En los últimos días, el foco de la atención en Italia ha estado en la crisis política. Pero hay otra crisis, más grave y de mayores proporciones, que constituye el trasfondo profundo de la crisis política: la crisis religiosa y moral de Occidente.
Por Roberto de Mattei
La crisis política es visible; se introduce en nuestras casas a través de los medios de difusión y la pueden captar hasta los ojos y oídos no atentos. En cambio, la crisis religiosa y moral sólo la puede percibir quien tenga desarrollada la sensibilidad espiritual. Quien vive inmerso en el materialismo de la vida contemporánea posee una refinada capacidad de notar los placeres de los sentidos, pero espiritualmente está sumido en tinieblas, si es que no está ciego del todo. La crisis religiosa y moral sobreviene cuando el hombre pierde de vista su fin último y los criterios que deben ser la brújula de sus acciones. Entonces la sociedad se hunde en el agnosticismo, se disuelve y muere.
En Italia, por ejemplo, la crisis de gobierno nos hace olvidar una importante cita. Para el 24 de septiembre está programada una audiencia en el Tribunal Constitucional para evaluar la legitimidad del artículo 580 del Código Penal, que castiga los delitos de instigación y ayuda al suicidio. El supremo órgano judicial del Estado ha invitado al Parlamento a promulgar una nueva ley antes de esa fecha; en caso contrario, corresponderá al propio Tribunal definir la vía a seguir. Pero el Tribunal ya ha afirmado que en algunos casos se puede admitir el suicidio (que, por tanto, en los aspectos médico y administrativo sería asistido), en vista de que «la prohibición absoluta de asistencia al suicidio termina por limitar la libertad de autodeterminación del enfermo para elegir terapias, incluidas las destinadas a librarlo del sufrimiento» (Decreto 207 del 16 de noviembre de 2018). La autodeterminación individual es norma suprema en una sociedad que hace caso omiso de la ley moral escrita en el corazón de todo hombre, a la que tienen que conformarse tanto los hombres como la sociedad para evitar su autodestrucción.
La crisis política que atravesamos parece excluir la posibilidad de que el Parlamento se ocupe antes de septiembre del tema del suicidio, por lo cual es probable que el Tribunal Constitucional inflija una vez más una grave herida al derecho a vivir que abra camino a la total liberalización de la eutanasia. Después del testamento vital, se dará otro paso adelante por la vía de la cultura de la muerte que caracteriza a la sociedad contemporánea.
El suicidio asistido consiste en la asistencia médica, psicológica y burocrática prestada a una persona que ha decidido quitarse la vida. Supone un delito moral equiparable a la eutanasia. La ley natural y divina prohíbe el suicidio porque el hombre no es dueño de su vida, como tampoco lo es de la de los demás. El suicidio es un acto supremo de rebelión contra Dios, porque, como enseña la filosofía tradicional, no hay acto de dominio mayor que intentar destruir algo ajeno. (Victor Cathrein S. J., Philosophia moralis, Roma, Herder 1959, p. 344). En el suicidio parece cumplirse el destino del hombre moderno, incapaz de elevarse por encima del horizonte mundano de la propia existencia y prisionero de su propia inmanencia. El hombre se autodestruye cuando rechaza el peso del ser que cada uno es llamado a sustentar existiendo.
No sólo los hombres pueden suicidarse; también pueden hacerlo las naciones, las civilizaciones e incluso la Iglesia, considerada en la humanidad de las personas que la integran. Desde hace más de quinientos años, la Iglesia vive un proceso de suicidio que Paulo VI calificó de autodemolición (Discurso a los miembros del Pontificio Seminario Lombardo, Roma, 7 de diciembre de 1968). Actualmente podría calificarse a dicha demolición de auténtico suicidio asistido de la Iglesia. Asistido porque ha sido inducido y facilitado por los poderes fácticos que siempre han combatido a la Iglesia.
El documento preparatorio del Sínodo de los obispos sobre la Amazonia, que sustituye el culto de la Santísima Trinidad por el de la naturaleza, la abolición del celibato eclesiástico y la negación del carácter sacramental y jerárquico del Cuerpo Místico de Cristo, es el último ejemplo del suicidio asistido provocado por las altas esferas de la Iglesia y fomentado por sus enemigos. Según afirma el cardenal Walter Brandmüller, el instrumentum laboris sobre la Amazonia, «responsabiliza al Sínodo de los Obispos, y en definitiva al Papa, de una grave violación del Depósito de la Fe, lo cual supone en consecuencia la autodestrucción de la Iglesia». Los católicos minimalistas proponen como alternativa al suicidio asistido la sedación profunda, mediante la cual la muerte del enfermo llega por vía indirecta pero igualmente inexorable. No nos alineamos con ellos. Por nuestra cuenta, no estamos en situación de poder salvar al enfermo, ya que sólo hay un Médico que puede hacerlo en un momento cualquiera: Aquél que fundó la Iglesia, la dirige y ha prometido que Ella no morirá. Tal Médico de los cuerpos y las almas es Jesucristo (Mateo 8,5-11). La Iglesia y la sociedad le pertenecen, y es imposible renacer si no se vuelve a su Ley.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)
Adelante la Fe
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