Por Regis Martin
En el espacio de los tres siglos que siguieron a la muerte de Cristo, surgieron dos amenazas muy diferentes que atormentaron la vida de la Iglesia. La primera fue la persecución, que se manifestó de forma feroz y resuelta desde el principio. Oleada tras oleada de odio se dirigieron contra quienes persistían en la práctica de la fe cristiana, no sólo por parte de los judíos, que se resintieron amargamente de que los seguidores de Jesús abandonaran el culto del templo por un “blasfemo” cuya ejecución habían acogido con agrado, sino también por parte de la Roma imperial, cuya furia se desató sobre todos los que se negaron a honrar a los dioses domésticos. Y como los dioses eran considerados inmortales, y el Estado romano no lo era menos, cualquier impiedad hacia las deidades que presidían era vista como un ataque al sagrado oficio del propio emperador, por lo que se castigaba con la muerte.
Pero todo esto tuvo un final sorprendente con la conversión de Constantino, cuyo Edicto de Milán, en el año 313, confirió legitimidad a la Iglesia, permitiendo así que el cristianismo se convirtiera por primera vez en la historia en lo que Dios había querido para su Esposa desde el principio: un pueblo unido, como diría después san Agustín, por las cosas por las que tenían un amor compartido.
Sin embargo, a pesar del fin de la campaña oficial de la Roma pagana para exterminar a sus enemigos, había otra amenaza, mucho más insidiosa y sistémica, que nunca ha desaparecido del todo. Como un viejo penique que sigue apareciendo para devaluar la moneda de la verdadera fe, nunca sale completamente de circulación. Y esa amenaza sería la que plantea la herejía, que puede definirse como el intento de destruir la fe desde dentro, no por la fuerza externa de las armas, que apunta a matar el cuerpo, sino por ideas falsas y engañosas, que buscan robarle al alma su integridad y así reemplazar la regla de la fe con algo completamente ajeno.
A finales del siglo IV, la era de la persecución había terminado; la Iglesia no sólo había sobrevivido a la hostilidad de la Roma imperial, sino que, sorprendentemente, había logrado bautizar a todo el mundo mediterráneo. Ese temor en particular, al menos por el momento, había desaparecido afortunadamente. Pero no así el contagio mucho más mortal de la herejía, que, mientras tanto, había hecho metástasis en movimientos como el maniqueísmo y el pelagianismo. Si estos hubieran tenido éxito, parece justo decirlo, no habría quedado nada distintivamente cristiano.
El atractivo de la herejía, por muy seductor que resultara, afortunadamente, no acabó por consumir a poblaciones enteras de bautizados, porque la Iglesia tenía armas pesadas con las que enfrentarse y repeler el avance del enemigo, incluidas las desplegadas por Agustín.
Lo que nos lleva a la época que lleva su nombre, una época en la que ya no se producían intentos letales de destruir el cristianismo desde fuera. Una época en la que la vida pública del imperio se había vuelto tan hospitalaria con las formas externas de la fe que los cristianos ya no se sentían en lo más mínimo constreñidos en el ejercicio de su piedad. ¡Incluso la vida de santidad se convirtió en una opción atractiva para las almas serias!
Peter Brown escribe en su histórica biografía del obispo de Hipona:
“La Iglesia se había asentado en la sociedad romana. Los peores enemigos del cristiano ya no podían situarse fuera de él: estaban dentro, sus pecados y sus dudas; y el clímax de la vida de un hombre no sería el martirio, sino la conversión de los peligros de su propio pasado. El vagabundeo, las tentaciones, los tristes pensamientos sobre la mortalidad y la búsqueda de la verdad: éstos habían sido siempre los temas de la autobiografía de las almas nobles, que se negaban a aceptar la seguridad superficial. Los filósofos paganos ya habían creado una tradición de ‘autobiografía religiosa’ en este sentido: sería continuada por los cristianos en el siglo IV, y alcanzaría su punto culminante en las Confesiones de san Agustín”.
Y no habría necesitado lanzar su red muy lejos en busca de lectores. Ya había un público existente, nos dice Brown, esperando ser alimentado. “Se había creado para él muy recientemente, por la asombrosa difusión del ascetismo en el mundo latino”. Fue la búsqueda de Dios, de la transformación del yo, lo que definió a estos hombres, conocidos como los Servi Dei, o los Siervos de Dios. Fue, informa Brown, “esa búsqueda de la perfección lo que caracterizó a la asombrosa generación de finales del siglo IV”.
De aquella generación marcada por el anhelo de Dios, de una vida de creciente perfección a la vista de Dios, en medio de las luchas internas del alma, pocos alcanzarían la altura de Agustín en los anales de la santidad y la sabiduría. Y nadie alcanzaría mayor excelencia en la expresión del recorrido que Agustín en las páginas de las Confesiones, su obra maestra literaria y espiritual.
Por cierto, nunca ha dejado de imprimirse, ni ha habido escasez de traductores que tradujeran su estilo lúcido a otros idiomas además del latín, del que Agustín era un maestro probado. De hecho, puede que haya sido un éxito de ventas casi desde el momento en que apareció por primera vez en el año 397, poco después de que Agustín fuera nombrado obispo de Hipona, una antigua ciudad portuaria a lo largo de la costa del norte de África. Impulsado por su entonces obispo residente, un griego anciano llamado Valerio que estaba ansioso por retirarse, junto con una congregación ansiosa por que Agustín lo sucediera, no era un trabajo que hubiera deseado particularmente a su regreso a África.
En su búsqueda de una vida tranquila de oración y compañerismo monástico, se vio inmerso en un mundo eclesiástico muy activo, en el que la necesidad de un líder era inmediata y apremiante. El donatismo, por ejemplo, estaba en auge y sólo alguien del saber y la estatura de Agustín podía encabezar su supresión. Él demostraría estar más que a la altura del desafío.
Pero la pregunta es: ¿qué había en las Confesiones de Agustín que las hacía tan legibles o que conseguía que su autor se ganara el cariño de tantos lectores? ¿Podría su atractivo haber tenido algo que ver con el hecho de que se trataba de un gran pecador que vivió para arrepentirse de sus pecados y reformó su vida tan completamente que se convirtió en un gran santo? ¿Quién, hasta los treinta y pocos años, había estado sumido en tal orgullo y sensualidad, impulsado por una ambición vana y mundana, que casi perdió la esperanza de entregar alguna vez su vida a Dios, al amor de Dios?
Ésta es la pregunta candente detrás del libro; y en el próximo capítulo intentaremos encontrar una respuesta.
Crisis Magazine
No hay comentarios:
Publicar un comentario