sábado, 5 de mayo de 2001

ALOCUCIÓN AL CONSISTORIO DEL 24 DE MAYO DE 1976



Venerables Hermanos:

Desde el día en que, hace ya más de tres años, con la fijación del número de Cardenales Electores, llenamos los vacíos creados en vuestro Sagrado Colegio, este último sufre la triste pérdida de nuestros Hermanos a quienes todos recordamos con afectuoso dolor, y por otro lado, algunos de sus miembros han alcanzado la edad establecida en la que ya no pueden participar en la elección del Romano Pontífice. Por eso os hemos convocado hoy para crear nuevos Cardenales y, al mismo tiempo, para promulgar los nombramientos episcopales, para pediros que pronunciéis vuestro voto final sobre las causas de canonización de tres Beatos y, por último, recibir las postulaciones de los palios.

Estos son aspectos tradicionales y notorios de todo Consistorio, pero no por ello menos significativos, en su significado eclesial y en sus ecos históricos, para llenar cada vez de singular interés la celebración de este acontecimiento de la Iglesia Romana. Sí, el Consistorio es un momento especialmente importante y solemne. Vemos que sois conscientes de ello por vuestra participación y vuestra presencia: y por esto sobre todo, os damos las gracias.

I. Para detenerse en la circunstancia que hoy más llama la atención de la comunidad católica. En efecto, del conjunto de la opinión pública —la creación de nuevos Cardenales— queremos subrayar que, por ella, hemos querido no demorar más en prever las exigencias del Sagrado Colegio, más aún desde la publicación de la Constitución Apostólica Romano Pontifici Eligendo, en la que subrayamos las tareas particulares y supremas de sus miembros, convocados a la elección del Papa. Y para colmar las lagunas, como decíamos, hemos seguido el criterio que más nos apetece: la representatividad y el carácter internacional del Sacro Colegio. El Colegio quiere y debe presentar al mundo la imagen fiel de la Santa Iglesia Católica reunida desde los cuatro vientos en el único redil de Cristo (cf. Jn 10, 16), abierta a todos los pueblos y a todas las culturas, para asimilar sus valores genuinos y ponerlos al servicio de la buena causa del Evangelio, que es la gloria de Dios y la elevación del hombre. Así, además del debido reconocimiento de fidelísimos servidores de la Sede Apostólica en las Representaciones Pontificias y en la Curia Romana, hemos pensado ante todo y sobre todo en las Sedes residenciales, dirigiendo nuestra mirada particularmente a las comunidades jóvenes con un futuro brillante y prometedor, junto y al mismo nivel que aquellas con un pasado ilustre y una historia secular, rica en obras buenas y en santidad. Es como una mirada de conjunto que abarca todo el horizonte del mundo, donde la Iglesia vive, ama, espera, sufre y se acurruca; ninguno, desde los puntos extremos del horizonte o incluso desde las tierras más lejanas, está ausente. Si la representatividad de las Iglesias orientales parece hoy reducida, esto no significa una disminución de nuestra estima y consideración por aquellas regiones, que han sido la cuna de la Iglesia que aún conserva con celoso cuidado sus preciosísimos tesoros de piedad, de liturgia y de doctrina, y que encuentran en sus Pastores, los Patriarcas que más nos son queridos, junto a sus colaboradores en el respectivo santo sínodo patriarcal, aliento, luz y poder de cohesión. En efecto, nos complace aprovechar esta ocasión para testimoniarles nuestra más que afectuosa benevolencia, asegurándoles nuestro recuerdo, nuestra veneración y nuestras oraciones.

II. El Consistorio, como decíamos, es un momento particularmente serio y solemne para la vida de la Iglesia, que se desarrolla en el tiempo. Y no podemos dejar pasar esta ocasión, que nos pone en contacto con vosotros, sin tratar en vuestra presencia aspectos y cuestiones que nos son muy cercanas y que consideramos de gran importancia, ni sin compartir con vosotros los sentimientos de nuestro más íntimo ser. Son sentimientos de gratitud y alegría, por un lado, pero también de ansiedad y tristeza por el otro.

1) El primer sentimiento brota de ese optimismo innato —basado en las indefectibles promesas de Cristo (cf. Mt 28,20; Jn 16,33) y en la constatación de fenómenos siempre nuevos y consoladores— que habitualmente llena nuestro corazón; es la vitalidad y la juventud de la Iglesia, de la que tantos signos tenemos. Prueba de ello la hemos tenido en el reciente Año Santo, que aún irradia su influencia en nuestro espíritu. La esencia de la vida cristiana está en la vida espiritual, en esa vida sobrenatural que es don de Dios, y que tenemos el mayor consuelo de verla desarrollarse en tantos países, en el testimonio de fe, en la liturgia, en la oración redescubierta y disfrutada una vez más, en la alegría conservada en la claridad de una mirada espiritual y en la pureza del corazón.

Vemos también desarrollarse cada vez más el amor a los hermanos, que es inseparable del amor a Dios, que inspira el compromiso creciente de tantos de nuestros hijos e hijas, y su profunda solidaridad con los pobres, con los marginados de la sociedad, con los indefensos.

Vemos las líneas trazadas por el reciente Concilio dirigiendo y sosteniendo el esfuerzo continuo de adhesión al Evangelio de Cristo, en un esfuerzo por la autenticidad cristiana, en el ejercicio de las virtudes teologales.

Vemos con profunda admiración el florecimiento de las empresas misioneras y, sobre todo, tenemos signos indudables de que, tras un breve parón, también el sector más delicado y grave como es el de las vocaciones sacerdotales y religiosas, está teniendo un indudable resurgimiento en varios países.

Vemos en todos los continentes a muchos jóvenes que responden con generosidad y concreción a las instrucciones del Evangelio, y muestran un esfuerzo de absoluta coherencia entre las alturas del ideal cristiano y el deber de llevarlo a la práctica.

Sí, venerables hermanos, el Espíritu Santo está verdaderamente obrando en todos los ámbitos, incluso en los que parecían más desolados.

2) Pero también hay motivos de tristeza que ciertamente no queremos ocultar ni minimizar. Brotan del protagonismo de una polaridad a menudo irreductible en algunos de sus excesos y que manifiesta en varios ámbitos una inmadurez superficial, o una testaruda obstinación, en esencia, una amarga sordera a los llamados a ese sano equilibrio que reconcilia las tensiones, provenientes de la grandes lecciones del Concilio, ahora hace más de diez años.

a) Por un lado están los que, bajo el pretexto de una mayor fidelidad a la Iglesia y al Magisterio, rechazan sistemáticamente la enseñanza del mismo Concilio, su aplicación y las reformas que de él se derivan, su aplicación gradual por la Sede Apostólica y las Conferencias Episcopales, bajo nuestra autoridad, querida por Cristo. Se desacredita la autoridad de la Iglesia en nombre de una Tradición, a la que se profesa respeto sólo material y verbalmente. Los fieles son desviados de los lazos de obediencia a la Sede de Pedro y a sus legítimos obispos; la autoridad de hoy es rechazada en nombre de la de ayer. Y el hecho es tanto más grave cuanto que la oposición de la que hablamos no sólo es alentada por algunos sacerdotes, sino que está dirigida por un prelado, el arzobispo Marcel Lefebvre, que, sin embargo, sigue teniendo nuestro respeto.

Es tan doloroso tomar nota de esto; pero ¿cómo no ver en tal actitud —cualesquiera que sean las intenciones de estas personas— el colocarse fuera de la obediencia y de la comunión con el Sucesor de Pedro y, por tanto, fuera de la Iglesia?

Porque ésta, por desgracia, es la consecuencia lógica, cuando se tiene por preferible desobedecer con el pretexto de conservar intacta la fe y de trabajar a su manera por la conservación de la Iglesia Católica, al tiempo que negarse a darle obediencia efectiva. ¡Y esto se dice abiertamente! Incluso se afirma que el Concilio Vaticano II no es vinculante; que la fe también estaría en peligro a causa de las reformas y directivas posconciliares, que se tiene el deber de desobedecer para conservar ciertas tradiciones. ¿Qué tradiciones? ¿Acaso corresponde a este grupo, no al Papa, no al Colegio Episcopal, no al Concilio Ecuménico, decidir cuál de entre las innumerables tradiciones debe ser considerada como norma de fe? Como veis, Venerables Hermanos, tal actitud se erige en juez de aquella voluntad divina que puso a Pedro y a sus legítimos Sucesores a la cabeza de la Iglesia para confirmar a los hermanos en la fe y apacentar el rebaño universal (cf. Lc 22, 32; Jn 21, 15 ss.), y que lo constituyó en garante y custodio del depósito de la fe.

Y esto es tanto más grave, en particular, cuando la división se introduce precisamente allí donde congregavit nos in unum Christi amor [el amor de Cristo nos ha reunido en uno], en la liturgia y en el sacrificio eucarístico, por la negación de la obediencia a la normas establecidas en el ámbito litúrgico. Es en nombre de la Tradición que pedimos a todos nuestros hijos e hijas, a todas las comunidades católicas, que celebren con dignidad y fervor la liturgia renovada. Ciertamente, la adopción del nuevo Ordo Missae [orden de la Misa] no se deja a la libre elección de los sacerdotes o de los fieles. La instrucción del 14 de junio de 1971 prevé, con la autorización del Ordinario, la celebración de la Misa en la forma antigua sólo por sacerdotes ancianos y enfermos, que ofrecen el Sacrificio divino sine popolo [sin gente que asista]. El nuevo Ordo fue promulgado para tomar el lugar del antiguo, después de una madura deliberación, siguiendo las solicitudes del Concilio Vaticano II. De la misma manera nuestro santo Predecesor Pío V hizo obligatorio el Misal reformado bajo su autoridad, siguiendo el Concilio de Trento.

Con la misma autoridad suprema que procede de Cristo Jesús, exhortamos a la misma obediencia a todas las demás reformas litúrgicas, disciplinarias y pastorales que han madurado en estos años en aplicación de los decretos conciliares. Cualquier iniciativa que pretenda obstruirlas no puede reclamar la prerrogativa de prestar un servicio a la Iglesia; de hecho, causa graves perjuicios a la Iglesia.

Varias veces, directamente y a través de nuestros colaboradores y otras personas amigas, hemos llamado la atención de Monseñor Lefebvre sobre la gravedad de su comportamiento, la irregularidad de sus principales iniciativas actuales, la inconsistencia y muchas veces, la falsedad de las posiciones doctrinales en las que basa este comportamiento y estas iniciativas, y el daño que se acumula a toda la Iglesia a causa de ellas.

Con profunda tristeza pero con paternal esperanza nos dirigimos una vez más a este hermano nuestro, a sus colaboradores y a cuantos se han dejado llevar por ellos. Oh, ciertamente, creemos que muchos de estos fieles —al menos al principio— eran de buena fe: comprendemos también su apego sentimental a formas habituales de culto o de disciplina que durante mucho tiempo habían sido para ellos un apoyo espiritual y en el que habían encontrado sustento espiritual. Pero confiamos en que reflexionarán con serenidad, sin mentes cerradas, y admitirán que pueden encontrar hoy el apoyo y el sustento que buscan en las formas renovadas que el Concilio Ecuménico Vaticano II y nosotros mismos hemos decretado como necesarias por el bien de la Iglesia, su progreso en el mundo moderno y su unidad. Exhortamos, pues, una vez más a todos estos hermanos e hijos e hijas nuestros; les suplicamos que tomen conciencia de las profundas heridas que causan a la Iglesia, y les invitamos de nuevo a reflexionar sobre las serias advertencias de Cristo sobre la unidad de la Iglesia (cf. Jn 17, 21 ss) y sobre la obediencia que es debida al Pastor legítimo, puesto por él sobre la grey universal, como signo de la obediencia debida al Padre y al Hijo (cf. Lc 10,16). Los esperamos con el corazón abierto, con los brazos dispuestos a abrazarlos; ¡que sepan redescubrir en la humildad y la edificación, para alegría de todo el Pueblo de Dios, el camino de la unidad y del amor!

b ) Por otra parte, en una dirección distinta en cuanto a la posición ideológica, pero igualmente motivo de profundo dolor, hay quienes, creyendo erróneamente continuar en la línea del Concilio, se han colocado en una posición de crítica preconcebida y a veces irreductible contra la Iglesia y sus instituciones.

Por eso, con la misma firmeza debemos decir que no aceptamos la actitud de

— los que se creen autorizados a crear su propia liturgia, limitando a veces el Sacrificio de la Misa o de los sacramentos a la celebración de su propia vida o de su propia lucha, o incluso al símbolo de su propia fraternidad; o que practican ilegítimamente la intercomunión;

— los que minimizan la enseñanza doctrinal en la catequesis o la distorsionan según la preferencia de los intereses, presiones o necesidades de las personas, siguiendo tendencias que oscurecen profundamente el mensaje cristiano, como hemos señalado en la Exhortación Apostólica Quinque iam Anni, del 8 diciembre de 1970, cinco años después de la clausura del Concilio (cf. AAS 63, 1971, p. 99);

— los que pretenden ignorar la Tradición viva de la Iglesia, desde los Padres hasta las enseñanzas del Magisterio, y reinterpretar la doctrina de la Iglesia, y el mismo Evangelio, las realidades espirituales, la divinidad de Cristo, su Resurrección o la Eucaristía, despojando a éstos prácticamente de su contenido y creando así una nueva gnosis, e introduciendo en cierto modo en la Iglesia el "libre examen". Esto es tanto más peligroso cuando lo hacen quienes tienen la altísima y delicada misión de enseñar la teología católica;

— los que reducen la función específica del ministerio sacerdotal;

— los que lamentablemente transgreden las leyes de la Iglesia, o las exigencias éticas por ellas exigidas;

— los que interpretan la vida teologal como la organización de una sociedad aquí abajo, reduciéndola precisamente a una acción política, y adoptando para ello un espíritu, métodos y prácticas contrarios al Evangelio, y que llegan al punto de confundir el mensaje trascendente de Cristo, su anuncio del Reino de Dios, su ley de amor entre los hombres —fundada en la inefable paternidad de Dios— con ideologías que niegan esencialmente este mensaje y lo sustituyen por una posición doctrinal absolutamente antitética, proponiendo un vínculo híbrido de dos irreconciliables mundos, como es reconocido por los propios teóricos del otro lado.

Tales cristianos no son muy numerosos, es cierto, pero hacen mucho ruido, creyéndose con demasiada facilidad en condiciones de interpretar las necesidades de todo el pueblo cristiano o el rumbo irreversible de la historia. Al hacerlo, no pueden apelar al Concilio Vaticano II, porque su correcta interpretación y su aplicación no se prestan a abusos de este tipo. Tampoco pueden apelar a las exigencias del apostolado para acercar a los alejados o a los que no creen: el verdadero apóstol es enviado por la Iglesia para dar testimonio de la doctrina y de la vida de la Iglesia misma. La levadura debe extenderse por toda la masa, pero debe seguir siendo la levadura del Evangelio. De lo contrario, también ella se corrompe junto con el mundo.

¡Venerables Hermanos! Hemos querido confiaros estas reflexiones, conscientes como somos de la hora que suena para la Iglesia. Ella es y será siempre el estandarte levantado ante las naciones (cf. Is 5,26; 11,12), porque tiene la misión de dar al mundo que la mira, a veces con actitud de desafío, la verdad de esa fe que ilumina el destino del mundo, la esperanza que es la única que no engaña (Rom 5, 5), la caridad que salva del egoísmo que bajo diversas formas trata de invadir el mundo y sofocarlo. Este no es ciertamente el momento para el abandono, la deserción o las concesiones; mucho menos es el momento del miedo. Los cristianos están simplemente llamados a ser ellos mismos, y lo serán en la medida en que sean fieles a la Iglesia y al Concilio.

No creemos que nadie tenga dudas sobre la suma de indicaciones y estímulos que, durante estos años de nuestro pontificado, hemos dado a los pastores y al Pueblo de Dios, más aún, al mundo entero. Agradecemos a quienes han hecho un programa de estas enseñanzas, que se han dado con una intención siempre sostenida por una esperanza sincera y un optimismo sereno que no está divorciado del realismo concreto. Si hoy nos hemos detenido más en ciertos aspectos negativos, es porque la singularísima circunstancia y vuestra benévola confianza nos ha hecho considerarlo oportuno. En efecto, la esencia del carisma profético para el que el Señor nos ha prometido la asistencia de su Espíritu es la de la vigilancia, de señalar los peligros, de buscar las señales del alba en el oscuro horizonte de la noche: Custos, quid de nocte? Custos quid de nocte? [Guardián, ¿qué hay de la noche? Guardián, ¿qué hay de la noche?] Estas son las palabras que el profeta pone en nuestra boca (Is 21,11). Hasta que la serena aurora devuelva la alegría al mundo, seguiremos alzando la voz por esta misión que nos ha sido confiada. Vosotros, nuestros amigos y más estrechos colaboradores, sois capaces sobre todo y mejor que nadie de haceros eco de estos sentimientos entre tantos de nuestros Hermanos e hijos e hijas. Y mientras nos preparamos para celebrar al Señor que, con los signos de su pasión y de su gloriosa Resurrección, asciende a la diestra del Padre, debemos, mirando hacia los “cielos abiertos” (Hch 7,56), permanecer llenos de esperanza, alegría y coraje. ¡En el nombre del Señor! En este santo nombre, los bendecimos a todos.



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