La defensa de la eutanasia consiste en una apología sentimental que persigue deshacer mediante un caso dramático la auténtica libertad de juicio, la capacidad de razonar en términos de bien común, orientando la adhesión del público a la muerte como solución.
Por Josep Miró Ardèvol
La sentencia del 26 de junio de 1997 del Tribunal Supremo de Estados Unidos, de mayoría demócrata, resumió perfectamente los motivos de la oposición a la eutanasia: posibilidad de coacción económica o psicológica respecto de las personas con menos recursos, de los enfermos terminales o de las personas discapacitadas; el cambio de rol del médico, que se convierte, de sanador en provocador de su muerte. Como afirmó Johannes Rau, socialista y expresidente de Alemania, «cuando el seguir viviendo sólo es una de dos opciones legales, todo aquel que imponga a otros la carga de su supervivencia estará obligado a rendir cuentas, a justificarse». No puede extrañar, por tanto, que la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa aprobara el 25 de junio de 1999, a instancias del diputado laborista McNamara, una recomendación a los estados miembros apoyando la prohibición de poner fin a la vida de los enfermos terminales o las personas moribundas. La legislación española, como la casi totalidad de los países europeos, establece penas de seis a 10 años de cárcel a quien ayude al suicidio en caso de muerte, y a la práctica de la eutanasia en un grado menor. Todo esto explica por qué, a pesar de las campañas iniciadas en 1938 en Estados Unidos y el Reino Unido, solo esté legalizada en Bélgica y Holanda, y despenalizado el suicidio asistido -pero no la eutanasia- en el pequeño estado de Oregón (EEUU) y en Suiza. En Australia, fue legal por un corto tiempo en los Territorios del Norte, pero la alarma creada aconsejó la vuelta atrás.
La defensa de la eutanasia consiste en una apología sentimental que persigue deshacer mediante un caso dramático la auténtica libertad de juicio, la capacidad de razonar en términos de bien común, orientando la adhesión del público a la muerte como solución. Pero la inmensa mayoría de los enfermos terminales no quieren morir. Lo que necesitan son cuidados de medicina paliativa y un buen acompañamiento personal, porque hace sufrir más la soledad que la enfermedad. Quedó bien claro con las reacciones de las asociaciones de tetrapléjicos ante la película Mar adentro. Lo que reivindicaron no fueron ayudas para morir, sino para vivir en mejores condiciones. En Suiza, según Reuter, la asociación Dignitas ha facilitado el suicidio a algo más de 600 personas de toda Europa desde su fundación en 1998. No es un éxito de demanda.
Y es que la muerte es todo lo contrario de una solución. Lo único que hace es ocultar los problemas reales. La legalización de la eutanasia significaría una presión brutal para los enfermos. La eutanasia llama a la eutanasia. Introduce una perspectiva perversa en el sentido del progreso humano. En Holanda, los cuidados paliativos están mucho más atrasados que en Catalunya, a pesar de que su gasto sanitario es muy superior. Su experiencia muestra de modo evidente que es imposible poner límites legales a los abusos, nacidos de la compasión de los médicos, de la fatiga de la familia, del desgaste de los mecanismos de control. Esta experiencia dice que la eutanasia no completa la medicina, sino que la destruye.
La alternativa es clara: atenciones paliativas, medios para los grandes dependientes, y una sociedad capaz de proporcionar compañía, calor humano.
martes, 11 de enero de 2011
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