miércoles, 21 de febrero de 2001

BENEDICTUS DEUS (26 DE ENERO DE 1564)


BULA

BENEDICTUS DEUS

DE PÍO IV 

OBISPO

EN PERPETUA MEMORIA


Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo, que se ha dignado mirar a su Santa Iglesia, sacudida y agitada por tantas tormentas y tempestades, y darle por fin, para sanar los males que día a día la afligían más y más, el remedio que necesitaba y esperaba desde hacía mucho tiempo para erradicar los errores tan numerosos como perniciosos, para corregir las costumbres y restaurar la disciplina eclesiástica, para procurar la paz y la concordia al pueblo cristiano. Ya desde hace tiempo, nuestro predecesor Pablo III, de piadosa memoria, había iniciado en la ciudad de Trento el Concilio ecuménico y general, y entonces se celebraron algunas sesiones. El mismo Concilio, después de algunas sesiones más, no pudo ser llevado a buen término a causa de diversos impedimentos y dificultades que surgieron para obstaculizarlo, por lo que fue interrumpido durante mucho tiempo, no sin gran tristeza por parte de todas las personas de bien, en el momento en que la Iglesia necesitaba cada vez más este remedio.

Nosotros, en cambio, tan pronto como tomamos en nuestras manos el gobierno de la Sede Apostólica, nos esforzamos por concluirlo, confiados en la misericordia divina y seguros del apoyo de Nuestro queridísimo hijo en Cristo, Fernando, el emperador elegido de los romanos, de los demás reyes, repúblicas y príncipes cristianos. Y finalmente logramos el objetivo que nunca habíamos dejado de perseguir día y noche, con nuestro esfuerzo, pidiendo asiduamente al Padre su cumplimiento. Después, en la citada ciudad, convocados por Nuestras cartas, pero también atraídos por su propia piedad, acudieron de todas partes, en número imponente y digno de un Concilio ecuménico, Obispos y otros distinguidos Prelados de todas las naciones cristianas, sin contar con otros numerosos igualmente conocedores de las Sagradas Escrituras y de la ciencia de la ley divina y humana. Dejamos al Concilio, presidido por los legados de la Sede Apostólica, entera libertad, hasta el punto de permitir, mediante cartas espontáneamente escritas por Nosotros, a Nuestros legados, la libre discusión sobre asuntos propiamente reservados a la Santa Sede: todo lo que quedaba por tratar, definir, ordenar, sobre los sacramentos y otros puntos de doctrina necesarios para la refutación de las herejías, la supresión de los abusos y la modificación de las costumbres. Y fue, en efecto, con total libertad y ejemplar cuidado que el santo Concilio definió, explicó y ordenó todo con la mayor certeza y madurez que pudiera desearse. Terminados entonces todos los trabajos, se clausuró el Concilio, concluyendo con tan gran concordia y unión de los que habían participado o asistido a él, que a todos les pareció que tan unánime consenso sólo podía ser obra del Señor; y nuestros propios ojos y los de todos quedaron admirados. Agradecidos por tan gran beneficio de Dios, ordenamos inmediatamente procesiones públicas en el Alma Urbe, que de hecho fueron celebradas con gran piedad por el clero y el pueblo; y cuidamos de que se rindieran alabanzas y se celebraran actos de gracia a la Divina Majestad. El resultado de este Concilio nos ha dado, en efecto, una esperanza muy grande, más aún, casi la certeza de que la Iglesia se beneficiará más y más de sus decretos y ordenanzas de día en día.

Sin embargo, el Santo Concilio, movido por su respeto a la Sede Apostólica, y siguiendo en esto el ejemplo de los antiguos Concilios, Nos ha pedido la confirmación de todos sus decretos, hechos en el tiempo de Nuestros predecesores o bajo Nuestro Pontificado, y esto por medio de un decreto redactado en sesión pública. Fuimos informados de esta petición del Concilio, primero a través de las cartas de Nuestros Legados, y después de su regreso por el fiel informe que nos hicieron de las intenciones del Santo Concilio. Habiendo deliberado maduramente sobre este asunto junto con Nuestros venerables hermanos Cardenales de la Santa Iglesia Romana, y habiendo reconocido que todos estos decretos son católicos, útiles y saludables para el pueblo cristiano para gloria de Dios Todopoderoso, y tras el consejo y consentimiento de los mencionados hermanos, hoy en Nuestro Consistorio secreto, hemos confirmado con autoridad apostólica estos decretos, todos juntos y cada uno en particular, y ordenado que sean aceptados por todos los fieles; lo que también hacemos por medio de las presentes cartas para que todos tengan un perfecto conocimiento de ellas, confirmándolas y ordenando que sean observadas.

En virtud de la santa obediencia y bajo las penas establecidas por los sagrados cánones y otras más graves, incluida la privación del cargo que juzguemos oportuno establecer, ordenamos a todos Nuestros Venerables Hermanos y a cada uno en particular, a los patriarcas, arzobispos, obispos y a todos los demás prelados de la Iglesia de cualquier condición, rango, orden y dignidad que sean, aunque sean honrados con la dignidad de cardenal, que observen exactamente dichos decretos y estatutos en sus Iglesias, ciudades y diócesis, en juicio o fuera de él, y que los hagan cumplir inviolablemente, cada uno por sus propios súbditos, en todo lo que les concierne, forzando a los rebeldes y contumaces con sentencias, censuras y otras penas eclesiásticas, incluso las contenidas en estos decretos, sin tener en cuenta las apelaciones y solicitando también, si es necesario, la ayuda del brazo secular.

Asimismo, advertimos y suplicamos por las entrañas de la misericordia de Nuestro Señor Jesucristo, a Nuestro amadísimo hijo, el emperador electo, y a todos los demás reyes, repúblicas y príncipes de la cristiandad, que con la misma piedad y celo por la causa del honor de Dios y la salvación de sus pueblos, estén presentes en el Concilio por medio de sus embajadores, que, por respeto a la Santa Sede y al Concilio, apoyen con su ayuda y favor a los prelados que lo necesiten para hacer observar y ejecutar estos decretos del Concilio, y que no sólo impidan, sino que proscriban absolutamente, en las regiones sometidas a su autoridad, las opiniones contrarias a la sana y saludable doctrina del Concilio.

Además, para evitar cualquier desorden y confusión que pudiera surgir si se permitiera a cada persona hacer comentarios e interpretaciones públicas de los decretos del Concilio como le plazca, prohibimos, en virtud de Nuestra autoridad apostólica, a todos, ya sean personas eclesiásticas de cualquier orden, condición y rango, o laicos revestidos de cualquier honor y poder bajo pena de interdicto, y a cualquier otro bajo pena de excomunión ipso facto, publicar sin Nuestra autoridad, comentarios, glosas, anotaciones, observaciones y en general cualquier tipo de interpretación sobre los decretos de dicho Concilio, o cualquier otra cosa por cualquier motivo, incluso bajo el pretexto de dar mayor fuerza a los decretos en cuestión, para favorecer su ejecución, etc.

Si algún punto le parece oscuro, ya sea en las expresiones o en el sentido de las ordenanzas, de modo que le parezca que requiere alguna interpretación o decisión: que suba al lugar que el Señor ha elegido, es decir, a la Sede Apostólica, de la que todos los fieles deben pedir instrucciones y cuya autoridad el mismo Santo Concilio ha reconocido tan respetuosamente. Por lo tanto, si surge alguna dificultad con respecto a los decretos en cuestión, si hay que resolver alguna cuestión, Nos reservamos el derecho de decidirlos, tal como lo ha decretado el mismo Santo Concilio. Estamos dispuestos, como se nos ha reconocido, a atender todas las necesidades de todas las provincias del mundo como mejor nos parezca.

Declaramos nulo y sin efecto todo lo que pueda ser tomado contra el tenor del presente por cualquier persona, por cualquier autoridad, a sabiendas o por ignorancia.

Para que este Nuestro escrito llegue a conocimiento de todos y nadie pueda alegar ignorancia del mismo, queremos y ordenamos que en la iglesia del Príncipe de los Apóstoles en el Vaticano y en la de San Juan de Letrán, este Nuestro escrito sea leído públicamente y en voz alta por los mensajeros de Nuestra corte a la hora en que el pueblo tiene la costumbre de reunirse para asistir a las misas solemnes. Después de la lectura se fijará en las puertas de dichas iglesias, en las de la Cancillería Apostólica y en el lugar habitual de Campo de' Fiori, donde se dejará durante algún tiempo para que sea conocido por todos. Cuando se retire, se dejarán allí los ejemplares, como es costumbre; pero se darán a la imprenta en el Alma Urbe, para que puedan ser llevados más convenientemente a todas las provincias y reinos de la cristiandad.

Ordenamos que las copias escritas o firmadas por manos de un notario público y marcadas con el sello de alguna persona constituida en dignidad eclesiástica, sean atribuidas a la fe sin vacilación.

Que nadie, por lo tanto, y de ninguna manera, se atreva con osadía a violar y transgredir este Nuestro documento de confirmación, amonestación, inhibición, reserva, voluntad, mandato y decreto. Para que si alguien tiene la audacia de intentarlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios Todopoderoso y de sus benditos apóstoles Pedro y Pablo.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 26 de enero de 1564, quinto de Nuestro Pontificado.


YO, PÍO

OBISPO DE LA IGLESIA CATÓLICA

Seguido de las firmas de los 26 cardenales de los consistorios, incluido San Carlo Borromeo


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