El dar “fruto abundante” se refiere también al trabajo del hombre cuando con su inteligencia eleva la condición humana, sea a través de la educación, el mejoramiento de la salud, el bienestar como de todo aquello que hace la vida digna del hombre en este mundo.
Por Mons. José María Arancedo
Es frecuente escuchar que la vida cristiana se opone al desarrollo o al progreso del hombre. Parecería, según esta postura, que una actitud progresista no podría ser cristiana. A este error de apreciación se podría responder desde la misma historia de la humanidad, donde podemos ver la larga y fecunda presencia de científicos, artistas y filósofos cristianos que han contribuido con su trabajo a la cultura y al crecimiento del hombre. La fe no se opone ni limita a la razón, por el contrario, la supone y la necesita. La fe abre a la inteligencia a una dimensión que le ayuda a comprender la verdad del hombre en toda su grandeza de ser humano y espiritual. Juan Pablo II decía que: “La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad” (Fides et Ratio).
El Evangelio de este domingo nos presenta esta realidad del crecimiento del hombre en términos que es preciso comprender en toda su amplitud. Jesús nos dice: “La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante” (Jn. 15, 8). Esta afirmación no debemos entenderla sólo en términos meramente espirituales, sino en un sentido amplio. El dar “fruto abundante” se refiere también al trabajo del hombre cuando con su inteligencia eleva la condición humana, sea a través de la educación, el mejoramiento de la salud, el bienestar como de todo aquello que hace la vida digna del hombre en este mundo. Es cierto que estos frutos, para que sean verdaderamente humanos, deben decir referencia al mundo de los valores. Esto no es un límite, sino la garantía de un crecimiento auténticamente humano. El hombre como ser libre y espiritual es responsable del nivel de su realización como de sus consecuencias. Esto significa que el hombre es un ser moral, esta es su riqueza pero también su responsabilidad.
Pero volvamos al texto del Evangelio donde leíamos que la gloria de Dios es que el hombre de fruto, es decir, que él crezca y así vaya elevando el nivel de su vida y dando rostro humano a todos sus actos. Esto nos recuerda, por otra parte, el sentido que tiene en la Biblia la creación del hombre; en ella el hombre está llamado a una relación de fraternidad con los demás hombres, a una relación de respeto con la misma creación de la cual es responsable de su cuidado, y a una relación filial con Dios. Cuando los aparentes “frutos” del hombre comprometen el nivel de las relaciones humanas o el cuidado de la naturaleza, estos actos no son los frutos a los que se refiere el Evangelio, ni son la gloria de mi Padre, nos diría Jesucristo. Como vemos, la vida cristiana no se opone al progreso del hombre, sino por el contrario, ella marca un camino de crecimiento y responsabilidad moral que es una exigencia de la misma fe en Dios.
Que sepamos, Señor, comprender la riqueza y el compromiso de nuestra fe, para que seamos buenos cristianos y comprometidos ciudadanos de este mundo que necesita de la luz y la vida del Evangelio. Reciban junto a mi afecto y oraciones, mi bendición.
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Por Mons. José María Arancedo
Es frecuente escuchar que la vida cristiana se opone al desarrollo o al progreso del hombre. Parecería, según esta postura, que una actitud progresista no podría ser cristiana. A este error de apreciación se podría responder desde la misma historia de la humanidad, donde podemos ver la larga y fecunda presencia de científicos, artistas y filósofos cristianos que han contribuido con su trabajo a la cultura y al crecimiento del hombre. La fe no se opone ni limita a la razón, por el contrario, la supone y la necesita. La fe abre a la inteligencia a una dimensión que le ayuda a comprender la verdad del hombre en toda su grandeza de ser humano y espiritual. Juan Pablo II decía que: “La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad” (Fides et Ratio).
El Evangelio de este domingo nos presenta esta realidad del crecimiento del hombre en términos que es preciso comprender en toda su amplitud. Jesús nos dice: “La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante” (Jn. 15, 8). Esta afirmación no debemos entenderla sólo en términos meramente espirituales, sino en un sentido amplio. El dar “fruto abundante” se refiere también al trabajo del hombre cuando con su inteligencia eleva la condición humana, sea a través de la educación, el mejoramiento de la salud, el bienestar como de todo aquello que hace la vida digna del hombre en este mundo. Es cierto que estos frutos, para que sean verdaderamente humanos, deben decir referencia al mundo de los valores. Esto no es un límite, sino la garantía de un crecimiento auténticamente humano. El hombre como ser libre y espiritual es responsable del nivel de su realización como de sus consecuencias. Esto significa que el hombre es un ser moral, esta es su riqueza pero también su responsabilidad.
Pero volvamos al texto del Evangelio donde leíamos que la gloria de Dios es que el hombre de fruto, es decir, que él crezca y así vaya elevando el nivel de su vida y dando rostro humano a todos sus actos. Esto nos recuerda, por otra parte, el sentido que tiene en la Biblia la creación del hombre; en ella el hombre está llamado a una relación de fraternidad con los demás hombres, a una relación de respeto con la misma creación de la cual es responsable de su cuidado, y a una relación filial con Dios. Cuando los aparentes “frutos” del hombre comprometen el nivel de las relaciones humanas o el cuidado de la naturaleza, estos actos no son los frutos a los que se refiere el Evangelio, ni son la gloria de mi Padre, nos diría Jesucristo. Como vemos, la vida cristiana no se opone al progreso del hombre, sino por el contrario, ella marca un camino de crecimiento y responsabilidad moral que es una exigencia de la misma fe en Dios.
Que sepamos, Señor, comprender la riqueza y el compromiso de nuestra fe, para que seamos buenos cristianos y comprometidos ciudadanos de este mundo que necesita de la luz y la vida del Evangelio. Reciban junto a mi afecto y oraciones, mi bendición.
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