ENCÍCLICA DEL PAPA PÍO X
SOBRE LA SEPARACIÓN DE LA IGLESIA Y EL ESTADO
A NUESTROS VENERABLES HERMANOS, LOS CARDENALES,
ARZOBISPOS Y OBISPOS DE FRANCIA
Y AL CLERO Y PUEBLO FRANCESES
Venerables Hermanos y Amados Hijos, Salud y Bendición Apostólica.
Una vez más los graves acontecimientos que se han precipitado en vuestra noble patria Nos obligan a escribir a la Iglesia de Francia para sostenerla en sus pruebas y consolarla en su dolor. Cuando los hijos sufren, el corazón del Padre debe ir más que nunca hacia ellos. Y así, ahora que os vemos sufrir, desde lo más profundo de nuestro corazón paternal brotan más copiosamente que nunca los torrentes de ternura, y fluyen hacia vosotros con mayor consuelo y dulzura.
2. Estos sufrimientos, venerables hermanos y amados hijos, encuentran ahora un eco doloroso en toda la Iglesia Católica; pero Nosotros los sentimos más profundamente aún y Nos compadecemos con una piedad que crece con vuestras pruebas y parece aumentar de día en día.
3. Pero con estos crueles dolores el Maestro ha mezclado, es cierto, un consuelo que no puede ser más querido para nuestro corazón. Brota de vuestra inquebrantable adhesión a la Iglesia, de vuestra indefectible fidelidad a esta Sede Apostólica, y de la firme y profundamente fundada unidad que reina entre vosotros. En esta fidelidad y unión confiamos desde el principio, pues conocíamos demasiado bien la nobleza y la generosidad del corazón francés como para temer que en el campo de batalla la desunión se abriera paso en vuestras filas. Igualmente grande es la alegría que sentimos por el magnífico espectáculo que ahora ofrecéis al mundo; y con nuestro elevado elogio de vosotros ante toda la Iglesia, damos gracias desde lo más profundo de Nuestro corazón al Padre de las misericordias, al Autor de todo bien.
4. El recurso a Dios, tan infinitamente bueno, es tanto más necesario cuanto que, lejos de amainar, la lucha se hace más feroz y se extiende sin cesar. Ya no es sólo la fe cristiana la que quieren desarraigar a toda costa del corazón del pueblo; es cualquier creencia que elevando al hombre por encima del horizonte de este mundo devuelva sobrenaturalmente sus ojos cansados al cielo. La ilusión sobre el tema ya no es posible. Se ha declarado la guerra contra todo lo sobrenatural, porque detrás de lo sobrenatural está Dios, y porque es a Dios a quien quieren arrancar de la mente y del corazón del hombre.
5. La guerra será amarga y sin tregua por parte de los que la libran. Es posible y hasta probable que, a medida que avance, os esperen pruebas más duras que las que habéis conocido hasta ahora. La prudencia común pide a cada uno de vosotros que os preparéis para ellas. Y esto lo haréis con sencillez, con valentía y llenos de confianza, seguros de que por muy encarnizada que sea la lucha, la victoria quedará al final en vuestras manos.
6. La prenda de esta victoria es vuestra unión, en primer lugar entre vosotros, y en segundo lugar con esta Sede Apostólica. Esta doble unión os hará invencibles, y contra ella se romperán todos los esfuerzos.
7. Nuestros enemigos no han tenido ningún error en esto. Desde el principio, y con la mayor claridad de miras, determinaron su objetivo; primero separaros de Nosotros y de la Cátedra de Pedro, y luego sembrar el desorden entre vosotros. Desde entonces hasta ahora no han hecho ningún cambio en su táctica; han perseguido su fin sin descanso y por todos los medios; algunos con fórmulas comprensivas y atrapantes; otros con el más brutal cinismo. Promesas engañosas, sobornos deshonrosos ofrecidos al cisma, amenazas y violencia, todo ello ha sido puesto en juego y empleado. Pero vuestra clarividente fidelidad ha echado por tierra todos estos intentos. En consecuencia, pensando que la mejor manera de separaros de Nosotros era hacer añicos vuestra confianza en la Sede Apostólica, no han dudado, desde la tribuna y en la prensa, en arrojar el descrédito sobre Nuestros actos, tergiversando y a veces incluso calumniando Nuestras intenciones.
8. La Iglesia, decían, busca suscitar la guerra religiosa en Francia, y convoca en su ayuda la violenta persecución que ha sido objeto de sus oraciones. ¡Qué extraña acusación! Fundada por Aquel que vino a traer la paz al mundo y a reconciliar al hombre con Dios, Mensajero de la paz en la tierra, la Iglesia sólo podía buscar la guerra religiosa repudiando su alta misión y desvirtuándola ante los ojos de todos. A esta misión de paciente dulzura y amor se mantiene y se mantendrá siempre fiel. Además, el mundo entero sabe ahora que si la paz de las conciencias se rompe en Francia, eso no es obra de la Iglesia, sino de sus enemigos. Los hombres justos, aunque no sean de nuestra fe, reconocen que si hay una lucha sobre la cuestión de la religión en su amado país, no es porque la Iglesia haya sido la primera en desplegar la bandera, sino porque se le ha declarado la guerra. Durante los últimos veinticinco años ha tenido que sufrir esta guerra. Esa es la verdad y la prueba de ello se ve en las declaraciones hechas y repetidas una y otra vez en la prensa, en las reuniones, en los congresos masónicos, e incluso en el Parlamento, así como en los ataques que se han dirigido progresiva y sistemáticamente contra ella. Estos hechos son innegables, y ningún argumento podrá jamás desvirtuarlos. La Iglesia, pues, no desea la guerra, y menos la guerra religiosa. Afirmar lo contrario es una calumnia indignante.
9. Tampoco desea la persecución violenta. Sabe lo que es la persecución, porque la ha sufrido en todos los tiempos y en todos los lugares. Los siglos transcurridos en el derramamiento de sangre le dan derecho a decir con santa audacia que no la teme, y que cuantas veces sea necesario podrá hacer frente a ella. Pero la persecución es en sí misma un mal, pues es injusticia e impide al hombre adorar a Dios en libertad. La Iglesia, pues, no puede desearla, ni siquiera con vistas al bien que la Providencia, en su infinita sabiduría, saca siempre de ella. Además, la persecución no sólo es un mal, sino también un sufrimiento, y ahí tenemos una nueva razón para que la Iglesia, que es la mejor de las madres, no la busque nunca.
10. Esta persecución que se le reprocha haber provocado, y que ellos declaran haber rechazado, se le inflige ahora realmente. ¿No han desalojado en estos últimos días incluso a los obispos más venerables por su edad y sus virtudes, han expulsado a los seminaristas de los grandes y pequeños seminarios, y han empezado a expulsar a los curas de sus presbiterios? Todo el mundo católico ha contemplado este espectáculo con tristeza, y no ha dudado en dar el nombre que merecían a tales actos de violencia.
11. En cuanto a la propiedad eclesiástica que se nos acusa de haber abandonado, es importante señalar que esta propiedad era en parte el patrimonio de los pobres y el patrimonio, más sagrado aún, de los muertos. A la Iglesia no le estaba permitido abandonarlo o entregarlo; sólo podía dejar que se lo quitaran con violencia. Nadie creerá que haya abandonado deliberadamente, salvo bajo la presión de los motivos más abrumadores, lo que le fue confiado y que era tan necesario para el ejercicio del culto, para el mantenimiento de los edificios sagrados, para la instrucción de su clero y para el sostenimiento de sus ministros. Sólo cuando pérfidamente se le colocó en la posición de tener que elegir entre la ruina material y el consentimiento a la violación de su constitución, que es de origen divino, la Iglesia se negó, a costa de la pobreza, a permitir que la obra de Dios fuera tocada por ella. Su propiedad, pues, le ha sido arrebatada; no fue ella quien la abandonó. En consecuencia, declarar no reclamados los bienes eclesiásticos en una fecha determinada, a menos que la Iglesia haya creado para entonces en su seno un nuevo organismo; someter esta creación a condiciones en franca oposición a la constitución divina de la Iglesia, que se ve así obligada a rechazarlas; transferir esta propiedad a terceros como si se hubiera convertido en "sans maitre", y finalmente afirmar que al actuar así no hubo expoliación de la Iglesia sino sólo una disposición de la propiedad abandonada por ella - esto no es simplemente un argumento de sofismas transparentes, sino que añade un insulto a la expoliación más cruel. Este expolio es innegable, a pesar de los vanos intentos de paliarlo declarando que no existía ninguna persona moral a la que se pudieran entregar los bienes; pues el Estado tiene la facultad de conferir personalidad civil a quien el bien público exija que se le conceda, tanto a los establecimientos católicos como a los demás. En todo caso, hubiera sido fácil que el Estado no sometiera la formación de las asociaciones cultuales a condiciones directamente opuestas a la constitución divina de la Iglesia a la que debían servir.
12. Y, sin embargo, eso es precisamente lo que se hizo en el caso de las asociaciones cultuales. Fueron organizadas bajo la ley de tal manera que sus disposiciones en esta materia iban directamente en contra de aquellos derechos que, derivados de su constitución, son esenciales para la Iglesia, especialmente en lo que afecta a la jerarquía eclesiástica, base inviolable dada a su obra por el propio Divino Maestro. Además, la ley confiere a estas asociaciones poderes que son prerrogativa exclusiva de la autoridad eclesiástica, tanto en materia de ejercicio del culto como de propiedad y administración de los bienes. Y, por último, no sólo se retira a estas asociaciones de la jurisdicción eclesiástica, sino que se las hace depender judicialmente de la autoridad civil. Estas son las razones que Nos han impulsado en Nuestras anteriores Encíclicas a condenar estas asociaciones cultuales a pesar de los fuertes sacrificios que tal condena implicaba.
13. También se nos ha acusado de prejuicios e incoherencias. Se ha dicho que Nos habíamos negado a aprobar en Francia lo que habíamos aprobado en Alemania. Pero esta acusación carece igualmente de fundamento y de justicia. En efecto, aunque la ley alemana era reprochable en muchos puntos, y no se ha hecho más que tolerarla para evitar males mayores, los casos eran muy diferentes, pues aquella ley contenía un reconocimiento expreso de la jerarquía católica, cosa que no hace la ley francesa.
14. En cuanto a la declaración anual exigida para el ejercicio del culto, no ofrece la plena seguridad jurídica que se tiene derecho a desear. Sin embargo -aunque en principio las reuniones de los fieles en la iglesia no tienen ninguno de los elementos constitutivos propios de las reuniones públicas, y de hecho sería odioso intentar asimilarlos- la Iglesia podría, para evitar males mayores, haberse atrevido a tolerar esta declaración. Pero al disponer que el "cura o sacerdote oficiante ya no sería", en su iglesia, "más que un ocupante sin ningún título judicial ni poder para realizar actos de administración", se ha impuesto a los ministros de la religión en el ejercicio mismo de su ministerio una situación tan humillante y vaga que, en tales condiciones, era imposible aceptar la declaración. Queda por considerar la ley recientemente votada por las dos Cámaras.
15. Desde el punto de vista de los bienes eclesiásticos, esta ley es una ley de expoliación y confiscación, y ha completado el despojo de la Iglesia. Aunque su Divino Fundador haya nacido pobre en un pesebre y haya muerto pobre en la Cruz, aunque ella misma haya conocido la pobreza desde la cuna, los bienes que le llegaron eran, sin embargo, suyos, y nadie tenía derecho a privarla de ellos. Su propiedad, indiscutible desde todos los puntos de vista, había sido, además, oficialmente sancionada por el Estado, que no podía, en consecuencia, violarla. Desde el punto de vista del ejercicio del culto, esta ley ha organizado la anarquía; es la consagración de la incertidumbre y del capricho. Incertidumbre sobre si los lugares de culto, siempre susceptibles de ser desviados de su finalidad, han de ser entretanto puestos o no a disposición del clero y de los fieles; incertidumbre sobre si les serán reservados o no, y por cuánto tiempo; mientras que una administración arbitraria regula las condiciones de su uso, que se hace eminentemente precario. El culto público se encontrará en situaciones tan diversas como el otro. Por otra parte, existe la obligación de hacer frente a todo tipo de cargas pesadas, mientras que al mismo tiempo hay restricciones draconianas en cuanto a los recursos con los que han de satisfacerse. Así pues, aunque no es de ayer, esta ley ya ha suscitado múltiples y severas críticas de hombres pertenecientes indistintamente a todos los partidos políticos y a todos los matices de las creencias religiosas. Estas críticas son por sí solas un juicio suficiente de la ley.
16. Es fácil ver, Venerables Hermanos y amados hijos, por lo que acabamos de recordaros, que esta ley es una agravación de la Ley de Separación, y no podemos por tanto hacer otra cosa que condenarla.
17. La redacción vaga y ambigua de algunos de sus artículos pone en evidencia el fin perseguido por nuestros enemigos. Su objeto es, como ya hemos señalado, la destrucción de la Iglesia y la descristianización de Francia, pero sin que el pueblo lo atienda ni lo advierta. Si su empresa hubiera sido realmente popular, como pretenden que sea, no habrían dudado en proseguirla con la visera levantada y en asumir toda la responsabilidad. Pero en lugar de asumir esa responsabilidad, intentan eximirse de ella y negarla, y para tener más éxito, la arrojan sobre la Iglesia su víctima. Esta es la más llamativa de todas las pruebas de que su malvada obra no responde a los deseos del país.
18. Es en vano que después de habernos conducido a la cruel necesidad de rechazar las leyes que se han hecho -viendo los males que han arrastrado sobre el país, y sintiendo la reprobación universal que, como una lenta marea, se levanta en torno a ellas- pretendan desviar a la opinión pública y hacer recaer sobre Nosotros la responsabilidad de estos males. Su intento no tendrá éxito.
19. En cuanto a Nosotros, hemos cumplido con Nuestro deber, como lo hubiera hecho cualquier otro Pontífice romano. El alto cargo con el que el Cielo ha querido investirnos, a pesar de nuestra indignidad, así como la propia fe cristiana, que profesáis con Nosotros, nos han dictado nuestra conducta. No podríamos haber actuado de otro modo sin pisotear Nuestra conciencia, sin ser falsos al juramento que hicimos al subir a la silla de Pedro, y sin violar la jerarquía católica, el fundamento dado a la Iglesia por nuestro Salvador Jesucristo.
Esperamos, pues, sin temor, el veredicto de la historia. La historia dirá cómo Nosotros, con Nuestros ojos fijados inmutablemente en la defensa de los derechos superiores de Dios, no hemos querido humillar al poder civil, ni combatir una forma de gobierno, sino salvaguardar la obra inviolable de Nuestro Señor y Maestro Jesucristo. Dirá que os hemos defendido a vosotros, Nuestros amados hijos, con toda la fuerza de Nuestro gran amor; que lo que hemos exigido y exigimos ahora para la Iglesia, de la que la francesa es hija mayor y parte integrante, es el respeto a su jerarquía y la inviolabilidad de sus bienes y de su libertad; que si Nuestra demanda hubiera sido concedida la paz religiosa no habría sido turbada en Francia, y que, el día que sea escuchada esa paz tan deseada será restaurada en el país.
20. Y, por último, la historia dirá, que si, seguros de antemano de vuestra magnánima generosidad. No hemos dudado en deciros que había llegado la hora del sacrificio, es para recordar al mundo, en nombre del Maestro de todas las cosas, que los hombres de aquí abajo deben alimentar sus mentes con pensamientos de tipo más elevado que los de las perecederas contingencias de la vida, y que la suprema e intangible alegría del alma humana en la tierra es la del deber sobrenaturalmente cumplido, cueste lo que cueste y así Dios honrado, servido y amado, a pesar de todo.
21. Confiando en que la Virgen Inmaculada, Hija del Padre, Madre del Verbo y Esposa del Espíritu Santo, os obtendrá de la santísima y adorable Trinidad días mejores, y como muestra de la calma que esperamos firmemente que siga a la tempestad, es desde el fondo de Nuestro corazón que os impartimos Nuestra Bendición Apostólica, Venerables Hermanos, así como a vuestro clero y a todo el pueblo francés.
Dado en Roma, en San Pedro, en la fiesta de la Epifanía, el 6 de enero de 1907, cuarto año de Nuestro pontificado.
PÍO X
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