Por Su Exc. Mons. Georg Gänswein
La grabadora ya estaba apagada; por eso este último intercambio no se encuentra en ninguno de los libros de entrevistas de Peter Seewald, ni siquiera en el famoso “La luz del mundo”. Sólo se encuentra en una entrevista que concedió al Corriere della Sera al día siguiente de la declaración de renuncia de Benedicto XVI, en la que el biógrafo recordó aquellas palabras clave que aparecen en cierto modo como una máxima en el libro de Roberto Regoli.
De hecho, debo admitir que quizá sea imposible resumir el pontificado de Benedicto XVI de forma más concisa. Y lo dicen quienes a lo largo de todos estos años han tenido el privilegio de vivir de cerca a este papa como un clásico "homo historicus", el hombre occidental por excelencia que ha encarnado como ningún otro la riqueza de la tradición católica; y que -al mismo tiempo- ha sido tan audaz como para abrir la puerta a una nueva etapa, a ese punto de inflexión histórica que nadie hace cinco años hubiera podido imaginar. Desde entonces vivimos una época histórica sin precedentes en los dos mil años de historia de la Iglesia.
Como en tiempos de Pedro, la Iglesia una, santa, católica y apostólica sigue teniendo hoy un solo papa legítimo. Y, sin embargo, desde hace tres años, vivimos con dos sucesores vivos de Pedro entre nosotros, que no mantienen una relación de competencia entre sí, y, sin embargo, ¡ambos con una presencia extraordinaria! Podríamos añadir que el espíritu de Joseph Ratzinger ya marcó decisivamente el largo pontificado de San Juan Pablo II, al que sirvió fielmente durante casi un cuarto de siglo como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Muchos siguen percibiendo hoy esta nueva situación como una especie de estado de excepción querido por el Cielo.
Pero, ¿ha llegado ya el momento de hacer balance del pontificado de Benedicto XVI? En general, en la historia de la Iglesia sólo se puede juzgar y encuadrar correctamente a los papas ex post. Y como prueba de ello, el propio Regoli menciona el caso de Gregorio VII, el gran papa reformador de la Edad Media, que al final de su vida murió exiliado en Salerno, como un fracasado, en opinión de muchos de sus contemporáneos. Y, sin embargo, fue precisamente Gregorio VII quien, en medio de las controversias de su tiempo, modeló decisivamente el rostro de la Iglesia para las generaciones posteriores. Tanto más audaz, por lo tanto, parece hoy el profesor Regoli al intentar trazar ya en vida un balance del pontificado de Benedicto XVI.
La cantidad de material crítico que ha visto y analizado con este fin es poderosa e impresionante. En efecto, Benedicto XVI está y sigue estando extraordinariamente presente con sus escritos: tanto los producidos como papa -los tres libros sobre Jesús de Nazaret y los dieciséis (¡!) volúmenes de Enseñanzas que nos entregó durante su pontificado- como en calidad de profesor Ratzinger o cardenal Ratzinger, cuyas obras podrían llenar una pequeña biblioteca.
Así pues, a esta obra de Regoli no le faltan notas a pie de página, tan numerosas como los recuerdos que despierta en mí. En efecto, yo estaba presente cuando Benedicto XVI, al final de su mandato, renunció a su anillo piscatorial, como es costumbre tras la muerte de un Papa, ¡aunque en este caso todavía estaba vivo! Yo estaba presente cuando, por otra parte, decidió no renunciar al nombre que había elegido, como había hecho el Papa Celestino V al convertirse de nuevo en Pedro de Morrone el 13 de diciembre de 1294, pocos meses después del inicio de su ministerio.
Por lo tanto, desde el 11 de febrero de 2013, el ministerio papal ya no es lo que era. Es y sigue siendo el fundamento de la Iglesia Católica; y, sin embargo, es un fundamento que Benedicto XVI ha transformado profunda y duraderamente en su pontificado de excepción (Ausnahmepontifikat), en comparación con el cual el sobrio cardenal Sodano, reaccionando con inmediatez y sencillez inmediatamente después de la sorprendente Declaración de Renuncia, profundamente conmovido y casi desconcertado, había exclamado que esta noticia había resonado entre los cardenales reunidos “como un rayo caído del cielo”. Era la mañana de ese mismo día cuando, al atardecer, un rayo de un kilómetro de longitud golpeó la punta de la cúpula de San Pedro, sobre la tumba del Príncipe de los Apóstoles, con un trueno increíble. Pocas veces el cosmos ha acompañado de forma tan dramática un momento decisivo de la historia. Pero en la mañana de aquel once de febrero, el Decano del Colegio Cardenalicio Angelo Sodano concluyó su respuesta a la declaración de Benedicto XVI con un primer balance igualmente cósmico del pontificado, al decir finalmente: “Ciertamente, las estrellas del cielo seguirán brillando siempre y así brillará siempre entre nosotros la estrella de su pontificado”.
Igualmente brillante y esclarecedora es la exposición minuciosa y bien documentada que hace el padre Regoli de las distintas etapas del pontificado. Especialmente de su inicio en el cónclave de abril de 2005, del que Joseph Ratzinger, tras una de las elecciones más cortas de la historia de la Iglesia, salió elegido después de sólo cuatro votaciones tras una dramática pugna entre el llamado “Partido de la Sal de la Tierra” en torno a los cardenales López Trujíllo, Ruini, Herranz, Rouco Varela o Medina y el llamado “Grupo de Saint Gallo” en torno a los cardenales Danneels, Martini, Silvestrini o Murphy-O'Connor; un grupo que, recientemente, el propio cardenal Danneels describió divertido en Bruselas como “una especie de club mafioso”. Ciertamente, la elección fue también el resultado de un enfrentamiento, cuya clave casi había proporcionado el propio Ratzinger como cardenal decano, en su histórica homilía del 18 de abril de 2005 en San Pedro; y precisamente allí donde a “una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como medida última sólo el propio yo y sus apetencias” había contrapuesto otra medida: “el Hijo de Dios y verdadero hombre" como "la medida del verdadero humanismo”. Esta parte del inteligente análisis de Regoli se lee hoy casi como una sobrecogedora novela policíaca de no hace mucho tiempo; mientras que la “dictadura del relativismo” hace tiempo que se expresó de forma abrumadora a través de los múltiples canales de los nuevos medios de comunicación que, en 2005, apenas podían imaginarse.
Incluso el nombre que el nuevo papa se dio a sí mismo inmediatamente después de su elección representaba, por lo tanto, un programa. Joseph Ratzinger no se convirtió en Juan Pablo III, como quizá muchos hubieran esperado. En su lugar, recordó a Benedicto XV -el inaudito y desafortunado gran Papa de la paz durante los terribles años de la Primera Guerra Mundial- y a San Benito de Norcia, patriarca del monacato y patrón de Europa. Podría comparecer como supertestigo para atestiguar cómo, en años anteriores, el cardenal Ratzinger nunca había presionado para ser elevado al más alto cargo de la Iglesia Católica.
En cambio, ya soñaba con una condición que le permitiera escribir unos últimos libros en paz y tranquilidad. Todo el mundo sabe que las cosas resultaron de otro modo. Durante la elección, entonces, en la Capilla Sixtina, fui testigo de que vivió la elección como un “auténtico shock” y sintió “vértigo” en cuanto se dio cuenta de que “el hacha” de la elección caería sobre él. No desvelo aquí ningún secreto porque fue el propio Benedicto XVI quien confesó todo esto públicamente en la primera audiencia concedida a los peregrinos venidos de Alemania. Y por eso no es de extrañar que fuera Benedicto XVI el primer papa que inmediatamente después de su elección invitara a los fieles a rezar por él, un hecho que este libro nos recuerda una vez más.
Regoli esboza los distintos años de su ministerio de forma fascinante y conmovedora, recordando el dominio y la confianza con que Benedicto XVI ejerció su mandato. Y que afloró desde el mismo momento, pocos meses después de su elección, en que invitó a una conversación privada tanto a su viejo y enconado antagonista Hans Küng como a Oriana Fallaci, la agnóstica y combativa gran dama de origen judío de los medios laicos italianos; o cuando nombró a Werner Arber, evangélico suizo y premio Nobel, primer presidente no católico de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales. Regoli no oculta la acusación de falta de conocimiento de los hombres que a menudo se le ha hecho al genial teólogo en el papel del Pescador; capaz de evaluar brillantemente textos y libros difíciles y que, sin embargo, en 2010, confesó francamente a Peter Seewald lo difícil que le resultaban las decisiones sobre las personas porque “nadie puede leer en el corazón del otro”. ¡Cuánta verdad!
Regoli define acertadamente 2010 como un “año negro” para el papa, concretamente en relación con el trágico accidente mortal que sufrió Manuela Camagni, una de las cuatro Memores pertenecientes a la pequeña “Familia Pontificia”. Ciertamente, puedo confirmarlo. Comparado con aquella desgracia, el sensacionalismo mediático de aquellos años -desde el caso del obispo tradicionalista Williamson hasta una serie de ataques cada vez más malintencionados contra el papa-, aunque tuvo cierto efecto, no golpeó tanto el corazón del papa como la muerte de Manuela, tan repentinamente arrebatada de entre nosotros. Benedicto no era un “papa actor”, ni mucho menos un “papa autómata” insensible; incluso en el trono de Pedro era y seguía siendo un hombre; es decir, como diría Conrad Ferdinand Meyer, no era un “libro ingenioso”, era “un hombre con sus propias contradicciones”. Así es como yo mismo llegué a conocerle y apreciarle a diario. Y así ha permanecido hasta nuestros días.
Regoli observa, sin embargo, que después de la última encíclica, Caritas in veritate, del 4 de diciembre de 2009, un pontificado dinámico, innovador, con una fuerte carga litúrgica, ecuménica y canónica, es como si de repente apareciera “frenado”, bloqueado, empantanado. Aunque es cierto que en los años siguientes el viento en contra aumentó, no puedo confirmar este juicio. Sus viajes al Reino Unido (2010), a Alemania y Erfurt, la ciudad de Lutero (2011), o al ardiente Oriente Medio -a los preocupados cristianos del Líbano (2012)- han sido hitos ecuménicos en los últimos años. Su decidido planteamiento para resolver la cuestión de los abusos fue y sigue siendo una indicación decisiva de cómo proceder. Y ¿cuándo, antes que él, hubo un papa que -junto a su gravísima tarea- también escribiera libros sobre Jesús de Nazaret que quizá también serán considerados como su legado más importante?
No es necesario que me detenga aquí en cómo él, que se había visto tan afectado por la repentina muerte de Manuela Camagni, sufrió más tarde también la traición de Paolo Gabriele, que también era miembro de la misma “familia papal”. Y, sin embargo, es bueno que diga de una vez por todas con toda claridad que Benedicto no dimitió al final por culpa del pobre y descarriado ayudante de cámara, ni por las 'delicatessen' de su piso que en el llamado 'caso Vatileaks' circularon en Roma como dinero falso pero se comercializaron en el resto del mundo como auténticos lingotes de oro. Ningún traidor ni 'cuervo' ni ningún periodista pudo empujarle a esa decisión. Aquel escándalo era demasiado pequeño para tal cosa y tanto mayor el paso bien meditado y de trascendencia histórica que dio Benedicto XVI.
La exposición que Regoli hace de estos hechos merece también consideración porque no hace la pretensión de sondear y explicar a fondo este último y misterioso paso; no enriqueciendo así aún más ese enjambre de leyendas con más suposiciones que poco o nada tienen que ver con la realidad. Y también yo, testigo inmediato de ese espectacular e inesperado paso de Benedicto XVI, debo admitir que por él siempre me viene a la memoria el conocido e ingenioso axioma con el que en la Edad Media Juan Duns Escoto justificaba el decreto divino de la inmaculada concepción de la Madre de Dios:
“Decuit, potuit, fecit”.
ACI Stampa
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