Por el padre Hermann Weinzierl (✞ 2024)
Esto merece una profunda reflexión por parte de nosotros, los católicos: no hay vuelta atrás después el concilio, en el sentido de que no se puede simplemente deshacer este acontecimiento, no se puede fingir que nada sucedió. Durante décadas, los tradicionalistas creían poder superar la actual “crisis” construyendo su “País de la Tradición” —un museo de la supuesta época dorada de la Iglesia en los años cincuenta— ¡y creen que así preservan la fe católica! Al hacerlo, ignoran la influencia del modernismo en las instituciones eclesiásticas, influencia que existe desde hace más de siglo y medio.
En consecuencia, también creen poder “salvar” el llamado concilio Vaticano II interpretándolo según la “tradición”, aunque esta “tradición” sea, en última instancia, la gran incógnita del tradicionalismo contemporáneo, puesto que cada tradicionalista tiene la suya propia. Además, creen poder salvar la Divina Liturgia optando por el rito de 1962, mientras que el resto de su “iglesia” celebra un rito que, a sus ojos, es tan indigno que se sienten obligados a rechazarlo, ¡a pesar de ser, precisamente, el rito mundial de “su iglesia”! En realidad, para un católico todo esto son monstruosidades, pero para un tradicionalista son cosas evidentes.
Desde esta perspectiva, el psicoanalista y sociólogo alemán Alfred Lorenzer tenía razón al afirmar: “Los rituales que una vez fueron destruidos son tan difíciles de restaurar como resucitar a los muertos con palabras de aliento. Sin duda, en lo bueno no hay vuelta atrás desde el concilio Vaticano II”.
Esta último es la conclusión decisiva: no hay vuelta atrás “para mejor” después del llamado concilio Vaticano II, porque no se pueden ignorar simplemente las herejías proclamadas y el rito destruido.
¿Una iglesia con dos ritos?
El libro de Alfred Lorenzer lleva el subtítulo: “Das Konzil der Buchhalter. Die Zerstörung der Sinnlichkeit. Eine Religionskritik” (El concilio de los contables. La destrucción de la sensualidad. Una crítica a la religión).
Como ateo, el autor no puede, por supuesto, entablar un debate teológico contra el llamado concilio Vaticano II, pero sí puede analizar su apariencia externa, puesto que la Iglesia Católica es una comunidad visible y no una iglesia puramente espiritual como la protestante. En consecuencia, puede examinar y evaluar principalmente el nuevo rito y los cambios asociados.
Desde el principio, los tradicionalistas se han referido a la ley: lex credendi, lex orandi. La ley de la fe se corresponde con la ley de la oración, es decir, el culto público. Además, los tradicionalistas han constatado una diferencia tan grande entre la liturgia “antigua” y la “nueva” que se han pronunciado en contra de esta última. Sin embargo, nunca han extraído ninguna conclusión teológica de ello, sino que han construido una “iglesia” con dos ritos que se contradicen entre sí desde el punto de vista de la fe.
En “Hamlet, príncipe de Dinamarca” de Shakespeare, los guardias ven el fantasma del difunto padre de Hamlet. Cuando sus amigos Horacio y Marcelo le avisan de esto, Hamlet los acompaña al lugar, escéptico pero dispuesto a comprobarlo por sí mismo. Allí, el fantasma aparece y le hace señas a Hamlet. Aterrorizado y consternado por la aparición, Horacio pregunta: “¿Cómo acabará esto?”, a lo que Marcelo responde con inquietud: “Algo huele mal en Dinamarca”.
Participación activa: ¿libertad litúrgica?
Cuando el espíritu del concilio se manifestó a los tradicionalistas y les otorgó la nueva liturgia, no exclamaron con el presagio de Shakespeare: “Algo huele mal en Dinamarca”, sino que se tranquilizaron con la absurda afirmación: “Al menos la 'nueva misa' sigue siendo válida”. El ateo Alfred Lorenzer no puede sucumbir a una interpretación tan absurda, lo que demuestra que a veces es mejor no tener ninguna fe que tener una fe falsa.
Sustenta sus reflexiones con una observación fascinante que, lamentablemente, fue completamente ignorada en la discusión tradicionalista, a pesar de ser absolutamente fundamental para comprender hacia dónde pretende dirigirse en última instancia la “nueva” liturgia:
Al examinar la reforma de la liturgia en su conjunto, no solo se desmorona la apariencia de “democratización”, proclamada bajo el lema de “participación activa”, sino que también queda claro que el concilio ha reforzado la estructura de autoridad en todos los aspectos cruciales:
1. La “verbalización” de la liturgia como “mensa verbi” [mesa de la Palabra] se revela como un instrumento de pedagogía e indoctrinación sistemáticas: una vía de sentido único de pseudodiscusión, un medio para influir cada vez más en los laicos. El laico participa pasivamente en un diálogo simulado, en el que “cada miembro tiene que hablar, cantar y hacer lo que se espera de él” (Ibid., p. 81)
El rito como “ritual dinámico de grupo”
La supuesta libertad litúrgica de la “nueva misa” es un sofisticado engaño, y en varios sentidos. Esta libertad se oculta a los conservadores y tradicionalistas mediante la llamada “Editio typica”, que sugiere al observador desprevenido —¡y nuestros tradicionalistas son muy desprevenidos!— que solo existe un nuevo rito. En realidad, existe toda una colección de “nuevas misas” con más de 300 “Plegarias Eucarísticas” aprobadas por Roma. La llamada “Editio typica” ya incluye cuatro de ellas, ¡solo para preparar esta diversidad! Los supuestos conservadores suelen consolarse con el hecho de que la “Primera Plegaria Eucarística” aún se asemeja mucho al canon romano de la “antigua” Misa.
Si bien la forma externa del ritual se disuelve en multitud de variaciones, fingiendo libertad, el ritual en su conjunto se transforma en una herramienta de propaganda. En última instancia, este “ritual” es un ritual de dinámica grupal. Sin duda, merece la pena considerar con seriedad y profundidad lo que describe Lorenzer: “El laico participa receptivamente en un diálogo simulado, en el que cada miembro tiene que hablar, cantar y hacer lo que se espera de él”.
Los cambios revolucionarios introducidos en el ritual tenían como objetivo reeducar a toda la congregación y convertirla en neopaganos. En retrospectiva, se puede apreciar el éxito de esta estrategia. Pero eso no es todo:
2. El cambio en la liturgia es un decreto centralista impuesto desde arriba, diseñado para interceptar, canalizar y detener cualquier cambio de manera oportuna. En esto también, el concilio demuestra ser más autoritario que el antiguo orden, que había permitido que se desarrollaran variaciones y matices regionales a lo largo de los siglos.
El concilio y los órganos curiales de ejecución posteriores al concilio lograron centralizar con éxito precisamente esta diversidad. (Ibid.)
El NOM – “Anti Rito del Santo Sacrificio Católico de la Misa”
Resulta bastante peculiar. La arbitrariedad litúrgica, por así decirlo, dirigida hacia adentro —es decir, en el sentido de la nueva “liturgia” grupal que ya no se centra en Dios sino en la humanidad— contrasta radicalmente con la estrategia de aniquilación completamente rigurosa de la liturgia católica. Lo que resulta inmediatamente evidente de la intención antitética tras la invención de este “rito” —la “nueva misa”— es que se concibe como un “anti rito” al Santo Sacrificio de la Misa Católica. Solo en este contexto se comprende lo que también reconoció Alfred Lorenzer:
3. Las supuestas simplificaciones “populares” del ritual, junto con la verbalización de la liturgia, se revelan no como una concesión de autonomía a los participantes, sino —vinculadas al paso del ritual a la palabra— como un medio particularmente sutil de pedagogización que penetra incluso el cuerpo físico. Si la liturgia se desarrollaba tras el iconostasio de la lengua litúrgica latina, en autonomía ritual, esta autonomía (y la simultánea alienación) ofrecía un espacio para la “autorreflexión” de los laicos y un margen para la imaginación, que se extendía a interpretaciones del evento propias de la personalidad, el grupo y la cultura. La centralización del culto en la palabra extingue esta libertad. Resulta ser un momento de dominación. El ritual se convierte en un deslizamiento hacia el paternalismo. La subordinación del ritual a la proclamación de la palabra constituye una coerción disciplinaria ideológica, una afluencia directa de máximas controladas centralmente para interpretar el mundo, una regulación de la vida cotidiana a través de un programa educativo didácticamente hábil y de ejecución continua. (Ibid., pp. 81–82)
Reeducación pedagógica a través de nuevos ritos
Es absolutamente aterrador: el “nuevo rito” es un elaborado sistema de reeducación pedagógica del “pueblo peregrino de Dios” para convertirlo en la fe neopagana de la iglesia creada por el hombre. La libertad de expresión es siempre una mera ilusión. En realidad, todo el ritual se convierte en una deriva paternalista. Este ritual fue concebido como una herramienta de propaganda que, mediante un suministro directo de máximas controladas centralmente para interpretar el mundo y una regulación de la vida cotidiana a través de un programa educativo continuo y didácticamente hábil, trae la revolución al pueblo.
Los cambios en los edificios de la iglesia
Otra reflexión de Alfred Lorenzer debería completar nuestro trabajo. Habla del “vandalismo del concilio Vaticano II”.
Además de los cambios litúrgicos, las alteraciones en los edificios de las iglesias resultaron particularmente notorias para el creyente común. Toda Iglesia Católica se construye en torno al altar y está destinada al Santo Sacrificio de la Misa; como obra de arte completa, representa simbólicamente a la Santa Iglesia. En la Edad Media, los pueblos y ciudades se construían alrededor de la iglesia. Por lo tanto, es lógico que un cambio y una distorsión del rito, en contradicción con lo anterior, tengan también un efecto correspondiente en la arquitectura de las iglesias y en la doctrina de la Iglesia.
Sin duda, puede afirmarse que el arte sacro ya se encontraba en crisis a principios del siglo XX, puesto que el arte siempre posee un carácter profético, al presuponer una fe vivida. Una fe viva da origen a verdaderas obras de arte cristianas. Debido a la crisis del modernismo, las formas del arte sacro, paralelamente a las del arte secular, comenzaron a disolverse, y el culto a la fealdad se hizo, cuanto menos, perceptible. A más tardar en la década de 1950, el modernismo también se hizo evidente en los edificios religiosos. Algunos incluso anticiparon la “reforma litúrgica”, vaciando el espacio de la iglesia y sustituyendo el altar por una mesa accesible desde ambos lados. Tras el concilio, se desató el caos, pues la puerta se había abierto de par en par: ¡era innegable que estaban en caída libre!
Pero antes, echemos un breve vistazo al pasado con Alfred Lorenzer en aquella época en la que aún se mantenía la perspectiva:
Las ciudades medievales no solo estaban dominadas por sus campanarios; muchas se organizaban concéntricamente alrededor de la estructura ascendente de una iglesia principal. “El hecho de que […] los cronistas contemporáneos no vieran ni describieran las ciudades medievales según su forma social y arquitectónica específica, sino más bien […] como un sistema de santuarios”, demuestra que la comuna se consideraba una unidad inseparable de lo sagrado y lo profano. La ciudad medieval ideal, la fortaleza de Dios “Jerusalén”, se distinguía por el anillo de murallas y el conjunto de iglesias y campanarios, que Rábano Mauro ya consideraba un “símbolo de la ciudad”. Estas referencias suelen servir para destacar el carácter cristiano del orden medieval. Consideremos esto desde otra perspectiva: lo sagrado era parte integral del bien común colectivo. Los edificios sagrados constituían el núcleo del significado comunitario. (Ibid., pp. 207-208)
Un edificio religioso no es un edificio privado. En la ciudad medieval, la iglesia era el centro, pues la fe católica constituía el núcleo de la vida. El orden de toda la sociedad se reflejaba en el paisaje urbano.
En tiempos modernos, esto cambió gradualmente. Las residencias principescas y los ayuntamientos se concentraron en el centro. Sin embargo, el paisaje urbano se mantuvo en gran medida intacto, y especialmente en las zonas rurales, la iglesia solía permanecer en el pueblo.
Sin embargo, la liberalización relegó cada vez más la religión a un asunto privado en términos sociopolíticos, lo que significó que los edificios religiosos también adquirieron un carácter puramente privado en la conciencia pública. Lorenzer señala:
Para la experiencia sensorial del pueblo (o la aldea), las iglesias seguían siendo símbolos colectivos, posesiones culturales de la colectividad, aunque esta experiencia se viera reprimida y devaluada hasta el punto de que la religión se convirtió en un “asunto privado” y las iglesias en propiedad privada de las organizaciones religiosas. Aquel cura de pueblo español que, hace unos años, dinamitó su antigua iglesia (porque quería una nueva) y, al ser confrontado, afirmó que la iglesia era “propiedad privada” sobre la que él (como sacerdote) podía disponer con la misma libertad que un particular dispone de su propia casa, simplemente extraía la conclusión lógica de esta perspectiva. (Ibid., p. 208)
Una iconoclasia mundial que eclipsa todo lo anterior
Tras el llamado “concilio Vaticano II”, esta actitud pronto mostró sus devastadoras consecuencias. Todo sacerdote creía tener derecho a volar por los aires su iglesia cuando le placiera.
Naturalmente, esta desintegración de la conciencia colectiva se inscribe en el proceso general de “privatización” de los símbolos de significado. Y, naturalmente, renunciar al derecho colectivo a la propiedad de los edificios religiosos fue también el precio de liberarse de la tutela eclesiástica, respetando a la vez la libertad religiosa. Sin embargo, con este concilio, el control de la Iglesia sobre los edificios religiosos se tornó precario. De repente, la Iglesia renunció a su responsabilidad de preservar este patrimonio cultural que le fue confiado. Si bien las razones de la destrucción han permanecido sin esclarecer hasta ahora —solo hemos observado un aumento de la ideologización y una peculiar intelectualización—, el proceso en sí es inequívoco: una iconoclasia que empequeñece todas las oleadas históricas de destrucción anteriores. Ni los iconoclastas de la Reforma ni los de las revoluciones atacaron tan sistemáticamente los espacios sagrados ni actuaron con tanta frialdad e imprudencia (sin legitimidad teológica ni política).
Que esta iconoclasia mundial no haya provocado una indignación generalizada solo se explica en parte por la considerable influencia de la Iglesia en el panorama político actual. Tampoco se han manifestado objeciones en los países del Bloque del Este. Por supuesto, allí persiste el antiguo prejuicio contra la religión. Los símbolos sensuales se equiparan fácilmente con la postura ideológica de la religión. Los herederos intelectuales de aquellos jacobinos que decapitaron las estatuas de santos en las catedrales francesas observan con indiferencia cómo los jerarcas llevan a cabo el mismo acto hoy en día. (Ibid., págs. 208-209)
Sin embargo, la Iglesia tampoco está ya capacitada para custodiar una parte tan importante de la cultura. ¿No sería coherente que el arzobispo de Friburgo, al no encontrarle utilidad a su catedral gótica, erigiera una nueva sala de asambleas de 'estilo conciliar' (que pudiera reunir a todos en torno a la mesa en un entorno congregacional reducido) en el jardín de su seminario? Y, sin duda, los recursos invertidos en la devastación de las iglesias de mármol por todo el país podrían haberse empleado en la construcción de cómodas salas de conferencias protegidas de la intemperie para un nuevo estilo de liturgia. Pero incluso si la Iglesia ya no está dispuesta a mantener la continuidad histórica, sigue insistiendo en la posición central que históricamente han adquirido sus templos, tanto en la ciudad como en el campo. (Ibid., págs. 210-211)
Quien se mete en líos, paga las consecuencias
Concluimos nuestras reflexiones con las palabras finales de Alfred Lorenzer, quien finalizó su impresionante análisis de la siguiente manera:
Nuestro interés se centró en la Iglesia como agente de socialización, sobre todo porque la destrucción cultural provocada por el concilio Vaticano II ejemplifica un proceso de destrucción social que trasciende con creces los límites de la Iglesia. Reconozcamos que el concilio estuvo sujeto a una “presión sistémica” que afecta a todos los agentes de socialización y los empuja en la misma dirección. La velocidad desenfrenada y el alcance de esta destrucción cultural, que contrastan tan marcadamente con la ingenuidad académica de los padres conciliares, evidencian la gravedad de este proceso destructivo. El hecho de que la destrucción de los sistemas simbólicos sensoriales de una cultura antigua se desarrollara en medio de una calma absoluta (una indolencia silenciosa por parte de todas las demás “instituciones culturales” ante el vandalismo conciliar) revela el alto grado de conformidad del concilio con el “espíritu de la época”, es decir, con las condiciones imperantes. Este proceso de destrucción debe reconocerse. La destrucción de la cultura eclesial es solo un ejemplo entre muchos. El análisis debe continuar. (Ibid., pág. 290)
Eso es cierto, y tomamos esto último como un mandato: el análisis debe continuar.
Nota: Lamentablemente, esto nunca se concretó, pues la muerte le arrebató la pluma al Padre Weinzierl demasiado pronto. Le agradecemos profundamente su valiosa obra y recomendamos a todos los lectores que la lean, estudien y reflexionen sobre ella una y otra vez. Quedan pocas voces católicas como la del Padre Weinzierl, a quien le hemos citado aquí póstumamente. Que en paz descanse.



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