Por Chris Jackson
Se encienden las velas, se dibuja el círculo y las voces empiezan a murmurar. No en una mesa de espiritismo, sino en la Basílica de San Pedro.
En su homilía jubilar para los “Equipos sinodales y organismos participativos”, León XIV planteó una visión de la Iglesia como un taller espiritual donde nadie posee la verdad, sino que todos aportan un fragmento de ella. Lo llamó humildad. La Tradición lo llama apostasía.
El espectáculo se anunció como un “Jubileo de los Equipos Sinodales y los Órganos Participativos”. Ese título por sí solo suena menos a Cuerpo Místico de Cristo y más a un comité de revelación por consenso: una Iglesia que ya no enseña, sino que toma actas. Bajo el perfumado lenguaje del amor, el servicio y la fraternidad, el mensaje era inconfundible: la Iglesia ya no es una jerarquía de la verdad divinamente estructurada, sino un experimento colectivo de diálogo.
“Nadie posee toda la verdad”:
El nuevo credo de la incertidumbre
La frase más sorprendente vino al principio: “Nadie posee toda la verdad; todos debemos buscarla humildemente y buscarla juntos”.
Lo que siguió fue una invitación a la incertidumbre perpetua; la búsqueda comunitaria de la verdad que antes se condenaba como característica del modernismo. Si nadie posee toda la verdad, ¿para qué existe la Iglesia? ¿Qué sucede con su antigua afirmación de ser “columna y baluarte de la verdad” (1 Timoteo 3:15)?
Durante casi dos milenios, los católicos creyeron que la Iglesia posee la verdad; no en parte, sino en su totalidad, porque su Fundador se la confió. Cristo prometió que el Espíritu de la Verdad “permanecería con vosotros para siempre”. Los Papas anteriores al Vaticano II nunca describieron a la Iglesia como “buscadora de la verdad”. La describieron como guardiana de la verdad, enseñándola y juzgando el error en función de ella.
La declaración de León XIV, en cambio, desmorona la distinción entre la Iglesia y el mundo. Si la verdad debe buscarse juntos, entonces la Iglesia es solo una buscadora entre muchas; ya no es la maestra, sino solo una participante. Eso no es eclesiología católica, sino la teología del diálogo perpetuo.
El papa Pío XI, en Mortalium Animos (1928), condenó precisamente esta idea: que la unidad podía lograrse mediante el encuentro de los cristianos en busca de la verdad, como si nadie la poseyera. El único camino hacia la unidad, dijo, era el retorno de los descarriados a la única Iglesia Verdadera, que posee todo el depósito de la fe. La ironía es rica: León XIV repite ahora, casi textualmente, el mismo error que sus predecesores anatematizaron.
Incluso el Concilio Vaticano I previó y prohibió esta deriva. El Pastor Aeternus definió solemnemente que el Espíritu Santo no fue prometido a los sucesores de Pedro para que descubrieran nuevas doctrinas, sino para que custodiaran fielmente la revelación ya dada. La “humildad sinodal” de León se convierte así en lo contrario del deber papal. El “papa” que afirma no poseer la verdad se descalifica para proclamarla.
Esto no es humildad, sino abandono. O la Iglesia posee la verdad divina o no la posee. Si la posee, no hay necesidad de buscarla; si no, ya no es Iglesia. La frase “nadie posee toda la verdad” suena suave, pero equivale a la misma proposición condenada por San Pío X en Pascendi: que la verdad evoluciona a través de la experiencia comunitaria en lugar de descender de una vez por todas de la revelación.
Los equipos sinodales y la nueva democracia eclesial
Si la Iglesia ya no enseña, debe consultar. Entran en escena los “Equipos sinodales y órganos de participación”.
León XIV elogió estas estructuras burocráticas como “imagen de una Iglesia que vive en comunión”. Deben encarnar una nueva forma de “ser Iglesia”: horizontal, inclusiva y “escuchadora”. León contrastó su “lógica del amor” con lo que llamó la “lógica mundana del poder”. Nadie debe imponer ideas; todos deben escuchar. La Iglesia, declaró, “expande el espacio eclesial para que se vuelva colegial y acogedor”.
El cambio no es cosmético, sino constitucional. La Iglesia de los concilios y las definiciones se convierte en la iglesia de los círculos y las conversaciones.
La teología preconciliar enseñaba que la Iglesia es una sociedad jerárquica: una estructura visible con autoridad divinamente conferida. Como escribió el Papa San Pío X en Vehementer Nos:
“Esta sociedad es, en virtud de su misma naturaleza, una sociedad jerárquica; es decir, una sociedad compuesta de distintas categorías de personas: los pastores y el rebaño ... la obligación de la multitud no es otra que dejarse gobernar y obedecer dócilmente las directrices de sus pastores”.
Eso no era arrogancia, sino obediencia a la institución divina. Cristo mismo estableció este orden cuando le dijo a Pedro: “Apacienta mis ovejas”. La jerarquía nunca fue una invención humana; era el esqueleto sobrenatural del Cuerpo Místico.
La “iglesia participativa” de León XIV, en cambio, invierte ese orden. Imagina una autoridad que surge desde abajo en lugar de descender desde arriba. La iglesia de las sesiones de escucha y los comités no es la Esposa de Cristo, sino un parlamento religioso, donde el Espíritu Santo se reduce al ambiente de la sala.
En esta visión, los “obispos” ya no mandan, sino que facilitan; el papa ya no define, sino que modera; y la doctrina se convierte en un consenso negociado en lugar de un depósito revelado. Es un gobierno por espiritismo: cada voz invoca a su propio espíritu, esperando que el Espíritu (con E mayúscula) se cerniera sobre la asamblea y asintiera.
Pero la Iglesia no es una sesión espiritista. No evoca la verdad; la proclama. No viaja junta para descubrir a Dios; guía al mundo hacia Él.
La teología de la tensión perpetua
León XIV insiste en que la iglesia debe vivir “en medio de las tensiones entre unidad y diversidad, tradición y novedad, autoridad y participación”. Estas tensiones, dice, no deben resolverse, sino “armonizarse por el Espíritu”. Esta frase resume a la perfección la religión posconciliar: armonía sin resolución, unidad sin verdad.
La antigua Iglesia resolvía la tensión aclarando la doctrina. La nueva iglesia prolonga la tensión como prueba de vitalidad. El “viajar juntos” es para llegar a cualquier parte.
Esto explica por qué la misma jerarquía que predica la “inclusión” excluye a los fieles apegados a la Misa Tradicional en latín. El mismo “papa” que advierte contra el orgullo farisaico suele presentar a los católicos tradicionales como los fariseos de sus parábolas. Su “caminar juntos” parece excluir a cualquiera que no esté dispuesto a andar en círculos.
Bajo toda la verborrea sinodal se esconde una inversión moral. La certeza es orgullo; la duda, humildad. Enseñar es dominio; escuchar, santidad. El dogma es rigidez; la confusión, sensibilidad pastoral. El pastor moderno no dirá adónde lleva el camino, solo que debemos seguir caminando.
Tradición vs. sinodalidad: dos iglesias
Cuando León XIV dice a los fieles que la verdad debe buscarse juntos, no habla como sucesor de Pedro, sino como discípulo de un concilio que intentó reinventarlo. La Iglesia Tradicional cree que la revelación es fija, pública y completa; la iglesia sinodal la trata como abierta, comunitaria e incompleta.
En el primer caso, la unidad surge de la Verdad. En el segundo, la Verdad se sacrifica en aras de la unidad.
La Iglesia Católica de todos los tiempos creyó que su constitución divina era inmutable. La “iglesia sinodal”, al exaltar la participación y el diálogo, ha reescrito eficazmente dicha constitución. No es la continuación mística del Cuerpo de Cristo, sino un experimento moderno de democracia eclesial: una iglesia de la sociología, no de la teología.
Para los fieles que recuerdan lo que significó el Papado, las palabras de León suenan tan vacías como sonoras son sus procesiones. El “papa” que nos dice que nadie posee la verdad ha renunciado, en efecto, a la autoridad que definía su oficio. El resultado es precisamente lo que San Pablo advirtió: “Siempre aprendiendo, y nunca capaces de llegar al conocimiento de la verdad”.
La sesión termina
Las velas se apagarán. Los murmullos se desvanecerán. Pero el espíritu que han invocado, el espíritu inquieto de la sinodalidad, no abandonará la habitación fácilmente.
Una iglesia que olvida que posee la verdad se convierte en una iglesia incapaz de predicarla. Una jerarquía que se niega a imponer la doctrina pronto se verá impuesta por el mundo. Los “obispos” que escuchan todas las voces acabarán obedeciendo a la que más se oye.
Es mejor una Iglesia triunfante que proclama la verdad divina con certeza, que una iglesia temblorosa que susurra que tal vez no la posea en absoluto.
En definitiva, la “sesión sinodal” no es una mera metáfora. Es un diagnóstico: una Iglesia que intenta resucitarse invocando a todos los espíritus excepto al Espíritu Santo.

No hay comentarios:
Publicar un comentario