Por el padre Jorge González Guadalix
Los años '70 y '80 fueron en la Iglesia lo que fueron. Fue el momento de la secularización total, donde se pensó que los tiempos que tocaba vivir exigían desprenderse de modos, formas y liturgia que se consideraban “obsoletos” para meternos en el mundo y convertirnos en “uno más”. Años de rebeldía, de innnovaciones improvisadas, rechazo a toda autoridad, “compromiso social” como único sentido de la fe, o lo que fuera aquello. Algunos no se dejaron afectar demasiado. Otros, servidor el primero, crecimos y nos formamos en ese ambiente y nos entregamos a la causa de la secularización, la modernidad y el progresismo con todas nuestras fuerzas. Han pasado cincuenta años.
No hace falta hacer balance. El balance lo vemos cada día en los datos. Por supuesto que tenemos los números en forma de cierre de monasterios y conventos, derrumbe de vocaciones al sacerdocio y vida consagrada, descenso vertiginoso del número de creyentes, iglesias reconvertidas en cualquier cosa en toda Europa. Esos datos ponen de manifiesto el problema de fondo: por el camino nos hemos dejado la fe, la doctrina, la disciplina. Vivimos en el relativismo y la falta de autoridad, que forzosamente van de la mano.
Es triste, muy triste, el balance.
Los jóvenes, especialmente los religiosos y el clero, no quieren saber nada de esa forma de ver y vivir la Iglesia.
Los que vivimos aquello desde dentro y con entusiasmo me atrevo a decir que ahora podemos dividirnos en tres grupos:
- Unos, entre los que me encuentro, hemos ido retornando a nuestro amor primero, el de niños. La vida nos ha enseñado que era urgente vivir en la Iglesia de otra manera, que tocaba volver a lo de siempre. Ha costado y a la vez ha sido una auténtica liberación de demasiadas superficialidades.
- Los hay que, sin dejar del todo aquello que vivieron, reconocen que necesitamos otra seriedad, otro fundamento.
Trabajamos mucho, nos dejamos la piel y lo que no es la piel en el empeño, convencidos de que era lo que nos pedía la Iglesia en aquel momento. Hoy reconocemos que se tenían que haber hecho las cosas de otra manera. Pero bueno, hijos de nuestro tiempo somos y era lo que tocaba.
Me queda el tercer grupo. Minoritario y triste.
- Los que a su edad avanzadísima han decidido sostenerla y no enmendarla y afrontan su muerte con la rabia y la agresividad del fracasado.
Comprendo que es duro. Apostaron la vida por una forma de ser Iglesia que cincuenta años más tarde no es más que un estrepitoso fracaso. Siempre se puede reconocer. No pasa nada. Ahí se estaba desde la buena voluntad, que a nadie se le niega.
Se puede reconocer. O no. Y entonces, para justificar el fracaso de una vida, no queda otra que el insulto, la descalificación, el desprecio absoluto de los demás. Sería grotesco si no fuera algo tan grave.
Me faltan adjetivos ¿Patético, tal vez? Pero es que imagino la escena: unos cuantos, más que octogenarios, solos, en su reunión número 5.435, contándose sus batallitas que a nadie interesan, mientras por la ventana ven pasar sacerdotes y religiosos, algunos muy jóvenes, con sus hábitos y sotanas, rezando el rosario, y alegres, y que ante la cruda realidad se sacan su mascarilla de oxígeno para gritar, aprovechando ya sus últimas fuerzas: fascistas, conservadores, carcas…
De profesión, cura
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