domingo, 13 de mayo de 2001

CUM SUMMI APOSTOLATUS (12 DE DICIEMBRE DE 1769)


ENCÍCLICA

CUM SUMMI APOSTOLATUS

DEL SUMO PONTÍFICE

CLEMENTE XIV

A los Obispos, Arzobispos, Patriarcas y Primados.

Venerables Hermanos, salud y bendición apostólica.

1. Cuando reflexionamos sobre la carga del Apostolado supremo que Nos ha sido impuesto, y consideramos su gravedad e inmenso peso, no podemos evitar, Venerables Hermanos, sentir una profunda emoción ante tan sublime misión y ante Nuestra debilidad personal. Nos parece que hemos llegado al mar y hemos sido retirados de la seguridad de una vida pacífica, como de un puerto seguro, al vernos de repente llamados a dirigir el barco de Pedro, azotado por las olas y casi sumergido por la tormenta.

Pero ésta es la obra del Señor y es admirable a Nuestros ojos. Los juicios inescrutables de Dios y no de la voluntad humana nos han confiado las funciones más serias del Apostolado cuando estábamos lejos de pensar en ellas. Esta persuasión Nos da plena confianza en que Aquel que Nos ha llamado a los pesados ​​cuidados del Ministerio Supremo disipará Nuestros temores, ayudará en Nuestra debilidad y Nos rescatará en la tormenta. Pedro, que debe ser Nuestro modelo, fue tranquilizado por el Señor, que le reprendió por su falta de fe cuando pensó que se sumergiría en el mar.

Aquel que en la persona del Príncipe de los Apóstoles Nos ha confiado el cuidado de la Iglesia universal y las llaves del reino de los cielos, Aquel que Nos ha ordenado pastorear Sus ovejas y confirmar a Nuestros hermanos, ciertamente quiere que Nuestro espíritu no conciba temor alguno de no obtener Su socorro. Quiso que Nos moviera más la esperanza de Su gracia que la aprensión de Nuestra debilidad.

Por lo tanto, nos sometemos a la voluntad de Aquel que es Nuestra fortaleza y Nuestro apoyo, y confiamos en Su fidelidad y Su poder: Él completará la obra que comenzó en Nosotros. De Nuestra nada, la grandeza de su fuerza y ​​bondad recibirán un mayor esplendor. Si Él ha pensado, en estos tiempos, servirse de Nuestro ministerio y emplearnos a Nosotros, que somos un siervo inútil, para hacer algo en bien de Su Iglesia, cada uno reconocerá que sólo Él es el autor de ello, y que sólo a Él se debe rendir honor y gloria. Nos disponemos, pues, sin más dilación, a soportar esta gran carga, dispuestos a poner en ella tanto más celo cuanto que nos apoyamos en un sólido soporte, convencidos de que la alta importancia de las funciones a que hemos sido llamados exige tal cuidado y prudencia que nunca pueden ser demasiado grandes.

Cuando, continuamente preocupados por la vastedad de Nuestra administración, echamos una mirada desde las alturas de la Sede Apostólica sobre todo el universo cristiano, os vemos, Venerables Hermanos, elevados a puestos eminentes e ilustres, y el veros Nos llena de alegría. Reconocemos en vosotros con la mayor satisfacción a Nuestros colaboradores, los guardianes del rebaño del Señor, los obreros de la viña del Evangelio. A vosotros, por lo tanto, que compartís Nuestros cuidados, deseamos ante todo dirigiros la palabra al comienzo de Nuestro Apostolado. En vuestros corazones queremos difundir los sentimientos más íntimos de Nuestra alma; y si en nombre del Señor os dirigimos algunas exhortaciones, atribuidlas a la desconfianza que tenemos de Nos mismos y pensad también que proceden de la confianza que Nos inspiran Vuestra virtud y Vuestro amor filial hacia Nos.

2. En primer lugar, Venerables Hermanos, os pedimos y suplicamos que nunca os canséis de rogar a Dios que sostenga nuestra debilidad con su divino socorro. Corresponded así al amor que os tenemos. Unid a Nuestras oraciones el consuelo de las vuestras, para que apoyándonos mutuamente seamos más constantes y vigilantes. Demostraremos con la unión de los corazones esa unidad por la que todos formamos un solo cuerpo, pues toda la Iglesia no es sino un solo edificio, del que el Príncipe de los Apóstoles puso los cimientos en esta Sede. Muchas piedras unidas contribuyen a este edificio; pero todas ellas descansan y se apoyan en una. El cuerpo de la Iglesia es uno; Jesucristo es su cabeza, y en Él formamos todos uno. Él ha querido que Nosotros, vicario de su poder, seamos elevados sobre los demás, y que Vosotros, unidos a Nosotros como cabeza visible de la Iglesia, seáis las partes principales de su cuerpo.

¿Qué, pues, puede sucederle a uno que no toque también a los demás, y que no afecte a cada uno de ellos? De la misma manera, por tanto, no puede haber nada que reclame Vuestra vigilancia y que no sea al mismo tiempo asunto de Nuestro cuidado y no deba sernos comunicado. De la misma manera, de nuevo, debes pensar que todo lo que Nos concierne y todo lo que requiere Nuestra atención y Nuestra contribución debe concernirte en el más alto grado. Debemos, pues, todos, manteniendo estrechamente unidas nuestras voluntades, estar animados por este único y mismo espíritu que, procediendo de Jesucristo, nuestra cabeza mística, se difunde por todos sus miembros para dispensarles la vida. Debemos poner todo nuestro empeño y aplicar principalmente nuestro cuidado para que el cuerpo de la Iglesia permanezca sin lesión y sin herida, y se desarrolle y fortalezca, resplandeciendo con todas las virtudes cristianas, sin arrugas y sin manchas.

Esta obra será posible con la ayuda de Dios, si cada uno de vosotros se siente inflamado de gran celo por el rebaño que le ha sido confiado, y procura alejar de su pueblo el contagio del mal y las insinuaciones del error, fortificándolo con toda la ayuda de la santidad y de la doctrina.

3. Si alguna vez fue necesario que aquellos a quienes se ha confiado la guarda de la viña del Señor estuvieran animados de estos deseos por la salud de las almas, lo es especialmente en estos tiempos que deben ser convencidos e inflamados por ellos. Porque, ¿cuándo hemos visto propagarse diariamente por todas partes opiniones tan perniciosas, que tienden a debilitar y destruir la Religión? ¿Cuándo hemos visto a los hombres, seducidos por la fascinación de la novedad y llevados por una especie de codicia hacia una ciencia extraña, dejarse arrastrar más tontamente hacia ella y buscarla con tal exceso? Así nos llena de dolor ver esta pestilente enfermedad de las almas, que se extiende desgraciadamente cada día más.

Cuanto mayor sea el mal, Venerables Hermanos, tanto más debéis trabajar activamente y emplear todos los medios de vuestra vigilancia y autoridad para repeler esta temeraria locura que aún se desborda sobre las cosas divinas y santísimas. Esto lo conseguiréis, creedlo, no con el corruptible y vano auxilio de la sabiduría humana, sino únicamente con la sencillez de la doctrina y con la palabra de Dios, más penetrante que una espada de dos filos; cuando en todas vuestras palabras mostréis y prediquéis a Jesucristo crucificado, os será fácil reprimir la osadía de vuestros enemigos y rechazar sus dardos.

Él ha edificado su Iglesia como una ciudad santa y la ha fortificado con sus leyes y preceptos. Le ha confiado la fe como un depósito que debe guardar religiosamente y con pureza. Quiso que fuera el baluarte inexpugnable de su Doctrina y de su Verdad, y que las puertas del infierno no prevalecieran jamás contra ella. Poniéndonos, pues, al frente del gobierno y custodia de esta santa ciudad, defendamos celosamente, Venerables Hermanos, la preciosa herencia de la fe de nuestro Fundador, Señor y Maestro, que nuestros Padres nos confiaron en toda su integridad para que la transmitiéramos pura e íntegra a nuestra posteridad.

Si dirigimos Nuestros actos y Nuestros esfuerzos según esta regla que nos trazan las Sagradas Escrituras, y si seguimos las huellas infalibles de Nuestros Predecesores, podemos estar seguros de que estamos provistos de todos los auxilios necesarios para evitar lo que podría debilitar y herir la fe del pueblo cristiano y romper o disolver en cualquier parte la unidad de la Iglesia.

Sólo de las fuentes de la sabiduría divina, tanto escritas como tradicionales, queremos sacar lo necesario para Nuestra fe y Nuestra obra.

4. Esta doble y rica fuente de toda verdad y de toda virtud contiene plenamente lo que se refiere al culto religioso, a la pureza de costumbres y a las condiciones de una vida santa. De ella hemos aprendido los deberes de piedad, honestidad, justicia y humanidad; por ella comprendemos lo que debemos a Dios, a la Iglesia, a nuestra patria, a nuestros conciudadanos y a los demás hombres.

Es por ella que reconocemos que nada ha contribuido más poderosamente a determinar los derechos de las ciudades y de la sociedad que estas leyes de la verdadera religión. Por eso nunca nadie ha declarado la guerra a las divinas prescripciones de Cristo, sin perturbar al mismo tiempo la tranquilidad de los pueblos, disminuir la obediencia debida a los Soberanos y extender por todas partes la incertidumbre. Pues hay una gran conexión entre los derechos del poder divino y los del poder humano; quienes saben que el poder de los reyes está sancionado por la autoridad de la ley cristiana, los obedecen de buen grado, respetan su poder y honran su dignidad.

5. Teniendo en cuenta que esta parte de las prescripciones divinas está estrechamente relacionada con la tranquilidad de los pueblos no menos que con la salud de las almas, os exhortamos, Venerables Hermanos, a poner todo vuestro cuidado en inspirar a los pueblos -después de todo lo que es debido a Dios y a las santas constituciones de la Iglesia- el legítimo respeto y obediencia que deben a los reyes. Pues éstos han sido colocados por Dios en un lugar eminente para defender el orden público y contener a sus súbditos dentro de los límites de sus derechos. Son los ministros de Dios para el bien, y por eso llevan la espada, severos vengadores contra los que hacen el mal. Son, además, hijos predilectos y defensores de la Iglesia, a la que deben amar como a su madre, defendiendo su causa y sus derechos.

Cuidad, pues, de hacer comprender este divino precepto a aquellos a quienes habréis de instruir en la ley de Cristo. Haced que aprendan desde su infancia que el respeto debido a los reyes debe mantenerse fielmente; que deben obedecer a la autoridad y someterse a la ley no sólo por temor, sino también por sentido del deber. Inspirando en el corazón del pueblo no sólo la obediencia a sus reyes, sino también el respeto y el amor hacia ellos, obraréis por dos cosas indisociables: la paz del pueblo y el bien de la Iglesia.

Cumpliréis vuestra misión aún más plenamente si a las oraciones diarias por el pueblo añadís oraciones especiales por los reyes, para que sean sanos, para que dirijan a sus súbditos con equidad, justicia y paz; para que reconozcan que Dios manda por encima de sus tronos, y defiendan y propaguen piadosa y santamente su causa. Actuando así, cumpliréis no sólo vuestras funciones episcopales, sino también en beneficio de todos. En efecto, ¿qué es más justo y más conveniente que aquellos a quienes se ha confiado la custodia de las cosas santas, en su calidad de intérpretes y ministros, ofrezcan a Dios los votos de todos, suplicándole que sostenga a quienes salvaguardan la tranquilidad de todos los ciudadanos?

6. Creemos superfluo describir aquí las demás funciones del ministerio pastoral. Pues ¿para qué enumerar detalladamente y recomendaros cosas de las que sabemos que tenéis un profundo conocimiento, y en cuya práctica os fortalecéis por el uso diario y por una cierta inclinación de vuestro corazón conforme a vuestras funciones?

Sin embargo, no podemos dejar de repetiros y poner ante vuestros ojos un consejo que las resume todas: y es que en el ejercicio de la virtud toméis por modelo a Jesucristo, nuestra Cabeza, Príncipe de los Pastores, y reproduzcáis en vosotros la imagen de su santidad, caridad y humildad.

Porque si Él, que era el esplendor de la gloria del Padre y la figura de su sustancia, se ha permitido tomar las debilidades de nuestra carne, y del estado de servidumbre hacernos pasar, por sus humillaciones y su amor, al de hijos adoptivos de Dios; Si ha querido que seamos sus coherederos, ¿podemos elegir un objeto más noble y glorioso en nuestras meditaciones y trabajos que el de que nosotros, que somos los instrumentos por los que se mantiene y obra esta unión de los hombres con Cristo, iluminemos con nuestro ejemplo el camino por el que caminan en la bondad, clemencia y mansedumbre de este divino modelo? ¿Y por qué otra razón habría ascendido a las alturas de la montaña, Aquel que evangeliza a Sionne? No puedes arder en deseos de alcanzar esta semejanza sin transmitir a los corazones de todo tu pueblo la llama que arde en tu interior. Ciertamente, la fuerza y el poder del pastor que agita las almas de su rebaño son maravillosos. Cuando el pueblo sepa que todos los pensamientos de su pastor, todas sus acciones se rigen por el modelo de la verdadera virtud, cuando lo vea evitar todo lo que pueda oler a dureza, a altivez, a orgullo, y ocuparse sólo de los deberes que inspiran caridad, mansedumbre, humildad; entonces se sentirá fuertemente animado a emularlo para alcanzar la misma alabanza.

Cuando la gente sepa que el pastor, ajeno a todo provecho personal, sirve a los intereses de los demás, socorre a los necesitados, instruye a los ignorantes, alienta a todos con su esfuerzo, consejo y piedad, y prefiere la salud de la comunidad a su propia vida, entonces, dulcemente atraída por su amor, celo y asiduidad, escuchará con gusto la voz del pastor que enseña, exhorta y amonesta, así como él llama.

Pero ¿cómo podrá enseñar a los demás el amor de Dios y la benevolencia hacia sus hermanos quien, esclavizado por las ataduras y la codicia de sus intereses privados, prefiere las cosas de la tierra a las del cielo? ¿Cómo podría quien aspira a las alegrías y honores del mundo llevar a los demás al desprecio de las cosas humanas? ¿Cómo podría dar lecciones de humildad y mansedumbre quien se eleva en la pompa del orgullo? Vosotros, pues, que habéis recibido la misión de enseñar al pueblo la moral de Jesucristo, recordad que debéis imitar ante todo su santidad, su inocencia, su mansedumbre. Sabed que vuestro poder nunca aparecerá más brillante que cuando lleváis la insignia de la humildad y del amor, más aún que cuando lleváis la insignia de vuestra dignidad.

Recordad que es propio de vuestro cargo, y que sólo a vosotros pertenece dirigir de este modo al pueblo que os ha sido confiado; es en el cumplimiento de este deber donde debéis buscar toda ventaja y toda alabanza; descuidándolo, sólo encontraréis mala voluntad e ignominia. No ambicionéis otras riquezas que la salud de las almas redimidas por la sangre de Jesucristo, y no busquéis gloria verdadera y sólida sino propagando el culto divino y aumentando la belleza de la casa del Señor, erradicando los vicios y aplicando todos vuestros cuidados a practicar la virtud con perseverante fidelidad. Esto es lo que debéis pensar y hacer asiduamente; éste debe ser el objeto de vuestra ambición y deseos.

7. Y no penséis que, en la multiplicidad de este largo y laborioso ejercicio, os falta tiempo para practicar la virtud. Tal es la condición de vuestro oficio, tal es la razón de la vida episcopal, que nunca debéis ver la llegada del descanso ni el fin de vuestros trabajos. Las acciones de aquellos cuya inmensa caridad debe ser ilimitada, no pueden estar circunscritas por ningún límite; pero la espera de la recompensa infinita e inmortal que os está destinada, dulcificará y aliviará fácilmente todos vuestros dolores. En efecto, ¿qué puede parecer pesado y duro a quien piensa en esa bendita recompensa que el Señor reserva, y que la razón de los deberes pastorales reclama para los que habréis conservado y multiplicado su rebaño?

Pero además de esta magnífica esperanza de la inmortalidad, experimentaréis todavía una gran alegría aun en el peso de los trabajos de la vida pastoral, cuando, acudiendo Dios en vuestra ayuda, veáis a vuestro pueblo unido con los lazos de una mutua caridad, floreciente en piedad y justicia, y cuando contempléis todos los demás admirables frutos que vuestros trabajos y vigilias habrán producido en la Iglesia.

Quiera Dios que podamos, durante el tiempo de Nuestro Apostolado, y por la concurrencia unánime de todas Nuestras voluntades y de todos Nuestros cuidados, ver el retorno de aquella maravillosa felicidad religiosa que fue de la edad antigua.

Quiera Dios que podamos, Venerables Hermanos, alegrarnos juntos y gozar de ella en Jesucristo Nuestro Señor. ¡Que este mismo Jesucristo nos sostenga siempre con su gracia y encienda nuestros corazones con el amor de cuanto pueda agradarle!

8. Al mismo tiempo que os escribimos esta Carta, Venerables Hermanos, con otra concedemos a todos los cristianos el Jubileo para implorar -según la tradición, al comienzo de Nuestro Pontificado- la ayuda divina para el sano gobierno de la Santa Iglesia Católica.

Por lo tanto, os pedimos y os suplicamos que incitéis a los pueblos confiados a vuestro cuidado a elevar devotas oraciones con fe, piedad y humildad. Encendedlos con vuestras exhortaciones, con vuestros consejos y con el ejemplo, para que cuiden tanto de su propia salvación como del bien público de la cristiandad.

Como prenda de nuestro amor, os impartimos, Venerados Hermanos, y a los fieles de vuestras Iglesias, la afectuosa bendición apostólica.

Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 12 de diciembre de 1769, primer año de Nuestro Pontificado.

Papa Clemente XIV.


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