MOTU PROPRIO
DEL SUMO PONTÍFICE
PÍO XI
IN MULTIS SOLACIIS
POR EL QUE CONFIERE EL NUEVO NOMBRE DE
"PONTIFICIA ACADEMIA SCIENTIARUM" A LA
A LA "ACADEMIA DE LOS FILÓSOFOS LINCEOS".
Entre los muchos consuelos con que la bondad divina ha acompañado el curso de Nuestro Pontificado, nos complace incluir éste: que hemos podido comprobar que no pocos, entre los que investigan experimentalmente los secretos de la naturaleza, han cambiado tan profundamente su posición mental con respecto a la religión, como para renovarse completamente.
Por el contrario, como confirmará cualquiera que haya consultado los anales de la ciencia, los Romanos Pontífices, junto con toda la Iglesia, siempre han favorecido la investigación de los científicos incluso en temas experimentales, para que a su vez estas disciplinas hayan consolidado el camino para defender el tesoro de la verdad celestial en beneficio de la propia Iglesia. Por eso, como enseñó solemnemente el Concilio Vaticano, "la fe y la razón no sólo no pueden estar nunca en conflicto, sino que, por el contrario, se benefician mutuamente, porque la recta razón demostrará los fundamentos de la fe y, enriquecida por esa misma luz, perfeccionará la ciencia de las cosas divinas; por su parte, la fe liberará y protegerá a la razón del error y la enriquecerá con conocimientos multiformes" [1].
Desgraciadamente, en los últimos tiempos los estudiosos que habían habitado antes la casa paterna de su religión ancestral la han abandonado a veces infelizmente, como el "hijo pródigo", pero ciertamente no para aprender mejor la verdad; sobre todo en el siglo pasado se pretendió, con temeraria y ficticia audacia, que las razones y los caminos de las ciencias humanas y la revelación divina estaban en conflicto. Sin embargo, tales opiniones prejuiciosas han caído ahora en desuso hasta el punto de que apenas se puede encontrar a alguien -y esto lo podemos afirmar con no poco consuelo para el alma- que se dedique a la investigación científica con una investigación correcta, que se plantee como partidario y reivindicador de este error.
En efecto, no queremos pasar en silencio el hecho de que, en el transcurso de Nuestro Pontificado, no pocos estudiosos de la ciencia -entre los que no faltaban los que eran considerados los mejores en su disciplina específica y honrados como tales- cuando llegaron a Roma, procedentes de las más lejanas y diversas naciones, para participar en las Conferencias destinadas a promover el más alto nivel de estudios, venían oficialmente a encontrarse con Nosotros, para presentarnos el resultado de sus trabajos, es decir, a esa venerabilísima autoridad que esta Sede Apostólica mantiene a perpetuidad, aunque sea a través de un indigno sucesor del Beato Pedro. Pues ha sucedido que muchos de éstos, aunque no están en posesión del don más precioso de la fe católica, han considerado razonable venerar con la frente inclinada esta Cátedra de la verdad que Nosotros ocupamos. Tampoco han faltado los que, viniendo a hablarnos en su nombre y en el de su grupo, han anunciado, con la debida consideración, que la ciencia universal abre el camino a la fe cristiana; lo que ha causado gran alegría en Nuestra mente paterna.
Con estas premisas favorables de las cosas y de los tiempos, hemos juzgado oportuno promover la "Pontificia Academia de las Ciencias" a nuevos logros.
Como todo el mundo sabe, el 17 de agosto de 1603, cuatro jóvenes, entre los que se encontraba Federico Cesi, fundaron en esta noble ciudad "la Orden, o Consejo, o Academia de los Filósofos Linceos". El propio Federico Cesi, un príncipe muy querido, definió y decidió a través del "Linceógrafo" que la finalidad del Instituto era "no sólo adquirir el conocimiento y la sabiduría de las cosas, sino también, a través de una vida recta y piadosa, difundirlas pacíficamente entre los hombres, de palabra y de obra, sin dañar a nadie".
Desde entonces, esta sociedad de eruditos, según el curso del tiempo, tomó diversos caminos; ni una vez decayó de su antigua gloria ni tampoco una vez fue restaurada a su antigua dignidad; hasta que, en el año 1847, Nuestro predecesor de venerable memoria Pío IX, procediendo a una renovación total, decretó que esta asamblea no dependiera de los científicos privados, sino del propio Romano Pontífice y de su autoridad pública. A partir de ese momento, la misma institución pasó a llamarse "Academia Pontificia de los Nuevos Lincei", y su finalidad era promover y potenciar los estudios de las disciplinas más arduas, con la diligente colaboración de todos sus miembros. Posteriormente, en el año 1887, otro predecesor de santa memoria nuestra, León XIII, estableció nuevas normas por las que aumentaba el papel y la importancia de esta institución; y ello a través de una afectuosísima carta al Venerable Hermano Luigi Oreglia, (Cardenal de la Santa Iglesia Romana, Obispo de Preneste así como patrono de la propia Academia), en la que escribía entre otras cosas "Hemos considerado digna de gran estima y desde el inicio de Nuestro Pontificado hemos abrazado con singular benevolencia a la Pontificia Academia de los Nuevos Lincei, que nos ha dado testimonio de respeto y de fe incluso en tiempos difíciles".
Y ahora Nosotros, que nos preocupamos tanto por el feliz progreso de las ciencias humanas, y que amamos mucho todo lo que es ornato y decoro para la Sede Apostólica y para esta Ciudad del Vaticano fundada por Nosotros, después de haber asignado a esta Academia Nuestra tanto los fondos apropiados para cumplir los fines previstos, como una sede digna e ilustre para su memoria, hemos considerado absolutamente oportuno reconstituirla desde los cimientos; y Nos ha complacido hacerlo hoy, en el decimoséptimo aniversario del día en que recibimos de Dios un beneficio supremo: fuimos conferidos con la dignidad episcopal.
Por lo tanto, animados por este espíritu, Nosotros, en la plenitud de Nuestro poder, motu proprio y por Nuestra madura decisión, restauramos este lugar de estudio, dotándolo de nuevas normas y llamándolo "Academia Pontificia de las Ciencias"; al mismo tiempo promulgamos sus propios Estatutos, que se adjuntan, por los que la misma Sociedad se regulará en el futuro: Estatutos que todos aquellos a quienes compete deberán respetar y hacer respetar.
Para testimoniar desde ahora a este Instituto un nivel de dignidad a la altura de su alta tradición, Nosotros mismos nombramos -y en esta primera ocasión no sólo por Nuestra autoridad, sino también directamente por Nuestra voluntad- a los setenta hombres ilustres que constituirán la Academia Pontificia y que, por tanto, serán llamados "Académicos Pontificios". Los hemos elegido con el mayor cuidado entre los eruditos de las diversas ciencias, que son ampliamente honrados en las diferentes naciones. Al elegirlos uno por uno, al igual que nos encomendamos a la carga de la tarea de que cada uno contribuyera a su manera al enriquecimiento de las ciencias, también nos conmovió el elogio unánime de sus nombres por parte del mundo de los estudiosos. De ellos, pues, esta Sede Apostólica espera firmemente el tipo de ayuda y aprecio por el que -por así decirlo- este Senado de eruditos, o Senado "científico", augura una esperanza cierta.
Y no nos parece excesivo haber definido este conjunto de excelentes disciplinas casi como el Senado de la Sede Apostólica en el campo de las ciencias; pues cualquiera que sea el honor que rindan los científicos al Señor celestial, testimonia sin duda la deuda de la razón humana y la reverencia a la Verdad Suprema, así como garantiza la noble devoción a Dios procreador también por parte de los primeros.
Por nuestra parte, además, existe la motivada esperanza de que los Académicos Pontificios, gracias también a este Instituto de investigación nuestro y suyo, procedan cada vez más a incrementar el avance de las ciencias; y no pedimos más que con este excelso propósito y con la excelencia de su compromiso brille la dedicación de quienes sirven a la verdad, que les pedimos. A los que ya han sido cooptados en la Academia que ahora hemos reorganizado, y a los que en el pasado se han dedicado con celo a su crecimiento, les concedemos gustosamente que, mientras permanezcan vivos, puedan continuar en el futuro, como en el pasado, participando en la vida de este Instituto nuestro, como Miembros Honorarios, Ordinarios o Correspondientes, y puedan hacer uso de los honores que les hemos concedido a través de los Estatutos que hemos promulgado.
Mientras tanto, con gran benevolencia imploramos de Dios los dones celestiales para todos los Académicos Pontificios, para todos los Miembros y para todos los que se dedicarán a esta Academia, para que cumplan felizmente sus compromisos; y que estos dones celestiales sean conciliados por la Bendición Apostólica, que impartimos a todos, universalmente e individualmente, y en primer lugar a su Presidente, nuestro querido hijo Agostino Gemelli, O.F.M, para que, sostenido por la ayuda divina, pueda llevar a término estas normas dictadas por Nosotros.
Ordenamos que todo lo establecido por Nosotros en esta carta motu proprio se mantenga firme y se aplique, a pesar de cualquier opinión en contrario.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 28 de octubre de 1936, en el decimoquinto año de Nuestro Pontificado.
PÍO XI
Nota:
[1] Sess. III, cap. IV.
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