclica Pascendi, condenando al modernismo, que “hay finalmente quienes, dando de muy buena gana oídos a los maestros protestantes, desean que se suprima en el sacerdocio el mismo sagrado celibato. ¿Qué dejan, pues, intacto en la Iglesia, que no haya de ser reformado por ellos y de acuerdo con sus proclamas?”
Con una falsa extrapolación, algunos dicen querer imitar la ley de la oikonomía de Oriente en Occidente, y así como se permite unas segundas nupcias, aunque sin solemnidad, en el matrimonio, sin haber muerto el verdadero cónyuge, hacer lo mismo con respecto al celibato. La verdad es que el Cardenal Sticker demuestra que el Concilio Trullano II o Quinisexto (691) cita a los mencionados Concilios de Cartago, tergiversándolos, dado que la inmensa mayoría de los Orientales desconocían el latín, como los Occidentales al griego. De este modo, cambian la doctrina apostólica sobre el celibato para los que recibían el sacramento del Orden. Es similar a lo ocurrido con respecto a las ya dichas segundas nupcias del matrimonio.
Muchos santos han luchado para mantener este alto ideal en el clero. Recordemos algunos ejemplos. Los primeros que se opusieron a la predicación de San Juan Crisóstomo fueron los pastores que no quisieron vivir según su estado. Hablando de ello, Paladio dice acerca de sus sermones y escritos: “Esto causó gran indignación en aquellos del clero que no tenían amor de Dios y ardían en pasiones”. San Pedro Damián, en su escrito Liber Gomorrhianus, dirigido al Papa San León IX, fustiga la homosexualidad y la pedofilia del clero, critica falsos cánones indulgentes para los reos y sostiene en este punto que “la iniquidad del alma cristiana supera el pecado de los Sodomitas”. El Cardenal Cisneros se quejaba ante los Reyes que parecía que el Arzobispado de Santiago de Compostela se heredara de padres a hijos, dado que había estado en manos de tres generaciones consecutivas.
El fastidio actual de nuestro tiempo debe llegar a ser una santa indignación por el celo por la gloria de Dios que los motivó, a estos y a otros santos, a luchar con todas sus fuerzas para que, como dice el salmo, sea “la santidad el adorno de tu casa, Señor, por días sin término” (Ps. 92,5).
¿Quiere añadir algo para acabar de redondear el tema?
Quiero terminar citando las palabras de un escritor argentino, Gustavo Martínez Zuviría (1883-1963), más conocido por su sobrenombre de Hugo Wast, para que todos oremos por los sacerdotes, y para que las familias católicas le pidan a Dios que brote este don para Dios, para la Iglesia y para ellos.
«Cuando se piensa que ni la Santísima Virgen puede hacer lo que un sacerdote.
Cuando se piensa que ni los ángeles ni los arcángeles, ni Miguel ni Gabriel ni Rafael, ni príncipe alguno de aquellos que vencieron a Lucifer pueden hacer lo que un sacerdote.
Cuando se piensa que Nuestro Señor Jesucristo en la última Cena realizó un milagro más grande que la creación del Universo con todos sus esplendores y fue el convertir el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre para alimentar al mundo, y que este portento, ante el cual se arrodillan los ángeles y los hombres, puede repetirlo cada día un sacerdote.
Cuando se piensa en el otro milagro que solamente un sacerdote puede realizar: perdonar los pecados y que lo que él ata en el fondo de su humilde confesionario, Dios obligado por su propia palabra, lo ata en el cielo, y lo que él desata, en el mismo instante lo desata Dios.
Cuando se piensa que la humanidad se ha redimido y que el mundo subsiste porque hay hombres y mujeres que se alimentan cada día de ese Cuerpo y de esa Sangre redentora que sólo un sacerdote puede realizar.
Cuando se piensa que el mundo moriría de la peor hambre si llegara a faltarle ese poquito de pan y ese poquito de vino.
Cuando se piensa que eso puede ocurrir, porque están faltando las vocaciones sacerdotales; y que cuando eso ocurra se conmoverán los cielos y estallará la Tierra, como si la mano de Dios hubiera dejado de sostenerla; y las gentes gritarán de hambre y de angustia, y pedirán ese pan, y no habrá quien se los dé; y pedirán la absolución de sus culpas, y no habrá quien las absuelva, y morirán con los ojos abiertos por el mayor de los espantos.
Cuando se piensa que un sacerdote hace más falta que un rey, más que un militar, más que un banquero, más que un médico, más que un maestro, porque él puede reemplazar a todos y ninguno puede reemplazarlo a él.
Cuando se piensa que un sacerdote cuando celebra en el altar tiene una dignidad infinitamente mayor que un rey; y que no es ni un símbolo, ni siquiera un embajador de Cristo, sino que es Cristo mismo que está allí repitiendo el mayor milagro de Dios.
Cuando se piensa todo esto, uno comprende la inmensa necesidad de fomentar las vocaciones sacerdotales.
Uno comprende el afán con que en tiempos antiguos, cada familia ansiaba que de su seno brotase, como una vara de nardo, una vocación sacerdotal.
Uno comprende el inmenso respeto que los pueblos tenían por los sacerdotes, lo que se refleja en las leyes.
Uno comprende que el peor crimen que puede cometer alguien es impedir o desalentar una vocación.
Uno comprende que provocar una apostasía es ser como Judas y vender a Cristo de nuevo.
Uno comprende que si un padre o una madre obstruyen la vocación sacerdotal de un hijo, es como si renunciaran a un título de nobleza incomparable.
Uno comprende que más que una Iglesia, y más que una escuela, y más que un hospital, es un seminario o un noviciado.
Uno comprende que dar para construir o mantener un seminario o un noviciado es multiplicar los nacimientos del Redentor.
Uno comprende que dar para costear los estudios de un joven seminarista o de un novicio, es allanar el camino por donde ha de llegar al altar un hombre que durante media hora, cada día, será mucho más que todas las dignidades de la tierra y que todos los santos del cielo, pues será Cristo mismo, sacrificando su Cuerpo y su Sangre, para alimentar al mundo.»
Muchas gracias, a Ud. y a todos, por su atención.
Exactamente, hasta tal punto que se lo ha ligado estrechamente al sacerdocio.
Pero que no sea parte del dogma no quiere decir que se pueda cambiar. Por ejemplo, el Cardenal Sticker, en «El Celibato Eclesiástico: Historia y Fundamentos Teológicos» sostiene, luego de un profundo análisis, que “un buen número de ellos [de canonistas] es del parecer que una dispensa de tal magnitud [general] sólo puede ser dada en casos singulares, y no para todos, porque ello equivaldría a la abolición de una obligación contra el estatus eclesial, cosa que ni aún al Papa le sería posible”.
No forma parte de la naturaleza intrínseca del sacerdocio pero es una gracia añadida por la Iglesia para su perfecto desempeño…
Como escribió el Papa Pablo VI, cuando muchos quisieron abolir el celibato, después de la crisis postconciliar: “Es, pues, el misterio de la novedad de Cristo, de todo lo que él es y significa; es la suma de los más altos ideales del evangelio, y del reino; es una especial manifestación de la gracia que brota del misterio pascual del redentor, lo que hace deseable y digna la elección de la virginidad, por parte de los llamados por el Señor Jesús, con la intención no solamente de participar de su oficio sacerdotal, sino también de compartir con Él su mismo estado de vida”. Por la firme voluntad del Pontífice en ese punto se mantuvo la praxis eclesial. De este modo, Pablo VI actuó como lo han hecho todos los Papas que lo han precedido, como demuestra el Cardenal Stickler en el escrito citado: “La Iglesia lo ha querido y lo quiere en el futuro”.
Y una norma de obligado cumplimiento en la Iglesia…
Así es, como toda norma en la Iglesia. Todos los que recibieron la Ordenación Diaconal, en la Iglesia latina, sabían que prometían libremente esta promesa, delante de Nuestro Señor.
La falta contra alguno de los mandamientos no exige que ellos deban ser abolidos. Más aún, ni siquiera si nadie lo cumpliera no querría decir que no fuera lo más conveniente.
Muchas veces nosotros escuchamos en la Iglesia: “Tal sacerdote realizó tal o cual acción”, magnificado por los medios de comunicación. Y entonces se cree falsamente que el problema está en el celibato. La realidad, por el contrario, es que hace más ruido un árbol que cae que todos los demás del bosque que permanecen de pie.
Para la perseverancia importa mucho, ante todo, tener la mente clara desde los primeros años de formación. Sostiene el Papa Pío XII: “Ilústrese a los seminaristas sobre la naturaleza del celibato eclesiástico, de la castidad que deben observar y sobre las obligaciones que ella comporta, e instrúyanse sobre los peligros que puedan salirles al paso”. Deben tener bien presente, como señala el ya citado Cardenal Stickler: “el sacerdocio católico no ha sido establecido por el Fundador de la Iglesia sobre los hombres, que se transforman y cambian, sino sobre el misterio inmutable de la Iglesia y del propio Cristo”. Por eso no se les debe inculcar que el celibato es una mera ley de la Iglesia, y que por ende podría ser revocada. Se necesita, además, como recomienda el Papa Juan Pablo II, que los candidatos sean educados en la sexualidad, pues “la madurez afectiva ha de saber incluir, dentro de las relaciones humanas de serena amistad y profunda fraternidad, un gran amor, vivo y personal, a Jesucristo”. De este modo se vivirá “la castidad con fidelidad y alegría”.
Por otra parte, es fundamental recurrir siempre a los medios que la Iglesia nos ha aconsejado. Como recuerda el Papa Pablo VI: “Nueva fuerza y nuevo gozo aportará al sacerdote de Cristo el profundizar cada día en la meditación y en la oración los motivos de su donación y la convicción de haber escogido la mejor parte. Implorará con humildad y perseverancia la gracia de la fidelidad, que nunca se niega a quien la pide con corazón sincero, recurriendo al mismo tiempo a los medios naturales y sobrenaturales de que dispone. No descuidará, sobre todo, aquellas normas ascéticas que garantiza la experiencia de la Iglesia, que en las circunstancias actuales no son menos necesarias que en otros tiempos”.
¿Desde qué año existe el celibato?
El celibato existe desde el Nuevo Testamento. Aunque hay alusiones veterotestamentarias (los profetas Jeremías y Daniel, por ejemplo), ya cuando despunta la aurora de la salvación vemos que María Santísima es Madre y Virgen, modelo de toda vocación en la Iglesia. De igual modo, se afirma en la Sagrada Escritura de San Juan Bautista y en la Tradición de San José. Es Cristo mismo quien se desposa únicamente con la Iglesia en las bodas de Sangre del Calvario. Y es Él que dice que para seguirle hay que renunciar a todo lo que uno posee, incluso esposa e hijos (cf. Lc. 18, 28-30). Así lo entendieron los mismos Apóstoles, como expresamente lo dice San Pablo (cf. 1 Cor. 7, 7-8).
La alta estima en la Iglesia antigua por la virginidad y el celibato, movidos por el ejemplo de numerosos mártires, que preferían morir antes que profanar su voto de castidad perpetua, dio origen al monaquismo, como cristalización de la vida consagrada, que existía desde el comienzo de la Iglesia. El desierto se convirtió en el destino de numerosas peregrinaciones de cristianos; en el lugar de refugio de los confesores de la fe, como San Atanasio. Sus vidas fueron consideradas ejemplares por los cristianos. No por nada los primeros escritos hagiográficos son las vidas de San Antonio y de San Martín de Tours, escritas por San Atanasio y Sulpicio Severo, respectivamente.
La primera norma escrita sobre la castidad aparece en España. Como dice el Papa Pío XI: “La primera huella del celibato eclesiástico la hallamos en el canon 33 del Concilio de Elvira, celebrado a principios del siglo IV, todavía en plena persecución, lo que prueba su práctica antigua. Y esa ordenación en forma de ley no hace más que añadir fuerza a un postulado que se derivaba ya del Evangelio y de la predicación apostólica”. Que se haya escrito en ese momento es un signo que había algunos que entonces faltaban a su promesa, no es algo que se haya promulgado en esa ocasión. Como dice el Cardenal Sticker: “Se manifiesta claramente, por el contrario, como una reacción contra la inobservancia, muy extendida, de una obligación tradicional y bien conocida a la que en ese momento se añade también una sanción: o bien se acepta el cumplimiento de la obligación asumida, o bien se renuncia al estado clerical”.
Muy cerca de esa época, los Concilios de Cartago (390 y 419), con la asistencia de todo el Episcopado africano, admiten su práctica. Lo mismo dígase del Sínodo Romano del 386 y del Concilio de Telepte del año 418; junto con las disposiciones de los Papas Siricio, San Inocencio I, San León y San Gregorio Magnos, con los otros testimonios patrísticos, tanto de Occidente (San Ambrosio, San Jerónimo, San Agustín, etc.) como de Oriente (San Epifanio de Salamina, San Efrén, etc.).
¿Qué importancia tuvo al respecto el Concilio de Letrán?
Llegando a la Cristiandad y a la Edad Moderna tenemos los Concilios Primero de Letrán (1123) y de Trento (1545 – 1563).
En el canon 3 del Concilio de Letrán se dice: “Prohibimos absolutamente a los presbíteros, diáconos y subdiáconos la compañía de concubinas y esposas, y la cohabitación con otras mujeres fuera de las que permitió el Concilio de Nicea que habitaran por el solo motivo de parentesco, la madre, la hermana, la tía materna o paterna y otras semejantes, sobre las que no puede darse justa sospecha alguna”. El mandato está dado con ocasión de la Reforma de San Gregorio VII, en el contexto de la querella de las investiduras. Los príncipes colocaban a los Prelados favorables a sus intereses, muchos de los cuales no tenían vocación y que, por ende, vivían amancebados. San Gregorio, en su combate por la integridad del clero, murió en el destierro. Pero finalmente su reforma cristalizó en la Iglesia, como se ve en la citada norma.
Como es sabido, con ocasión del protestantismo la Iglesia convocó al Concilio de Trento. Emanó dos clases de decretos: dogmáticos y de reforma. Con los primeros, definió con claridad el dogma católico, con los segundos impuso la vida cristiana en todos los ámbitos. Por eso estableció la obligación de residencia de los obispos, reformó la vida del clero y estableció los seminarios. Como dice el padre Alfredo Sáenz: “Trento realizó así la síntesis de más de un milenio de contemplación”. Para un cristiano, en efecto, todos los temas deben ser solucionados desde Dios. Así lo hizo el Concilio Tridentino. Por eso tenemos su influjo benéfico en toda la vida de la Iglesia durante cuatro siglos, en todas las materias, también para los sacerdotes, en todos sus aspectos.
Parece lógico que el sacerdote (sacerdos) se dedique en exclusiva a lo sagrado…
Efectivamente, el sacerdote es el que se debe dedicar exclusivamente a lo sagrado. Su corazón debe ser íntegro para Dios. En cambio, en las personas casadas, su corazón está dividido, al decir de San Pablo (cf. 1 Cor. 7, 32-34), pues deben ocuparse necesariamente de su familia y de los asuntos terrenales. Por esa razón decía San Pío X, dirigiéndose a los sacerdotes: “Que en vosotros brille con esplendor inalterable la castidad, el mejor ornato, de nuestro orden sacerdotal. Por el brillo de esta virtud el sacerdote se hace semejante a los ángeles, aparece más venerable ante el pueblo cristiano y es más fecundo en frutos de santidad”.
La palabra sacerdote, del latín sacerdos, sacerdotis, viene de sacer, esto es, sagrado. Con el celibato, su estado cuadra a la perfección con su ser y su misión en la tierra, tal como es continuar obrando in persona Christi Capitis (en la persona de Cristo Cabeza). Por eso decía el Papa Pío XI: “El increíble honor y dignidad del sacerdocio cristiano […] demuestra la conveniencia suma del celibato y de la ley que le impone a los ministros del altar”.
Igualmente los religiosos y personas consagradas…
Como ya hemos dicho, el alto ideal cristiano de los primeros siglos hizo surgir el monacato primitivo. Aunque existían personas consagradas a Dios desde un comienzo de la historia de la Iglesia, la vida religiosa cobró un impulso particular desde el fin de las persecuciones. Por ende, para parecerse más a Cristo, profesaron los tres votos de pobreza, castidad y obediencia. Por esa razón se lo llamó el estado de perfección. El abrazar esta vocación no se hace como repudio al matrimonio (actitud que la Iglesia siempre ha condenado), sino, como dice el Papa Pío XII: “para poder más fácilmente entregarnos a las cosas divinas, alcanzar con mayor seguridad la eterna bienaventuranza y, finalmente, dedicarnos con más libertad a la obra de conducir a otros al reino de los cielos”.
¿Por qué otras razones es conveniente el celibato?
El Papa Pablo VI propone en su encíclica sobre el celibato tres motivos para su permanencia: la dimensión cristológica, la eclesiológica y la escatológica.
Jesucristo, único Sacerdote (pues los otros actúan en su nombre, como dice Santo Tomás), en cuyo Corazón ardía el amor a Dios nuestro Señor y al prójimo, quiso para Sí este estilo de vida. Él se ha desposado con la Iglesia con un amor totalizante, que lo ha llevado a la muerte. Por eso sus discípulos, que hacen sus veces en la tierra, deben dejar esposa e hijos, por Él y por el Evangelio; para estar a solas con Él y poder ser enviados a predicar, donde Él lo requiera. Por ello decía el Papa Pío XII: “Cuanto más refulge la castidad sacerdotal, tanto más viene a ser el sacerdote, junto con Cristo, «hostia pura, hostia santa, hostia inmaculada»”.
En segundo lugar, la Iglesia necesita almas orantes, que se dediquen a contemplar y a profundizar la Palabra de Dios, pues nadie da lo que no tiene. El rezo diario de la Santa Misa, la oración propia de la Iglesia tal como es el Oficio Divino, el desgranar los misterios del Santo Rosario, etc., es el motor de su apostolado. De esta fuente puede brotar la entrega total a las almas, que debe ser una inmolación continua. Por eso decía Juan XXIII: “Esta ascesis necesaria de la castidad, lejos de encerrar al sacerdote en un estéril egoísmo, lo hace de corazón más abierto y más dispuesto a todas las necesidades de sus hermanos: «Cuando el corazón es puro —decía muy bien el Cura de Ars— no puede menos de amar, porque ha vuelto a encontrar la fuente del amor que es Dios»”.
En tercer lugar, el celibato es un signo de los bienes celestiales, donde toda la Iglesia anhela llegar. Allí los hombres serán como ángeles en el Cielo, sin casarse. Este estilo de vida, por eso, es un anticipo de la eternidad en el tiempo. Como dice San Gregorio de Nacianzo: La virginidad “induce a Dios a participar de la vida del hombre, da alas al deseo del hombre de ascender a los coros celestiales y es lazo de unión entre la naturaleza humana y Dios, armonizando con su mediación estos extremos tan dispares entre sí por naturaleza”.
Muchos objetan que al no ser parte del dogma se podría cambiar, pero se ve que las consecuencias serían nefastas…
Hoy, como tantas veces, se escuchan estas voces en la Iglesia. Muchos temen que así como la distribución de la Santa Comunión en la mano se impuso faltando a los deseos de Pablo VI y después se extendió por todo el mundo por un indulto de Juan Pablo II (indulto que quiere decir permisión, no voluntad expresa), del mismo modo ocurra ahora, con el Sínodo del Amazonas. Como ya decía el Cardenal Sticker: “No es menos clara la oposición de la Iglesia contra los intentos, constantemente renovados después del Concilio Vaticano II, de ordenar como sacerdotes a viri probati —es decir, hombres casados sin exigirles la renuncia al matrimonio—, o de permitir el matrimonio de los sacerdotes”.
La ausencia de vocaciones y de perseverancia en el estado sacerdotal es signo de la profunda crisis moral y de fe que afecta la Iglesia. Como dice el citado Cardenal: “Donde disminuye la fe, disminuye también la fuerza de la perseverancia, y donde muere la fe, muere también la continencia”. Ya nos advertía San Pío X, en su Encíclica Pascendi, condenando al modernismo, que “hay finalmente quienes, dando de muy buena gana oídos a los maestros protestantes, desean que se suprima en el sacerdocio el mismo sagrado celibato. ¿Qué dejan, pues, intacto en la Iglesia, que no haya de ser reformado por ellos y de acuerdo con sus proclamas?”
Con una falsa extrapolación, algunos dicen querer imitar la ley de la oikonomía de Oriente en Occidente, y así como se permite unas segundas nupcias, aunque sin solemnidad, en el matrimonio, sin haber muerto el verdadero cónyuge, hacer lo mismo con respecto al celibato. La verdad es que el Cardenal Sticker demuestra que el Concilio Trullano II o Quinisexto (691) cita a los mencionados Concilios de Cartago, tergiversándolos, dado que la inmensa mayoría de los Orientales desconocían el latín, como los Occidentales al griego. De este modo, cambian la doctrina apostólica sobre el celibato para los que recibían el sacramento del Orden. Es similar a lo ocurrido con respecto a las ya dichas segundas nupcias del matrimonio.
Muchos santos han luchado para mantener este alto ideal en el clero. Recordemos algunos ejemplos. Los primeros que se opusieron a la predicación de San Juan Crisóstomo fueron los pastores que no quisieron vivir según su estado. Hablando de ello, Paladio dice acerca de sus sermones y escritos: “Esto causó gran indignación en aquellos del clero que no tenían amor de Dios y ardían en pasiones”. San Pedro Damián, en su escrito Liber Gomorrhianus, dirigido al Papa San León IX, fustiga la homosexualidad y la pedofilia del clero, critica falsos cánones indulgentes para los reos y sostiene en este punto que “la iniquidad del alma cristiana supera el pecado de los Sodomitas”. El Cardenal Cisneros se quejaba ante los Reyes que parecía que el Arzobispado de Santiago de Compostela se heredara de padres a hijos, dado que había estado en manos de tres generaciones consecutivas.
El fastidio actual de nuestro tiempo debe llegar a ser una santa indignación por el celo por la gloria de Dios que los motivó, a estos y a otros santos, a luchar con todas sus fuerzas para que, como dice el salmo, sea “la santidad el adorno de tu casa, Señor, por días sin término” (Ps. 92,5).
¿Quiere añadir algo para acabar de redondear el tema?
Quiero terminar citando las palabras de un escritor argentino, Gustavo Martínez Zuviría (1883-1963), más conocido por su sobrenombre de Hugo Wast, para que todos oremos por los sacerdotes, y para que las familias católicas le pidan a Dios que brote este don para Dios, para la Iglesia y para ellos.
«Cuando se piensa que ni la Santísima Virgen puede hacer lo que un sacerdote.
Cuando se piensa que ni los ángeles ni los arcángeles, ni Miguel ni Gabriel ni Rafael, ni príncipe alguno de aquellos que vencieron a Lucifer pueden hacer lo que un sacerdote.
Cuando se piensa que Nuestro Señor Jesucristo en la última Cena realizó un milagro más grande que la creación del Universo con todos sus esplendores y fue el convertir el pan y el vino en su Cuerpo y su Sangre para alimentar al mundo, y que este portento, ante el cual se arrodillan los ángeles y los hombres, puede repetirlo cada día un sacerdote.
Cuando se piensa en el otro milagro que solamente un sacerdote puede realizar: perdonar los pecados y que lo que él ata en el fondo de su humilde confesionario, Dios obligado por su propia palabra, lo ata en el cielo, y lo que él desata, en el mismo instante lo desata Dios.
Cuando se piensa que la humanidad se ha redimido y que el mundo subsiste porque hay hombres y mujeres que se alimentan cada día de ese Cuerpo y de esa Sangre redentora que sólo un sacerdote puede realizar.
Cuando se piensa que el mundo moriría de la peor hambre si llegara a faltarle ese poquito de pan y ese poquito de vino.
Cuando se piensa que eso puede ocurrir, porque están faltando las vocaciones sacerdotales; y que cuando eso ocurra se conmoverán los cielos y estallará la Tierra, como si la mano de Dios hubiera dejado de sostenerla; y las gentes gritarán de hambre y de angustia, y pedirán ese pan, y no habrá quien se los dé; y pedirán la absolución de sus culpas, y no habrá quien las absuelva, y morirán con los ojos abiertos por el mayor de los espantos.
Cuando se piensa que un sacerdote hace más falta que un rey, más que un militar, más que un banquero, más que un médico, más que un maestro, porque él puede reemplazar a todos y ninguno puede reemplazarlo a él.
Cuando se piensa que un sacerdote cuando celebra en el altar tiene una dignidad infinitamente mayor que un rey; y que no es ni un símbolo, ni siquiera un embajador de Cristo, sino que es Cristo mismo que está allí repitiendo el mayor milagro de Dios.
Cuando se piensa todo esto, uno comprende la inmensa necesidad de fomentar las vocaciones sacerdotales.
Uno comprende el afán con que en tiempos antiguos, cada familia ansiaba que de su seno brotase, como una vara de nardo, una vocación sacerdotal.
Uno comprende el inmenso respeto que los pueblos tenían por los sacerdotes, lo que se refleja en las leyes.
Uno comprende que el peor crimen que puede cometer alguien es impedir o desalentar una vocación.
Uno comprende que provocar una apostasía es ser como Judas y vender a Cristo de nuevo.
Uno comprende que si un padre o una madre obstruyen la vocación sacerdotal de un hijo, es como si renunciaran a un título de nobleza incomparable.
Uno comprende que más que una Iglesia, y más que una escuela, y más que un hospital, es un seminario o un noviciado.
Uno comprende que dar para construir o mantener un seminario o un noviciado es multiplicar los nacimientos del Redentor.
Uno comprende que dar para costear los estudios de un joven seminarista o de un novicio, es allanar el camino por donde ha de llegar al altar un hombre que durante media hora, cada día, será mucho más que todas las dignidades de la tierra y que todos los santos del cielo, pues será Cristo mismo, sacrificando su Cuerpo y su Sangre, para alimentar al mundo.»
Muchas gracias, a Ud. y a todos, por su atención.
Javier Navascués Pérez
Caballero del Pilar
Caballero del Pilar
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