martes, 24 de julio de 2001

SACRA PROPEDIEM (6 DE ENERO DE 1921)


SACRA PROPEDIEM

ENCÍCLICA DEL PAPA BENEDICTO XV

SOBRE LA TERCERA ORDEN DE SAN FRANCISCO FRANCISCO

A LOS PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS

OBISPOS Y OTROS ORDINARIOS

EN PAZ Y COMUNIÓN CON LA SEDE APOSTÓLICA.

Venerables Hermanos,
Salud y Bendición Apostólica.

Consideramos muy oportuno que se celebren solemnes fiestas con ocasión del VII Centenario de la Tercera Orden de la Penitencia. Muchos motivos Nos impulsan a exaltar la ocasión a los ojos del mundo católico, en virtud de Nuestra autoridad apostólica, pero ante todo está la esperanza de las incontestables ventajas que el pueblo cristiano sacará de ello.

1. En segundo lugar está el recuerdo personal que nos evocan. Nos gusta recordar que en 1882, cuando el centenario de su nacimiento difundió entre la masa de los fieles el ferviente culto a Francisco de Asís, quisimos situarnos entre los discípulos de aquel gran Patriarca, y recibimos regularmente el hábito de los Terciarios en la célebre iglesia de Ara Coeli, servida por los Hermanos Menores. Hoy, colocados por la Providencia en la cátedra del Príncipe de los Apóstoles, Nos sentimos particularmente felices de aprovechar esta ocasión para testimoniar Nuestra devoción a San Francisco, exhortando a los católicos del mundo entero a afiliarse con afán o a permanecer fielmente unidos a esta institución franciscana, que hoy responde maravillosamente a las necesidades de la sociedad.

3. Lo que importa ahora es reponer ante todos los ojos la verdadera fisonomía moral de San Francisco. El San Francisco de Asís que ciertos modernos nos presentan, y que brota de la imaginación de los modernistas, este hombre, guardado en su obediencia a la Sede Apostólica, espécimen de una religiosidad vaga y vana, no es ciertamente ni Francisco de Asís ni un santo.

4. Los sorprendentes e inmortales servicios prestados por Francisco a la causa cristiana, que han mostrado en él al defensor que Dios reservó a la Iglesia en tiempos tan turbulentos, encontraron, por así decirlo, su coronación en la Tercera Orden. ¿Hay algo que pruebe más claramente la grandeza y la violencia del ardiente deseo que consumía su alma de difundir por toda la tierra la gloria de Jesucristo?

5. Profundamente entristecido por las desgracias por las que atravesaba entonces la Iglesia, Francisco concibió el increíble designio de renovarlo todo conforme a los principios de la ley cristiana. Después de haber fundado una doble familia religiosa, una de Hermanos y otra de Hermanas, que se comprometían con votos solemnes a imitar la humildad de la Cruz, Francisco, ante la imposibilidad de abrir el claustro a todos aquellos a quienes atraía el deseo de formarse en su escuela, resolvió procurar, incluso a las almas que vivían en el torbellino del mundo, los medios de tender a la perfección cristiana. Fundó, pues, una Orden llamada propiamente Terciarios, diferenciándose de las otras dos Órdenes en que no llevaría el vínculo de los votos religiosos, pero se caracterizaría por la misma sencillez de vida y el mismo espíritu de penitencia. Así pues, el proyecto que ningún fundador de una Orden regular había imaginado hasta entonces, de hacer que la vida religiosa fuera practicada por todos, Francisco lo concibió por primera vez y la gracia de Dios le concedió realizarlo con el mayor éxito. No tenemos otra prueba de ello que este hermoso homenaje de Tomás de Celano: “Maravilloso obrero, cuyo ejemplo, dirección y enseñanzas tienen este admirable resultado, renovar en ambos sexos la Iglesia de Cristo y conducir al triunfo una triple falange de almas preocupadas por su salvación” (I Cel. xv. 40).

6. Nos limitaremos a este testimonio de un contemporáneo tan autorizado; por sí mismo basta ampliamente para mostrar hasta qué profundidad y en qué medida esta iniciativa de Francisco de Asís conmovió a las masas populares, qué notables y saludables reparaciones obró en ellas.

7. Fundador indiscutible de la Tercera Orden, como lo fue de las dos primeras, Francisco fue para ella, además, sin duda, el más sabio legislador. Sabemos que para esta obra contó con la preciosa ayuda del Cardenal Ugolino, que más tarde, bajo el nombre de Gregorio IX, había de hacer ilustre esta Sede Apostólica, y que, después de haber mantenido mientras vivió las más estrechas relaciones con el Patriarca de Asís, elevó más tarde sobre su tumba una magnífica y suntuosa basílica. En cuanto a la regla de los Terciarios, nadie ignora que fue regularmente aprobada por Nuestro predecesor, Nicolás IV.

8. Pero no nos demoraremos, Venerables Hermanos, demasiado en estas cuestiones; Nuestro objeto es aquí, ante todo, poner de manifiesto el carácter y, como quien dice, el espíritu particular de la tercera Orden, pues la Iglesia espera de ella ventajas especiales para el pueblo cristiano en esta época, tan hostil a la virtud y a la fe como lo fue la época de Francisco de Asís. Con su profundo sentido de las situaciones y de los tiempos Nuestro predecesor, León XIII, de feliz memoria, deseoso de adaptar mejor el reglamento de vida de los Terciarios al nivel social de cada uno de los fieles, aportó, por la ConstituciónMisericors Dei Filius(1883) a, sus estatutos o regla las más sabias motivaciones que debían ponerlos de acuerdo con el estado actual de la sociedad; la modificó en algunos puntos secundarios respondiendo pero imperfectamente a nuestras costumbres de hoy.

9. “Que nadie crea”, dijo, “que estos cambios quitan algo de los principios esenciales de esa Orden. Deseamos absolutamente que permanezcan en su integridad, y a salvo de cualquier ramificación”. La regla de la Tercera Orden no ha sufrido entonces más que retoques de detalle; se han respetado su alcance y su espíritu, que siguen siendo lo que su santo fundador quiso. Ahora bien, tenemos la convicción de que el espíritu de la Tercera Orden, totalmente impregnado de la sabiduría del Evangelio, sería un poderoso elemento para sanear las orales privadas y públicas, si se difundiera de nuevo como en los tiempos en que Francisco, con su palabra y su ejemplo, predicaba por todas partes el Reino de Dios.

10. Lo que Francisco quiso que resplandeciese, sobre todo, en sus Terciarios, y que debe ser como su nota característica, es la caridad fraterna, vigilantísima guardiana de la paz y de la concordia. Sabiendo que la caridad es el mandamiento especial traído por Jesucristo y la síntesis de toda la ley cristiana, San Francisco tuvo cuidado de hacer de ella la Regla espiritual de sus hijos; y llegó a este resultado, que la Tercera Orden prestó naturalmente el mayor servicio a toda la familia humana.

11. Además, Francisco no podía contener en lo más recóndito de su corazón el amor seráfico que lo consumía por Dios y por sus hermanos; se veía obligado a permitir que se desbordara sobre todas las almas a las que podía llegar. Así fue como se propuso reformar la vida individual y familiar de sus discípulos formándolos en la práctica de las virtudes cristianas con tal ardor que haría creer que todo era su programa. Pero no soñaba con limitarse a esto; la conversión individual no era sino un instrumento del que se servía para despertar en el seno de la sociedad el amor a la sabiduría cristiana y ganar a todos los hombres para Cristo.

12. La preocupación que había movido a Francisco de Asís a hacer de los miembros de la Tercera Orden mensajeros y apóstoles de la paz en medio de las amargas discordias y guerras civiles de su tiempo, era la nuestra en los días en que la conflagración de una horrible guerra se encendía en casi todo el mundo; no ha dejado de serlo en un momento en que, aquí y allá, el hogar humeante de esta conflagración mal apagada sigue lanzando llamas.

13. A este azote se había añadido la crisis interior por la que atraviesan las naciones, primero del olvido y prolongado desprecio de los principios cristianos. Queremos decir que esta lucha por el reparto de los bienes que enfrenta a las diferentes clases de la sociedad es tan implacable que amenaza ya con conducir a una catástrofe universal.

14. En este campo tan vasto, en el que, como representante del Rey pacificador, hemos prodigado Nuestros cuidados especialmente atentos, hacemos un llamamiento a la ayuda celosa de todos los que reclaman para sí la paz cristiana, pero especialmente a la colaboración de los Terciarios. Ellos ejercerán una maravillosa influencia en el restablecimiento de la concordia en el espíritu el día en que su número y sus esfuerzos se desarrollen. Es, pues, deseable que en cada ciudad, en cada pueblo, incluso en cada aldea, la Tercera Orden cuente en adelante con un grupo suficiente de miembros, no de adherentes inactivos satisfechos con el mero título de Terciarios, sino, por el contrario, de aquellos que se gastan con celo por su propia salvación y la de sus hermanos. ¿Por qué incluso las diversas asociaciones católicas que se multiplican por doquier, asociaciones de jóvenes, de obreros, de mujeres, no habrían de afiliarse a la Tercera Orden para seguir trabajando por la gloria de Jesucristo y el triunfo de la Iglesia con el mismo celo que Francisco tuvo por la paz y la caridad?

15. La paz por la que clama la humanidad no es la que puede decretar la laboriosa elaboración de tratados de la prudencia humana, sino la que Cristo trajo con su mensaje: “Mi paz os traigo; no la doy como la da el mundo” (Juan xiv: 27). Los acuerdos entre Estado y Estado, o entre clase y clase, que los hombres han sido capaces de ensombrecer, no serán duraderos, y no tendrán la fuerza de la verdadera paz, sino a condición de que se funden en la pacificación de los corazones; y esto mismo sólo es posible si el deber ha refrenado las pasiones de donde brotan todos los conflictos. “¿De dónde vienen -pregunta el Apóstol Santiago- las guerras y contiendas entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, que combaten en vuestros miembros?” (Santiago iv, 1.) Ahora bien, regular sabiamente todos los movimientos inherentes a la naturaleza de modo que el hombre sea dueño, y no esclavo, de sus pasiones, sumiso él mismo y dócil a la voluntad divina, la jerarquía, que está en la base de la paz universal, que pertenece a Cristo y su acción, manifiesta una eficacia maravillosa en la familia de los Terciarios Franciscanos.

16. Esta Orden, teniendo por objeto, como hemos dicho formar a sus miembros en la perfección cristiana, aunque estén sumidos en las vergüenzas de la edad, tan cierto es que ningún estado de vida es incompatible con la santidad, sucede, por decirlo así, necesariamente, donde los Terciarios en número observan fielmente su regla, que son para todos a su alrededor una fuente de estímulo en el cumplimiento de sus deberes, y aun para tender a una perfección de vida superior a las exigencias de la ley común. El testimonio dado por el Divino Maestro a los que se le unieron estrechamente: “No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo” (Jn xvii:16), puede aplicarse con justicia a los hijos de Francisco, quienes, si observan los consejos evangélicos de mente y corazón en la medida de lo posible en el mundo, pueden legítimamente poner a su favor las palabras del Apóstol: “En cuanto a nosotros, no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el Espíritu que viene de Dios” (1 Cor., 11, 12).

17. Procurarán, pues -ajenos por completo ellos mismos al espíritu del mundo- introducir el Espíritu de Jesucristo en la corriente de la vida social por todos los lados a los que tienen acceso.

18. Hay hoy dos pasiones dominantes en la profunda anarquía de las costumbres: el deseo ilimitado de riquezas y la sed insaciable de placeres. Esto es lo que marca con un estigma vergonzoso nuestra época; mientras va incesantemente de progreso en progreso en el orden de todo lo que toca al bienestar y a la conveniencia de la vida, parece que en el orden superior de la honestidad y de la rectitud moral un retroceso lamentable la lleva de nuevo a las ignominias del antiguo paganismo. En esa medida, en verdad, en que los hombres pierden de vista los bienes eternos que el Cielo les reservó, se dejan embaucar más por el engañoso espejismo de los bienes efímeros de aquí abajo, y una vez que sus almas se vuelven hacia la tierra, un fácil descenso les lleva insensiblemente a relajarse en la virtud, a experimentar repugnancia por las cosas espirituales y a no gustar nada fuera de las seducciones del placer. De ahí la situación general que constatamos: en algunos el deseo de adquirir riquezas o de aumentar su patrimonio no conoce límites; otros ya no saben, como antaño, soportar las pruebas que son el resultado habitual de la necesidad o de la pobreza; y en la misma hora en que las rivalidades que hemos señalado ponen por las orejas a los ricos y al proletariado un gran número parece querer excitar aún más el odio de los pobres por un lujo desenfrenado que acompaña a la corrupción más repugnante.

19. Desde este punto de vista no se puede deplorar bastante la ceguera de tantas mujeres de toda edad y condición; embrutecidas por el deseo de agradar, no ven hasta qué punto la indecencia de sus vestidos escandaliza a todo hombre honrado y ofende a Dios. La mayor parte de ellas se habrían ruborizado antes por esas toilettes como por una falta grave contra el pudor cristiano; ahora no les basta exhibirlas en las vías públicas; no temen cruzar el umbral de las iglesias, asistir al Santo sacrificio de la Misa, y aun llevar el seductor alimento de las pasiones vergonzosas a la Mesa Eucarística, donde se recibe al Autor celestial de la pureza. Y no hablamos de esos bailes exóticos y bárbaros recientemente importados a los círculos de moda, uno más escandaloso que el otro; no se puede imaginar nada más adecuado para desterrar todo resto de pudor.

20. Al considerar atentamente este estado de cosas, los Terciarios comprenderán qué es lo que nuestra época espera de los discípulos de San Francisco. Si vuelven su mirada a la vida de su Padre, verán qué perfecta y viva semejanza con Jesucristo, sobre todo en su huida de las satisfacciones y su amor a las pruebas en esta vida, tenía aquel a quien llaman el Poverello, y que había recibido en su carne los estigmas del Crucificado. A ellos corresponde demostrar que siguen siendo dignos de él abrazando la pobreza, al menos de espíritu, renunciando a sí mismos y llevando cada uno su cruz.

21. En lo que concierne especialmente a las Hermanas Terciarias, les pedimos que, por su vestido y modo de llevarlo, sean modelos de santa modestia para las demás señoras y jóvenes; que estén plenamente convencidas de que el mejor modo de ser útiles a la Iglesia y a la Sociedad es trabajar por la mejora de las costumbres.

22. Además, después de haber creado diversas obras de caridad para solaz de los indigentes en sus necesidades de todo género, los miembros de esta Orden desearían, además, estamos seguros, hacer que se beneficiasen con su caridad aquellos de sus hermanos que están privados de bienes más preciosos que los de la tierra.

23. Nos viene aquí a la memoria el consejo del Apóstol Pedro, pidiendo a los cristianos que sean, por la santidad de su vida, modelos para los gentiles, y esto para que, “notando vuestras buenas obras, glorifiquen a Dios en el día de su visitación” (Pedro II.: 12). Como ellos, los Terciarios Franciscanos deben, por la integridad de su fe, la santidad de su vida y el ardor de su celo, difundir las buenas palabras de Cristo, advertir a aquellos de sus hermanos que se han alejado del camino y apremiarlos a reemprenderlo. He aquí lo que la Iglesia les pide, lo que espera de ellos.

24. En cuanto a Nosotros, abrigamos la esperanza de que la próxima celebración marcará para la Tercera Orden un nuevo desarrollo, y no dudamos de que vosotros mismos, Venerables Hermanos, así como los demás pastores de almas, haréis grandes esfuerzos para hacer florecer de nuevo los grupos de Terciarios allí donde vegetan, y para crear otros en todas partes donde sea posible, y hacer que todos florezcan, tanto por la observancia de la Regla como por el número de sus miembros.

25. En verdad, de lo que se trata definitivamente es, por imitación de Francisco de Asís, de abrir al mayor número posible de almas el camino que las conducirá de nuevo a Cristo; es en este retorno donde reside la más firme esperanza de salvación para la sociedad. La palabra de San Pablo: “Sed mis imitadores, como yo lo soy de Cristo” (I Cor. xi.; i), podemos ponerla con razón en labios de Francisco, que, imitando al Apóstol, se ha convertido en la más fiel imagen y copia de Jesucristo.

26. Así pues, para que estas celebraciones den aún más fruto, a instancias de los Ministros generales de las tres familias franciscanas de la Primera Orden, concedemos los siguientes favores sacados del tesoro de la Santa Iglesia:
I. En todas las Iglesias donde está erigida canónicamente la Tercera Orden, y donde se celebrarán por Triduo las solemnidades del Centenario en el año que comenzará el próximo 16 de abril: los Terciarios cada día del Triduo, los demás Fieles una sola vez, podrán ganar la indulgencia plenaria de sus pecados. Todos los fieles que, con corazón contrito, visiten al Santísimo Sacramento en una de estas iglesias, podrán ganar en cada visita (toties quoties) una indulgencia de siete años.

II. Todos los altares de estas iglesias serán considerados durante esos tres días altares privilegiados; durante el transcurso del Triduo todo sacerdote podrá celebrar allí la Misa de San Francisco, siguiendo el rito de la Misa pro re gravi et simul publice de causa según las rúbricas generales del Misal Romano insertadas en la última edición vaticana.

III. Todos los sacerdotes que sirven en estas iglesias pueden, durante estos mismos días, bendecir cuentas, medallas y otros objetos de piedad, enriquecerlos con indulgencias apostólicas y aplicar a las cuentas las indulgencias del Báculo y de la Brígida.
Como prenda de los favores divinos y en testimonio de Nuestra paternal benevolencia, os concedemos de todo corazón, Venerables Hermanos, y a todos los miembros de la Tercera Orden, la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día de la Epifanía del año 1921, en el séptimo año de Nuestro Pontificado.

BENEDICTO XV


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