Un fantasma se ha colado en la Real Academia: la palabra “sororidad” referida a solidaridad entre mujeres frente a la amenaza del varón, en un contexto de discriminación sexual. La Docta Casa cede así ante el lobby feminista.
Por Alfonso Basallo
La misma Academia que prohibió el todos, todas y todes ha mordido el anzuelo del lenguaje inclusivo admitiendo una nueva acepción de “feminicidio” y un ‘palabro’ nuevo, “sororidad”.
El primero es, desde ahora, “el asesinato de una mujer a manos de un hombre por machismo o misoginia”. Lo cual equivale a admitir que la violencia tiene género y ceder ante el lobby feminazi. De hecho, el origen del concepto “feminicidio” no es filológico sino ideológico: lo acuñó la antropóloga feminista Marcela Lagarde.
Lo malo del lenguaje inclusivo es que, en su afán por evitar la discriminación, discrimina todo lo que toca. “Feminicidio” incurre en desigualdad con el varón, de modo que, para ser justa, la Academia debería acuñar ahora “varonicidio” o algo así.
Por ese camino, a los comanches ya no se les debería llamar indios, sino “nativos norteamericanos”; ni leñador al personaje del cuento de Caperucita Roja sino “operario de la industria maderera (o técnico en combustible vegetal)”, y así podríamos seguir hasta el juicio final.
Lo mismo pasa con “sororidad” o “soror”, otras fake-words. El origen también es feminista, aunque ya Unamuno habla de “sororidad” en la Tía Tula: “habría que inventar otra palabra que no hay en castellano. Fraternal y fraternidad vienen de frater, hermano, y Antígona era soror, hermana. Y convendría acaso hablar de sororidad y de sororal, de hermandad femenina”.
Pero si se quiere subrayar el carácter fraternal de las mujeres, ya tenemos la palabra “hermana” en lugar de “soror”, y de “hermandad” en lugar de “sororidad”.
Claro que en el contexto feminista, lo que se pretende subrayar con el ‘palabro’ “soror” es su oposición al varón, al hermano. Se pretende instaurar la neolengua orwelliana y llevar a la filología la guerra que un sexo ha declarado a otro.
Admitir “soror”, como hace la Academia, es admitir que existe un enemigo endémico de la raza femenina, un voraz predador de mujeres, por el mero hecho de nacer con lo que hay que tener; y que es preciso levantar una empalizada lingüística, un cordón sanitario para encerrar en su perímetro a la fiera falocéntrica (juguemos al redicho lenguaje freudiano), y que no salga.
Y es que el feminismo radical no busca la igualdad, sino convertir al varón en el enemigo público número uno. Con leyes como la violencia de género; y con el lenguaje inclusivo.
Ahora resulta que la masculinidad viene a ser Mordor; y el varón medio es poco menos que el Señor Oscuro. Cuando desde los tiempos de Adán y Eva, el varón ha sido algo muy distinto: compañero, aliado, cónyuge; los dos, él y ella, uncidos por el mismo yugo; los dos, tirando del mismo carro.
Por supuesto que ha habido abusos y que nada hay más execrable que el hombre que se aprovecha de la fuerza física para maltratar, violar o asesinar a la mujer. Ahí estamos todos de acuerdo. Pero para eso ya están las leyes ordinarias, el Código Penal y la cárcel, sin necesidad de una jurisdicción de género, que es prevaricadora por definición.
Pero aún condescendiendo ante el rarito de Unamuno y ante las feministas, llamar sorores a las mujeres no deja de ser un ridiculez en esta época, en la que apenas nacen niños. Porque si no hay madres, tampoco hay hermanas. Ni hermanas, ni hermanos. Es otra de las consecuencias del invierno demográfico de España.
Por ese camino, a los comanches ya no se les debería llamar indios, sino “nativos norteamericanos”; ni leñador al personaje del cuento de Caperucita Roja sino “operario de la industria maderera (o técnico en combustible vegetal)”, y así podríamos seguir hasta el juicio final.
Lo mismo pasa con “sororidad” o “soror”, otras fake-words. El origen también es feminista, aunque ya Unamuno habla de “sororidad” en la Tía Tula: “habría que inventar otra palabra que no hay en castellano. Fraternal y fraternidad vienen de frater, hermano, y Antígona era soror, hermana. Y convendría acaso hablar de sororidad y de sororal, de hermandad femenina”.
Pero si se quiere subrayar el carácter fraternal de las mujeres, ya tenemos la palabra “hermana” en lugar de “soror”, y de “hermandad” en lugar de “sororidad”.
Claro que en el contexto feminista, lo que se pretende subrayar con el ‘palabro’ “soror” es su oposición al varón, al hermano. Se pretende instaurar la neolengua orwelliana y llevar a la filología la guerra que un sexo ha declarado a otro.
Admitir “soror”, como hace la Academia, es admitir que existe un enemigo endémico de la raza femenina, un voraz predador de mujeres, por el mero hecho de nacer con lo que hay que tener; y que es preciso levantar una empalizada lingüística, un cordón sanitario para encerrar en su perímetro a la fiera falocéntrica (juguemos al redicho lenguaje freudiano), y que no salga.
Y es que el feminismo radical no busca la igualdad, sino convertir al varón en el enemigo público número uno. Con leyes como la violencia de género; y con el lenguaje inclusivo.
Ahora resulta que la masculinidad viene a ser Mordor; y el varón medio es poco menos que el Señor Oscuro. Cuando desde los tiempos de Adán y Eva, el varón ha sido algo muy distinto: compañero, aliado, cónyuge; los dos, él y ella, uncidos por el mismo yugo; los dos, tirando del mismo carro.
Por supuesto que ha habido abusos y que nada hay más execrable que el hombre que se aprovecha de la fuerza física para maltratar, violar o asesinar a la mujer. Ahí estamos todos de acuerdo. Pero para eso ya están las leyes ordinarias, el Código Penal y la cárcel, sin necesidad de una jurisdicción de género, que es prevaricadora por definición.
Pero aún condescendiendo ante el rarito de Unamuno y ante las feministas, llamar sorores a las mujeres no deja de ser un ridiculez en esta época, en la que apenas nacen niños. Porque si no hay madres, tampoco hay hermanas. Ni hermanas, ni hermanos. Es otra de las consecuencias del invierno demográfico de España.
La "señorita España" ahora y antes |
No se puede legislar sobre la mentira, ni forzar la realidad retorciendo el lenguaje para ver si encaja a martillazos. Ni la República no existe, ni Miss España es una mujer sino un hombre operado; ni la “sororidad” responde a una realidad, sino a un prejuicio ideológico, impuesto e impostado.
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