La dura prueba impuesta por el poder político a diversas iglesias cristianas en la década de los 80, lejos de debilitar la religiosidad de nuestro pueblo suscitó una notable profundización y revitalización de la fe.
Por José Esteban González Rappaccioli
La epopeya de heroísmo cívico y religioso de centenares de auténticos mártires está todavía por escribirse.
Nicaragua fue el primer país del mundo en el que, con respaldo de un régimen marxista-leninista, se impulsó el establecimiento de una “iglesia popular” inspirada en la corriente más radical y engañosa de la “teología de la liberación”. No obstante el masivo apoyo económico y logístico recibido del gobierno sandinista y el apoyo de tentáculos seudo-religiosos de otros regímenes comunistas de la época, dicha iglesia “popular” fracasó estrepitosamente en Nicaragua no logrando rebasar un reducido número de centros de culto y de propaganda ubicados casi exclusivamente en Managua. El intenso apoyo internacional a la llamada iglesia “popular” se debilitó aceleradamente a partir del momento en que sus sostenedores y financiadores extranjeros descubrieron, con vergüenza e indignación, el fabuloso enriquecimiento de los nueve Comandantes y la corrupción prevaleciente en las esferas superiores del sandinismo oficial, denunciados con valentía por Ernesto Cardenal – su profeta más caracterizado y aplaudido. En particular, fue motivo de rechazo mundial la desvergonzada “piñata”, sin duda, el mayor y más descarado saqueo de un país pobre y de su gente, perpetrado, después de haber sido expulsados del poder por el voto popular, por militantes del partido que había pretendido liberarlo. De pronto, quedó al descubierto el verdadero rostro del sandinismo orteguista en el que incautos de Norteamérica y Europa habían creído reconocer a un “mesías colectivo” que - comenzando por Nicaragua - redimiría a América Latina de la ignorancia y la pobreza.
Hoy día, sin abatirse por nuevos problemas harto conocidos, la Iglesia Católica ha confirmado y acrecentado su credibilidad. Guiados y alentados por obispos y sacerdotes ilustrados, pero modestos y siempre solidarios, los católicos estamos viviendo nuestra fe de manera más consciente y madura. Miles de jóvenes creyentes de ambos sexos, conscientes de sus derechos y responsabilidades, se lanzan con intrepidez, generosidad y entusiasmo a acciones de solidaridad sincera en favor de nuestros hermanos más pobres y marginados.
Paralelamente, en los últimos decenios, las comunidades de diversas y muy respetables denominaciones protestantes, han crecido hasta alcanzar un elevado porcentaje de la población creyente. Su crecimiento impresionante es en gran parte atribuible a la prioridad que otorgan a la Sagrada Biblia y a un mensaje fácilmente asimilable y claramente eficaz en lo que respecta a la moral y buenas costumbres. Todos los cristianos - protestantes y católicos por igual - debemos reconocer con humildad nuestras carencias y errores y concentrarnos en lo esencial de la fe y de la moral cristianas.
Sin ignorar diferencias teológicas (algunas de ellas explicables por circunstancias culturales, políticas e históricas), quienes reconocemos a Cristo como nuestro Señor y Salvador coincidimos totalmente en la voluntad de identificarnos con los más pobres y desheredados, no para practicar un asistencialismo oportunista, sino para luchar junto a nuestros hermanos contra las estructuras injustas y deshumanizantes que a todos nos abruman. Luchando unidos por la justicia, los derechos humanos y las libertades democráticas, combatiendo constructivamente la pobreza y la opresión, no podemos equivocarnos porque la “regla de oro” del Evangelio siempre será: “Trata a los demás como quieres que te traten”.
Otro elemento que compartimos todos los nicaragüenses es un profundo nacionalismo. Ambos elementos – nacionalismo y cristianismo - son complementarios e inseparables. Por consiguiente, debemos profundizarlos e interiorizarlos para que nos nutran y fortalezcan como la sangre que nos mantiene en vida.
Para enfrentar las amenazas que actualmente se ciernen sobre nuestra nación, los cristianos debemos realizar un esfuerzo unificado, sin connotaciones partidistas ni exclusiones confesionales, a fin de regirnos con mayor fidelidad y valentía por ambos valores: nacionalismo y cristianismo. Esta decisión debe naturalmente conducirnos a la formulación de una doctrina, de una ética y de una praxis social fundadas en el humanismo cristiano que nos permitirá organizar nuestra convivencia como personas y como nación. Todos los cristianos debemos movilizarnos y hacerlo ¡ya! para defender a nuestra patria de la bestia bíblica que asecha bajo disfraces diversos, y así asegurar para nuestras familias y para nosotros mismos el futuro de paz y prosperidad al que aspiramos. Así sea.
Licenciado en Teología, Candidato a Procurador Nacional de Derechos Humanos.
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