El Pesebre es el símbolo por excelencia de la Navidad.
Y si este es el motivo y no otro, ¿por qué se persigue suprimirlo o transformarlo en cosas tan inanes como “un paisaje de invierno”?
En definitiva, se trata de destruir las raíces de lo que somos.
Pero más allá de estas cuitas, uno de los significados posibles de la simbología del nacimiento del Hijo de Dios, es la de pauta de guía para la acción.
El Belén no es un acto pasivo, sino un proyecto para actuar que se desprende de sus personajes.
El centro, lo que le aporta sentido es el niño Jesús, rodeado y protegido por José y María.
Y ese centro nos llama en primer lugar a acudir a Él, para loarlo y celebrarlo.
Ese es el primer paso de la acción, que también nos convoca a todos, y este es el segundo: la convocatoria a ir hacia Dios.
El tercero es el volver de allí donde procedemos: familia, trabajo, problemas, solidaridad, política, barrio, universidad.
Volvemos con el corazón lleno de gozo porque Dios ha venido, y a nuestros lugares.
Finalmente, en el cuarto paso proclamamos este anuncio y este gozo con el fin que, conociéndolos, otros puedan acudir también: ir y encontrar, convocar a los que conocen el anuncio, a los inicialmente predispuestos, retornar a nuestros lugares en la vida, proclamar con alegría el encuentro y el camino.
Esa es la acción que sugiere el Pesebre, y es la pauta de acción para cada día, porque es a diario que Dios nos llama para que acudamos.
Que la contemplación del Pesebre, que nuestros villancicos, hagan presente que, junto con la loa a Dios y la alegría de su presencia, Él, ya como niño, nos llama a la acción.
Que la contemplación del Pesebre, que nuestros villancicos, hagan presente que, junto con la loa a Dios y la alegría de su presencia, Él, ya como niño, nos llama a la acción.
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