Por el padre Jerry Pokorsky
La unión de las naturalezas humana y divina de Jesús, desde el momento del fiat de María al ángel Gabriel, es la clave de nuestra salvación. Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, es una paradoja práctica del dogma católico.
La Encarnación provoca una agradable y profunda especulación teológica, clarificada y corregida por la Iglesia (y con argumentos sanos). Necesitamos renovar nuestros esfuerzos por entender a Jesús como verdadero Dios y verdadero hombre, porque cada época enfatiza demasiado a uno sobre el otro. La reconciliación de Dios y el hombre en la Encarnación brinda confianza en la compatibilidad de la fe y la razón, la fe y la ciencia, la fe y la moral.
A veces oímos: “No importa lo que creamos, siempre que seamos buenas personas”. Pero Jesús respondió: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino sólo Dios” (Mc 10,18). La auténtica bondad humana participa de la bondad de Dios. Jesús, verdadero hombre, participa íntimamente de la bondad del Padre porque es verdadero Dios.
Hemos visto la irreverencia que surge cuando se hace demasiado hincapié en la humanidad de Jesús, el verdadero hombre, cuando damos por sentado a Dios y su bondad. A menudo nos volvemos descuidados con las cosas sagradas. La reverencia a Jesús, verdadero Dios, es el correctivo.
La reverencia es el santo temor de Dios. La reverencia trae sabiduría, cf. Prov. 1:7: “El comienzo del saber es el temor del Señor”. La falta de respeto y la irreverencia oscurecen nuestra mente: “únicamente los tontos desprecian la sabiduría y la disciplina”. La Iglesia nos enseña a acercarnos a Dios Todopoderoso con reverencia que enriquece nuestra sabiduría.
En las Sagradas Escrituras encontramos un temor reverente al acercarnos al Todopoderoso. Moisés se asombra cuando se encuentra con Dios en la zarza ardiente (cf. Ex 3,5). Los Apóstoles sienten asombro ante Jesús cuando calma la tormenta: “¿Quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Mc 4,41). La Misa requiere nuestra participación reverente. El temor del Señor –la reverencia– reconoce la supremacía y la sabiduría de Dios. Cuando tememos al Señor con reverencia, ¿cómo reunimos el coraje para acercarnos a Él en oración devota?
Nuestra búsqueda de un Dios totalmente bueno es imposible sin Jesús. Jesús, Dios verdadero, nos conduce al Padre: “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí” (Jn 14,6). Jesús, hombre verdadero, humaniza la reverencia con su amor divino como Dios verdadero: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído de mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15,15).
San Pablo da testimonio de la sagrada humanidad de Jesús: “Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús hombre, que se entregó a sí mismo en rescate por todos” (1 Tim 2,5). Jesús, verdadero hombre, es el puente entre nuestra humanidad y la divinidad del Padre. San Pablo también da testimonio de la divinidad de Jesús: Él es “la imagen de Dios invisible” (Col 1,15), “porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Col 2,9).
La negación de la divinidad de Jesús desintegra nuestro temor al Dios todopoderoso. Nuestro temor no es reverente, es servil. La Resurrección se convierte en una historia piadosa y sin sentido. ¿Cómo podría un simple hombre vencer el pecado, el sufrimiento y la muerte? Pero la negación de la humanidad de Jesús, verdadero hombre, hace que la Cruz carezca de sentido. ¿Cómo podría Jesús, verdadero Dios, separado de la humanidad, sufrir y expiar los pecados de la humanidad?
La Iglesia primitiva corrigió ambos errores. El Concilio de Nicea afirmó a Jesús como verdadero Dios y verdadero hombre. El Concilio de Éfeso afirmó a María como la “Madre de Dios” (el Cristo integral). El Concilio de Calcedonia afirmó la unidad de las naturalezas divina y humana de Jesús en una sola Persona.
La Misa representa y refuerza a Jesús como verdadero Dios y verdadero hombre. El sacerdote saluda a la congregación con una fórmula trinitaria: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre, y la comunión del Espíritu Santo estén con todos vosotros”. Con reverencia, ofrecemos humildemente nuestras oraciones a Dios “por Cristo nuestro Señor”. En unión con su humanidad, Jesús es el único Mediador con el Padre. En unión con su divinidad, Jesús es uno con el Padre.
Durante la Plegaria Eucarística, especialmente el Canon Romano, oramos repetidamente “por Cristo nuestro Señor”. El sacerdote toma el pan y el vino y pronuncia las palabras de la Institución mientras se pone de pie en la persona de Cristo, la Cabeza de la Iglesia, y entramos en el misterio del Santo Sacrificio. Nos dirigimos a Jesús como intercesor, verdadero hombre. “Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo como nosotros, pero sin pecado” (Heb. 4:15). Jesús, verdadero hombre, en la Eucaristía es nuestro puente hacia nuestro Padre celestial.
Jesús es también Dios verdadero. La Plegaria Eucarística concluye con esta oración tan conocida: “Por Cristo, con Él y en Él, a Ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén”. Esta oración es el gran final –el signo de exclamación– del Canon de la Misa. Jesús y el Padre son uno en el Espíritu: “Quien me ve a mí, ve al que me ha enviado” (Jn 12,45).
El sacerdote nos incentiva a dirigirnos a Dios, porque Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, nos concede su permiso: “Por mandato del Salvador y formados por la enseñanza divina, nos atrevemos a decir…” “Padre nuestro que estás en los cielos…”. Dejando de lado el temor servil al acercarnos al Todopoderoso, nos atrevemos incluso a dirigirnos a Jesús como Dios: “Señor, no soy digno de que entres en mi casa…”.
Y recibimos a Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, en la intimidad de la Sagrada Comunión.
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