SACERDOTIUM MINISTERIALE
CARTA A LOS OBISPOS DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE ALGUNAS CUESTIONES CONCERNIENTES
AL MINISTRO DE LA EUCARISTÍA
I - Introducción
1. Cuando el Concilio Vaticano II enseñó que el sacerdocio ministerial o jerárquico difiere esencialmente, y no sólo de grado, del sacerdocio común de los fieles, expresó la certeza de fe de que solamente los Obispos y los Presbíteros pueden celebrar el misterio eucarístico. En efecto, aunque todos los fieles participen del único e idéntico sacerdocio de Cristo y concurran a la oblación de la Eucaristía, sin embargo sólo el sacerdote ministerial está capacitado, en virtud del sacramento del Orden, para celebrar el sacrificio eucarístico « in persona Christi » y ofrecerlo en nombre de todo el pueblo cristiano.[1]
2. En estos últimos años, sin embargo, han comenzado a difundirse, y a veces a ponerse en práctica, algunas opiniones que, al negar dicha enseñanza, hieren en lo íntimo la vida de la Iglesia. Tales opiniones, difundidas bajo formas y argumentos diversos, comienzan a atraer a los mismos fieles, sea porque se afirma que gozan de una cierta base científica, sea porque se presentan como una respuesta a las necesidades del servicio pastoral de las comunidades y de la vida sacramental.
3. Por tanto, esta Sagrada Congregación, animada por el deseo de ofrecer a los sagrados Pastores, en espíritu de afecto colegial, el propio servicio, se propone aquí llamar la atención sobre algunos puntos esenciales de la doctrina de la Iglesia acerca del ministro de la Eucaristía, los cuales han sido transmitidos por la Tradición viva y han sido expresados en precedentes documentos del Magisterio.[2] Suponiendo la visión integral del ministerio sacerdotal, presentada por el Concilio Vaticano II, juzga urgente en la situación presente una intervención clarificadora sobre esta función esencial y peculiar del sacerdote.
II - Opiniones erróneas
1. Los partidarios de las nuevas opiniones afirman que toda comunidad cristiana, por el hecho mismo de que se reúne en el nombre de Cristo y por tanto se beneficia de su presencia (cf. Mt 18, 20), está dotada de todos los poderes que el Señor ha querido conceder a su Iglesia.
Opinan además que la Iglesia es apostólica en el sentido de que todos los que en el sagrado Bautismo han sido lavados e incorporados a la misma y hechos partícipes del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, son también realmente sucesores de los Apóstoles. Y puesto que en los Apóstoles está prefigurada toda la Iglesia, se seguiría de ahí que también las palabras de la institución de la Eucaristía, dirigidas a ellos, estarían destinadas a todos.
2. De ello se sigue igualmente que, por muy necesario que sea para el buen orden de la Iglesia el ministerio de los Obispos y de los Presbíteros, no se diferenciaría del sacerdocio común por razón de la participación del sacerdocio de Cristo en sentido estricto, sino solamente por razón del ejercicio. El llamado oficio de guiar la comunidad —el cual incluye también el de predicar y presidir la sagrada sinaxis— sería un simple mandato conferido en vista del buen funcionamiento de la misma comunidad, pero no debería ser « sacralizado ». La llamada a tal ministerio no añadiría una nueva capacidad « sacerdotal » en sentido estricto —y por ello la mayoría de las veces se evita hasta el término de « sacerdocio »— ni imprimiría un carácter que constituya ontológicamente en la condición de ministros, sino que expresaría solamente ante la comunidad que la capacidad inicial conferida en el sacramento del Bautismo, se hace efectiva.
3. En virtud de la apostolicidad de cada comunidad local, en la cual Cristo estaría presente no menos que en la estructura episcopal, cada comunidad, por exigua que sea, si viniera a encontrarse privada por mucho tiempo del elemento constitutivo que es la Eucaristía, podría « reapropiarse » su originaria potestad y tendría derecho a designar el propio presidente y animador, otorgándole todas las facultades necesarias para la guía de la misma comunidad, no excluida la de presidir y consagrar la Eucaristía. O también —se afirma— Dios mismo no se negaría, en semejantes circunstancias, a conceder, incluso sin sacramento, el poder que normalmente concede mediante la Ordenación sacramental.
Lleva también a la misma conclusión el hecho de que la celebración de la Eucaristía se entiende muchas veces simplemente como un acto de la comunidad local reunida para conmemorar la última Cena del Señor mediante la fracción del pan. Sería por consiguiente un banquete fraterno en el cual la comunidad se reúne y se expresa, más bien que la renovación sacramental del Sacrificio de Cristo, cuya eficacia salvífica se extiende a todos los hombres, presentes o ausentes, vivos o difuntos.
4. Por otra parte, en algunas regiones las opiniones erróneas sobre la necesidad de ministros ordenados para la celebración eucarística, han inducido también a algunos a atribuir siempre menor valor a la catequesis sobre los sacramentos del Orden y de la Eucaristía.
III - La doctrina de la Iglesia
1. Aunque se propongan en formas bastante diversas y matizadas, dichas opiniones confluyen todas ellas en la misma conclusión: que el poder de celebrar el sacramento de la Eucaristía no está unido a la Ordenación sacramental. Es evidente que esta conclusión no puede concordar absolutamente con la fe transmitida, ya que no sólo niega el poder confiado a los sacerdotes, sino que menoscaba la entera estructura apostólica de la Iglesia y deforma la misma economía sacramental de la salvación.
2. Según la enseñanza de la Iglesia, la palabra del Señor y la vida divina que El ha procurado están destinadas desde el principio a ser vividas y participadas en un único cuerpo que el mismo Señor se edifica a través de los siglos. Este cuerpo, que es la Iglesia de Cristo, continuamente dotado por El de los dones de los ministerios, « bien alimentado y unido por un conjunto de nervios y ligamentos, recibe crecimiento conforme al plan de Dios » (Col 2, 19)[3]. Esta estructura ministerial, en la sagrada Tradición se concreta en los poderes, otorgados a los Apóstoles y a sus sucesores, de santificar, de enseñar y de gobernar en nombre de Cristo.
La apostolicidad de la Iglesia no significa que todos los creyentes sean Apóstoles[4], ni siquiera en modo colectivo; y ninguna comunidad tiene la potestad de conferir el ministerio apostólico, que fundamentalmente es otorgado por el mismo Señor. Cuando la Iglesia se profesa apostólica en los Símbolos de la fe, expresa, además de la identidad doctrinal de su enseñanza con la de los Apóstoles, la realidad de la continuación del oficio de los Apóstoles mediante la estructura de la sucesión, por cuyo medio la misión apostólica deberá durar hasta el fin de los siglos[5].
Esta sucesión de los Apóstoles, que hace apostólica toda la Iglesia, es parte viva de la Tradición, que ha sido para la Iglesia desde el principio, y continúa siendo, su misma forma de vida. Por ello están fuera del recto camino los que oponen a esta Tradición viva algunas partes aisladas de la Escritura, de las cuales pretenden deducir el derecho a otras estructuras.
3. La Iglesia católica, que ha crecido a través de los siglos y continúa creciendo por la vida que le dio el Señor con la efusión del Espíritu Santo, ha mantenido siempre su estructura apostólica, siendo fiel a la tradición de los Apóstoles, que vive y perdura en ella. Al imponer las manos a los elegidos con la invocación del Espíritu Santo, es consciente de administrar el poder del Señor, el cual hace partícipes de su triple misión sacerdotal, profética y real a los Obispos, sucesores de los Apóstoles en modo particular. Estos a su vez confieren, en grado diverso, el oficio de su ministerio a varios sujetos en la Iglesia[6].
Por lo tanto, aunque todos los bautizados gocen de la misma dignidad ante Dios, en la comunidad cristiana que su divino Fundador quiso jerárquicamente estructurada, existen desde sus orígenes poderes apostólicos específicos, basados en el sacramento del Orden.
4. Entre estos poderes, que Cristo ha otorgado de manera exclusiva a los Apóstoles y a sus sucesores, figura en concreto el de presidir la celebración eucarística. Solamente a los Obispos, y a los Presbíteros a quienes aquéllos han hecho partícipes del ministerio recibido, está reservada la potestad de renovar en el misterio eucarístico lo que Cristo hizo en la última Cena[7].
Para que puedan ejercer sus oficios, y especialmente el muy importante de celebrar el misterio eucarístico, Cristo Señor marca espiritualmente a los que llama al Episcopado y al Presbiterado con un sello, llamado también « carácter » en documentos solemnes del Magisterio[8], y los configura de tal manera a sí mismo que, al pronunciar las palabras de la consagración, no actúan por mandato de la comunidad, sino « "in persona Christi", lo cual quiere decir más que "en nombre de Cristo" o "haciendo las veces de Cristo"..., ya que el celebrante, por una razón sacramental particular, se identifica con el "sumo y eterno Sacerdote", que es el Autor y el principal Actor de su propio Sacrificio, en el cual en realidad no puede ser sustituido por ninguno »[9].
Como pertenece a la misma naturaleza de la Iglesia que el poder de consagrar la Eucaristía sea otorgado solamente a los Obispos y a los Presbíteros, los cuales son constituidos ministros mediante la recepción del sacramento del Orden, la Iglesia profesa que el misterio eucarístico no puede ser celebrado en comunidad alguna sino por un sacerdote ordenado, como ha enseñado expresamente el Concilio Lateranense IV[10].
A cada fiel o a las comunidades que por motivo de persecución o por falta de sacerdotes se ven privados de la celebración de la sagrada Eucaristía por breve, o también por largo tiempo, no por eso les falta la gracia del Redentor. Si están animados íntimamente por el voto del sacramento y unidos en la oración con toda la Iglesia; si invocan al Señor y elevan a El sus corazones, viven por virtud del Espíritu Santo en comunión con la Iglesia, cuerpo vivo de Cristo, y con el mismo Señor. Unidos a la Iglesia por el voto del sacramento, por muy lejos que estén externamente, están unidos a la misma íntima y realmente, y por consiguiente reciben los frutos del sacramento, mientras que los que intentan atribuirse indebidamente el derecho de celebrar el misterio eucarístico terminan por cerrar su comunidad en sí misma[11].
Pero esta conciencia no dispensa a los Obispos, a los Sacerdotes y a todos los miembros de la Iglesia del deber de pedir al « Señor de la mies » que envíe trabajadores según las necesidades de los hombres y de los tiempos (cf. Mt 9, 37 ss.) y de empeñarse con todas sus fuerzas para que sea escuchada y acogida con humildad y generosidad la vocación del Señor al sacerdocio ministerial.
IV - Invitación a la vigilancia
Al proponer estos puntos a la atención de los sagrados Pastores de la Iglesia, la S. Congregación para la Doctrina de la Fe ha querido ofrecerles un servicio en su ministerio de apacentar la grey del Señor con el alimento de la verdad, de custodiar el depósito de la fe y de conservar íntegra la unidad de la Iglesia. Es necesario resistir, fuertes en la fe, al error, aun cuando se presenta bajo apariencia de piedad, para poder abrazar a los errantes en la caridad del Señor, profesando la verdad en la caridad (cf. Ef 4, 15). Los fieles que atenían la celebración de la Eucaristía al margen del sagrado vínculo de la sucesión apostólica, establecido con el sacramento del Orden, se excluyen a sí mismos de la participación en la unidad del único cuerpo del Señor, y en consecuencia no nutren ni edifican la comunidad, más bien la destruyen.
Toca pues a los sagrados Pastores el oficio de vigilar, para que en la catequesis y en la enseñanza de la teología no continúen difundiéndose las antedichas opiniones erróneas, y especialmente para que no encuentren aplicación concreta en la praxis; y si se dieran semejantes casos, les incumbe el sagrado deber de denunciarlos como totalmente extraños a la celebración del sacrificio eucarístico y ofensivos de la comunión eclesial. El mismo deber les incumbe contra los que disminuyen la importancia central de los Sacramentos del Orden y de la Eucaristía para la Iglesia. También a nosotros se nos dice: « Predica la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, refuta, exhorta con toda longanimidad y voluntad de instruir ... vigila atentamente, resiste a la prueba, predica el Evangelio, cumple el ministerio » (2 Tim 4, 2-5).
Que la solicitud colegial encuentre en semejantes circunstancias una aplicación concreta, de modo que la Iglesia, manteniéndose indivisa en su variedad de Iglesias locales que colaboran conjuntamente[12], guarde el depósito que le ha sido confiado por Dios a través de los Apóstoles. La fidelidad a la voluntad de Cristo y la dignidad cristiana requieren que la fe transmitida permanezca la misma y así dé a los fieles la paz en la fe (cf. Rom 15, 13).
El Sumo Pontífice Juan Pablo II, durante una Audiencia concedida al infrascrito Cardenal Prefecto, ha aprobado la presente Carta, decidida en la reunión ordinaria de esta S. Congregación, y ha ordenado su publicación.
Roma, en la sede de la S. Congregación para la Doctrina de la Fe, el día 6 de agosto 1983, fiesta de la Transfiguración del Señor.
Joseph Card. Ratzinger
Prefecto
+ Fr. Jéróme Hamer, O. P.
Arzobispo tit. de Lorium
Secretario
Notas
[1] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, nn. 10, 17, 26, 28; Const. Sacrosanctum Concilium, n. 7; Decr. Christus Dominus, n. 15; Decr. Presbyterorum Ordinis, nn. 2 y 3. Cf. también Pablo VI, Encicl. Mysterium fidei del 3 sept. 1965: AAS 51 (1965) 761.
[2] Cf. Pío XII, Encicl. Mediator Dei del 20 nov. 1947: AAS 39 (1947) 553; Pablo VI, Exhort. Ap. Quinque iam anni, del 8 dic. 1970: AAS 63 (1971) 99; Documentos del Sínodo de los Obispos del 1971: De sacerdotio ministeriali: Primera parte: AAS 63 (1971) 903-908; Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium Ecclesiae, del 25 junio 1973, n. 6: AAS 65 (1973) 405-407; Decl. De duobus operibus Professoris Joannis Küng, del 15 febr. 1975: AAS 67 (1975) 204; Decl. Inter insigniores, del 15 oct. 1976, n. V: AAS 69 (1977) 108-113; Juan Pablo II, Carta Novo incipiente nostro a todos los sacerdotes de la Iglesia, del 8 abr. 1979, nn. 2-4: AAS 71 (1979) 395-400; Carta Dominicae Cenae a todos los Obispos de la Iglesia, del 24 febr. 1980, nn. I-II: AAS 72 (1980) 115-134.
[3] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, nn. 7, 18, 19, 20; Decr. Christus Dominus, nn. 1 y 3; Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 2.
[4] Cf. Concilio de Trento, Doctrina de sacramento ordinis, cap. 4: DS 1767.
[5] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, n. 20.
[6] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, n. 28.
[7] Se confirma por el uso extendido en la Iglesia de llamar a los Obispos y a los Presbíteros sacerdotes del culto sagrado, sobre todo porque sólo a ellos ha sido reconocido el poder de celebrar el misterio eucarístico.
[8]Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, n. 21; Decr. Presbyterorum Ordinis, n. 2.
[9] Juan Pablo II, Carta Dominicae Cenae, n. 8: AAS 72 (1980) 128-129.
[10] Conc. Later. IV, Const. de fe católica Firmiter credimus: «Una vero est fidelium universalis Ecclesia, extra quam nullus omnino salvatur, in quo idem ipse sacerdos est sacrificium Iesus Christus, cuius corpus et sanguis in sacramento altaris sub speciebus pañis et víni veraciter continentur, transsubstantiatis pane in corpus et vino in sanguinem potestate divina: ut ad perficiendum mysterium unitatis accipiamus ipsi de suo, quod accepit ipse de nostro. Et hoc utique sacramentum nemo potest conficere, nisi sacerdos, qui rite fuerit ordinatus, secundum claves Ecclesiae, quas ipse concessit Apostolis eorumque successoribus Iesus Christus » (DS 802).
[11] Cf. Juan Pablo II, Carta Novo incipiente nostro, n. 10: AAS 71 (1979) 411-415. Sobre el valor del voto del sacramento cf. Conc. de Trento, Decr. De iustificatione, cap. 4: DS 1524; Decr. de sacramentis, can. 4: DS 1604; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, n. 14; S. Officium, Epist. ad archiep. Bostoniensem, del 8 agosto 1949: DS 3870 y 3872.
[12]Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, n. 23.
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