miércoles, 3 de enero de 2001

CHRISTI ECCLESIAE (30 DE DICIEMBRE DE 1797)

BULA

CHRISTI ECCLESIAE

Del Sumo Pontífice

Pío VI

El Obispo Pío, Siervo de los siervos de Dios, en perpetua memoria.

1. Aunque la misión de gobernar la Iglesia de Cristo ha estado siempre expuesta a angustias cotidianas y casi continuas, sin embargo, todo el curso de Nuestro Pontificado hasta ahora se ha visto perturbado por olas de preocupación tan extraordinarias y violentas que nos parece que no podremos salir de ellas con la ayuda del valor, la sabiduría y el esfuerzo humanos, a menos que opere la asistencia divina. No ha habido ni un momento de respiro de nuevas tormentas, temores y peligros, ni ha cesado el embate de las ofensas, ansiedades, calamidades y tantas penurias ya experimentadas, de modo que no podemos tener todavía paz, pues el tiempo de las noticias dolorosas no ha pasado aún. Hay que ser constantemente vigilante, cauto y tolerante. No sólo debemos afligirnos por los males presentes, sino también por los futuros, que son inciertos y temibles, y a los que debemos hacer frente con Nuestras oraciones a Dios y con todos los esfuerzos que podamos hacer. Y que en estos asuntos humanos y en esta ambigua e incierta adversidad de los tiempos, encontremos el modo de llevar alguna esperanza de respiro y consuelo a los perseguidos durante tanto tiempo, a la Iglesia cuyos bienes han sido devastados y a los pueblos fieles. Por eso, insistiendo en el ejemplo de Nuestros predecesores, ahora nos ocupamos sobre todo de lo que debe hacerse cuando esta Santa Sede quede vacante. Precisamente para cubrir esa vacante, corresponderá a los Cardenales de la Santa Iglesia Romana convocar las asambleas de las que emana la eficacia suprema de las sagradas deliberaciones y el estado futuro de gran parte de la Iglesia. Con respecto a este gravísimo problema de la elección de un nuevo Papa, nuestros predecesores idearon y tomaron numerosas y sabias decisiones adecuadas a su tiempo. Pero ante nuevas situaciones, hay que añadir nuevas deliberaciones y adaptarse a ellas.

2. En primer lugar, ¿tendrán que decidir los electores el lugar mismo de las asambleas, es decir, un gran cónclave en el que se reúnan todos y permanezcan hasta la elección del nuevo Pontífice: tendrán quizá que retirarse, aunque ya exista la antigua costumbre de reunirse en el palacio cercano a San Pedro (como a veces ocurría en siglos anteriores) para evitar la insalubridad del aire? ¿Será que una mayor seguridad para la permanencia, así como la libertad en la expresión de los votos, o un menor gasto en la organización del cónclave según la tradición, por las dificultades en el desembolso del dinero del tesoro o de los electores, y finalmente la necesidad de realizar la operación (de la que hablaremos específicamente en un momento) podrían obligar a elegir otra sede no incómoda y más adecuada a las circunstancias?

Por lo tanto, deseando que los mismos cardenales queden libres y exentos de toda incertidumbre en cuanto al cambio de lugar para el cónclave, concedemos a los que estarán presentes la facultad en virtud de la cual, si no todos, al menos la mayoría de ellos, podrán elegir un lugar más adecuado y apropiado al que deberán trasladarse todos; declaramos que el traslado a otro cónclave no desvirtúa jurídicamente el trabajo a realizar.

3. Las mismas dificultades actuales derivadas de las circunstancias y de los tiempos, que apenas podemos esperar que se conviertan tan fácilmente en la antigua regla de la tranquilidad pública y segura, para que ningún obstáculo se oponga a la observancia de la otra regla relativa al día de la entrada en el cónclave de los cardenales que deben estar presentes y que deben reunirse en un día determinado después de la vacante de la sede papal, y ser confinados para completar la elección, nos llevan, después de una madura reflexión, a expresar lo que pensamos y lo que debe hacerse en el futuro, después de haber eliminado de nuestros corazones cualquier duda que pueda surgir. Sabemos que esta costumbre fue introducida hace algunos siglos y confirmada posteriormente, y que se reforzó aún más después de las Constituciones de Gregorio X, Pío IV, Gregorio XV y otros Pontífices y especialmente Clemente XII, que en su Constitución Apostolatus officium no hizo ninguna mención explícita, sino que lo confirmó genéricamente junto con los otros que ya habían sido establecidos por los Pontífices anteriores, de modo que el décimo día después de la muerte del Papa los Cardenales están obligados a entrar en el cónclave y, encerrados en él, a dedicarse a la elección. Según esta norma, muchos canonistas afirman que los cardenales tienen un deber de conciencia en el sentido de que es justo y adecuado que los cardenales ausentes puedan intervenir en el espacio de diez días, pero que este espacio no debe ampliarse por la ausencia de algunos, ya que se considera que debe darse mayor peso al hecho de que la Iglesia no puede permanecer demasiado tiempo sin una cabeza visible, sin su pastor. ¿Quizás se pueda imponer una norma bien definida sobre la dificultad indefinida de los tiempos agitados? ¿Quién podría prever ahora, en estas coyunturas humanas que dudamos puedan cambiar, cuáles son los tiempos preestablecidos para trabajar en circunstancias muy graves y muy importantes, y cuáles deben ser a veces acortados o, por el contrario, prolongados?

Por lo tanto, mitiguemos la costumbre y norma de los diez días y permitamos o concedamos a los Cardenales de la Santa Iglesia Romana que estarán presentes la facultad de no esperar el plazo de diez días después de la vacante de la Sede Apostólica, y de prevenir los impedimentos previstos reuniéndose en cónclave y rompiendo todas las demoras; si entonces surge alguna dificultad grave o por el levantamiento tumultuoso del pueblo inquieto o el temor de incursiones o de guerra u otras causas similares e inminentes de acontecimientos calamitosos; O si, por el contrario, la misma gravedad de los impedimentos ya está presente y con su violencia parece trastornarlo todo y no permite ningún espacio para la tranquilidad y la libertad, entonces los mismos Cardenales tendrán que alargar y prolongar ese periodo de tiempo hasta que la tormenta vaya amainando y se restablezca un orden de cosas más sereno. Queremos que los Cardenales de la Santa Iglesia Romana tengan el juicio y el poder, según las circunstancias, de decidir el inicio del cónclave en tal o cual lugar, y aunque no todos estén de acuerdo, en cualquier caso todos estarán obligados a adherirse a las decisiones de la mayoría y a llevarlas a cabo.

4. Si entonces esos días no son tranquilos, ni toda la situación es tan segura como en un puerto y sin ninguna sospecha fundada de alguna desgracia, entonces todo debe proceder según la norma prescrita y, por lo tanto, deben observarse los diez días habituales antes de entrar en cónclave, para que el número no despreciable de cardenales que están particularmente distantes puedan intervenir a tiempo y no parezca que haya ninguna prisa o retraso en la conclusión de tan importante tarea, ni que las acciones se lleven a cabo precipitadamente, sino que la consulta para una elección legítima se ha realizado con plena conciencia. Los días no pueden transcurrir en la ociosidad, ya que mientras tanto los Cardenales deben cumplir numerosas formalidades y, por supuesto, celebrar los oficios diarios en sufragio del Pontífice fallecido y soportar toda la carga (que recae sobre ellos) de velar por los intereses del Estado, y los demás asuntos que deben gestionarse según las normas de las Constituciones Apostólicas superiores, cuya gravedad no pretendemos en modo alguno disminuir con esta Nuestra Constitución, sino más bien confirmarla en su vigor integral, salvo en los casos que antes hemos descrito, es decir, la más grave inclemencia de los tiempos y la propia seguridad del cuerpo católico, que especialmente desde su cabeza se extiende a los demás miembros. No se necesitan nuevas leyes en este momento. Pero no queremos abolir, sino mitigar, y adaptar a los tiempos que puedan venir, ciertas normas que no se ajustan a la nueva realidad y que, sin embargo, no impiden la misma elección en ese caso concreto. Concedemos a los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, presentes y futuros, una facultad por la que -cuando la Sede Apostólica quede vacante y se produzcan esos impedimentos a la libre elección a los que nos recuerda la grave situación política actual- los mismos Cardenales no tendrán duda ni temor de extender su poder, si es posible, a las leyes antes mencionadas, que no deben ser cambiadas sino sólo actualizadas con el consentimiento de la mayoría de ellas; por esta Nuestra carta introducimos y autorizamos esta facultad.

5. Por lo tanto, siguiendo la opinión y aprobación de Nuestros Venerados Hermanos Cardenales de la Santa Romana Iglesia y en la plenitud del poder apostólico, queremos y ordenamos que, después de la muerte de los Sumos Pontífices, se reúnan pronto nuestros Venerables Hermanos Cardenales de la Santa Romana Iglesia que estará presente y que se consulten entre sí valorando la situación del momento, y decidan si mantener o elegir una nueva sede del cónclave, si adelantar o prorrogar el día de entrada en el mismo. Lo que la mayoría habrá decidido es obligación de todos, y sin vacilación alguna, haciendo uso de las facultades ya concedidas, deben proceder, con la ayuda de Dios, a la elección del nuevo Pontífice.

6. Quienes se opongan a esta carta y a lo que ella contiene, y tengan algún derecho o interés en lo anterior, o crean no estar de acuerdo en algún punto o en algunos puntos, y no hayan sido citados ni oídos, saben sin embargo que esta carta debe considerarse siempre firme, válida y eficaz a perpetuidad, y debe expresarse plenamente y producir todos sus efectos, y aquellos ante quienes es y será responsable, por el tiempo en que lo sean, están obligados inviolable y respectivamente a observar eso. Irritante y vanidoso se tendrá por hecho lo que en este asunto se haya hecho, de modo diferente, por cualquiera y con cualquier autoridad, a sabiendas o irresponsablemente.

7. Como las normas Nuestra y de la Cancillería Apostólica no se oponen al derecho adquirido (que no debe ser suprimido hasta que sea necesario) y a las Constituciones y disposiciones promulgadas hasta ahora por Alejandro III, Gregorio X, Clemente V y por del citado Pío IV y de los demás Romanos Pontífices Nuestros predecesores en cuanto a la elección del Sumo Pontífice, queremos que las disposiciones de aquellas cartas queden plena y suficientemente expresadas en el presente, como si estuvieran insertadas palabra por palabra, y mandamos a cualquiera quien está en contra de que todo y los contenidos individuales sigan siendo válidos en toda su fuerza.

8. Queremos también, y con autoridad apostólica lo disponemos, que esta carta nuestra sea reproducida en un folleto e integrada a las demás Constituciones de nuestros predecesores; también queremos que las copias de esta carta, aunque impresa, firmada por la mano de un notario público y con el sello de una persona constituida en dignidad eclesiástica, tenga la misma credibilidad, tanto en la corte como en otros lugares, que se le daría en la actualidad si fuera exhibida o mostrada.

9. Por lo tanto, a nadie le es absolutamente lícito arrebatar esta página de Nuestras concesiones, facilitaciones, dispensas, indultos, facultades, ordenaciones, decretos, mandatos, testamentos y excepciones, ni oponerse a ella con un gesto temerario; y si alguien se hubiera atrevido a tanto, que sepa que incurrirá en la indignación de Dios todopoderoso y de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo.

Dado en Roma, junto a San Pedro, en el año de la Encarnación del Señor de 1797, a 30 de diciembre, año vigésimo tercero de Nuestro Pontificado.


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