“Mistagogia hermenéutica”
Editorial Universidad Católica de Santa Fe, 2008
Palabras de Cecilia Inés Avenatti de Palumbo
La palabra poética es, como el título de la obra que estamos presentando lo sugiere, una vía de acceso al misterio. Como un caleidoscopio de formas y polisemias, ella ofrece infinitas posibilidades de lectura, que son tanto más variadas e inagotables cuanto más profundas son las aguas de las que ella ha brotado. Si ya el acto de hablar, que se da en la oscilación viviente entre silencio y palabra, acontece en el mutuo abrirse entre hombre y mundo, cuánto más la palabra poética, cuyo decir cava una grieta en el ser de las cosas para que puedan manifestarse en total desnudez. Ante semejante peso ontológico, la palabra del intérprete no puede sino entrar en sintonía de ritmo y significación si quiere ella también formar parte de la misión de conducir hacia el misterio.
Cuando hace exactamente un año terminé de redactar el prólogo, entre las posibilidades de ingreso al texto, había elegido la línea temporal del itinerario recorrido por el sujeto poético. Hoy, disminuida la distancia entre texto, intérprete y oyente a causa de la territorialidad convivial de este encuentro y agradecida de poder acompañar por segunda vez la puesta en escena pública de este poemario, les propongo ingresar al texto desde la perspectiva del diálogo interdisciplinario entre literatura y teología.
El título «mistagogia poética» es una invitación a percibir la figura estética como figura epifánica que comunica por desborde de plenitud, en sintonía con la cual el lector podrá desplegar su propia «mistagogía hermenéutica». La interpretación será entonces comprendida como respuesta condigna del sujeto al texto, lo cual exige el reconocimiento de la primacía de la objetividad de la figura. La figura irradia la profundidad del misterio si el sujeto se halla en disposición de recibirla tal cual es, es decir, en la peculiaridad del lenguaje poético que manifiesta la totalidad en el fragmento. En este estado de afinamiento entre objeto y sujeto, que acontece en lo concreto del instante temporal y que es mediado por el lenguaje poético, la interpretación se vuelve, entonces, ella también, transparente al carácter originario de la fuente de la cual ha bebido el poeta.
Desde el «umbral mistagógico» que el mismo texto ofrece, mi propuesta es considerar la «casa», el «rostro» y la «vida» como tres hitos hermenéuticos que lo atraviesan en su totalidad. Estas tres figuras se corresponden con los tres ejes del método de diálogo interdisciplinario entre literatura y teología que vengo aplicando en mis investigaciones, el cual ha sido configurado sobre la base del pensamiento estético-dramático-lógico del teólogo Hans Urs von Balthasar. Desde esta visión sintética de figuras y método, el dinamismo trilógico que advertimos es el de un sujeto poético que partiendo «desde» la figura estética de la «casa», ve realizada «en» el drama de los «rostros» dolientes la presencia del amor infinito y reconoce en el camino que surge de la «vida» y a ella retorna, la dirección «hacia» un lenguaje verdadero y creíble para nuestro hoy.
A este cruce disciplinar queremos sumar la perspectiva latinoamericana expresada en el Documento Conclusivo de Aparecida. En efecto, si «comunicar por desborde» de vida y gratitud es lo propio del lenguaje de la belleza , estos poemas pueden considerarse como una respuesta a la necesidad de revitalización del lenguaje cristiano a la que nos desafía dicho Documento, tras juzgar que en muchos casos éste resulta poco significativo para el encuentro y el diálogo con la cultura actual . En el capítulo sexto de la segunda parte, dedicado al itinerario formativo de los discípulos misioneros, al referirse a la piedad popular el Documento mismo pone a consideración del intérprete una clave estético-espiritual cuando dice que “el amor se detiene, contempla el misterio, lo disfruta en silencio.”
Detenerse, contemplar y disfrutar son respuestas estéticas ante el objeto que se manifiesta en la figura bella. Desde esta clave abordaremos los tres momentos del itinerario metodológico propuesto, estableciendo las siguientes correspondencias: «desde» el detenerse en la casa interior que es la casa de Dios; «en» la contemplación del misterio del Rostro de Dios en los rostros; «hacia» el gozo de la vida que se derrama en los grandes creyentes y se hace lenguaje existencial.
Primer momento: «desde» el detenerse en la «Casa» verdadera
El “Ingreso” al poemario está jalonado por cuatro epígrafes datados con el objeto de abarcar la historia del cristianismo en su totalidad. El primero que corresponde a san Agustín está centrado en la casa como figura del alma: “Estrecha es la casa de mi alma para que a ella vengáis: ensanchadla Vos. Ruinosa está: reparadla”. La casa es imagen del universo, y como el templo y la ciudad, está en el centro del mundo y simboliza el ser interior, donde acontecen las transformaciones.
Ahora bien, a la casa se entra y se sale por la puerta que es paso entre dos mundos. En toda puerta hay guardianes cuya misión es llevar hasta el interior al iniciado. Los guardianes de la casa interior del poeta son aquí creyentes que fueron teólogos, santos y poetas; los iniciados en el misterio de la poesía somos nosotros, a la vez oyentes y lectores. “Estrecha” y “ruinosa” está esta casa: es la acción de Dios la que habrá de “ensancharla” y “repararla”. Pero esta acción llegará con su propia lógica de amor irrumpiendo de modo sorpresivo y sorprendente. Entonces, no será ya casa construida por el hombre sino la” Casa de Dios” o “Beth El”.
¿Pero cuándo sucederá esta metamorfosis? ¿Cuándo habitará Dios la casa del hombre? No cuando lo determinen los “amos de la verdad / aduaneros de Dios […]” , que habitan o más bien des-habitan “[…] altos muros / con sagradas ausencias, […]” . De ellos dice Dios: “[…] Cuando me miran / no me ven / porque traigo / los rostros de los hombres.” ¿A qué rostros se refiere el poema? ¿Cuál es la “Casa” donde Dios habita, la “Casa” (con mayúsculas) verdadera? Responde el poeta que la “Casa” de Dios es la de los rostros dolientes de los “niños descalzos”, “las viudas”, los “jornaleros exprimidos”, los “enfermos”, los “solos”, los “presos” y también las “sonrisas” de inocencia. La casa de Dios es interior, sí, pero no por estar narcisistamente dentro de uno, sino porque ser albergue y cobijo del otro, de quien está fuera en cada rostro. Allí es donde se detiene la mirada contemplativa del discípulo que con ello da respuesta a la invitación de Jesús: vengan y vean.
Segundo momento: «en» la contemplación de los «rostros» dolientes
Mediante este juego de miradas, en el que nos hemos detenido arrebatados por la belleza del amor manifestada en la figura del rostro, hemos ingresado ya de pleno en el segundo momento: el del drama del amor y del dolor. Es una etapa de adentramiento, de profundización y de lucha. Se trata de contemplar el misterio en cada rostro concreto, en cada desfigura y también en cada sonrisa. El rostro es el otro que se hace presente. El rostro es lo que está frente a mí configurándome con su mirada.
¿Por qué el rostro? ¿Por qué la mirada y la sonrisa, que son las expresiones de la interioridad? Pues porque, responde el texto: “[…] En el principio / bastaba la mirada” . Mirar el rostro estaba en el comienzo y estará en el final: “[…] Porque -tal vez- mirarte es eso: / romper esta escayola / para besar tu Rostro.” Si nos hubiera configurado sólo la mirada, la distancia entre lo humano y lo divino hubiera sido insalvable. Pero Dios miró y sonrió al ver que su creación era buena y bella. La sonrisa pone el amor en el centro del corazón de Dios y da brillo a la mirada. Por eso, es el rostro que mira y sonríe el que ha dado origen al hombre y es cada rostro que mira y sonríe el que nos lo hace presente cada vez.
Entre los ecos que recoge del Documento de Aparecida, el monje argentino Diego de Jesús propone recuperar «la valencia de ser mirado» –sin la violencia y control denunciados por Nietzche, Sartre, M. Foucault y también Kafka– para dar lugar a lo que con acierto llama «la pascua del ver» . Desde la metáfora del rostro esto significa pasar del mirar abstracto a la mirada concreta que ve esta y aquella herida, y en cada una ve herida de la humanidad. Éste es el camino estético-ético que recorren estos versos: el del samaritano que ve la herida de un hombre particular (dimensión estética) y que libremente lo cura (dimensión dramática), pues en ese fragmento se le manifiesta la totalidad.
El dramatismo de esta «pascua del ver» se hace patente en los poemas marianos. Tras asociarla a la imagen del río como lo más propio y concreto del lugar, invoca a la Virgen María como “Señora de nosotros”, “Madre de nosotros” y “Dueña de nosotros” y luego le implora diciendo: “[…] Venimos / a suplicar tu beso en nuestra frente / tu caricia de sol / tu Luz y tu Mirada.” . Es el amor el que irradia en esta mirada que sonríe y sana. Es el rostro de la Mediadora de todas las gracias, cuya festividad litúrgica precisamente hoy se conmemora, ante el cual el amor expresado en la piedad popular latinoamericana sabe detenerse, contemplar y gozar.
Tercer momento: «hacia» la «vida» como lenguaje creíble
En una de las estrofas de otro poema mariano, nos topamos con la siguiente confesión: “[…] Y me perdí con los demás doctores / inventando respuestas / en vez de vislumbrar la única pregunta.” ¿Cuál es esta “única pregunta” que sólo alcanza a vislumbrar la mirada purificada? La respuesta se encuentra en una meditación ante las ruinas de Santa Fe la Vieja, en el poema que se inicia diciendo: “La gran pregunta / sin duda / no es la muerte. // El misterio insondable / lo reclama la Vida. […]” . La vida es la gran pregunta, la única pregunta, que atraviesa también el Documento de Aparecida. En el escenario dramático de la pascua del ver, la vida aquí es la vida concreta que otorga identidad, que configura la personalidad de quien es nombrado por el Tú. Así se relacionan el nombre, el tú y la vida en otro de los poemas: “Único que Eres y Haces Ser. / No calles por favor / el nombre mínimo que llevo. / Pronúnciame, Te ruego / Y otórgame la vida, / Pálido reflejo de la Tuya. / Única que Es.” Dar nombre y regalar vida es uno y el mismo acto en Dios y en sentido análogo también en el poeta. No se trata aquí de la vida biológica sino de la vida divina, la plenitud de la vida que el Padre regala a cada uno en Jesucristo. Por ello pide el poeta a Dios que lo “pronuncie” y le “otorgue” la vida: si estuviera muerto no podría siquiera pedir cosa alguna. Él ya posee la vida biológica y también un nombre, pero aquí está implorando por otra vida y otro nombre.
El proceso de transfiguración de la «pascua del ver» alcanza su punto culminante cuando el drama se vuelve logos, verdad, palabra que da vida. Plena de vida la Palabra de la Escritura interpreta al poeta: “[…] Cuando atrevo mis ojos / en tus letras divinas / descifrando tus Voces // Eres Tú quien me lee / desde la eternidad.” Con claros ecos apocalípticos reconoce a Cristo diciéndole: “Eres el Único Viviente. // Eres el Dios de Amor y Compañía. El de la Vida Verdadera. / El de la Luz Vital y la Palabra Eficiente. […]” .
El Dios vivo que al nombrar da vida, no puede sino decirse en cada creyente concreto viviente, no como idea ni como ideología. Hay sólo un rostro y nombre a quien se rinde aquí homenaje: el de Monseñor Zaspe, obispo de Santa Fe, cuya existencia dejó huella de discípulo y misionero en el poeta, que confiesa: “[…] En ti aprendí / que el Horizonte no se alcanza; // Él se acerca hasta nosotros / y nos sorprende / por la espalda. […]” . Queda así expresado el dinamismo experiencial del Dios que sale al encuentro del hombre, y con ello el núcleo de la “catequesis mistagógica” que propone el texto del Documento de Aparecida.
Ingresar en el misterio, permanecer en él, y desde allí salir en misión de palabra y acción: en este itinerario coinciden estos versos y el Documento latinoamericano para el comienzo del siglo XXI. Si –como señala el monje Diego de Jesús- hoy la disyuntiva es permanecer en el misterio o perecer, en tanto testigos del misterio, el poeta comparte con el creyente la misión de ser «mistagogo» y «mistóforo». Conducir al misterio desde la experiencia propia de haber sido alcanzado por él: éste es el camino que nos lleva a recorrer como intérpretes la poesía mistagógica de César Actis Brú, la cual, porque ha brotado de la vida concreta a ella nos hace retornar.
Fuente Diario7 Blog
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