Los búhos y lechuzas solo ven de noche. Supongamos que un águila se encuentra con ellos y comienza a hablarles de la belleza del sol, de la armonía de las nubes, del melodioso trajinar de los vientos.
Por Oswaldo Pulgar Pérez
No serían capaces de entender. Nunca han transitado esos caminos. Pero nunca se atreverían a negar su existencia. Que no los hayan visto, no quiere decir que no existan.
Algo semejante pasa con las realidades humanas. Estamos acostumbrados a tener evidencia de muchas cosas: lo que vemos, lo que olemos, lo que tocamos. Pero hay una serie de realidades que se nos escapan porque no son materiales: el cariño, la amabilidad, el sacrificio, la lealtad, la libertad, el alma, el amor, etc.
Cuando abrazamos a una persona no podemos afirmar que nuestros músculos sean cariñosos; los músculos pueden ser dóciles, fuertes, débiles, pero es toda la persona la que quiere. Y el cariño desborda lo anatómico, no se agota en un abrazo, o en un beso. Cuando dedicamos parte de nuestro tiempo a otros, cuando pasamos la noche junto al hijo enfermo, les estamos demostrando con hechos que los queremos.
Vivimos en una civilización materializada. Estamos atados a lo gustoso, a lo que halaga, a lo que divierte. Y rechazamos como malo el sacrificio, el esfuerzo, la generosidad, y todo aquello que suponga un vencimiento personal.
El excesivo apego al dinero nos vuelve egoístas. El dinero no es malo. Pero si lo idolatramos, nos esclaviza. La necesidad de trascender es un anhelo humano. El hombre no se satisface con cualquier cosa, porque es un ser espiritual. También es material porque tiene cuerpo, aunque esto no es lo más importante.
¿Hay por eso que despreciar el cuerpo? No. Lo que hemos de hacer es domesticarlo para que no se desboque, ponerlo a saborear los mejores bienes, aquellos que plenifican a la persona y la hacen feliz. Algunas funciones humanas llevan consigo placeres intensos: el comer, el beber, el reproducirse. Son como “anzuelos orgánicos” que necesita la especie para subsistir. Pero son medios, no fines.
Dice Paúl Johnson que el hombre es un ser muy inteligente, pero también muy soberbio. Nos creemos con el derecho a disponer de nuestro cuerpo como nos dé la gana, pero eso no siempre es manifestación de una verdadera libertad. La naturaleza tiene sus leyes. Las podemos violentar, pero entonces deberemos correr con las consecuencias de su violación.
Dios perdona siempre, los hombres algunas veces, y la naturaleza nunca. Entonces, tarde descubrimos que la esclavitud de los deseos nos ha destrozado la vida. Pensemos en tantas acciones nobles que se pueden malograr porque, siendo medios, las convertimos en fines.
La libertad no consiste en hacer lo que nos dé la gana sino en hacer, porque nos da la gana, aquello que nos perfecciona. Otra libertad no tiene sentido. Las libertades que pudiéramos llamar externas, -de expresión, de elegir cónyuge, de educar a los hijos, etc.- son un reflejo de esa otra libertad que es interior.
El autodominio es factor clave de la libertad. Cuando el hombre se deja llevar por sus deseos, se convierte en títere de sus desordenadas inclinaciones. No podemos ser como los buhos que se niegan a aceptar la luz del día porque no la han visto nunca.
Aceptar que cuando la mitad de la tierra está oscura, la otra está iluminada, es estar en la realidad. Es admitir unas leyes, que se cumplen inexorablemente. Negarlo es una insensatez.
Una de las muestras del nivel de cultura de un pueblo es su capacidad de dirigirse voluntariamente a lo bueno, aunque nos parezca malo, y escapar inmediatamente de lo malo, aunque nos parezca bueno. No podemos permitir que el hedonismo nos nuble la vista hasta el punto de ignorar el espíritu, que es lo más valioso que hemos recibido.
jueves, 20 de enero de 2011
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