Durante los próximo días, publicaré una larga reseña acerca del libro Sodoma. Poder y escándalo en el Vaticano, de Frédéric Martel (Roca Editorial, Barcelona, 2019, 604 pp.).
La verdad es que se trata de un libro que no merece una reseña, al menos en esta bitácora, pero yo solo me metí en el brete: antes de que fuera publicado el libro, le otorgué casi a ciegas una importancia de la carece. En ese momento, me pareció que el autor, que se presenta como sociólogo y periodista de investigación, y con varios libros publicados, merecía consideración, más allá de su militancia homosexual. A eso se sumaba el batifondo que hicieron las editoriales: se publicaría simultáneamente en siete idiomas y por los sellos más conocidos del planeta. “Debe ser algo serio”, pensé. Y la verdad es que no lo es, aunque sea verdad la mayor parte de las cosas que dice.
No recomiendo su lectura. Es un libro que causa tedio, asco y mucha tristeza. Lo leí como un deber, y me costó hacerlo. Deja ver un rostro de la Iglesia de Cristo que no solamente desconocíamos sino que éramos incapaces siquiera de imaginar. Es un libro que hace daño al alma; infecta, lastima. Y algo similar quizás ocurra con esta reseña. Advierto entonces a los lectores del blog que, si pueden, la pasen de largo.
Lo primero que hay que decir es que es un libro escrito a las apuradas, y más a las apuradas aún fue hecha la traducción española, que deja mucho que desear (por ejemplo, traducen ancien por “anciano”!). Y es un libro destinado a lo que el autor llama outgoing, es decir, a sacar por la fuerza del armario a mucha gente del Vaticano, aunque él proteste lo contrario. Parecería deshonesto de su parte, y lo es, porque deja en evidencia a muchos de los prelados a los que entrevistó. Queriéndose curar en salud, aclara que cuando ellos aceptaban ser entrevistados sabían perfectamente quién era Martel, y podían conocer su militancia gay con sólo ingresar su nombre en Google. Es una confesión de parte: “Si ellos no se preocuparon por saber quién era yo, no vengan a quejarse ahora que los dejo en evidencia”. Aunque me apresuro a decir que las “evidencias” del autor son bastante endebles, o inexistentes.
Martel es un mal bicho, a quien propiamente un buen católico reconoce como un enemigo. Su militancia gay no se reduce a ponerse una peluca rosa una vez al año y salir a menearse en el Gay Pride. Es un personaje que se mueve por todo el mundo haciendo lobby por las peores causas de la agenda progresista, como el “matrimonio homosexual”, la “ampliación de derechos” y todo el resto que ya conocemos demasiado bien. Sabe lo que hace y sabe lo que busca, y por eso consiguió que le financiara generosamente su libro, que le demandó incansables viajes alrededor del mundo, el editor italiano Carlo Feltrinelli, representante eximio de la peor progresía internacional (Pos. 340).
Aunque pretenda darse aires, el libro no evidencia buena pluma, y contiene permanentes y aburridas repeticiones. Martel es escasamente culto, y valgan estos ejemplos para probarlo: “Bajo la grandiosa cúpula de Miguel Ángel y el baldaquino con las columnas barrocas de estuco dorado de Bernini…” (Pos. 7913). Cualquier persona de mediana cultura sabe que esas columnas son de bronce; precisamente del bronce que cubría el pronaos del Panteón. O bien: “Extrañamente, Navarro-Valls era un laico célibe que había hecho voto de castidad heterosexual sin estar obligado a ello…” (Pos. 7578). Y sí que lo estaba, pues era numerario del Opus Dei. O: “Tras una primera entrevista con Radcliffe en el convento de los Blackfriars, cerca del campus de la Universidad de Oxford…” (Pos. 8624). Es dato conocido que la Universidad de Oxford no tiene campus o, en todo caso, su campus es toda la ciudad. Blackfriars se encuentra en pleno centro, pegado a Holy Cross College.
Una primera cuestión que salta a la vista rápidamente, es la falta de cuidado en la exactitud de los datos que ofrece, lo cual pone dudas acerca de cualquier pretensión que Martel pueda tener sobre la calidad de sus investigaciones. Pongo un ejemplo. Dice: “…las juntas militares [argentinas], que fueron responsables de al menos 15.000 fusilamientos y 30.000 desapariciones, así como de un millón de exiliados” (Pos. 1494). Ni a Hebe de Bonaffini en la peor de sus borracheras se le habría ocurrido largar cifras como esas. Podemos inferir lícitamente entonces, que si Martel es capaz de afirmar una inexactitud tan flagrante y exagerada como esa, simplemente porque no tuvo ganas de chequear los datos, habrán a lo largo del libro otras distorsiones del mismo género, al menos en detalles históricos o culturales que no hacen al fondo mismo de su investigación.
Su situación personal de homosexual y “gay”, en el preciso sentido técnico del término, le juega también una mala pasada porque verifica lo que la sabiduría popular sentencia: “Quien es ladrón ve a todos de su misma condición”. Martel encuentra maricas enclosetados en todas partes, y algunas veces lo afirma con audacia sorprendente que desdibuja los aires de investigador que continuamente se está dando. Descubre con sorpresa que en los jardines vaticanos hay una estatua de San Bernardo de Claraval, a raíz de lo cual escribe: “…san Bernardo de Claraval, gran reformador y doctor de la Iglesia, conocido por sus textos homófilos y por haber amado tiernamente al arzobispo irlandés Malaquías de Armagh. ¿La presencia allí de esta estatua rígida, que lleva una doble vida en pleno centro del catolicismo romano, es un símbolo?” (Pos. 462). Y más adelante: “Ya en la Edad Media, los papas Juan XII y Benedicto IX cometieron el «pecado abominable», y en el Vaticano todos conocen el nombre del amigo del papa Adriano IV (el célebre Juan de Salisbury), así como el de los amantes del papa Bonifacio VIII” (Pos. 830). Este tipo de afirmaciones tan contundentes sobre las costumbres y la moral de santos y pontífices romanos exigiría un mínimo de decencia: ofrecer, al menos a pie de página, las pruebas históricas que las sostienen. Por supuesto, no las consigna y estimo que, si le preguntáramos, diría que, a partir de las cartas de San Bernardo o de las muestras de afecto de tal o cual Papa, se colige que era homosexual. Es que Martel es un sabueso especializado, ya que en varias partes de su libro se envanece de tener un gaydar (“radar gay”) muy eficiente que le permite detectar fácilmente a los miembros de su grupo.
Una tercera mala pasada se la juega su ideología que lo lleva a posicionarse claramente a favor de los miembros progresistas del Vaticano, comenzando por el Papa Francisco. En muchos momentos del libro, da la impresión que se trata de una operación montada por los obispos progres para desprestigiar a los conservadores y para blindar la figura de Bergoglio, que es considerado por Martel como una pobre ovejita: “Condenado a vivir con esa fauna tan especial, el papa Francisco hace lo que puede” (Pos. 1263) pero, claro, los malvados conservadores se lo impiden. La defensa que hace de Bergoglio es cerrada; no admite en él ningún defecto, más allá de algunas imperfecciones propias de cualquier jesuita que se precie, y lo presenta como el adalid de una reforma integral de la Iglesia que todavía está por verse, luego de seis años de pontificado.
Se dedica a encontrar a los enemigos de Bergoglio en Buenos Aires, ocasión que aprovecha para denigrar con saña a Mons. Héctor Aguer. Las páginas cargadas de veneno que le dedica no resisten ningún análisis. Por ejemplo, dice que su corresponsal argentino “le entrevistó en su casa de verano de Tandil, a 360 kilómetros de Buenos Aires. Aguer veraneaba allí en compañía de una treintena de seminaristas, y Andrés fue invitado a comer con el viejo arzobispo rodeado de sus «muchachos», como los llama…” (Pos. 1533). A partir de este hecho, multiplica las insinuaciones acerca de la afición del obispo platense por los jovencitos, sin caer en la cuenta que esa “casa de verano” pertenece a la arquidiócesis y es allí donde pasan parte del verano los seminaristas a quienes, como es normal y saludable, su obispo visita ocasionalmente. Sólo una mente muy torcida y viciosa puede concluir que este hecho pueda tener una connotación sexual.
Y entrevista solamente a algunos (pocos) de sus amigos, como P. Scannone, que durante décadas fue feroz enemigo de Bergoglio y ahora es uno de sus principales asesores. Me pregunto por qué no se extiende en el encubrimiento del entonces arzobispo de Buenos Aires al cura Rubén Pardo. O por qué no se preocupó por entrevistar a algunos empleados de la curia porteña que tendrían mucho para aportar.
Es muy sugerente que la defensa de Bergoglio se extiende a personajes más impresentables de su corte. Niega que Mons. Battista Ricca sea homosexual y sostiene que todo lo que se dijo de él es mentira. ¿La razón? Sus andanzas uruguayas fueron reveladas por un periodista ratzingeriano de 75 años, Sandro Magister (Pos. 1226). Parece que para este respetable científico, esas circunstancias son suficientes para invalidar cualquier dato documental. Es pertinente señalar que Mons. Ricca le otorgó a Martel permiso para alojarse en Santa Marta y en otras dos casas sacerdotales romanas durante meses -privilegio que al que muy pocos acceden-, mientras desarrollaba su investigación. Explica Martel: “… yo disponía de una llave que me permitía entrar en el Vaticano sin control alguno, al atardecer, cuando me alojaba en su interior. El guardia suizo [que se enteró de esta situación anormal] está consternado al oírlo” (Pos. 4716). De algún modo había que pagar el favor.
Aunque afirma que se entrevistó con el cardenal Coccopalmerio (Pos. 8396), no dice nada acerca de esa entrevista y nada acerca de este purpurado, que es el ícono del mundo gay en el Vaticano, además de cercanísimo colaborador de Francisco. Y apenas si menciona al secretario privado del pontífice, P. Fabián Pedachio, cuyas correrías, además de ser sugeridas por el Manifesto de Mons. Viganò, fueron la comidilla en Buenos Aires y lo son ahora en Roma.
No menciona una sola vez al Sustituto de la Secretaría de Estado, Edgar Peña Parra, denunciado por prácticas homosexuales desde su época de seminarista. Tampoco menciona al gran amigo de Bergoglio, cardenal Maradiaga, acusado por sus propios seminaristas de encubrir una red de homosexuales liderada por su obispo auxiliar. ¿Y el cardenal Jorge Mejía (RIP) no merecía tampoco una mención?
Concluye el autor: “De modo que el papa vive en Sodoma. Amenazado, atacado desde todos los flancos, criticado, Francisco, como ha dicho alguien, está «entre los lobos». No es del todo exacto: está entre las Locas” (pos. 204). ¡Pobre Bergoglio!
Su fuente de información primaria es el ex sacerdote Francesco Lepori (fotografía de la derecha), un triste espécimen. Natural de Benevento, ingresó al seminario con la mejor de las intenciones y llevó una vida casta y virtuosa durante sus primeros años de sacerdote hasta que lo enviaron a estudiar a Roma. Cuando vio lo que allí sucedía -la doble vida de muchos sacerdotes y obispos-, comenzó él también a deslizarse por esta vía. Ingresó en la Secretaría de Estado y fue uno de los encargados de traducir al latín los documentos oficiales de la Santa Sede. ¿Cómo pudo suceder esto? Según explica “Le dieron a entender claramente que podía vivir sin problemas su sexualidad a condición de que fuera discreto y no la convirtiera en una identidad militante” (pos. 405). El mismo Lepore dice: “Cada vez celebraba menos misas, salía vestido de calle, sin sotana ni alzacuello, y acabé dejando de ir a dormir a Santa Marta” (Pos. 518). Finalmente, no pudo soportar la doble vida, dejó el sacerdocio y se convirtió en un activista gay.
Además de Lepore, hay muchas fuentes más. Dos sacerdotes a los que identifica con pseudónimo porque aún están en actividad: Menalcas, “sacerdote que estuvo en el centro de la máquina CEI durante los años en que el cardenal Camillo Ruini, y luego el cardenal Angelo Bagnasco, eran los presidentes. Estuvo en primera fila” (Pos. 6768), y Lafcadio, uno de sus “mejores informadores porque, al ser joven y bien parecido y al estar bien introducido en la curia romana, muchos cardenales, obispos e incluso una liturgy queen próxima al papa han intentado ligar con él”. (Pos. 7320). Y asegura que tuvo “veintiocho «fuentes» internas en la curia romana —monseñores, sacerdotes, religiosos o laicos—, todos ellos manifiestamente gais conmigo, y que viven o trabajan a diario en el Vaticano: han sido informadores regulares y a veces anfitriones durante cuatro años, y sin ellos este libro no habría sido posible. Todo el mundo entenderá que se haya respetado su anonimato” (Pos. 9920). Ellos le proporcionaron a Martel una larguísima lista nombres de todos los funcionarios, o altos funcionarios, vaticanos que son o fueron homosexuales. La investigación consistirá en seguir el rastro de cada uno de ellos para reunir las pruebas que certifiquen la veracidad de los dichos. Para ello, confirma que “Sodoma es un trabajo de investigación llevado a cabo sobre el terreno durante cuatro años, en Italia y en más de treinta países. Se realizaron un total de 1.500 entrevistas, con 41 cardenales, 52 obispos y monseñores, 45 nuncios apostólicos, secretarios de nunciaturas o embajadores extranjeros, 11 guardias suizos y más de doscientos sacerdotes católicos y seminaristas” (Pos. 9847). Y para que no quede duda de sus palabras, asegura: “tengo más de cuatrocientas horas de grabaciones, ochenta cuadernos con anotaciones de las entrevistas (¡en cuadernos Rhodia A5 de color naranja!) y varios centenares de fotos y selfies cardenalicias” (Pos. 9879).
(continuará...)
Wanderer
No recomiendo su lectura. Es un libro que causa tedio, asco y mucha tristeza. Lo leí como un deber, y me costó hacerlo. Deja ver un rostro de la Iglesia de Cristo que no solamente desconocíamos sino que éramos incapaces siquiera de imaginar. Es un libro que hace daño al alma; infecta, lastima. Y algo similar quizás ocurra con esta reseña. Advierto entonces a los lectores del blog que, si pueden, la pasen de largo.
Lo primero que hay que decir es que es un libro escrito a las apuradas, y más a las apuradas aún fue hecha la traducción española, que deja mucho que desear (por ejemplo, traducen ancien por “anciano”!). Y es un libro destinado a lo que el autor llama outgoing, es decir, a sacar por la fuerza del armario a mucha gente del Vaticano, aunque él proteste lo contrario. Parecería deshonesto de su parte, y lo es, porque deja en evidencia a muchos de los prelados a los que entrevistó. Queriéndose curar en salud, aclara que cuando ellos aceptaban ser entrevistados sabían perfectamente quién era Martel, y podían conocer su militancia gay con sólo ingresar su nombre en Google. Es una confesión de parte: “Si ellos no se preocuparon por saber quién era yo, no vengan a quejarse ahora que los dejo en evidencia”. Aunque me apresuro a decir que las “evidencias” del autor son bastante endebles, o inexistentes.
Martel es un mal bicho, a quien propiamente un buen católico reconoce como un enemigo. Su militancia gay no se reduce a ponerse una peluca rosa una vez al año y salir a menearse en el Gay Pride. Es un personaje que se mueve por todo el mundo haciendo lobby por las peores causas de la agenda progresista, como el “matrimonio homosexual”, la “ampliación de derechos” y todo el resto que ya conocemos demasiado bien. Sabe lo que hace y sabe lo que busca, y por eso consiguió que le financiara generosamente su libro, que le demandó incansables viajes alrededor del mundo, el editor italiano Carlo Feltrinelli, representante eximio de la peor progresía internacional (Pos. 340).
Aunque pretenda darse aires, el libro no evidencia buena pluma, y contiene permanentes y aburridas repeticiones. Martel es escasamente culto, y valgan estos ejemplos para probarlo: “Bajo la grandiosa cúpula de Miguel Ángel y el baldaquino con las columnas barrocas de estuco dorado de Bernini…” (Pos. 7913). Cualquier persona de mediana cultura sabe que esas columnas son de bronce; precisamente del bronce que cubría el pronaos del Panteón. O bien: “Extrañamente, Navarro-Valls era un laico célibe que había hecho voto de castidad heterosexual sin estar obligado a ello…” (Pos. 7578). Y sí que lo estaba, pues era numerario del Opus Dei. O: “Tras una primera entrevista con Radcliffe en el convento de los Blackfriars, cerca del campus de la Universidad de Oxford…” (Pos. 8624). Es dato conocido que la Universidad de Oxford no tiene campus o, en todo caso, su campus es toda la ciudad. Blackfriars se encuentra en pleno centro, pegado a Holy Cross College.
Una primera cuestión que salta a la vista rápidamente, es la falta de cuidado en la exactitud de los datos que ofrece, lo cual pone dudas acerca de cualquier pretensión que Martel pueda tener sobre la calidad de sus investigaciones. Pongo un ejemplo. Dice: “…las juntas militares [argentinas], que fueron responsables de al menos 15.000 fusilamientos y 30.000 desapariciones, así como de un millón de exiliados” (Pos. 1494). Ni a Hebe de Bonaffini en la peor de sus borracheras se le habría ocurrido largar cifras como esas. Podemos inferir lícitamente entonces, que si Martel es capaz de afirmar una inexactitud tan flagrante y exagerada como esa, simplemente porque no tuvo ganas de chequear los datos, habrán a lo largo del libro otras distorsiones del mismo género, al menos en detalles históricos o culturales que no hacen al fondo mismo de su investigación.
Su situación personal de homosexual y “gay”, en el preciso sentido técnico del término, le juega también una mala pasada porque verifica lo que la sabiduría popular sentencia: “Quien es ladrón ve a todos de su misma condición”. Martel encuentra maricas enclosetados en todas partes, y algunas veces lo afirma con audacia sorprendente que desdibuja los aires de investigador que continuamente se está dando. Descubre con sorpresa que en los jardines vaticanos hay una estatua de San Bernardo de Claraval, a raíz de lo cual escribe: “…san Bernardo de Claraval, gran reformador y doctor de la Iglesia, conocido por sus textos homófilos y por haber amado tiernamente al arzobispo irlandés Malaquías de Armagh. ¿La presencia allí de esta estatua rígida, que lleva una doble vida en pleno centro del catolicismo romano, es un símbolo?” (Pos. 462). Y más adelante: “Ya en la Edad Media, los papas Juan XII y Benedicto IX cometieron el «pecado abominable», y en el Vaticano todos conocen el nombre del amigo del papa Adriano IV (el célebre Juan de Salisbury), así como el de los amantes del papa Bonifacio VIII” (Pos. 830). Este tipo de afirmaciones tan contundentes sobre las costumbres y la moral de santos y pontífices romanos exigiría un mínimo de decencia: ofrecer, al menos a pie de página, las pruebas históricas que las sostienen. Por supuesto, no las consigna y estimo que, si le preguntáramos, diría que, a partir de las cartas de San Bernardo o de las muestras de afecto de tal o cual Papa, se colige que era homosexual. Es que Martel es un sabueso especializado, ya que en varias partes de su libro se envanece de tener un gaydar (“radar gay”) muy eficiente que le permite detectar fácilmente a los miembros de su grupo.
Una tercera mala pasada se la juega su ideología que lo lleva a posicionarse claramente a favor de los miembros progresistas del Vaticano, comenzando por el Papa Francisco. En muchos momentos del libro, da la impresión que se trata de una operación montada por los obispos progres para desprestigiar a los conservadores y para blindar la figura de Bergoglio, que es considerado por Martel como una pobre ovejita: “Condenado a vivir con esa fauna tan especial, el papa Francisco hace lo que puede” (Pos. 1263) pero, claro, los malvados conservadores se lo impiden. La defensa que hace de Bergoglio es cerrada; no admite en él ningún defecto, más allá de algunas imperfecciones propias de cualquier jesuita que se precie, y lo presenta como el adalid de una reforma integral de la Iglesia que todavía está por verse, luego de seis años de pontificado.
Se dedica a encontrar a los enemigos de Bergoglio en Buenos Aires, ocasión que aprovecha para denigrar con saña a Mons. Héctor Aguer. Las páginas cargadas de veneno que le dedica no resisten ningún análisis. Por ejemplo, dice que su corresponsal argentino “le entrevistó en su casa de verano de Tandil, a 360 kilómetros de Buenos Aires. Aguer veraneaba allí en compañía de una treintena de seminaristas, y Andrés fue invitado a comer con el viejo arzobispo rodeado de sus «muchachos», como los llama…” (Pos. 1533). A partir de este hecho, multiplica las insinuaciones acerca de la afición del obispo platense por los jovencitos, sin caer en la cuenta que esa “casa de verano” pertenece a la arquidiócesis y es allí donde pasan parte del verano los seminaristas a quienes, como es normal y saludable, su obispo visita ocasionalmente. Sólo una mente muy torcida y viciosa puede concluir que este hecho pueda tener una connotación sexual.
Y entrevista solamente a algunos (pocos) de sus amigos, como P. Scannone, que durante décadas fue feroz enemigo de Bergoglio y ahora es uno de sus principales asesores. Me pregunto por qué no se extiende en el encubrimiento del entonces arzobispo de Buenos Aires al cura Rubén Pardo. O por qué no se preocupó por entrevistar a algunos empleados de la curia porteña que tendrían mucho para aportar.
Es muy sugerente que la defensa de Bergoglio se extiende a personajes más impresentables de su corte. Niega que Mons. Battista Ricca sea homosexual y sostiene que todo lo que se dijo de él es mentira. ¿La razón? Sus andanzas uruguayas fueron reveladas por un periodista ratzingeriano de 75 años, Sandro Magister (Pos. 1226). Parece que para este respetable científico, esas circunstancias son suficientes para invalidar cualquier dato documental. Es pertinente señalar que Mons. Ricca le otorgó a Martel permiso para alojarse en Santa Marta y en otras dos casas sacerdotales romanas durante meses -privilegio que al que muy pocos acceden-, mientras desarrollaba su investigación. Explica Martel: “… yo disponía de una llave que me permitía entrar en el Vaticano sin control alguno, al atardecer, cuando me alojaba en su interior. El guardia suizo [que se enteró de esta situación anormal] está consternado al oírlo” (Pos. 4716). De algún modo había que pagar el favor.
Aunque afirma que se entrevistó con el cardenal Coccopalmerio (Pos. 8396), no dice nada acerca de esa entrevista y nada acerca de este purpurado, que es el ícono del mundo gay en el Vaticano, además de cercanísimo colaborador de Francisco. Y apenas si menciona al secretario privado del pontífice, P. Fabián Pedachio, cuyas correrías, además de ser sugeridas por el Manifesto de Mons. Viganò, fueron la comidilla en Buenos Aires y lo son ahora en Roma.
No menciona una sola vez al Sustituto de la Secretaría de Estado, Edgar Peña Parra, denunciado por prácticas homosexuales desde su época de seminarista. Tampoco menciona al gran amigo de Bergoglio, cardenal Maradiaga, acusado por sus propios seminaristas de encubrir una red de homosexuales liderada por su obispo auxiliar. ¿Y el cardenal Jorge Mejía (RIP) no merecía tampoco una mención?
Concluye el autor: “De modo que el papa vive en Sodoma. Amenazado, atacado desde todos los flancos, criticado, Francisco, como ha dicho alguien, está «entre los lobos». No es del todo exacto: está entre las Locas” (pos. 204). ¡Pobre Bergoglio!
Su fuente de información primaria es el ex sacerdote Francesco Lepori (fotografía de la derecha), un triste espécimen. Natural de Benevento, ingresó al seminario con la mejor de las intenciones y llevó una vida casta y virtuosa durante sus primeros años de sacerdote hasta que lo enviaron a estudiar a Roma. Cuando vio lo que allí sucedía -la doble vida de muchos sacerdotes y obispos-, comenzó él también a deslizarse por esta vía. Ingresó en la Secretaría de Estado y fue uno de los encargados de traducir al latín los documentos oficiales de la Santa Sede. ¿Cómo pudo suceder esto? Según explica “Le dieron a entender claramente que podía vivir sin problemas su sexualidad a condición de que fuera discreto y no la convirtiera en una identidad militante” (pos. 405). El mismo Lepore dice: “Cada vez celebraba menos misas, salía vestido de calle, sin sotana ni alzacuello, y acabé dejando de ir a dormir a Santa Marta” (Pos. 518). Finalmente, no pudo soportar la doble vida, dejó el sacerdocio y se convirtió en un activista gay.
Además de Lepore, hay muchas fuentes más. Dos sacerdotes a los que identifica con pseudónimo porque aún están en actividad: Menalcas, “sacerdote que estuvo en el centro de la máquina CEI durante los años en que el cardenal Camillo Ruini, y luego el cardenal Angelo Bagnasco, eran los presidentes. Estuvo en primera fila” (Pos. 6768), y Lafcadio, uno de sus “mejores informadores porque, al ser joven y bien parecido y al estar bien introducido en la curia romana, muchos cardenales, obispos e incluso una liturgy queen próxima al papa han intentado ligar con él”. (Pos. 7320). Y asegura que tuvo “veintiocho «fuentes» internas en la curia romana —monseñores, sacerdotes, religiosos o laicos—, todos ellos manifiestamente gais conmigo, y que viven o trabajan a diario en el Vaticano: han sido informadores regulares y a veces anfitriones durante cuatro años, y sin ellos este libro no habría sido posible. Todo el mundo entenderá que se haya respetado su anonimato” (Pos. 9920). Ellos le proporcionaron a Martel una larguísima lista nombres de todos los funcionarios, o altos funcionarios, vaticanos que son o fueron homosexuales. La investigación consistirá en seguir el rastro de cada uno de ellos para reunir las pruebas que certifiquen la veracidad de los dichos. Para ello, confirma que “Sodoma es un trabajo de investigación llevado a cabo sobre el terreno durante cuatro años, en Italia y en más de treinta países. Se realizaron un total de 1.500 entrevistas, con 41 cardenales, 52 obispos y monseñores, 45 nuncios apostólicos, secretarios de nunciaturas o embajadores extranjeros, 11 guardias suizos y más de doscientos sacerdotes católicos y seminaristas” (Pos. 9847). Y para que no quede duda de sus palabras, asegura: “tengo más de cuatrocientas horas de grabaciones, ochenta cuadernos con anotaciones de las entrevistas (¡en cuadernos Rhodia A5 de color naranja!) y varios centenares de fotos y selfies cardenalicias” (Pos. 9879).
(continuará...)
Wanderer
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