Si alguna vez hubo un momento para que un católico desmoralizado pensara en empacar sus cosas, ir a la iglesia evangélica más cercana y se declarara refugiado de la negligencia católica, la más reciente ronda de escándalos de abuso sexual por parte del clero parecería ser una amplia justificación.
Por John Gehring
Como el informe del gran jurado de Pensilvania ha revelado con detalles dolorosos, el mal institucional y la descarada cultura del encubrimiento que permite a los depredadores abusar con impunidad, el aire se hace irrespirable. La analogía mafiosa puede parecer sobreexcitada, pero omertà, (el código de silencio de la mafia sobre la actividad criminal), se siente como una descripción adecuada en este caso. El gran jurado de Pensilvania, después de consultar con el FBI, describió la forma en que los funcionarios de la iglesia actuaron como "un libro de jugadas" para ocultar la verdad.
Algunos amigos que no son católicos y algunos antiguos católicos me han preguntado: ¿cómo un progresista podría quedarse en una iglesia que no permite que los homosexuales se casen o cómo podría ser parte de una institución patriarcal que se niega a ordenar mujeres?
Solté respuestas que probablemente no eran suficientes, no lógicamente herméticas, y probablemente inaceptables para algunos. Para mí, y creo que para muchos católicos, la iglesia no es como la plataforma de un partido político que analizas para completar con tu ideología preferida o tus objetivos políticos. Mi fe se compara más naturalmente con los vínculos complicados de la familia y la tribu, un lugar donde te sientes más en casa, incluso cuando las personas en tu propia sala de estar, a veces te vuelven loco.
Las preguntas sobre mi identidad católica son cada vez más difíciles de responder en las últimas semanas. ¿Cómo podría alguien asociarse con una iglesia donde las palabras depredadores y encubrimiento son ahora algo común en los titulares?
Por supuesto, la crisis de abuso no es nueva. El National Catholic Reporter estuvo persiguiendo la historia casi dos décadas antes de que The Boston Globe irrumpiera con sus investigaciones explosivas en 2002.
Sin embargo, las últimas revelaciones sobre el ex cardenal Theodore McCarrick, el primer cardenal estadounidense en la historia en renunciar al Colegio de Cardenales, y la noticia de que 300 sacerdotes en seis diferentes diócesis de Pennsylvania abusaron de al menos mil niños, se siente diferente. Ya no hay dudas sobre la escala de este mal sistémico. Si lo que ocurrió en Boston no fue la norma, los detalles de Pennsylvania también prueban que no fue una aberración o un hecho aislado.
Si bien es cierto que la mayoría de estos casos de abuso ocurrieron hace años, y los obispos de Estados Unidos implementaron una Carta para la Protección de Niños y Jóvenes en 2002 que ayudó a reducir significativamente el número de abusos en los últimos años, este ha sido un verano de angustia para los católicos.
La iglesia se siente en un punto de quiebre.
En la misa del domingo pasado, un padre de familia en Georgia se puso de pie con una ardiente pregunta para su sacerdote que reverbera mucho más allá de una parroquia: "Tengo un hijo. Él va a hacer su primera Comunión. ¿Qué se supone que debo decirle?". Esta es una pregunta y un lamento inquietante. Alrededor de 5.000 católicos, incluidos teólogos y académicos, han firmado una declaración en la que hacen un llamamiento a todos los obispos del país para que renuncien. La poesía de William Butler Yeats viene a la mente: "Las cosas se desmoronan, el centro no puede sostenerse."
Entonces, ¿por qué soy todavía católico?
La iglesia siempre ha sido una institución humana defectuosa, pecaminosa, llena de oscuridad y también de luz. En parte, voy a la iglesia estos días para lidiar con esas contradicciones, para encontrar la sanidad en la Eucaristía y la fortaleza junto a mis compañeros cansados viajeros.
Me gusta imaginar a aquellos que se convirtieron en santos improbables -el Pedro que niega a Cristo y el perseguidor Saúl que encontró la redención como Pablo- mirando hacia abajo y recordándome que Jesús nunca nos abandona, especialmente en nuestras horas más oscuras, incluso cuando no conocemos el camino a casa. Me rehúso a dejar que la iglesia que amo, aún llena de gracia, sea entregada a hombres que abusaron de niños, abusaron del poder y profanaron lo sagrado.
El escritor James Baldwin comentó que amaba tanto a este país que insistió en el derecho de criticarlo perpetuamente. Siento lo mismo por la Iglesia Católica. He perdido la confianza en algunos obispos y cardenales. Pero todavía creo en el pueblo de Dios.
Mientras que algunos de nuestros capitanes que usan esos pomposos sombreros y esperan ser llamados "su eminencia" han desviado el barco de su rumbo, aquellos de nosotros que estamos abajo, somos la razón por la cual el barco no se ha hundido por completo. Viajamos demasiado tiempo y capeamos demasiadas tormentas como para permitir que esta nave se estrelle contra las rocas sin luchar.
Probablemente estoy escribiendo esto como una forma de terapia. Estoy juntando palabras para tratar de ordenar en medio del caos, tratando de recordarme que las mejores luces que iluminaron mi camino vinieron de la misma iglesia que ahora parece envuelta en la oscuridad. Las monjas católicas que me enseñaron sobre la justicia y la dignidad. Sacerdotes que me enseñaron a orar, discernir y pensar. Padres que me recordaron que la grandeza y la gloria de Dios pueden ser reverenciadas en un bosque tanto como cualquier catedral.
Estoy agradecido con aquellos que nunca conocí pero que son maestros espirituales: Flannery O'Connor, Dorothy Day, Thomas Merton. Quiero convocar a toda esa bondad, sabiduría y espíritu. Lo necesito como medicina para la curación. Combustible para seguir creyendo. Entonces, con todos esos compañeros, vivos y muertos, seguiré luchando. Juntos, podríamos reconstruir nuestra iglesia nuevamente.
[John Gehring es el director del programa católico en Faith in Public Life, y autor de The Francis Effect: A Radical Pope's Challenge to the American Catholic Church]
New Catholic Reporter
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