jueves, 10 de mayo de 2001

ANNUS QUI HUNC (19 DE FEBRERO DE 1749)


ENCÍCLICA

ANNUS QUI HUNC

DEL SUPREMO PONTÍFICE

BENEDICTO XIV


A los Obispos de los Estados Pontificios.

Venerables hermanos, Salud y Bendición Apostólica.

Al final del año en curso, lo que vendrá –como bien sabéis– será el año del Jubileo, conocido como Año Santo. Puesto que -por la suprema misericordia de Dios- la guerra ha terminado y se ha hecho la paz entre los Príncipes beligerantes, se puede esperar que habrá una gran concurrencia de extranjeros y peregrinos de todas las naciones, incluso de las más lejanas, a esta nuestra Ciudad de Roma. Oramos sinceramente y hacemos orar a Dios, para que todos los que vengan obtengan el fruto espiritual de las santas Indulgencias, y haremos todo lo que esté a nuestro alcance para que esto suceda. Deseamos también que todos los que vengan a Roma, no salgan de ella escandalizados, sino llenos de edificación por lo que habrán visto no sólo en Roma, sino también en todas las ciudades de los Estados Pontificios por las que tendrán que pasar, tanto al venir como al volver a sus patrias.

En lo que respecta a Roma, ya hemos tomado algunas medidas y no dejaremos de tomar otras. Necesitamos vuestro celo y vuestra atención experimentada a lo que pertenece a la ciudad y diócesis que vosotros gobernáis encomiablemente. Si Nos prestáis la ayuda necesaria, como esperamos, no sólo se conseguirá el fin deseado por Nosotros, es decir, que los extranjeros salgan edificados y no escandalizados por Nosotros, sino que de ello se derivará otro buen efecto, es decir, que las cosas ordenadas por Nosotros y realizadas por vosotros determinarán la buena disciplina no sólo en el Año Santo, sino durante mucho tiempo por venir. Se repetirá lo que sucede precisamente en Vuestras Visitas Pastorales; la experiencia demuestra que los visitados, ante la inminencia de la Visita, hacen ciertas cosas, corrigen ciertas faltas para no ser reprendidos por Ella, y para no exponerse al debido castigo; el bien hecho con ocasión de la Visita perdura también en el tiempo siguiente.

1. Pero yendo a lo particular, lo primero que recomendamos es que las Iglesias estén en buen estado, limpias, sin mancha y provistas de mobiliario sagrado; se necesita poco para comprender que si los extranjeros vieran las Iglesias de las Ciudades y Diócesis del Estado Eclesiástico en mal estado, sucias o sin mobiliario sagrado, o provistas de mobiliario andrajoso digno de suspensión, volverían a sus países llenos de horror e indignación. Queremos subrayar que no hablamos de la suntuosidad y magnificencia de los templos sagrados, ni de la preciosidad de los muebles sagrados, sabiendo como sabemos que no se pueden tener en todas partes. Hablamos de la decencia y la limpieza que nadie puede descuidar, siendo la decencia y la limpieza compatibles con la pobreza. Entre los otros males de que está afligida la Iglesia de Dios, también se quejaba de esto el Venerable Cardenal Belarmino cuando decía: “Paso en silencio lo que se ve en ciertos lugares: los vasos sagrados y los ornamentos que se usan en la celebración de los Misterios son despreciables y sucios, y del todo indignos de ser usados en los tremendos Misterios. Puede ser que los que usan estos objetos sean pobres; esto es posible, pero si no es posible tener muebles preciosos, al menos cuidaos de que tales muebles sean limpios y decorosos”. Benedicto XIII, de santa memoria y benefactor Nuestro, que tanto trabajó durante su vida por la recta disciplina y por la decencia en las Iglesias, solía poner como ejemplo las Iglesias de los Padres Capuchinos, que eran supremamente pobres y supremamente limpias. Dresselius, en el volumen 17 de sus obras impresas en Munich, en el tratado titulado Gazophylacium Christi (§ 2, cap. 2, p. 153), escribe: “Lo primero y más importante que debe cuidarse en las Iglesias es la limpieza. No sólo debe haber el mobiliario necesario para el culto, sino que, en la medida de lo posible, deben estar extremadamente limpias”. Con toda razón arremete contra quienes tienen sus casas bien amuebladas y dejan las Iglesias y los Altares en el miserable estado en que se ven: “Hay quienes tienen casas absolutamente amuebladas y adornadas de todo, pero en sus Iglesias y Capillas todo es escuálido; los Altares están sin adornos y cubiertos con manteles andrajosos y mugrientos; en todo lo demás reina la confusión y la suciedad” (Dresselius, Gazophylacium Christi, § 2, cap. 2).

El gran doctor de la Iglesia San Girolamo, en su carta a Demetriade, se mostró muy indiferente a si las Iglesias eran pobres o ricas: “Que otros construyan Iglesias, recubran sus paredes con losas de mármol, levanten columnas majestuosas, doren sus capiteles, no sentencio sobre adornos tan preciosos; a los que decoran las puertas con marfil y plata y cubren los altares dorados con piedras preciosas, no los culpo ni los impido. Que cada uno abunde en sus propios sentimientos: es mejor hacerlo que ser tacaño guardando las riquezas acumuladas”. En cambio, declaró abiertamente que valoraba la limpieza de las Iglesias cuando alabó con grandes elogios a Nepoziano, que siempre había tenido cuidado de mantener limpias las Iglesias y los altares, como leemos en el epitafio del propio Nepoziano que el Santo escribió a Heliodoro: “Trabajaba con mucho cuidado para que el Altar estuviera limpio, las paredes no estuvieran cubiertas de hollín, los pisos estuvieran limpios, el portero estuviera siempre presente en la entrada; las puertas siempre estaban provistas de cortinas, la sacristía estaba limpia, los vasos sagrados brillaban y en todas las ceremonias no faltaba nada. No descuidaba ningún deber, grande o pequeño”. Ciertamente, hay que tener mucho cuidado y diligencia para que no suceda a la deshonra del Orden Eclesiástico, lo que el citado cardenal Belarmino dice que le sucedió a él: “Yo -dice- una vez, estando de viaje, fui hospedado por un noble obispo que era muy rico; vi su palacio resplandeciente de jarrones de plata y la mesa cubierta de las más exquisitas viandas. Todo lo demás era también resplandeciente y los manteles estaban dulcemente perfumados. Pero al día siguiente, habiendo bajado por la mañana temprano a la Iglesia contigua al palacio para celebrar las sagradas funciones, encontré un contraste absoluto: todo era despreciable y repugnante, tanto que tuve que ponerme violento para atreverme a celebrar los divinos Misterios en semejante lugar y con semejante aparato”.

2. La segunda cosa sobre la que llamamos vuestra atención se refiere a las Horas Canónicas, si son cantadas o recitadas en el Coro según la práctica de cada Iglesia, con la debida diligencia, por quienes están obligados a ellas. Pues nada hay más denigrante y pernicioso para la disciplina eclesiástica que entrar en las Iglesias y ver y oír cantar o recitar con desprecio las Horas Canónicas en el Coro. Conocéis bien la obligación que tienen los Canónigos y los empleados al servicio de las Iglesias Metropolitanas, Catedralicias o Colegiatas, de cantar todos los días las Horas Canónicas en el Coro, y que esta obligación no se cumple si no se hace todo con absoluta devoción.

El Sumo Pontífice Inocencio III en el Concilio de Letrán (al que se refiere el capítulo Dolentes, de Celebratione Missarum) habla de la citada obligación en los siguientes términos:  “Mandamos estrictamente, en virtud de la obediencia, celebrar el Oficio Divino, tanto de noche como y de día, en la medida de lo posible, con diligencia y devoción”. (La Iglesia, al explicar la palabra estudioso -con diligencia- añade que se refiere a la pronunciación exacta y completa de las palabras; y en cuanto al término devota -con devoción- señala que se refiere al fervor del alma).

Nuestro predecesor Clemente V durante el Concilio de Viena, en su Constitución que se encuentra entre los Clementinos y que comienza con la palabra Grave, bajo el título De Celebratione Missarum habla con el mismo lenguaje: “En las Iglesias catedralicias, regulares y colegiatas, la salmodia se reza a las horas señaladas, y con devoción”.

El Concilio de Trento, al tratar sobre las obligaciones de los Cánones Seculares, dice: “Todos deben estar obligados a asistir a los Oficios, personalmente y no por medio de sustitutos; asistir y servir al Obispo cuando celebra o desempeña alguna otra función pontificia; y finalmente alabar el nombre de Dios con himnos y cánticos, con reverencia, claridad y devoción, y esto en el Coro instituido para la salmodia” (Conc. Trid., ses. 24, cap. 12, De reformatione). De lo cual se sigue que hay que tener mucho cuidado para que el canto no sea apresurado: o más apresurado de lo que conviene; se toman descansos en los puntos indicados; una parte del coro no comienza el verso del Salmo si la otra parte no ha terminado el suyo. He aquí las palabras precisas del Concilio de Saumur del año 1253: “Nec prius Psalmi una pars Chori versiculum incipiat, quam ex altera praecedentes Psalmi, et versiculi finiantur”.

Finalmente, el canto debe realizarse al unísono de voces y el coro debe ser dirigido por una persona experta en canto eclesiástico (cantando en voz baja o quieta). Este es el canto que San Gregorio Magno, nuestro predecesor, tanto se esforzó por regular y ordenar según los cánones del arte musical, como atestigua Juan Diácono en su Vida sobre él (libro 2, cap. 7). A lo cual no sería difícil añadir muchas bellas informaciones de la erudición eclesiástica sobre el origen del canto de la Iglesia, sobre la Escuela de Cantores y sobre el Primicerio que la presidía; pero dejando a un lado lo que parece menos útil, volvamos al punto del cual nos hemos desviado un poco, para continuar el tema comenzado. Este canto es el que excita las almas de los fieles a la devoción y a la piedad; es también el que, si se ejecuta en las Iglesias de Dios según las reglas y el decoro, es escuchado con más gusto por los hombres devotos y, con razón, es preferido al canto llamado figurado. Los monjes aprendieron este canto de los Sacerdotes seculares, como bien informa James Eveillon: “El virtuosismo de cualquier armonía musical se vuelve ridículo para los oídos devotos, cuando se compara con el canto llano y la salmodia simple, si ésta está bien interpretada. Por eso hoy el pueblo fiel abandona las Iglesias Colegiatas y Parroquiales y corre gustoso y ansioso a las Iglesias de los Monjes, quienes, teniendo la piedad como maestra del culto divino, salmodian santamente con moderación y -como ya dijo el Príncipe de los Salmistas- con sabiduría; sirven a su Señor, como a Señor y como a Dios, con suprema reverencia. Esto es ciertamente para vergüenza de las Iglesias más importantes y más grandes, de las cuales los Monjes han aprendido el arte y la regla del canto y de la salmodia” (G. Eveillon, De recta ratione psallendi, cap. 9, art. 9). Por esta razón, el Santo Concilio de Trento, que no descuidó nada que pudiera contribuir a la reforma del clero, cuando trata de la fundación de seminarios, entre las otras cosas que deben enseñarse a los seminaristas incluye también el canto: “Para que estén mejor formados en la disciplina eclesiástica, que lleven siempre la tonsura y el hábito eclesiástico tan pronto como los hayan recibido; que estudien las reglas de gramática, canto, cómputo eclesiástico y otras buenas artes” (Conc. Trid., sess. 23, ca. 18, De Reformatione).

3. Lo tercero que debemos advertiros es que el canto musical, que ahora ha entrado en las iglesias y que comúnmente va acompañado de la armonía del órgano y otros instrumentos, se ejecuta de tal manera que no parezca profano, mundano o teatral. El uso del órgano y otros instrumentos musicales aún no es aceptado en todo el mundo cristiano. De hecho (por no hablar de los rutenos de rito griego, quienes, según el testimonio del padre Le Brun, en Explication Miss (volumen 2, p. 215 publicado en 1749), no tienen 
 en sus iglesias ni el órgano ni otros instrumentos musicales), Nuestra Capilla Pontificia, como todos saben, aunque admite el canto musical, a condición de que sea serio, decente y devoto, nunca ha admitido el órgano, como también señala el Padre Mabillon, diciendo: “El domingo de la Trinidad, asistimos a la Capilla Pontificia, como se llama. En estas ceremonias no se utilizan órganos musicales, sino que sólo se permite la música vocal, de ritmo grave, con canto plano” (Mabillon, Museo Itálico, tomo 1, p. 47, § 17).

Grancolas informa que aún hoy en Francia hay Iglesias distinguidas que no utilizan el órgano o el canto figurativo en funciones sagradas: “Sin embargo, aún hoy hay Iglesias distinguidas de la Galia que ignoran el uso de órganos y música” (Grancolas, Commentario storico del Breviario Romano, cap. 17).

La ilustre Iglesia de Lyon, siempre opuesta a las innovaciones, siguiendo hasta hoy el ejemplo de la Capilla Pontificia, nunca ha querido introducir el uso del órgano: “De lo dicho se desprende que los instrumentos musicales no fueron permitidos ni desde el principio ni en todos los lugares. De hecho, incluso ahora, en Roma, en la Capilla del Sumo Pontífice, los Oficios solemnes se celebran siempre sin instrumentos, y la Iglesia de Lyon, que ignora las innovaciones, siempre ha rechazado el órgano, y en la actualidad todavía no lo ha aceptado”. Estas son las palabras del cardenal Bona en su tratado De Divina Psalmodia (cap. 17, § 2, n. 5).

Siendo así, todos pueden fácilmente imaginar qué opinión se formarán de nosotros los peregrinos de regiones donde no se usan instrumentos musicales, y que, viniendo a nosotros y a nuestras ciudades, oirán el sonido de ellos en las Iglesias, como se hace en los teatros y otros lugares profanos. Ciertamente vendrán también extranjeros de regiones donde se canta y se usan instrumentos musicales en las Iglesias, como sucede en algunas de nuestras regiones; pero, si estos hombres son sabios y están animados de verdadera piedad, se sentirán ciertamente defraudados al no encontrar en el canto y en la música de nuestras Iglesias el remedio que deseaban aplicar para curar el mal que hace estragos en su país. Pues, dejando a un lado la disputa que ve a los adversarios divididos en dos bandos (los que condenan y detestan el uso del canto y de los instrumentos musicales en las Iglesias, y, por otra parte, los que lo aprueban y alaban), no hay ciertamente nadie que no desee una cierta diferenciación entre el canto eclesiástico y las melodías teatrales, y que no reconozca que el uso del canto teatral y profano no debe ser tolerado en las Iglesias.


4. Hemos dicho que hay algunos que han reprobado el uso en las Iglesias del canto armonioso con instrumentos musicales. El príncipe de éstos puede considerarse en cierto modo el abad Elredo, contemporáneo y discípulo de san Bernardo, quien, en el libro 2 de su obra titulada Speculum Charitatis, escribe: “¿De dónde vienen tantos órganos y címbalos, a pesar de que los tipos y figuras han dejado de existir? ¿De dónde, por favor, ese terrible aliento que sale del fuelle y expresa más bien el rugido del trueno que la dulzura del canto? ¿A qué esa contracción y quebrantamiento de la voz? Éste canta con acompañamiento, aquél canta solo, un tercero canta en un tono más agudo, un cuarto finalmente parte unas notas medias y las trunca” (cap. 23, volumen 23, de la Biblioteca dei Padri, p. 118).

No nos atreveremos a afirmar que, en tiempos de Santo Tomás de Aquino, no existía en algunas Iglesias el uso del canto musical acompañado de instrumentos musicales. Sin embargo, se puede decir que esta costumbre no existía en las Iglesias conocidas por el Santo Doctor; y por lo tanto, parece que no era partidario de este tipo de canciones. De hecho, al abordar la cuestión de la Summa theologica (2, 2, quest. 91, art. 2) “si el canto debe utilizarse en las alabanzas divinas”, responde que . Pero a la cuarta objeción, formulada por él, de que la Iglesia no suele utilizar instrumentos musicales, como la cítara y el arpa, en las alabanzas divinas, para no parecer querer a los judaicos – según lo que leemos en el Salmo: “Confitemini Domino in cythara, in psalterio decem chordarum psallite illi; Celebrad al Señor en la cítara, cantadle alabanzas con un arpa de diez cuerdas” – él responde: “Estos instrumentos musicales excitan el placer en lugar de disponer interiormente a la piedad; en el Antiguo Testamento se usaban porque el pueblo era más burdo y más carnal, y era necesario atraerlos por medio de estos instrumentos, como con las promesas terrenas”. Añade además que los instrumentos, en el Antiguo Testamento, tenían valor de tipos o prefiguraciones de determinadas realidades: “También porque estos instrumentos materiales representaban otras cosas”.

Del Sumo Pontífice Marcelo II nos ha legado la historia que había decidido abolir la música en las Iglesias, reduciendo el canto eclesiástico a canto quieto. Esto se puede comprobar leyendo la Vida de dicho Pontífice, escrita por Pietro Polidori, recientemente fallecido, ex Beneficiario de la Basílica de San Pedro y hombre conocido entre los hombres de letras.

Hemos visto en nuestros días que el cardenal Tomasi, hombre de gran virtud, ilustre liturgista, no quería que sonara música en su Iglesia titular de San Martino ai Monti, en la fiesta de este santo, en cuyo honor esa Iglesia está dedicada. No quería música ni en la misa ni en las vísperas, sino que ordenó que en las funciones sagradas se utilizara el canto sencillo, como es costumbre entre los religiosos.

5. Hemos dicho que hay algunos que aprueban el uso del canto musical y el toque de instrumentos en los Oficios Divinos. De hecho, en el mismo siglo en que vivió el elogiado abad Elred, también fue famoso Juan Sariberiense, obispo de Chartres, quien en su Policratius (libro 1, cap. 6) ensalza la música instrumental, y el canto vocal acompañado de instrumentos: “Para elevar las costumbres y atraer a las almas hacia el culto del Señor, en una sana alegría, los Santos Padres consideraron necesario recurrir no sólo al consenso de los hombres, sino también a la armonía de los instrumentos: con tal de que esto sirviera para unirlos más estrechamente al Señor y aumentar su respeto por la Iglesia”. San Antonino en su Sommano rechaza el uso del canto figurado en los Oficios Divinos: “El canto quieto, en los Oficios Divinos, fue establecido por los Santos Doctores, por Gregorio Magno, por Ambrosio y por otros. No sé quién introdujo el canto a varias voces en los cargos eclesiásticos. Este canto parece más bien hecho para hacer cosquillas en los oídos que para alimentar la devoción, aunque una mente devota puede sacar frutos incluso de escuchar este canto” (parte 3, tit. 8, cap. 4, par. 12) . Y un poco más adelante, admite en los Oficios Divinos no sólo el órgano, sino también otros instrumentos musicales: “El sonido de los órganos y de otros instrumentos comenzó a ser utilizado fructíferamente, en alabanza de Dios, por el profeta David”.

Ciertamente el Papa Marcelo II había decidido prohibir el canto musical y los instrumentos musicales en las Iglesias, pero Giovanni Pier Luigi da Palestrina, maestro de capilla de la Basílica Vaticana, compuso una canción musical, para ser utilizada en las Misas solemnes, con un arte tan excelente para mover a los hombres a la devoción y al recogimiento. El Sumo Pontífice escuchó este himno en una misa a la que asistió, y cambió de opinión, desistiendo de lo que ya había planeado hacer. Lo atestiguan documentos antiguos citados por Andrea Adami en Prefazione storica delle Osservazioni sulla Cappella Pontificia (p. 11) .

En el Concilio de Trento se decidió eliminar la música de las Iglesias, pero el emperador Fernando, habiendo anunciado, a través de sus legados, que el canto musical o figurativo servía como incitación a la devoción de los fieles y favorecía la piedad, mitigó el Decreto ya preparado; y ahora este decreto se encuentra en la sesión 22, bajo el título: De observandis et evitandis in Celebratione Missae. Con él, sólo quedaban excluidas de los templos sagrados aquellas músicas en las que, “tanto en el sonido como en el canto, se mezcla algo lascivo o impuro”
.

Grancolas relata el hecho en su elogiado Commentario (p. 56), y el Cardenal Pallavicino en Storia del Concilio (libro 22, cap. 5, n. 14).

Ciertamente, los escritores eclesiásticos de gran nombre siguen de buen grado el mismo juicio. El Venerable Cardenal Belarmino en el volumen 4 de su Controversie, en el libro 1 De bonis operibus in particulari, cap. 17, al final, enseña que el uso de los órganos debe ser mantenido en las Iglesias, pero que otros instrumentos musicales no deben ser fácilmente admitidos: “De aquí se sigue que, así como el órgano debe ser conservado en las Iglesias por consideración a los débiles, así otros instrumentos no deben ser introducidos a la ligera”.

También el cardenal Gaetano es de esta opinión, y en su Somma, bajo el epígrafe organum, escribe: “El uso del órgano, aunque es una novedad para la Iglesia -de ahí que la Iglesia romana hasta ahora no lo utilice en presencia del Pontífice-, es sin embargo lícito respecto a los fieles todavía carnales e imperfectos”.

El Venerable Cardenal Baronio, en el año 60 de Cristo [de su Annali], escribe así: “En verdad nadie podrá con razón desaprobar que después de muchos siglos se haya introducido en la Iglesia el uso de órganos, instrumentos compuestos de tuberías de distintos tamaños unidas entre sí”.

El Cardenal Bona, en De Divina Psalmodia, cap. 17, al tratar sobre los órganos que se tocan en las Iglesias, dice: “No debe condenarse su uso moderado. El sonido del órgano trae alegría a las almas tristes de los hombres, y llama a la alegría de la Ciudad celestial, sacude a los perezosos, restaura a los diligentes, provoca a los justos al amor, llama a los pecadores a la penitencia”.

Suárez (volumen 2 De Religione, en libro 4 De Horis Canonicis, cap. 8, n. 5) señala que la palabra órgano no indica sólo aquel instrumento musical particular que hoy se llama ordinariamente órgano -que antes que él fue advertido por San Isidoro en el libro 2 Originum, cap. 20: “La palabra órgano indica en general todos los instrumentos musicales” -; al decir que se puede utilizar el órgano en las Iglesias, queremos decir que se pueden utilizar otros instrumentos musicales.

Silvio (tomo 3 de su Opere sobre la 2, 2 de Santo Tomás, quest. 91, art. 2) no rechaza el canto armónico o figurado de las Iglesias: “Por lo tanto, debe cuidarse mucho el canto eclesiástico, ya sea el llamado canto llano o gregoriano, que es propiamente canto eclesiástico, o el introducido más tarde en la Iglesia, y que se llama canto figurado o armónico”. Y un poco más adelante dice: “Sin embargo, la costumbre de acompañar los Oficios Eclesiásticos con instrumentos musicales ha sido aceptada después de muchos siglos, esto no debe ser desaprobado”.

Bellotte, en el libro De Ritibus Ecclesiae Laudunensis (p. 209, n. 8), después de haber hablado larga y detalladamente sobre los instrumentos musicales que a veces se tocan en los Oficios Divinos; y, después de demostrar que en la antigüedad estos instrumentos no se utilizaban en las Iglesias, cree que la causa de esta costumbre antigua y diferente debe radicar en la necesidad que entonces impulsaba a los cristianos a alejarse, en la medida de lo posible, de los 
ritos profanos de los paganos, quienes, en los teatros, en las fiestas, en los sacrificios, utilizaban instrumentos musicales.

“Por lo tanto” -dice Bellotte- “no se debe ver un inconveniente en los instrumentos musicales en sí, si la Iglesia ha utilizado cantantes e instrumentos musicales sólo en los últimos siglos. La razón radica únicamente en el hecho de que los paganos utilizaban instrumentos musicales similares con fines vergonzosos e inmorales, precisamente en teatros, banquetes y sacrificios”.

Persico, en su tratado De Divino et Ecclesiastico Officio (en dubbio 5, n. 7) escribe así sobre el canto figurativo en las Iglesias: “En segundo lugar, digo: aunque pueden introducirse muchos abusos en el canto orgánico o figurado -como es habitual en todas las demás ceremonias eclesiásticas-, es, sin embargo, lícito en sí mismo, y de ningún modo prohibido, cuando se ejecuta de manera regulada, devota y decente”.

En la dubbio 6, número 3, sostiene que “el uso ya universal de tocar el órgano y otros instrumentos musicales, durante los Oficios Divinos, es un uso encomiable, y muy útil para elevar las almas de las personas imperfectas a la contemplación de Dios”.

El uso del canto armónico o figurado y de instrumentos musicales, tanto en las misas como en las vísperas y otras funciones de la Iglesia, está ahora tan extendido que ha llegado también al Paraguay.

Siendo esos nuevos fieles americanos dotados de una extraordinaria propensión y capacidad para cantar la música y el sonido de los instrumentos musicales, hasta el punto de aprender con toda facilidad lo que concierne al arte de la música, los Misioneros aprovechan esta tendencia para acercarlos a la Fe cristiana, a través de cantos piadosos y devotos. De modo que, en la actualidad, casi no hay diferencia, tanto en el canto como en el sonido, entre las Misas y Vísperas de nuestra casa con las de las citadas regiones. Así lo relata el Abad Muratori, reportando relatos dignos de fe, en su obra: Descrizione delle Missioni del Paraguay (cap. 12).

6. Hemos dicho también que no hay nadie que no condene el canto teatral en las Iglesias, y que no desee una diferenciación entre el canto sagrado de la Iglesia y el canto profano de las escenas. Célebre es el texto de San Jerónimo, recogido en Canone Cantantes: “Cantad y salmodiad en vuestros corazones al Señor. Que lo oigan los adolescentes; que lo oigan los que en la Iglesia tienen el deber de salmodiar. No basta cantar en honor de Dios con el sonido de la voz, sino que es necesario unir el corazón. Tampoco es necesario, a la manera de los actores teatrales, untar la garganta y los labios con dulce ungüento para que en la Iglesia se oigan melodías y cantos teatrales” (distinción 92).

La autoridad de San Jerónimo fue invocada abusivamente por quienes, con demasiada audacia, querían eliminar de las iglesias toda clase de cantos. Pero Santo Tomás, en el lugar ya citado, responde lo siguiente a la segunda objeción derivada del citado texto de San Jerónimo: “En cuanto a la segunda objeción, conviene señalar que San Jerónimo no condena el canto, sino que reprocha a aquellos que cantan en las iglesias como cantarían en un teatro”.

San Nicecio, en el libro De Psalmodiae bono (cap. 3, en el volumen 1 del Spicilegio), así describe el canto que debe usarse en las Iglesias: “Que se use un sonido y un canto de salmodia que se ajuste a la santidad de la Religión, y no más bien expresiones de canto trágico; que os haga parecer verdaderos cristianos, y no más bien ecos de sonidos teatrales; que os induzca a la compunción de los pecados”.

Los Padres del Concilio de Toledo (reunidos en el año 1566, en la acción 3, en el capítulo 11 del volumen 10 de Collezione dei Concilii dell’Arduino), después de mucha discusión sobre la calidad del canto a utilizar en las Iglesias, concluyen lo siguiente : “Es absolutamente necesario evitar que el sonido musical aporte algo de teatralidad al canto de las alabanzas divinas; o que evoque amores profanos, y hazañas bélicas, como suele hacerlo la música clásica”.

No faltan escritores eruditos que condenan severamente la paciente tolerancia de las representaciones y cantos teatrales en las Iglesias, y exigen que se elimine tal abuso de las Iglesias.

Véase Casadio (De veteribus sacris Christianorum ritibus, cap. 34) y el abad Lodovico Antonio Muratori (Antiqua Romana Liturgia tomo I; disertación De rebus liturgicis, cap. 22, in fine).

Y para concluir Nuestra declaración sobre este tema, a saber, el abuso de los conciertos teatrales en las Iglesias (que es algo evidente por sí mismo y no requiere palabras para demostrarlo), basta mencionar que todos aquellos a quienes hemos citado anteriormente, como partidarios del canto figurado y del uso de instrumentos musicales en las Iglesias, afirman y atestiguan claramente que en sus escritos siempre han pretendido y querido excluir ese canto y ese sonido propios de los escenarios y teatros. Canto y sonido que ellos, como otros, condenan y deprecian. Cuando se declararon a favor del canto y del sonido, siempre se refirieron al canto y al sonido que es apropiado para las Iglesias, y que excita al pueblo a la devoción. Todos pueden conocer esta intención leyendo sus escritos.

7. Habiendo establecido que la costumbre del canto armónico o figurado y de los instrumentos musicales ya había sido introducida en los Oficios de la Iglesia, sólo se condena su abuso; Bingamo (Delle Origini Ecclesiastiche, Volumen 6, Libro 14, Párr. 16), aunque es un autor heterodoxo, está de acuerdo; de ello se deduce que hay que estudiar diligentemente cuál es el uso correcto y cuál el abuso.

Reconocemos que para hacer bien lo que nos hemos propuesto, necesitaríamos la maestría musical con la que fueron adornados algunos de Nuestros santos e ilustres Predecesores, como Gregorio Magno, León II, León IX y Víctor III. Pero no tuvimos el tiempo ni la oportunidad de aprender música. Sin embargo, nos contentaremos con decir algunas cosas tomadas de las Constituciones de Nuestros Predecesores y de los escritos de hombres virtuosos y eruditos.

Sin embargo, para proceder en orden, hablaremos primero de lo que se debe cantar en las Iglesias. Luego hablaremos de la forma y método que se debe utilizar en el canto. Finalmente hablaremos de los instrumentos musicales aptos para las Iglesias, y que deben tocarse en los Templos sagrados.

8. Guglielmo Durando, que vivió bajo el Pontificado de Nicolás III, en su tratado De modo Generalis Concili i celebrandi (cap. 19), reprueba abiertamente el uso entonces frecuente de esos cantos llamados motetes: “Parece muy oportuno extirpar de la Iglesia ese canto poco devoto y desordenado de motetes y otras cosas semejantes”. Posteriormente, el Papa Juan XXII, Nuestro Predecesor, promulgó su Decretal, que comienza con las palabras Docta Sanctorum y se encuentra entre las Extravagancias Comunes, bajo el título De vita et honestate Clericorum. En esta su Decreto, el Papa está en contra del canto de motetes en lengua vernácula: “A veces insertan motetes en lengua vernácula”.

Los teólogos han investigado este tipo de cantilenas o motetes que suelen cantarse en las Iglesias. Uno de ellos, el Paludano (Sentenze, Libro IV, dist. 15, q. 5, art. 2), consideró el canto de motetes como una especie de canto teatral, y reprende a quienes hacen uso de ellos: “aquellos, es decir, que en las solemnidades cantan motetes, ya que el canto (en las Iglesias) no debe ser semejante al de las tragedias”.

Suárez (De Religione, tomo 2, libro 4; De Horis Canonicis, cap. 13, n. 16) parece favorable al canto de motetes, aunque estuvieran escritos en lengua vernácula, siempre que sean serios y devotos. Para probar lo que afirma, cita la costumbre y uso de algunas Iglesias gobernadas por sabios prelados, que no condenan estas cantilenas o poemas modulados. Añade también que, en los primeros tiempos de la Iglesia, cada creyente cantaba en el templo aquellos piadosos y devotos himnos que él mismo había compuesto; y que esta antigua costumbre sirve, en cierto modo, para aprobar el uso de los motetes.

Anticipándose a la objeción que se le puede hacer de que la salmodia eclesiástica es interrumpida por cantos modulados similares, llamados motetes, responde de la siguiente manera: “Esta interrupción, o pausa, que por este hecho se establece entre las partes de una Hora (canónica), no debe ser condenada. Esta parte de la officiatura permanece moralmente ininterrumpida, debido a la devoción que este canto pretende excitar. Así pues, este himno puede considerarse como una preparación para el oficio que sigue, y como una conclusión solemne y digna del oficio precedente, y como un ornamento para el conjunto de las Horas”.

El Sumo Pontífice Alejandro VII, en el año 1657, dictó una Constitución, que comienza con las palabras Piae sollicitudinis, y que es la trigésima sexta entre las Constituciones de este Pontífice. En este documento, el Papa manda que a la hora de los Oficios Divinos, y en el momento en que el Sacramento de la Eucaristía esté expuesto en las Iglesias a la pública veneración de los fieles, no se cante ningún himno que no esté formado con palabras tomadas del Breviario o del Misal Romano. Estos cantos pueden tomarse de la oficiación propia o común de la solemnidad de cada día, o de la fiesta del Santo; estas piezas pueden tomarse también de la Sagrada Escritura o de las obras de los Santos Padres, pero deben someterse previamente al examen y aprobación de la Sagrada Congregación de Ritos.

De esta Constitución Pontificia se desprende, sin lugar a dudas, que fue declarado legítimo el canto de los motetes, compuestos según las normas prescritas por el mismo Alejandro VII, Nuestro Predecesor, y revisadas y aprobadas por la Sagrada Congregación de Ritos. Esta Constitución de Alejandro VII fue confirmada por el Venerable Siervo de Dios Inocencio XI, en su Decreto del 3 de diciembre de 1678.

Sin embargo, como surgieron algunas dudas sobre el significado y la interpretación de la Constitución de Alejandro y del Decreto de Inocencio XI, nuestro predecesor de feliz memoria, Inocencio XII, emitió un nuevo Decreto el 20 de agosto de 1692, que es el septuagésimo sexto de su Bullario. Este decreto, disipando la confusión causada por la diversidad de interpretaciones e iluminando todo el asunto, prohibía en general el canto de cualquier cantilena o motete. En las santas Misas solemnes, además de cantar el Gloria y el Símbolo, sólo permitía cantar el Introito, el Gradual y el Ofertorio. En Vísperas no admitió ningún cambio, ni siquiera el más mínimo, en las antífonas que se dicen al principio y al final de cada Salmo.

Además, quiso y mandó que los cantores-músicos siguiesen en todo las reglas del Coro y que se conformasen perfectamente con él. Y así como en el Coro no está permitido añadir nada al Oficio o a la Misa, así también lo prohibió a los músicos, y sólo les permitió tomar del Oficio y de la Misa de la Solemnidad del Santísimo Sacramento del Cuerpo del Señor -es decir, de los himnos de Santo Tomás o de las antífonas o de otros pasajes pasados al Breviario desde el Misal Romano- algún verso o motete, sin cambiar las palabras, y poder cantarlos, para excitar la devoción en los fieles, durante la elevación de la sagrada Hostia, o cuando está expuesta a la veneración y adoración del público.

9. Después de regular con una ley el uso de cancioncillas, o estrofas cantadas o motetes, hay que admitir que ya se había hecho mucho para eliminar el canto teatral de las Iglesias, pero también hay que confesar que esto no fue suficiente para lograr el objetivo deseado.

Todavía era posible, y todavía demasiado para Nuestro disgusto, cantar todas las partes que están permitidas y que se acostumbran a cantar en las Misas y Vísperas, como se ha dicho anteriormente (es decir, el Gloria, el Credo, el Introito, el Gradual, el Ofertorio y todo lo demás), pero cantarlos teatralmente y con clamor escénico.

El gran obispo Guillermo Lindano, en su Panoplia Evangelica, libro 4, capítulo 78, no está en contra del canto musical en la Iglesia, pero desaprueba las muchas repeticiones y confusiones de voces, y propone que las Iglesias utilicen una música adecuada a las cosas que se cantan: “Sé bien -dice- que algunos juzgan más conveniente conservar la música, con instrumentos y músicos. Con mucho gusto les daría mi consentimiento, si al mismo tiempo se sustituyera el método actualmente en vigor en todas partes en las Iglesias, por otro más serio, más conforme a las cosas, y, si no más cercano a la pronunciación que a la melodía, al menos mejor adaptado a las cosas que se cantan y más en armonía con ellas”.

Dresselio, en su obra Rhetorica caelestis (libro I, cap. 5), escribe acertadamente sobre el tema: “Aquí, oh músicos, que se diga con vuestra paz, prevalece ahora en las Iglesias un tipo de canto nuevo, pero excéntrico, entrecortado, bailable y ciertamente poco religioso; más propio del teatro y de la danza que del Templo. Se busca el artificio y se pierde el deseo primigenio de rezar y cantar. Se procura despertar la curiosidad, pero en realidad se descuida la piedad. Porque, ¿qué es esta forma nueva y danzante de cantar sino una comedia, en la que los cantantes se transforman en actores? Actúan: ahora uno solo, ahora dos, ahora todos juntos, y conversan entre sí cantando; luego vuelve a dominar uno solo, y poco después le siguen los demás”.

Un escritor moderno, Benedetto Girolamo Feijóo, Maestro General de la Orden de San Benito en España, en el Theatrum criticum universale, discurso 14, basado en la pericia y el conocimiento de las notas musicales, indica el método que debe seguirse para obtener composiciones musicales para Iglesias, muy diferentes de los conciertos musicales en teatros.

Pero nos contentaremos aquí con recordar - teniendo en cuenta las prescripciones de los Sagrados Concilios y las sentencias de escritores autorizados - que el canto musical de los teatros se hace de tal manera (según Nos dijeron) que el público presente, al escuchar los cantos musicales, se deleite en ellos y disfrute de los artificios de la música, se sienta exaltado por la melodía, por la música misma; se complazca en la dulzura de las diversas voces, sin percibir, la mayoría de las veces, el sentido exacto de las palabras. No debería ser así en el canto eclesiástico, sino más bien lo contrario.

En el canto eclesiástico hay que tener ante todo cuidado de obtener una perfecta y fácil audición de las palabras. En las Iglesias, de hecho, la música es bienvenida para elevar la mente de los hombres a Dios, como enseña San Isidoro en el libro I del De Ecclesiasticis Officiis, en el cap. 5: “Es costumbre en la Iglesia cantar dulces melodías y cantar canciones para llevar más fácilmente a las almas a la compunción”; esto no se puede lograr si no se entienden las palabras.

El Concilio de Cambrai (celebrado en 1565, bajo el título 6, cap. 4, volumen 10, p. 582 de la Colección Arduino) prescribe lo siguiente: “Después de todo, lo que debe cantarse en coro tiene como objetivo instruir; cántese, pues, de tal modo que la mente lo entienda”.

En el Concilio de Colonia (reunido en 1536, en el capítulo 12 de De officiis privatis) leemos lo siguiente: “En algunas Iglesias se llegó al abuso de omitir o abreviar, para favorecer la armonía del canto y del sonido, lo que era más importante. Y lo más importante es precisamente la recitación de las palabras de los Profetas, los Apóstoles o Epístola, el Símbolo de la Fe, el Prefacio o acción de gracias y el Padrenuestro. Por su importancia, estos textos deben, como todos los demás, cantarse de forma muy clara e inteligible”.

En el primer Concilio de Milán (celebrado en el año 1565, en la parte 2, n. 51 de la Colección Arduino, p. 687) leemos: “En los Divinos Oficios, y en general en las Iglesias, no deben cantarse ni tocarse cosas profanas; las sagradas, pues, deben cantarse sin lánguidas inflexiones de voz, sin sonidos más guturales que labiales; nunca debe usarse un tono de canto apasionado. Que el canto y el sonido sean serios, devotos, claros, adecuados a la casa de Dios y acordes con las alabanzas divinas; que se haga de tal modo que los que oyen comprendan las palabras y se sientan movidos a devoción”.

Sobre el asunto aquí tratado hay palabras muy serias de los Padres que se reunieron en el año 1566 en el Concilio de Toledo (Acción 3, cap. 2, p. 1164 de la Colección Arduino): “Puesto que todo lo que se canta en las Iglesias para alabar a Dios debe ser cantado de tal manera que favorezca, en la medida de lo posible, la instrucción de los fieles, y debe ser un medio de regular la piedad y la devoción y de estimular las mentes de los fieles oyentes a adorar a Dios, y a desear las cosas celestiales; Vigilen los Obispos para que, admitiendo en la música coral la práctica de variaciones melódicas en las que se mezclen las voces según diferentes órdenes, las palabras de los salmos y las demás partes que han de cantarse, no queden incomprendidas y sofocadas por un clamor desordenado. Que los Obispos cultiven, en cambio, una música llamada orgánica, que permita comprender las palabras de las partes que se cantan, y que los corazones de los oyentes sean conducidos a alabar a Dios más por la pronunciación de las palabras que por curiosos gorjeos” .

Esto justifica los lamentos expresados ​​por Mons. Lindano en el texto citado (Panoplia Evangelica): “En nuestros días, el canto de los músicos se hace más para distraer, desviar, distanciar las almas de los oyentes, que para excitarlos a la piedad y a los deseos celestiales. De hecho, recuerdo haber participado algunas veces en las alabanzas divinas, haber prestado mucha atención mientras cantaba para poder entender las palabras, pero no podía entender ni una sola. Todo era una maraña de sílabas repetidas, de voces confusas; el sentido quedó sumergido por lo que, más que canto, era un clamor ensordecedor, un rugido descompuesto”.

Esto demuestra cuán sabio era el deseo, y cuán prudente es la exhortación con la que Dresselio, también en la obra citada (Rethorica caelestis) exhorta a los músicos a la devoción: “Revivid, os lo suplico, al menos algo del antiguo fervor religioso en la música sagrada. Si tenéis en el corazón, si deseáis el honor divino, esforzaos por esto, esforzaos por este fin: es decir, que las palabras que se cantan sean puramente entendidas. ¿De qué me sirve oír en el templo una variedad de sonidos, una profusión de voces, si todo eso carece de alma, si no puedo comprender el sentido y las palabras, que en cambio el canto debe infundirme?”

Esto justifica finalmente la respuesta dada por el cardenal Domenico Capranica al Sumo Pontífice Nicolás V, después de haber asistido a una función sagrada y al Oficio Divino, realizado con canto musical, de tal modo, sin embargo, que las palabras no se podían escuchar. El Pontífice preguntó al Cardenal qué pensaba de esa música; la respuesta que dio el Cardenal puede leerse en Poggio, en la Vita de este Cardenal editada por Baluzio, en Miscellanea (libro 3, § 18, p. 289).

El gran Padre Agostino cuenta de sí mismo que al escuchar los himnos cantados suavemente en la Iglesia, lloró amargamente: “¡Cuánto lloré entre tus himnos y cánticos, vivamente conmovido por las voces de tu Iglesia que resonaban! Esas voces se derramaban en mis oídos, tu verdad rezumaba en mi corazón, y de él brotaba el fervor. De él brotaban sentimientos de devoción, y las lágrimas fluían, ¡y me hacían bien!” (Confesiones, libro 9, cap. 6). Pero entonces le asaltó el escrúpulo del gran deleite que sentía al oír cantar himnos en las Iglesias, como si fuera una ofensa contra Dios, y la severidad le llevó a desaprobar dicho canto, pero volvió al primer pensamiento de aprobarlo, porque su mente se conmovía, no por la armonía sola, sino por las palabras que la armonía acompañaba, como declaró abiertamente (Confesiones, libro 10, cap. 33).

Por eso Agustín lloró con devota ternura, escuchando las sagradas alabanzas cantadas en las Iglesias y comprendiendo bien las palabras acompañadas del canto. Quizás todavía lloraría hoy, si escuchara algo de la música de las Iglesias, pero no lloraría por devoción, sino por el dolor de escuchar el canto, pero no entender las palabras.

10. Hasta ahora hemos hablado del canto musical; Ahora debemos hablar del sonido del órgano musical y de los demás instrumentos cuyo uso, como hemos dicho anteriormente, está permitido en algunas Iglesias. También es necesario ocuparse del sonido, porque si el canto no quiere ser teatral, lo mismo debe decirse del sonido. Los judíos no necesitaban esta investigación, es decir, establecer diferencias entre el canto en el Templo y el canto profano en los teatros. De hecho, se puede deducir de las Sagradas Escrituras que el canto y el toque de instrumentos musicales se utilizaban en el Templo, pero no en los teatros, como señala excelentemente Calmet en su disertación sobre la música de los judíos.

Hay que establecer límites entre el canto y el sonido de las Iglesias y los de los teatros. Tenemos que definir la diferencia entre ambos, porque hoy en día, el canto figurado o armónico, con el sonido de los instrumentos, se utiliza tanto en los teatros como en las Iglesias.

Habiendo hablado ya largo y tendido sobre el canto, queda ahora hablar también del sonido. Y para hablar de ello en orden, trataremos en primer lugar de los instrumentos musicales, que pueden tolerarse en las Iglesias; en segundo lugar, hablaremos del sonido de los instrumentos que suelen acompañar al canto; en tercer lugar, hablaremos del sonido separado del canto, es decir, de la sinfonía instrumental.

11. En cuanto a los instrumentos, que pueden ser tolerados en las Iglesias, el citado Benedetto Girolamo Feijó o, en el discurso citado (Theatrum criticum universale, discurso 14, pár. 11, n. 43) admite los órganos y otros instrumentos, pero quisiera excluir los tetracordos (violines), porque el arco hace que las cuerdas emitan sonidos armoniosos pero demasiado agudos, que excitan en nosotros más bien la hilaridad pueril que la veneración compuesta por los misterios sagrados, y el recogimiento.

Bauldry (Manuale nelle sacre cerimonie, § I, cap. 8, n. 14) no quería instrumentos de viento o neumáticos en las Iglesias: “Que con el órgano no se toquen otros instrumentos musicales como trompetas, flautas o cornetas”. Por el contrario, los Padres del Primer Concilio Provincial de Milán, celebrado bajo San Carlos Borromeo, en el título De Musica et Cantoribus, destierran de las Iglesias los instrumentos de viento: “En la Iglesia no haya más que el órgano; exclúyanse las flautas, las cornetas y todos los demás instrumentos musicales”.

No hemos dejado de pedir el consejo de hombres prudentes y de distinguidos Profesores de Música. Conforme a vuestra opinión, Venerables Hermanos, procuraréis que en vuestras Iglesias, si existe la costumbre de tocar instrumentos musicales, con el órgano, sólo se admitan aquellos instrumentos que tienen por misión fortalecer y sostener la voz de los cantantes, como la cítara, el tetracordio mayor y menor, el fagot, la viola, el violín. En cambio, excluiréis timbales, cuernos de caza, trompetas, oboes, flautas, arpas, mandolinas e instrumentos similares, que hacen que la música sea teatral.

12. En cuanto al uso de los instrumentos que pueden admitirse en la música sacra, sólo amonestamos a que se empleen exclusivamente para apoyar el canto de las palabras, a fin de que el sentido de las mismas quede impreso en la mente de los oyentes, y las almas de los fieles sean excitadas a la contemplación de las cosas espirituales, y estimuladas a amar más a Dios y las cosas divinas. Valenza, hablando de la utilidad de la música y de los instrumentos musicales, dice con razón: “Sirven para avivar el propio fervor y el de los demás, especialmente de los incultos, que a menudo son débiles, y a los que hay que hacer gustar las realidades espirituales, no sólo con el canto vocal, sino también con el sonido del órgano y de los instrumentos musicales” (en el volumen 3 sobre 2, 2 de San Tomas, disp. 6, quest. 9).

Sin embargo, si los instrumentos tocan continuamente, y sólo a veces se detienen, como se acostumbra hoy en día, para dejar tiempo a los oyentes para escuchar las modulaciones armónicas, las puntuaciones vibrantes de las voces, comúnmente llamadas trinos; si, por lo demás, no hacen más que oprimir y sepultar las voces del coro y el sentido de las palabras, entonces el uso de los instrumentos no alcanza el fin deseado, se vuelve inútil, incluso queda prohibido y no admitido.

El Papa Juan XXII, en su citada Extravagante Docta Sanctorum, sitúa entre los abusos de la música los siguientes, que expresa con estas palabras: “Romper la melodía con estertores” o con sollozos, como explica Carlo Dufresne en su Glossario: este nombre indica esas modulaciones concisas, vulgarmente conocidas como trinos.

El gran obispo Lindano, en el lugar citado, arremete contra el abuso de tapar las palabras de los cantores con el sonido de los instrumentos: “El clamor de las trompetas, el chirrido de los cuernos y otros estruendos diversos, nada se omite que pueda hacer incomprensibles las palabras que se cantan, oscurecerlas, sepultar su sentido”.

El piadoso y erudito cardenal Bona, en el muy elogiado tratado De Divina Psalmodia (cap. 17, § 2, n. 5), escribe así sobre el tema: “Antes de terminar, haré una advertencia a los cantores eclesiásticos: que no hagan servir de pasión ilícita lo que los Santos Padres han ordenado para ayudar a la devoción. El sonido debe ejecutarse de manera grave y moderada, de modo que no absorba todas las facultades del alma, sino que deje la mayor parte de la atención para comprender el sentido de lo que se canta, y para los sentimientos de piedad”.

13. Finalmente, en cuanto a las sinfonías, donde ya está introducido su uso, pueden tolerarse, siempre que sean serias, y no causen, por su duración, molestias o graves inconvenientes a los que están en el Coro, o trabajan en el Altar, en las Vísperas y Misas. Suárez habla de estas sinfonías: “De aquí se puede entender que, en sí mismo, no es condenable el uso de intercalar los Divinos Oficios con el sonido del órgano sin cantar, usando solamente la música de los instrumentos, como sucede algunas veces durante la Misa solemne, o en las Horas Canónicas, entre los Salmos. En estos casos tal sonido no forma parte del Oficio, y redunda en la solemnidad y veneración del Oficio mismo y en la elevación de los espíritus de los fieles, para que se muevan más fácilmente a la devoción o se dispongan a ella. Sin embargo, aunque no se asocie ningún canto vocal a este sonido, es necesario que éste sea grave y adecuado para excitar la devoción” (Suárez, De Religione, libro 4, cap. 13, n. 7).

Sin embargo, no debemos callar aquí que es algo muy inapropiado y que ya no se debe tolerar, que algunos días del año se celebren suntuosas y ruidosas sinfonías, se canten en los Templos cantos musicales, completamente inapropiados para los Sagrados Misterios que la Iglesia en ese momento propone para la veneración de los fieles.

El celo con el que estaba animado impulsó al varias veces nombrado Maestro General de la Orden de San Benito en España a protestar en el discurso citado (Theatrum criticum universale, discurso 14, § 9) contra los aires y recitativos, ¡ay!, que se usan demasiado al cantar las Lamentaciones del profeta Jeremías, cuya recitación prescribe la Iglesia en los días de Semana Santa, y en las que ahora lloramos la destrucción de la ciudad de Jerusalén por los caldeos, ahora la desolación del mundo por el pecado, ahora la aflicción de la Iglesia militante en la persecución, ahora la angustia de nuestro Redentor en sus dolores.

Mientras Nuestro Santo Predecesor Pío V ocupaba la Sede Apostólica, la Iglesia de Lucca era gobernada por Alejandro, un Obispo celoso de la disciplina eclesiástica. Había observado que, durante la Semana Santa, se celebraban en las Iglesias conciertos solemnes con numerosos cantantes y la ejecución de diversos instrumentos. Esto no estaba en absoluto en consonancia con el ambiente de luto de los servicios sagrados celebrados en esos días. Una gran multitud de hombres y mujeres acudía a escuchar tales conciertos, y se producían graves pecados y escándalos. El obispo prohibió por edicto estos conciertos durante la Semana Santa y los tres días siguientes a la Pascua. Como algunos, exentos de la jurisdicción episcopal, alegaron que no estaban obligados a obedecer al obispo, éste remitió el asunto al Sumo Pontífice Pío V, quien respondió con un Breve, fechado el 4 de abril de 1571.

El Papa deplora la ceguera de las mentes humanas y de los hombres carnales, que no sólo en los días santos, sino especialmente en los señalados por la Iglesia de modo especial para venerar la memoria de la pasión del Señor Cristo, dejando a un lado la piedad, y la sincera pureza de ánimo, se dejan llevar por los placeres del mundo, y se abandonan a merced y se dejan dominar por las pasiones. “Esto -prosigue- debe evitarse siempre en todo tiempo santo, pero debe evitarse de modo muy especial en aquel tiempo fijado por la Iglesia para conmemorar la pasión del Señor. En tal tiempo, sin embargo, es muy conveniente que todos los cristianos vuelvan sus mentes a la contemplación de un beneficio tan grande y exaltado que nos hizo Nuestro Redentor, y que se mantengan libres e inmunes de toda impureza de corazón y de sentido” .

Luego se refiere al abuso introducido en la Iglesia de Lucca de elegir buenos músicos durante la Semana Santa y de reunir toda clase de instrumentos para celebrar conciertos musicales solemnes. Le dijo al Obispo: “Recientemente, para nuestro gran disgusto, hemos sabido que en esta Ciudad, donde usted ejerce el oficio de Obispo, se comete un abuso muy detestable, es decir, el de realizar conciertos en las Iglesias, durante la Semana Santa, con el encuentro de cantantes escogidos y todo tipo de instrumentos. En estos conciertos, más que en los Oficios Divinos, acude a vosotros una multitud de jóvenes de ambos sexos, atraídos por una verdadera pasión, y la experiencia ha demostrado que se cometen pecados graves y se producen escándalos no menos graves”.

Finalmente, alaba el orden del Obispo, y, basándose en los decretos del sacrosanto Concilio de Trento, declara que este orden se extiende y obliga incluso a aquellas Iglesias que pretenden estar exentas de la autoridad del Ordinario, por privilegio apostólico o por cualquier otra razón.

En el Concilio Romano (celebrado recientemente en Roma, en el año 1726, en el Título 15, n. 6) leemos varios decretos sobre el uso de cantos e instrumentos musicales, durante el Adviento, los domingos de Cuaresma y durante los funerales de los difuntos. Nos basta mencionarlos.

14. Recordamos haber leído que el emperador Carlomagno, habiéndose propuesto reducir a las reglas del arte el canto eclesiástico, que entonces se interpretaba de manera desordenada y grosera en las Iglesias de la Galia, pidió al Pontífice Adriano I que enviara desde Roma personas instruidas en la música eclesiástica. Estos enviados introdujeron fácilmente el Canto Romano en el reino de las Galias, como cualquiera puede aprender leyendo la información de Pablo el Diácono (Vita di San Gregorio, libro 2, cap. 9); de Rudolf de Tongres (De Canonum observantia, prop. 12); de San Antonino (Summa Historica, parte 2, tit. 12, cap. 3). El monje de Angulema (Vita di Carlo Magno, cap. 8), cuenta también que los cantores venidos de Roma enseñaban también en las Galias el arte de tocar el órgano musical, que había sido introducido en el reino de las Galias bajo el rey Pipino.

Puesto que es costumbre y regla general que la ciudad de Roma preceda a todas las demás ciudades, con ejemplo y enseñanza, en lo que respecta a los Sagrados Ritos y otras cosas eclesiásticas, también esto lo confirma la historia, como lo confirma lo que ahora hemos narrado. Carlo Magno, que deseaba introducir el canto eclesiástico en su reino, lo hizo venir de Roma como de su propia sede.

Este hecho Nos empuja y estimula urgentemente a eliminar por completo todos los abusos que se han introducido en el canto Eclesiástico, y que Hemos condenado anteriormente; hacerlas desaparecer de cada Iglesia, si fuera posible, pero de manera especial de las Iglesias de la ciudad de Roma.

Y así como Nosotros no dejamos de dar las órdenes necesarias y oportunas a Nuestro Cardenal Vicario en Roma, así también vosotros, Venerables Hermanos, no dejéis de publicar, si es necesario, edictos y leyes que estén en armonía con esta Carta circular Nuestra, y que regulan el canto eclesiástico sobre la base de las disposiciones prescritas y establecidas en esta carta nuestra, para que finalmente pueda iniciarse la reforma de la música eclesiástica.

Esta reforma ya era ardientemente deseada y anhelada por muchos, hasta el punto de que, hace ya cien años, Giovanni Battista Doni, un patricio florentino, escribió en uno de sus tratados, De Praestantia Musicae Veteris (libro I, p. 49 ): “Las cosas están ahora en este punto, que no hay nadie que establezca una ley estricta que prohíba este canto casi afeminado y suave, que se ha introducido en todas partes; nadie que vea la necesidad de imponer disciplina a estas melodías afectadas, de largo aliento y a menudo secas; nadie, finalmente, que no esté convencido de que los días de fiesta solemnes y los edificios sagrados perderían su celebridad y dejarían de ser frecuentados si no resonaran con cantos suaves y a menudo impropios, y con la gran confusión de voces y sonidos que compiten entre sí”.

15. Hemos dicho “si es necesario”, sabiendo muy bien que, en el Estado Eclesiástico, hay algunas Ciudades en las que es necesario reformar la música de las Iglesias; y en cambio hay otras Ciudades que no tienen esta necesidad.

Tememos, sin embargo, y estamos profundamente preocupados, que en algunas ciudades, las Iglesias y Altares sagrados necesitan una limpieza y decoración muy necesarias. En muchas Catedrales y Colegiatas habrá que reformar, y bien, el canto coral, según las reglas que hemos dado más arriba.

Si es necesario en vuestras diócesis, debéis poner toda la diligencia y preocupación posibles para corregir tales abusos.

¡Quiera el Cielo que en todas las Diócesis de nuestro Estado los Sacerdotes celebren el sagrado Sacrificio de la Misa con ese devoto decoro extrínseco que es debido! Que cada Sacerdote apareciera en público vestido con el hábito de un Sacerdote; y, en el vestido decente del cuerpo, también con esa manera, con esa modestia y con todo ese decoro propio de un Eclesiástico.

Sobre este tema no añadiremos nada más aquí, habiéndolo ya tratado extensamente en Nuestra Notificación XIV (§ 4 y 6, libro 2 edición italiana, que es XXXIV en la edición latina), y en la Notificación IV (tomo 4, italiano edición, que es la LXXI en la edición latina): a ellos nos referimos los que son solícitos de la disciplina eclesiástica.

Concluimos alentando vuestro celo sacerdotal recordándoos que no hay nada más evidente para los hombres si las Iglesias están mal dirigidas y mal gobernadas por los Obispos, que ver a los Sacerdotes celebrando funciones sagradas haciendo mal u omitiendo ceremonias Eclesiásticas, vistiendo ropas indecentes, o ropas que no son en absoluto adecuadas para la dignidad sacerdotal, realizando todo con precipitación y negligencia

Estas cosas caen bajo la mirada de todos, se ofrecen al juicio de propios y extraños. Escandalizan especialmente a quienes proceden de regiones donde los Sacerdotes visten ropas adecuadas y celebran la misa con la debida devoción.

El piadoso y erudito Cardenal Belarmino se lamentaba no sin lágrimas: “Es también motivo de gran llanto que los sagrados Misterios sean tratados de manera tan indecorosa, debido a la negligencia e impiedad de algunos Sacerdotes. Quienes lo hacen demuestran que no creen que la Majestad del Señor esté presente. Así, algunos celebran la Misa sin ánimo, sin cariño, sin miedo y temblor, ¡con increíble prisa! Actúan como si no creyeran en la presencia de Cristo el Señor, y como si no creyeran que Cristo el Señor los ve”.

Después de algunas otras consideraciones, el Cardenal Belarmino continúa: “Sé que hay en la Iglesia de Dios muchos Sacerdotes excelentes y religiosos, que celebran los Divinos Misterios con un corazón puro y con vestiduras muy limpias. Por esto todos deben dar gracias a Dios, pero hay también algunos que se conmueven hasta las lágrimas, y no son pocos, cuyo exterior sórdido revela las vilezas e impurezas de sus almas”.

Mientras tanto, os abrazamos, Venerables Hermanos, en la caridad de Cristo, y de todo corazón os impartimos a vosotros y al rebaño confiado a vuestro cuidado la bendición apostólica.

Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 19 de febrero de 1749, noveno año de Nuestro Pontificado.

Papa Benedicto XIV


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