CARTA ENCÍCLICA
VERITATIS SPLENDOR
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II
A TODOS LOS OBISPOS
DE LA IGLESIA CATÓLICA
SOBRE ALGUNAS CUESTIONES
FUNDAMENTALES
DE LA ENSEÑANZA MORAL
DE LA IGLESIA
Venerables hermanos en el episcopado,
salud y bendición apostólica.
El esplendor de la verdad brilla en todas las obras del Creador y, de modo particular, en el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26), pues la verdad ilumina la inteligencia y modela la libertad del hombre, que de esta manera es ayudado a conocer y amar al Señor. Por esto el salmista exclama: «¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor!» (Sal 4, 7).
INTRODUCCIÓN
Jesucristo, luz verdadera que ilumina a todo hombre
1. Llamados a la salvación mediante la fe en Jesucristo, «luz verdadera que ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9), los hombres llegan a ser «luz en el Señor» e «hijos de la luz» (Ef 5, 8), y se santifican «obedeciendo a la verdad» (1 P 1, 22).
Mas esta obediencia no siempre es fácil. Debido al misterioso pecado del principio, cometido por instigación de Satanás, que es «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8, 44), el hombre es tentado continuamente a apartar su mirada del Dios vivo y verdadero y dirigirla a los ídolos (cf. 1 Ts 1, 9), cambiando «la verdad de Dios por la mentira» (Rm 1, 25); de esta manera, su capacidad para conocer la verdad queda ofuscada y debilitada su voluntad para someterse a ella. Y así, abandonándose al relativismo y al escepticismo (cf. Jn 18, 38), busca una libertad ilusoria fuera de la verdad misma.
Pero las tinieblas del error o del pecado no pueden eliminar totalmente en el hombre la luz de Dios creador. Por esto, siempre permanece en lo más profundo de su corazón la nostalgia de la verdad absoluta y la sed de alcanzar la plenitud de su conocimiento. Lo prueba de modo elocuente la incansable búsqueda del hombre en todo campo o sector. Lo prueba aún más su búsqueda del sentido de la vida. El desarrollo de la ciencia y la técnica —testimonio espléndido de las capacidades de la inteligencia y de la tenacidad de los hombres—, no exime a la humanidad de plantearse los interrogantes religiosos fundamentales, sino que más bien la estimula a afrontar las luchas más dolorosas y decisivas, como son las del corazón y de la conciencia moral.
2. Ningún hombre puede eludir las preguntas fundamentales: ¿qué debo hacer?, ¿cómo puedo discernir el bien del mal? La respuesta es posible sólo gracias al esplendor de la verdad que brilla en lo más íntimo del espíritu humano, como dice el salmista: «Muchos dicen: "¿Quién nos hará ver la dicha?". ¡Alza sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor!» (Sal 4, 7).
La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo, «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15), «resplandor de su gloria» (Hb 1, 3), «lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14): él es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Por esto la respuesta decisiva a cada interrogante del hombre, en particular a sus interrogantes religiosos y morales, la da Jesucristo; más aún, como recuerda el concilio Vaticano II, la respuesta es la persona misma de Jesucristo: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación» (1).
Jesucristo, «luz de los pueblos», ilumina el rostro de su Iglesia, la cual es enviada por él para anunciar el Evangelio a toda criatura (cf. Mc 16, 15) (2). Así la Iglesia, pueblo de Dios en medio de las naciones (3), mientras mira atentamente a los nuevos desafíos de la historia y a los esfuerzos que los hombres realizan en la búsqueda del sentido de la vida, ofrece a todos la respuesta que brota de la verdad de Jesucristo y de su Evangelio. En la Iglesia está siempre viva la conciencia de su «deber permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, de manera adecuada a cada generación, pueda responder a los permanentes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas» (4).
3. Los pastores de la Iglesia, en comunión con el Sucesor de Pedro, están siempre cercanos a los fieles en este esfuerzo, los acompañan y guían con su magisterio, hallando expresiones siempre nuevas de amor y misericordia para dirigirse no sólo a los creyentes sino también a todos los hombres de buena voluntad. El concilio Vaticano II sigue siendo un testimonio privilegiado de esta actitud de la Iglesia que, «experta en humanidad» (5), se pone al servicio de cada hombre y de todo el mundo (6).
La Iglesia sabe que la cuestión moral incide profundamente en cada hombre; implica a todos, incluso a quienes no conocen a Cristo, su Evangelio y ni siquiera a Dios. Ella sabe que precisamente por la senda de la vida moral está abierto a todos el camino de la salvación, como lo ha recordado claramente el concilio Vaticano II: «Los que sin culpa suya no conocen el evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna». Y prosigue: «Dios, en su providencia, tampoco niega la ayuda necesaria a los que, sin culpa, todavía no han llegado a conocer claramente a Dios, pero se esfuerzan con su gracia en vivir con honradez. La Iglesia aprecia todo lo bueno y verdadero que hay en ellos, como una preparación al Evangelio y como un don de Aquel que ilumina a todos los hombres para que puedan tener finalmente vida» (7).
Objeto de la presente encíclica
4. Siempre, pero sobre todo en los dos últimos siglos, los Sumos Pontífices, ya sea personalmente o junto con el Colegio episcopal, han desarrollado y propuesto una enseñanza moral sobre los múltiples y diferentes ámbitos de la vida humana. En nombre y con la autoridad de Jesucristo, han exhortado, denunciado, explicado; por fidelidad a su misión, y comprometiéndose en la causa del hombre, han confirmado, sostenido, consolado; con la garantía de la asistencia del Espíritu de verdad han contribuido a una mejor comprensión de las exigencias morales en los ámbitos de la sexualidad humana, de la familia, de la vida social, económica y política. Su enseñanza, dentro de la tradición de la Iglesia y de la historia de la humanidad, representa una continua profundización del conocimiento moral (8).
Sin embargo, hoy se hace necesario reflexionar sobre el conjunto de la enseñanza moral de la Iglesia, con el fin preciso de recordar algunas verdades fundamentales de la doctrina católica, que en el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas. En efecto, ha venido a crearse una nueva situación dentro de la misma comunidad cristiana, en la que se difunden muchas dudas y objeciones de orden humano y psicológico, social y cultural, religioso e incluso específicamente teológico, sobre las enseñanzas morales de la Iglesia. Ya no se trata de contestaciones parciales y ocasionales, sino que, partiendo de determinadas concepciones antropológicas y éticas, se pone en tela de juicio, de modo global y sistemático, el patrimonio moral. En la base se encuentra el influjo, más o menos velado, de corrientes de pensamiento que terminan por erradicar la libertad humana de su relación esencial y constitutiva con la verdad. Y así, se rechaza la doctrina tradicional sobre la ley natural y sobre la universalidad y permanente validez de sus preceptos; se consideran simplemente inaceptables algunas enseñanzas morales de la Iglesia; se opina que el mismo Magisterio no debe intervenir en cuestiones morales más que para «exhortar a las conciencias» y «proponer los valores» en los que cada uno basará después autónomamente sus decisiones y opciones de vida.
Particularmente hay que destacar la discrepancia entre la respuesta tradicional de la Iglesia y algunas posiciones teológicas —difundidas incluso en seminarios y facultades teológicas— sobre cuestiones de máxima importancia para la Iglesia y la vida de fe de los cristianos, así como para la misma convivencia humana. En particular, se plantea la cuestión de si los mandamientos de Dios, que están grabados en el corazón del hombre y forman parte de la Alianza, son capaces verdaderamente de iluminar las opciones cotidianas de cada persona y de la sociedad entera. ¿Es posible obedecer a Dios y, por tanto, amar a Dios y al prójimo, sin respetar en todas las circunstancias estos mandamientos? Está también difundida la opinión que pone en duda el nexo intrínseco e indivisible entre fe y moral, como si sólo en relación con la fe se debieran decidir la pertenencia a la Iglesia y su unidad interna, mientras que se podría tolerar en el ámbito moral un pluralismo de opiniones y de comportamientos, dejados al juicio de la conciencia subjetiva individual o a la diversidad de condiciones sociales y culturales.
5. En ese contexto —todavía actual— he tomado la decisión de escribir —como ya anuncié en la carta apostólica Spiritus Domini, publicada el 1 de agosto de 1987 con ocasión del segundo centenario de la muerte de san Alfonso María de Ligorio— una encíclica destinada a tratar, «más amplia y profundamente, las cuestiones referentes a los fundamentos mismos de la teología moral» (9), fundamentos que sufren menoscabo por parte de algunas tendencias actuales.
Me dirijo a vosotros, venerables hermanos en el episcopado, que compartís conmigo la responsabilidad de custodiar la «sana doctrina» (2 Tm 4, 3), con la intención de precisar algunos aspectos doctrinales que son decisivos para afrontar la que sin duda constituye una verdadera crisis, por ser tan graves las dificultades derivadas de ella para la vida moral de los fieles y para la comunión en la Iglesia, así como para una existencia social justa y solidaria.
Si esta encíclica —esperada desde hace tiempo— se publica precisamente ahora, se debe también a que ha parecido conveniente que la precediera el Catecismo de la Iglesia católica, el cual contiene una exposición completa y sistemática de la doctrina moral cristiana. El Catecismo presenta la vida moral de los creyentes en sus fundamentos y en sus múltiples contenidos como vida de «los hijos de Dios». En él se afirma que «los cristianos, reconociendo en la fe su nueva dignidad, son llamados a llevar en adelante una "vida digna del evangelio de Cristo" (Flp 1, 27). Por los sacramentos y la oración reciben la gracia de Cristo y los dones de su Espíritu que les capacitan para ello» (10). Por tanto, al citar el Catecismo como «texto de referencia seguro y auténtico para la enseñanza de la doctrina católica» (11), la encíclica se limitará a afrontar algunas cuestiones fundamentales de la enseñanza moral de la Iglesia, bajo la forma de un necesario discernimiento sobre problemas controvertidos entre los estudiosos de la ética y de la teología moral. Éste es el objeto específico de la presente encíclica, la cual trata de exponer, sobre los problemas discutidos, las razones de una enseñanza moral basada en la sagrada Escritura y en la Tradición viva de la Iglesia (12), poniendo de relieve, al mismo tiempo, los presupuestos y consecuencias de las contestaciones de que ha sido objeto tal enseñanza.
CAPITULO I
"MAESTRO, ¿QUÉ HE DE HACER DE BUENO .....?" (Mt 19,16)
«Se le acercó uno...» (Mt 19, 16)
6. El diálogo de Jesús con el joven rico, relatado por san Mateo en el capítulo 19 de su evangelio, puede constituir un elemento útil para volver a escuchar de modo vivo y penetrante su enseñanza moral: «Se le acercó uno y le dijo: "Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?". Él le dijo: "¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas, si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos". "¿Cuáles?" le dice él. Y Jesús dijo: "No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo". Dícele el joven: "Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?". Jesús le dijo: "Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme"» (Mt 19, 16-21) (13).
7. «Se le acercó uno...». En el joven, que el evangelio de Mateo no nombra, podemos reconocer a todo hombre que,conscientemente o no, se acerca a Cristo, redentor del hombre, y le formula la pregunta moral. Para el joven, más que una pregunta sobre las reglas que hay que observar, es una pregunta de pleno significado para la vida. En efecto, ésta es la aspiración central de toda decisión y de toda acción humana, la búsqueda secreta y el impulso íntimo que mueve la libertad. Esta pregunta es, en última instancia, un llamamiento al Bien absoluto que nos atrae y nos llama hacia sí; es el eco de la llamada de Dios, origen y fin de la vida del hombre. Precisamente con esta perspectiva, el concilio Vaticano II ha invitado a perfeccionar la teología moral, de manera que su exposición ponga de relieve la altísima vocación que los fieles han recibido en Cristo (14), única respuesta que satisface plenamente el anhelo del corazón humano.
Para que los hombres puedan realizar este «encuentro» con Cristo, Dios ha querido su Iglesia. En efecto, ella «desea servir solamente para este fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, de modo que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida» (15).
«Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» (Mt 19, 16)
8. Desde la profundidad del corazón surge la pregunta que el joven rico dirige a Jesús de Nazaret: una pregunta esencial e ineludible para la vida de todo hombre, pues se refiere al bien moral que hay que practicar y a la vida eterna. El interlocutor de Jesús intuye que hay una conexión entre el bien moral y el pleno cumplimiento del propio destino. Él es un israelita piadoso que ha crecido, diríamos, a la sombra de la Ley del Señor. Si plantea esta pregunta a Jesús, podemos imaginar que no lo hace porque ignora la respuesta contenida en la Ley. Es más probable que la fascinación por la persona de Jesús haya hecho que surgieran en él nuevos interrogantes en torno al bien moral. Siente la necesidad de confrontarse con aquel que había iniciado su predicación con este nuevo y decisivo anuncio: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la buena nueva» (Mc 1, 15).
Es necesario que el hombre de hoy se dirija nuevamente a Cristo para obtener de él la respuesta sobre lo que es bueno y lo que es malo. Él es el Maestro, el Resucitado que tiene en sí mismo la vida y que está siempre presente en su Iglesia y en el mundo. Es él quien desvela a los fieles el libro de las Escrituras y, revelando plenamente la voluntad del Padre, enseña la verdad sobre el obrar moral. Fuente y culmen de la economía de la salvación, Alfa y Omega de la historia humana (cf. Ap 1, 8; 21, 6; 22, 13), Cristo revela la condición del hombre y su vocación integral. Por esto, «el hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo —y no sólo según pautas y medidas de su propio ser, que son inmediatas, parciales, a veces superficiales e incluso aparentes—, debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en él con todo su ser, debe apropiarse y asimilar toda la realidad de la Encarnación y de la Redención para encontrarse a sí mismo. Si se realiza en él este hondo proceso, entonces da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo» (16).
Si queremos, pues, penetrar en el núcleo de la moral evangélica y comprender su contenido profundo e inmutable, debemos escrutar cuidadosamente el sentido de la pregunta hecha por el joven rico del evangelio y, más aún, el sentido de la respuesta de Jesús, dejándonos guiar por él. En efecto, Jesús, con delicada solicitud pedagógica, responde llevando al joven como de la mano, paso a paso, hacia la verdad plena.
«Uno solo es el Bueno» (Mt 19, 17)
9. Jesús dice: «¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno. Mas si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). En las versiones de los evangelistas Marcos y Lucas la pregunta es formulada así: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios» (Mc 10, 18; cf. Lc 18, 19).
Antes de responder a la pregunta, Jesús quiere que el joven se aclare a sí mismo el motivo por el que lo interpela. El «Maestro bueno» indica a su interlocutor —y a todos nosotros— que la respuesta a la pregunta, «¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?», sólo puede encontrarse dirigiendo la mente y el corazón al único que es Bueno: «Nadie es bueno sino sólo Dios» (Mc 10, 18; cf. Lc 18, 19). Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien, porque él es el Bien. En efecto, interrogarse sobre el bien significa, en último término, dirigirse a Dios, que es plenitud de la bondad. Jesús muestra que la pregunta del joven es, en realidad, una pregunta religiosa y que la bondad, que atrae y al mismo tiempo vincula al hombre, tiene su fuente en Dios, más aún, es Dios mismo: el Único que es digno de ser amado «con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente» (cf. Mt22, 37),
Aquel que es la fuente de la felicidad del hombre. Jesús relaciona la cuestión de la acción moralmente buena con sus raíces religiosas, con el reconocimiento de Dios, única bondad, plenitud de la vida, término último del obrar humano, felicidad perfecta.
10. La Iglesia, iluminada por las palabras del Maestro, cree que el hombre, hecho a imagen del Creador, redimido con la sangre de Cristo y santificado por la presencia del Espíritu Santo, tiene como fin último de su vida ser «alabanza de la gloria» de Dios (cf. Ef1, 12), haciendo así que cada una de sus acciones refleje su esplendor. «Conócete a ti misma, alma hermosa: tú eres la imagen de Dios —escribe san Ambrosio—. Conócete a ti mismo, hombre: tú eres la gloria de Dios (1 Co 11, 7). Escucha de qué modo eres su gloria. Dice el profeta: Tu ciencia es misteriosa para mí (Sal 138, 6), es decir: tu majestad es más admirable en mi obra, tu sabiduría es exaltada en la mente del hombre. Mientras me considero a mí mismo, a quien tú escrutas en los secretos pensamientos y en los sentimientos íntimos, reconozco los misterios de tu ciencia. Por tanto, conócete a ti mismo, hombre, lo grande que eres y vigila sobre ti...» (17).
Aquello que es el hombre y lo que debe hacer se manifiesta en el momento en el cual Dios se revela a sí mismo. En efecto, el Decálogo se fundamenta sobre estas palabras: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí» (Ex 20, 2-3). En las «diez palabras» de la Alianza con Israel, y en toda la Ley, Dios se hace conocer y reconocer como el único que es «Bueno»; como aquel que, a pesar del pecado del hombre, continúa siendo el modelo del obrar moral, según su misma llamada: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19, 2); como Aquel que, fiel a su amor por el hombre, le da su Ley (cf. Ex 19, 9-24; 20, 18-21) para restablecer la armonía originaria con el Creador y todo lo creado, y aún más, para introducirlo en su amor: «Caminaré en medio de vosotros, y seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo» (Lv 26, 12).
La vida moral se presenta como la respuesta debida a las iniciativas gratuitas que el amor de Dios multiplica en favor del hombre. Es una respuesta de amor, según el enunciado del mandamiento fundamental que hace el Deuteronomio: «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza. Queden en tu corazón estos preceptos que yo te dicto hoy. Se los repetirás a tus hijos» (Dt 6, 4-7). Así, la vida moral, inmersa en la gratuidad del amor de Dios, está llamada a reflejar su gloria: «Para quien ama a Dios es suficiente agradar a Aquel que él ama, ya que no debe buscarse ninguna otra recompensa mayor al mismo amor; en efecto, la caridad proviene de Dios de tal manera que Dios mismo es caridad» (18).
11. La afirmación de que «uno solo es el Bueno» nos remite así a la «primera tabla» de los mandamientos, que exige reconocer a Dios como Señor único y absoluto, y a darle culto solamente a él porque es infinitamente santo (cf. Ex 20, 2-11). El bien es pertenecer a Dios, obedecerle, caminar humildemente con él practicando la justicia y amando la piedad (cf. Mi 6, 8).Reconocer al Señor como Dios es el núcleo fundamental, el corazón de la Ley, del que derivan y al que se ordenan los preceptos particulares. Mediante la moral de los mandamientos se manifiesta la pertenencia del pueblo de Israel al Señor, porque sólo Dios es aquel que es «Bueno». Éste es el testimonio de la sagrada Escritura, cuyas páginas están penetradas por la viva percepción de la absoluta santidad de Dios: «Santo, santo, santo, Señor de los ejércitos» (Is 6, 3).
Pero si Dios es el Bien, ningún esfuerzo humano, ni siquiera la observancia más rigurosa de los mandamientos, logra cumplir la Ley, es decir, reconocer al Señor como Dios y tributarle la adoración que a él solo es debida (cf. Mt 4, 10). El «cumplimiento» puede lograrse sólo como un don de Dios: es el ofrecimiento de una participación en la bondad divina que se revela y se comunica en Jesús, aquel a quien el joven rico llama con las palabras «Maestro bueno» (Mc 10, 17; Lc 18, 18). Lo que quizás en ese momento el joven logra solamente intuir será plenamente revelado al final por Jesús mismo con la invitación «ven, y sígueme» (Mt19, 21).
«Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17)
12. Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien porque él es el Bien. Pero Dios ya respondió a esta pregunta: lo hizocreando al hombre y ordenándolo a su fin con sabiduría y amor, mediante la ley inscrita en su corazón (cf. Rm 2, 15), la «ley natural». Ésta «no es más que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios dio esta luz y esta ley en la creación» (19). Después lo hizo en la historia de Israel,particularmente con las «diez palabras», o sea, con los mandamientos del Sinaí, mediante los cuales él fundó el pueblo de la Alianza (cf. Ex 24) y lo llamó a ser su «propiedad personal entre todos los pueblos», «una nación santa» (Ex 19, 5-6), que hiciera resplandecer su santidad entre todas las naciones (cf. Sb 18, 4; Ez 20, 41). La entrega del Decálogo es promesa y signo de laalianza nueva, cuando la ley será escrita nuevamente y de modo definitivo en el corazón del hombre (cf. Jr 31, 31-34), para sustituir la ley del pecado, que había desfigurado aquel corazón (cf. Jr 17, 1). Entonces será dado «un corazón nuevo» porque en él habitará «un espíritu nuevo», el Espíritu de Dios (cf. Ez 36, 24-28) (20).
Por esto, y tras precisar que «uno solo es el Bueno», Jesús responde al joven: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). De este modo, se enuncia una estrecha relación entre la vida eterna y la obediencia a los mandamientos de Dios: los mandamientos indican al hombre el camino de la vida eterna y a ella conducen. Por boca del mismo Jesús, nuevo Moisés, los mandamientos del Decálogo son nuevamente dados a los hombres; él mismo los confirma definitivamente y nos los propone como camino y condición de salvación. El mandamiento se vincula con una promesa: en la antigua alianza el objeto de la promesa era la posesión de la tierra en la que el pueblo gozaría de una existencia libre y según justicia (cf. Dt 6, 20-25); en la nueva alianza el objeto de la promesa es el «reino de los cielos», tal como lo afirma Jesús al comienzo del «Sermón de la montaña» —discurso que contiene la formulación más amplia y completa de la Ley nueva (cf. Mt 5-7)—, en clara conexión con el Decálogo entregado por Dios a Moisés en el monte Sinaí. A esta misma realidad del reino se refiere la expresión vida eterna, que es participación en la vida misma de Dios; aquélla se realiza en toda su perfección sólo después de la muerte, pero, desde la fe, se convierte ya desde ahora en luz de la verdad, fuente de sentido para la vida, incipiente participación de una plenitud en el seguimiento de Cristo. En efecto, Jesús dice a sus discípulos después del encuentro con el joven rico: «Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna» (Mt 19, 29).
13. La respuesta de Jesús no le basta todavía al joven, que insiste preguntando al Maestro sobre los mandamientos que hay que observar: «"¿Cuáles?", le dice él» (Mt 19, 18). Le interpela sobre qué debe hacer en la vida para dar testimonio de la santidad de Dios. Tras haber dirigido la atención del joven hacia Dios, Jesús le recuerda los mandamientos del Decálogo que se refieren al prójimo: «No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio, honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo». (Mt 19, 18-19).
Por el contexto del coloquio y, especialmente, al comparar el texto de Mateo con las perícopas paralelas de Marcos y de Lucas, aparece que Jesús no pretende detallar todos y cada uno de los mandamientos necesarios para «entrar en la vida» sino, más bien, indicar al joven la «centralidad» del Decálogo respecto a cualquier otro precepto, como interpretación de lo que para el hombre significa «Yo soy el Señor tu Dios». Sin embargo, no nos pueden pasar desapercibidos los mandamientos de la Ley que el Señor recuerda al joven: son determinados preceptos que pertenecen a la llamada «segunda tabla» del Decálogo, cuyo compendio (cf.Rm 13, 8-10) y fundamento es el mandamiento del amor al prójimo: «Ama a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 19, 19; cf. Mc 12, 31). En este precepto se expresa precisamente la singular dignidad de la persona humana, la cual es la «única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma» (21). En efecto, los diversos mandamientos del Decálogo no son más que la refracción del único mandamiento que se refiere al bien de la persona, como compendio de los múltiples bienes que connotan su identidad de ser espiritual y corpóreo, en relación con Dios, con el prójimo y con el mundo material. Como leemos en el Catecismo de la Iglesia católica, «los diez mandamientos pertenecen a la revelación de Dios. Nos enseñan al mismo tiempo la verdadera humanidad del hombre. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto, indirectamente, los derechos fundamentales, inherentes a la naturaleza de la persona humana» (22).
Los mandamientos, recordados por Jesús a su joven interlocutor, están destinados a tutelar el bien de la persona humana, imagen de Dios, a través de la tutela de sus bienes particulares. El «no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás falso testimonio», son normas morales formuladas en términos de prohibición. Los preceptos negativos expresan con singular fuerza la exigencia indeclinable de proteger la vida humana, la comunión de las personas en el matrimonio, la propiedad privada, la veracidad y la buena fama.
Los mandamientos constituyen, pues, la condición básica para el amor al prójimo y al mismo tiempo son su verificación. Constituyen la primera etapa necesaria en el camino hacia la libertad, su inicio. «La primera libertad —dice san Agustín— consiste en estar exentos de crímenes..., como serían el homicidio, el adulterio, la fornicación, el robo, el fraude, el sacrilegio y pecados como éstos. Cuando uno comienza a no ser culpable de estos crímenes (y ningún cristiano debe cometerlos), comienza a alzar los ojos a la libertad, pero esto no es más que el inicio de la libertad, no la libertad perfecta...» (23).
14. Todo ello no significa que Cristo pretenda dar la precedencia al amor al prójimo o separarlo del amor a Dios. Esto lo confirma su diálogo con el doctor de la ley, el cual hace una pregunta muy parecida a la del joven. Jesús le remite a los dos mandamientos del amor a Dios y del amor al prójimo (cf. Lc 10, 25-27) y le invita a recordar que sólo su observancia lleva a la vida eterna: «Haz eso y vivirás» (Lc 10, 28). Es, pues, significativo que sea precisamente el segundo de estos mandamientos el que suscite la curiosidad y la pregunta del doctor de la ley: «¿Quién es mi prójimo?» (Lc 10, 29). El Maestro responde con la parábola del buen samaritano, la parábola-clave para la plena comprensión del mandamiento del amor al prójimo (cf. Lc 10, 30-37).
Los dos mandamientos, de los cuales «penden toda la Ley y los profetas» (Mt 22, 40), están profundamente unidos entre sí y se compenetran recíprocamente. De su unidad inseparable da testimonio Jesús con sus palabras y su vida: su misión culmina en la cruz que redime (cf. Jn 3, 14-15), signo de su amor indivisible al Padre y a la humanidad (cf. Jn 13, 1).
Tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son explícitos en afirmar que sin el amor al prójimo, que se concreta en la observancia de los mandamientos, no es posible el auténtico amor a Dios. San Juan lo afirma con extraordinario vigor: «Si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (Jn 4, 20). El evangelista se hace eco de la predicación moral de Cristo, expresada de modo admirable e inequívoco en la parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 30-37) y en el «discurso» sobre el juicio final (cf. Mt 25, 31-46).
15. En el «Sermón de la montaña», que constituye la carta magna de la moral evangélica (24), Jesús dice: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5, 17). Cristo es la clave de las Escrituras: «Vosotros investigáis las Escrituras, ellas son las que dan testimonio de mí» (cf. Jn 5, 39); él es el centro de la economía de la salvación, la recapitulación del Antiguo y del Nuevo Testamento, de las promesas de la Ley y de su cumplimiento en el Evangelio; él es el vínculo viviente y eterno entre la antigua y la nueva alianza. Por su parte, san Ambrosio, comentando el texto de Pablo en que dice: «el fin de la ley es Cristo» (Rm 10, 4), afirma que es «fin no en cuanto defecto, sino en cuanto plenitud de la ley; la cual se cumple en Cristo (plenitudo legis in Christo est), porque él no vino a abolir la ley, sino a darle cumplimiento. Al igual que, aunque existe un Antiguo Testamento, toda verdad está contenida en el Nuevo, así ocurre con la ley: la que fue dada por medio de Moisés es figura de la verdadera ley. Por tanto, la mosaica es imagen de la verdad» (25).
Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos de Dios —en particular, el mandamiento del amor al prójimo—, interiorizando y radicalizando sus exigencias: el amor al prójimo brota de un corazón que ama y que, precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores exigencias. Jesús muestra que los mandamientos no deben ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta para un camino moral y espiritual de perfección, cuyo impulso interior es el amor (cf. Col3, 14). Así, el mandamiento «No matarás», se transforma en la llamada a un amor solícito que tutela e impulsa la vida del prójimo; el precepto que prohíbe el adulterio, se convierte en la invitación a una mirada pura, capaz de respetar el significado esponsal del cuerpo: «Habéis oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo os digo:Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal... Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 21-22. 27-28). Jesús mismo es el «cumplimiento» vivo de la Ley, ya que él realiza su auténtico significado con el don total de sí mismo; él mismo se hace Ley viviente y personal, que invita a su seguimiento, da, mediante el Espíritu, la gracia de compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza para dar testimonio del amor en las decisiones y en las obras (cf. Jn 13, 34-35).
«Si quieres ser perfecto» (Mt 19, 21)
16. La respuesta sobre los mandamientos no satisface al joven, que de nuevo pregunta a Jesús: «Todo eso lo he guardado; ¿qué más me falta?» (Mt 19, 20). No es fácil decir con la conciencia tranquila «todo eso lo he guardado», si se comprende todo el alcance de las exigencias contenidas en la Ley de Dios. Sin embargo, aunque el joven rico sea capaz de dar una respuesta tal; aunque de verdad haya puesto en práctica el ideal moral con seriedad y generosidad desde la infancia, él sabe que aún está lejos de la meta; en efecto, ante la persona de Jesús se da cuenta de que todavía le falta algo. Jesús, en su última respuesta, se refiere a esa conciencia de que aún falta algo: comprendiendo la nostalgia de una plenitud que supere la interpretación legalista de los mandamientos, el Maestro bueno invita al joven a emprender el camino de la perfección: «Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21).
Al igual que el fragmento anterior, también éste debe ser leído e interpretado en el contexto de todo el mensaje moral del Evangelio y, especialmente, en el contexto del Sermón de la montaña, de las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 3-12), la primera de las cuales es precisamente la de los pobres, los «pobres de espíritu», como precisa san Mateo (Mt 5, 3), esto es, los humildes. En este sentido, se puede decir que también las bienaventuranzas pueden ser encuadradas en el amplio espacio que se abre con la respuesta que da Jesús a la pregunta del joven: «¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?». En efecto, cada bienaventuranza, desde su propia perspectiva, promete precisamente aquel bien que abre al hombre a la vida eterna; más aún, que es la misma vida eterna.
Las bienaventuranzas no tienen propiamente como objeto unas normas particulares de comportamiento, sino que se refieren a actitudes y disposiciones básicas de la existencia y, por consiguiente, no coinciden exactamente con los mandamientos. Por otra parte, no hay separación o discrepancia entre las bienaventuranzas y los mandamientos: ambos se refieren al bien, a la vida eterna. El Sermón de la montaña comienza con el anuncio de las bienaventuranzas, pero hace también referencia a los mandamientos (cf. Mt 5, 20-48). Además, el Sermón muestra la apertura y orientación de los mandamientos con la perspectiva de la perfección que es propia de las bienaventuranzas. Éstas son, ante todo, promesas de las que también se derivan, de forma indirecta, indicaciones normativas para la vida moral. En su profundidad original son una especie de autorretrato de Cristo y, precisamente por esto, son invitaciones a su seguimiento y a la comunión de vida con él (26).
17. No sabemos hasta qué punto el joven del evangelio comprendió el contenido profundo y exigente de la primera respuesta dada por Jesús: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos»; sin embargo, es cierto que la afirmación manifestada por el joven de haber respetado todas las exigencias morales de los mandamientos constituye el terreno indispensable sobre el que puede brotar y madurar el deseo de la perfección, es decir, la realización de su significado mediante el seguimiento de Cristo. El coloquio de Jesús con el joven nos ayuda a comprender las condiciones para el crecimiento moral del hombre llamado a la perfección: el joven, que ha observado todos los mandamientos, se muestra incapaz de dar el paso siguiente sólo con sus fuerzas. Para hacerlo se necesita una libertad madura («si quieres») y el don divino de la gracia («ven, y sígueme»).
La perfección exige aquella madurez en el darse a sí mismo, a que está llamada la libertad del hombre. Jesús indica al joven los mandamientos como la primera condición irrenunciable para conseguir la vida eterna; el abandono de todo lo que el joven posee y el seguimiento del Señor asumen, en cambio, el carácter de una propuesta: «Si quieres...». La palabra de Jesús manifiesta la dinámica particular del crecimiento de la libertad hacia su madurez y, al mismo tiempo, atestigua la relación fundamental de la libertad con la ley divina. La libertad del hombre y la ley de Dios no se oponen, sino, al contrario, se reclaman mutuamente. El discípulo de Cristo sabe que la suya es una vocación a la libertad. «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 13), proclama con alegría y decisión el apóstol Pablo. Pero, a continuación, precisa: «No toméis de esa libertad pretexto para la carne; antes al contrario, servíos por amor los unos a los otros» (ib.). La firmeza con la cual el Apóstol se opone a quien confía la propia justificación a la Ley, no tiene nada que ver con la «liberación» del hombre con respecto a los preceptos, los cuales, en verdad, están al servicio del amor: «Pues el que ama al prójimo ha cumplido la ley. En efecto, lo de: No adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás, y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Rm 13, 8-9). El mismo san Agustín, después de haber hablado de la observancia de los mandamientos como de la primera libertad imperfecta, prosigue así: «¿Por qué, preguntará alguno, no perfecta todavía? Porque "siento en mis miembros otra ley en conflicto con la ley de mi razón"... Libertad parcial, parcial esclavitud: la libertad no es aún completa, aún no es pura ni plena porque todavía no estamos en la eternidad. Conservamos en parte la debilidad y en parte hemos alcanzado la libertad. Todos nuestros pecados han sido borrados en el bautismo, pero ¿acaso ha desaparecido la debilidad después de que la iniquidad ha sido destruida? Si aquella hubiera desaparecido, se viviría sin pecado en la tierra. ¿Quién osará afirmar esto sino el soberbio, el indigno de la misericordia del liberador?... Mas, como nos ha quedado alguna debilidad, me atrevo a decir que, en la medida en que sirvamos a Dios, somos libres, mientras que en la medida en que sigamos la ley del pecado somos esclavos» (27).
18. Quien «vive según la carne» siente la ley de Dios como un peso, más aún, como una negación o, de cualquier modo, como una restricción de la propia libertad. En cambio, quien está movido por el amor y «vive según el Espíritu» (Ga 5, 16), y desea servir a los demás, encuentra en la ley de Dios el camino fundamental y necesario para practicar el amor libremente elegido y vivido. Más aún, siente la urgencia interior —una verdadera y propia necesidad, y no ya una constricción— de no detenerse ante las exigencias mínimas de la ley, sino de vivirlas en su plenitud. Es un camino todavía incierto y frágil mientras estemos en la tierra, pero que la gracia hace posible al darnos la plena «libertad de los hijos de Dios» (cf. Rm 8, 21) y, consiguientemente, la capacidad de poder responder en la vida moral a la sublime vocación de ser «hijos en el Hijo».
Esta vocación al amor perfecto no está reservada de modo exclusivo a una élite de personas. La invitación: «anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres», junto con la promesa: «tendrás un tesoro en los cielos», se dirige a todos, porque es una radicalización del mandamiento del amor al prójimo. De la misma manera, la siguiente invitación: «ven y sígueme», es la nueva forma concreta del mandamiento del amor a Dios. Los mandamientos y la invitación de Jesús al joven rico están al servicio de una única e indivisible caridad, que espontáneamente tiende a la perfección, cuya medida es Dios mismo: «Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). En el evangelio de Lucas, Jesús precisa aún más el sentido de esta perfección: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36).
«Ven, y sígueme» (Mt 19, 21)
19. El camino y, a la vez, el contenido de esta perfección consiste en la sequela Christi, en el seguimiento de Jesús, después de haber renunciado a los propios bienes y a sí mismos. Precisamente ésta es la conclusión del coloquio de Jesús con el joven: «luego ven, y sígueme» (Mt 19, 21). Es una invitación cuya profundidad maravillosa será entendida plenamente por los discípulos después de la resurrección de Cristo, cuando el Espíritu Santo los guiará hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13).
Es Jesús mismo quien toma la iniciativa y llama a seguirle. La llamada está dirigida sobre todo a aquellos a quienes confía una misión particular, empezando por los Doce; pero también es cierto que la condición de todo creyente es ser discípulo de Cristo (cf.Hch 6, 1). Por esto, seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana: como el pueblo de Israel seguía a Dios, que lo guiaba por el desierto hacia la tierra prometida (cf. Ex 13, 21), así el discípulo debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo Padre (cf. Jn 6, 44).
No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre. El discípulo de Jesús, siguiendo, mediante la adhesión por la fe, a aquél que es la Sabiduría encarnada, se hace verdaderamente discípulo de Dios (cf. Jn 6, 45). En efecto, Jesús es la luz del mundo, la luz de la vida (cf. Jn 8, 12); es el pastor que guía y alimenta a las ovejas (cf. Jn 10, 11-16), es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6), es aquel que lleva hacia el Padre, de tal manera que verle a él, al Hijo, es ver al Padre (cf. Jn 14, 6-10). Por eso, imitar al Hijo, «imagen de Dios invisible» (Col 1, 15), significa imitar al Padre.
20. Jesús pide que le sigan y le imiten en el camino del amor, de un amor que se da totalmente a los hermanos por amor de Dios:«Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12). Este «como» exige laimitación de Jesús, la imitación de su amor, cuyo signo es el lavatorio de los pies: «Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13, 14-15). El modo de actuar de Jesús y sus palabras, sus acciones y sus preceptos constituyen la regla moral de la vida cristiana.
En efecto, estas acciones suyas y, de modo particular, el acto supremo de su pasión y muerte en la cruz, son la revelación viva de su amor al Padre y a los hombres. Éste es el amor que Jesús pide que imiten cuantos le siguen. Es el mandamiento «nuevo»: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 34-35).
Este como indica también la medida con la que Jesús ha amado y con la que deben amarse sus discípulos entre sí. Después de haber dicho: «Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12), Jesús prosigue con las palabras que indican el don sacrificial de su vida en la cruz, como testimonio de un amor «hasta el extremo» (Jn 13, 1): «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13).
Jesús, al llamar al joven a seguirle en el camino de la perfección, le pide que sea perfecto en el mandamiento del amor, en su mandamiento: que se inserte en el movimiento de su entrega total, que imite y reviva el mismo amor del Maestro bueno, de aquel que ha amado hasta el extremo. Esto es lo que Jesús pide a todo hombre que quiere seguirlo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16, 24).
21. Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a él, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz (cf. Flp 2, 5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (cf. Ef 3, 17), el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con él; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros.
Inserido en Cristo, el cristiano se convierte en miembro de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. 1 Co 12, 13. 27). Bajo el impulso del Espíritu, el bautismo configura radicalmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la muerte y resurrección, lo «reviste» de Cristo (cf. Ga 3, 27): «Felicitémonos y demos gracias —dice san Agustín dirigiéndose a los bautizados—: hemos llegado a ser no solamente cristianos, sino el propio Cristo (...). Admiraos y regocijaos: ¡hemos sido hechos Cristo!» (28). El bautizado, muerto al pecado, recibe la vida nueva (cf. Rm 6, 3-11): viviendo por Dios en Cristo Jesús, es llamado a caminar según el Espíritu y a manifestar sus frutos en la vida (cf. Ga 5, 16-25). La participación sucesiva en la Eucaristía, sacramento de la nueva alianza (cf. 1 Co 11, 23-29), es el culmen de la asimilación a Cristo, fuente de «vida eterna» (cf. Jn 6, 51-58), principio y fuerza del don total de sí mismo, del cual Jesús —según el testimonio dado por Pablo— manda hacer memoria en la celebración y en la vida: «Cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Co 11, 26).
«Para Dios todo es posible» (Mt 19, 26)
22. La conclusión del coloquio de Jesús con el joven rico es amarga: «Al oír estas palabras, el joven se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes» (Mt 19, 22). No sólo el hombre rico, sino también los mismos discípulos se asustan de la llamada de Jesús al seguimiento, cuyas exigencias superan las aspiraciones y las fuerzas humanas: «Al oír esto, los discípulos, llenos de asombro, decían: "Entonces, ¿quién se podrá salvar?"» (Mt 19, 25). Pero el Maestro pone ante los ojos el poder de Dios: «Para los hombres eso es imposible, mas para Dios todo es posible» (Mt 19, 26).
En el mismo capítulo del evangelio de Mateo (19, 3-10), Jesús, interpretando la ley mosaica sobre el matrimonio, rechaza el derecho al repudio, apelando a un principio más originario y autorizado respecto a la ley de Moisés: el designio primordial de Dios sobre el hombre, un designio al que el hombre se ha incapacitado después del pecado: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así» (Mt 19, 8). La apelación al principio asusta a los discípulos, que comentan con estas palabras: «Si tal es la condición del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse» (Mt 19, 10). Y Jesús, refiriéndose específicamente al carisma del celibato «por el reino de los cielos» (Mt 19, 12), pero enunciando ahora una ley general, remite a la nueva y sorprendente posibilidad abierta al hombre por la gracia de Dios: «Él les dijo: "No todos entienden este lenguaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido"» (Mt 19, 11).
Imitar y revivir el amor de Cristo no es posible para el hombre con sus solas fuerzas. Se hace capaz de este amor sólo gracias a un don recibido. Lo mismo que el Señor Jesús recibe el amor de su Padre, así, a su vez, lo comunica gratuitamente a los discípulos: «Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor» (Jn 15, 9). El don de Cristo es su Espíritu, cuyo primer «fruto» (cf. Ga 5, 22) es la caridad: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). San Agustín se pregunta: «¿Es el amor el que nos hace observar los mandamientos, o bien es la observancia de los mandamientos la que hace nacer el amor?». Y responde: «Pero ¿quién puede dudar de que el amor precede a la observancia? En efecto, quien no ama está sin motivaciones para guardar los mandamientos» (29).
23. «La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte» (Rm 8, 2). Con estas palabras el apóstol Pablo nos introduce a considerar en la perspectiva de la historia de la salvación que se cumple en Cristo la relación entre la ley (antigua) y la gracia (ley nueva). Él reconoce la función pedagógica de la ley, la cual, al permitirle al hombre pecador valorar su propia impotencia y quitarle la presunción de la autosuficiencia, lo abre a la invocación y a la acogida de la «vida en el Espíritu». Sólo en esta vida nueva es posible practicar los mandamientos de Dios. En efecto, es por la fe en Cristo como somos justificados (cf. Rm 3, 28): la justicia que la ley exige, pero que ella no puede dar, la encuentra todo creyente manifestada y concedida por el Señor Jesús. De este modo san Agustín sintetiza admirablemente la dialéctica paulina entre ley y gracia: «Por esto, la ley ha sido dada para que se implorase la gracia; la gracia ha sido dada para que se observase la ley» (30).
El amor y la vida según el Evangelio no pueden proponerse ante todo bajo la categoría de precepto, porque lo que exigen supera las fuerzas del hombre. Sólo son posibles como fruto de un don de Dios, que sana, cura y transforma el corazón del hombre por medio de su gracia: «Porque la ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo» (Jn 1, 17). Por esto, la promesa de la vida eterna está vinculada al don de la gracia, y el don del Espíritu que hemos recibido es ya «prenda de nuestra herencia» (Ef 1, 14).
24. De esta manera, se manifiesta el rostro verdadero y original del mandamiento del amor y de la perfección a la que está ordenado; se trata de una posibilidad abierta al hombre exclusivamente por la gracia, por el don de Dios, por su amor. Por otra parte, precisamente la conciencia de haber recibido el don, de poseer en Jesucristo el amor de Dios, genera y sostiene la respuesta responsable de un amor pleno hacia Dios y entre los hermanos, como recuerda con insistencia el apóstol san Juan en su primera carta: «Queridos, amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor... Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros... Nosotros amemos, porque él nos amó primero» (1 Jn 4, 7-8. 11. 19).
Esta relación inseparable entre la gracia del Señor y la libertad del hombre, entre el don y la tarea, ha sido expresada en términos sencillos y profundos por san Agustín, que oraba de esta manera: «Da quod iubes et iube quod vis» (Da lo que mandas y manda lo que quieras) (31).
El don no disminuye, sino que refuerza la exigencia moral del amor: «Éste es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros tal como nos lo mandó» (1 Jn 3, 23). Se puede permanecer en el amor sólo bajo la condición de que se observen los mandamientos, como afirma Jesús: «Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor» (Jn 15, 10).
Resumiendo lo que constituye el núcleo del mensaje moral de Jesús y de la predicación de los Apóstoles, y volviendo a ofrecer en admirable síntesis la gran tradición de los Padres de Oriente y de Occidente —en particular san Agustín (32)—, santo Tomás afirma que la Ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada mediante la fe en Cristo (33). Los preceptos externos, de los que también habla el evangelio, preparan para esta gracia o difunden sus efectos en la vida. En efecto, la Ley nueva no se contenta con decir lo que se debe hacer, sino que otorga también la fuerza para «obrar la verdad» (cf. Jn 3, 21). Al mismo tiempo, san Juan Crisóstomo observa que la Ley nueva fue promulgada precisamente cuando el Espíritu Santo bajó del cielo el día de Pentecostés y que los Apóstoles «no bajaron del monte llevando, como Moisés, tablas de piedra en sus manos, sino que volvían llevando al Espíritu Santo en sus corazones..., convertidos, mediante su gracia, en una ley viva, en un libro animado» (34).
«He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20)
25. El coloquio de Jesús con el joven rico continúa, en cierto sentido, en cada época de la historia; también hoy. La pregunta: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» brota en el corazón de todo hombre, y es siempre y sólo Cristo quien ofrece la respuesta plena y definitiva. El Maestro que enseña los mandamientos de Dios, que invita al seguimiento y da la gracia para una vida nueva, está siempre presente y operante en medio de nosotros, según su promesa: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). La contemporaneidad de Cristo respecto al hombre de cada época se realiza en el cuerpo vivo de la Iglesia. Por esto el Señor prometió a sus discípulos el Espíritu Santo, que les «recordaría» y les haría comprender sus mandamientos (cf. Jn 14, 26), y, al mismo tiempo, sería el principio fontal de una vida nueva para el mundo (cf. Jn 3, 5-8; Rm 8, 1-13).
Las prescripciones morales, impartidas por Dios en la antigua alianza y perfeccionadas en la nueva y eterna en la persona misma del Hijo de Dios hecho hombre, deben ser custodiadas fielmente y actualizadas permanentemente en las diferentes culturas a lo largo de la historia. La tarea de su interpretación ha sido confiada por Jesús a los Apóstoles y a sus sucesores, con la asistencia especial del Espíritu de la verdad: «Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha» (Lc 10, 16). Con la luz y la fuerza de este Espíritu, los Apóstoles cumplieron la misión de predicar el Evangelio y señalar el «camino» del Señor (cf. Hch 18, 25), enseñando ante todo el seguimiento y la imitación de Cristo: «Para mí la vida es Cristo» (Flp 1, 21).
26. En la catequesis moral de los Apóstoles, junto a exhortaciones e indicaciones relacionadas con el contexto histórico y cultural, hay una enseñanza ética con precisas normas de comportamiento. Es cuanto emerge en sus cartas, que contienen la interpretación —bajo la guía del Espíritu Santo— de los preceptos del Señor que hay que vivir en las diversas circunstancias culturales (cf. Rm 12, 15; 1 Co 11-14; Ga 5-6; Ef 4-6; Col 3-4; 1 P y St ). Encargados de predicar el Evangelio, los Apóstoles, en virtud de su responsabilidad pastoral, vigilaron, desde los orígenes de la Iglesia, sobre la recta conducta de los cristianos (35), a la vez que vigilaron sobre la pureza de la fe y la transmisión de los dones divinos mediante los sacramentos (36). Los primeros cristianos, provenientes tanto del pueblo judío como de la gentilidad, se diferenciaban de los paganos no sólo por su fe y su liturgia, sino también por el testimonio de su conducta moral, inspirada en la Ley nueva (37). En efecto, la Iglesia es a la vez comunión de fe y de vida; su norma es «la fe que actúa por la caridad» (Ga 5, 6).
Ninguna laceración debe atentar contra la armonía entre la fe y la vida: la unidad de la Iglesia es herida no sólo por los cristianos que rechazan o falsean la verdad de la fe, sino también por aquellos que desconocen las obligaciones morales a las que los llama el Evangelio (cf. 1 Co 5, 9-13). Los Apóstoles rechazaron con decisión toda disociación entre el compromiso del corazón y las acciones que lo expresan y demuestran (cf. 1 Jn 2, 3-6). Y desde los tiempos apostólicos, los pastores de la Iglesia han denunciado con claridad los modos de actuar de aquellos que eran instigadores de divisiones con sus enseñanzas o sus comportamientos (38).
27. Promover y custodiar, en la unidad de la Iglesia, la fe y la vida moral es la misión confiada por Jesús a los Apóstoles (cf. Mt 28, 19-20), la cual se continúa en el ministerio de sus sucesores. Es cuanto se encuentra en la Tradición viva, mediante la cual —como afirma el concilio Vaticano II— «la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree. Esta Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo» (39). En el Espíritu, la Iglesia acoge y transmite la Escritura como testimonio de las maravillas que Dios ha hecho en la historia (cf. Lc 1, 49), confiesa la verdad del Verbo hecho carne con los labios de los Padres y de los doctores, practica sus preceptos y la caridad en la vida de los santos y de las santas, y en el sacrificio de los mártires, celebra su esperanza en la liturgia. Mediante la Tradición los cristianos reciben «la voz viva del Evangelio» (40), como expresión fiel de la sabiduría y de la voluntad divina.
Dentro de la Tradición se desarrolla, con la asistencia del Espíritu Santo, la interpretación auténtica de la ley del Señor. El mismo Espíritu, que está en el origen de la Revelación, de los mandamientos y de las enseñanzas de Jesús, garantiza que sean custodiados santamente, expuestos fielmente y aplicados correctamente en el correr de los tiempos y las circunstancias. Estaactualización de los mandamientos es signo y fruto de una penetración más profunda de la Revelación y de una comprensión de las nuevas situaciones históricas y culturales bajo la luz de la fe. Sin embargo, aquélla no puede más que confirmar la validez permanente de la revelación e insertarse en la estela de la interpretación que de ella da la gran tradición de enseñanzas y vida de la Iglesia, de lo cual son testigos la doctrina de los Padres, la vida de los santos, la liturgia de la Iglesia y la enseñanza del Magisterio.
Además, como afirma de modo particular el Concilio, «el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo» (41). De este modo, la Iglesia, con su vida y su enseñanza, se presenta como «columna y fundamento de la verdad» (1 Tm 3, 15), también de la verdad sobre el obrar moral. En efecto, «compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas» (42).
Precisamente sobre los interrogantes que caracterizan hoy la discusión moral y en torno a los cuales se han desarrollado nuevas tendencias y teorías, el Magisterio, en fidelidad a Jesucristo y en continuidad con la tradición de la Iglesia, siente más urgente el deber de ofrecer el propio discernimiento y enseñanza, para ayudar al hombre en su camino hacia la verdadera libertad.
CAPITULO II
"NO OS CONFORMÉIS A LA MENTALIDAD DE ESTE MUNDO" (Rom 12,2)
La Iglesia y el discernimiento de algunas tendencias de la teología moral actual
Enseñar lo que es conforme a la sana doctrina (cf. Tt 2, 1)
28. La meditación del diálogo entre Jesús y el joven rico nos ha permitido recoger los contenidos esenciales de la revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento sobre el comportamiento moral. Son: la subordinación del hombre y de su obrar a Dios, el único que es «Bueno»; la relación, indicada de modo claro en los mandamientos divinos, entre el bien moral de los actos humanos y la vida eterna; el seguimiento de Cristo, que abre al hombre la perspectiva del amor perfecto; y finalmente, el don del Espíritu Santo,fuente y fuerza de la vida moral de la «nueva criatura» (cf. 2 Co 5, 17).
La Iglesia, en su reflexión moral, siempre ha tenido presentes las palabras que Jesús dirigió al joven rico. En efecto, la sagrada Escritura es la fuente siempre viva y fecunda de la doctrina moral de la Iglesia, como ha recordado el concilio Vaticano II: «El Evangelio (es)... fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta» (43). La Iglesia ha custodiado fielmente lo que la palabra de Dios enseña no sólo sobre las verdades de fe, sino también sobre el comportamiento moral, es decir, el comportamiento que agrada a Dios (cf. 1 Ts 4, 1), llevando a cabo un desarrollo doctrinal análogo al que se ha dado en el ámbito de las verdades de fe. La Iglesia, asistida por el Espíritu Santo que la guía hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13), no ha dejado, ni puede dejar nunca de escrutar el «misterio del Verbo encarnado», pues sólo en él «se esclarece el misterio del hombre» (44).
29. La reflexión moral de la Iglesia, hecha siempre a la luz de Cristo, el «Maestro bueno», se ha desarrollado también en la forma específica de la ciencia teológica llamada teología moral; ciencia que acoge e interpela la divina Revelación y responde a la vez a las exigencias de la razón humana. La teología moral es una reflexión que concierne a la «moralidad», o sea, al bien y al mal de los actos humanos y de la persona que los realiza, y en este sentido está abierta a todos los hombres; pero es también teología,en cuanto reconoce el principio y el fin del comportamiento moral en el único que es Bueno y que, dándose al hombre en Cristo, le ofrece las bienaventuranzas de la vida divina.
El concilio Vaticano II invitó a los estudiosos a poner «una atención especial en perfeccionar la teología moral; su exposición científica, alimentada en mayor grado con la doctrina de la sagrada Escritura, ha de iluminar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en el amor para la vida del mundo» (45). El mismo Concilio invitó a los teólogos a observar los métodos y exigencias propios de la ciencia teológica, y «a buscar continuamente un modo más adecuado de comunicar la doctrina a los hombres de su tiempo, porque una cosa es el depósito mismo de la fe, es decir, las verdades, y otra el modo en que se formulan, conservando su mismo sentido y significado» (46). De ahí la ulterior invitación dirigida a todos los fieles, pero de manera especial a los teólogos: «Los fieles deben vivir estrechamente unidos a los demás hombres de su tiempo y procurar comprender perfectamente su forma de pensar y sentir, lo cual se expresa por medio de la cultura» (47).
El esfuerzo de muchos teólogos, alentados por el Concilio, ya ha dado sus frutos con interesantes y útiles reflexiones sobre las verdades de fe que hay que creer y aplicar en la vida, presentadas de manera más adecuada a la sensibilidad y a los interrogantes de los hombres de nuestro tiempo. La Iglesia y particularmente los obispos, a los cuales Cristo ha confiado ante todo el servicio de enseñar, acogen con gratitud este esfuerzo y alientan a los teólogos a un ulterior trabajo, animado por un profundo y auténtico temor del Señor, que es el principio de la sabiduría (cf. Pr 1, 7).
Al mismo tiempo, en el ámbito de las discusiones teológicas posconciliares se han dado, sin embargo, algunas interpretaciones de la moral cristiana que no son compatibles con la «doctrina sana» (2 Tm 4, 3). Ciertamente el Magisterio de la Iglesia no desea imponer a los fieles ningún sistema teológico particular y menos filosófico, sino que, para «custodiar celosamente y explicar fielmente» la palabra de Dios (48), tiene el deber de declarar la incompatibilidad de ciertas orientaciones del pensamiento teológico, y de algunas afirmaciones filosóficas, con la verdad revelada (49).
30. Al dirigirme con esta encíclica a vosotros, hermanos en el episcopado, deseo enunciar los principios necesarios para eldiscernimiento de lo que es contrario a la «doctrina sana», recordando aquellos elementos de la enseñanza moral de la Iglesia que hoy parecen particularmente expuestos al error, a la ambigüedad o al olvido. Por otra parte, son elementos de los cuales depende la «respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana que, hoy como ayer, conmueven íntimamente los corazones: ¿Qué es el hombre?, ¿cuál es el sentido y el fin de nuestra vida?, ¿qué es el bien y qué el pecado?, ¿cuál es el origen y el fin del dolor?, ¿cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad?, ¿qué es la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte?, ¿cuál es, finalmente, ese misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos dirigimos?» (50).
Estos y otros interrogantes, como ¿qué es la libertad y cuál es su relación con la verdad contenida en la ley de Dios?, ¿cuál es el papel de la conciencia en la formación de la concepción moral del hombre?, ¿cómo discernir, de acuerdo con la verdad sobre el bien, los derechos y deberes concretos de la persona humana?, se pueden resumir en la pregunta fundamental que el joven del evangelio hizo a Jesús: «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». Enviada por Jesús a predicar el Evangelio y a «hacer discípulos a todas las gentes..., enseñándoles a guardar todo» lo que él ha mandado (cf. Mt 28, 19-20), la Iglesia propone nuevamente, todavía hoy, la respuesta del Maestro. Ésta tiene una luz y una fuerza capaces de resolver incluso las cuestiones más discutidas y complejas. Esta misma luz y fuerza impulsan a la Iglesia a desarrollar constantemente la reflexión no sólo dogmática, sino también moral en un ámbito interdisciplinar, y en la medida en que sea necesario para afrontar los nuevos problemas (51).
Siempre bajo esta misma luz y fuerza, el Magisterio de la Iglesia realiza su obra de discernimiento, acogiendo y aplicando la exhortación que el apóstol Pablo dirigía a Timoteo: «Te conjuro en presencia de Dios y de Cristo Jesús, que ha de venir a juzgar a vivos y muertos, por su manifestación y por su reino: proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá un tiempo en que los hombres no soportarán la doctrina sana, sino que, arrastrados por sus propias pasiones, se buscarán una multitud de maestros por el prurito de oír novedades; apartarán sus oídos de la verdad y se volverán a las fábulas. Tú, en cambio, pórtate en todo con prudencia, soporta los sufrimientos, realiza la función de evangelizador, desempeña a la perfección tu ministerio» (2 Tm, 4, 1-5; cf. Tt 1, 10.13-14).
«Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32)
31. Los problemas humanos más debatidos y resueltos de manera diversa en la reflexión moral contemporánea se relacionan, aunque sea de modo distinto, con un problema crucial: la libertad del hombre.
No hay duda de que hoy día existe una concientización particularmente viva sobre la libertad. «Los hombres de nuestro tiempo tienen una conciencia cada vez mayor de la dignidad de la persona humana», como constataba ya la declaración conciliar Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa (52). De ahí la reivindicación de la posibilidad de que los hombres «actúen según su propio criterio y hagan uso de una libertad responsable, no movidos por coacción, sino guiados por la conciencia del deber» (53). En concreto, el derecho a la libertad religiosa y al respeto de la conciencia en su camino hacia la verdad es sentido cada vez más como fundamento de los derechos de la persona, considerados en su conjunto (54).
De este modo, el sentido más profundo de la dignidad de la persona humana y de su unicidad, así como del respeto debido al camino de la conciencia, es ciertamente una adquisición positiva de la cultura moderna. Esta percepción, auténtica en sí misma, ha encontrado múltiples expresiones, más o menos adecuadas, de las cuales algunas, sin embargo, se alejan de la verdad sobre el hombre como criatura e imagen de Dios y necesitan por tanto ser corregidas o purificadas a la luz de la fe (55).
32. En algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores. En esta dirección se orientan las doctrinas que desconocen el sentido de lo trascendente o las que son explícitamente ateas. Se han atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal. Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia. Pero, de este modo, ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de «acuerdo con uno mismo», de tal forma que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetivista del juicio moral.
Como se puede comprender inmediatamente, no es ajena a esta evolución la crisis en torno a la verdad. Abandonada la idea de una verdad universal sobre el bien, que la razón humana puede conocer, ha cambiado también inevitablemente la concepción misma de la conciencia: a ésta ya no se la considera en su realidad originaria, o sea, como acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir aquí y ahora; sino que más bien se está orientado a conceder a la conciencia del individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia. Esta visión coincide con una ética individualista, para la cual cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás. El individualismo, llevado a sus extremas consecuencias, desemboca en la negación de la idea misma de naturaleza humana.
Estas diferentes concepciones están en la base de las corrientes de pensamiento que sostienen la antinomia entre ley moral y conciencia, entre naturaleza y libertad.
33. Paralelamente a la exaltación de la libertad, y paradójicamente en contraste con ella, la cultura moderna pone radicalmente en duda esta misma libertad. Un conjunto de disciplinas, agrupadas bajo el nombre de «ciencias humanas», han llamado justamente la atención sobre los condicionamientos de orden psicológico y social que pesan sobre el ejercicio de la libertad humana. El conocimiento de tales condicionamientos y la atención que se les presta son avances importantes que han encontrado aplicación en diversos ámbitos de la existencia, como por ejemplo en la pedagogía o en la administración de la justicia. Pero algunos de ellos, superando las conclusiones que se pueden sacar legítimamente de estas observaciones, han llegado a poner en duda o incluso a negar la realidad misma de la libertad humana.
Hay que recordar también algunas interpretaciones abusivas de la investigación científica en el campo de la antropología. Basándose en la gran variedad de costumbres, hábitos e instituciones presentes en la humanidad, se llega a conclusiones que, aunque no siempre niegan los valores humanos universales, sí llevan a una concepción relativista de la moral.
34. «Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?». La pregunta moral, a la que responde Cristo, no puede prescindir del problema de la libertad, es más, lo considera central, porque no existe moral sin libertad: «El hombre puede convertirse al bien sólo en la libertad» (56). Pero, ¿qué libertad? El Concilio —frente a aquellos contemporáneos nuestros que «tanto defienden» la libertad y que la «buscan ardientemente», pero que «a menudo la cultivan de mala manera, como si fuera lícito todo con tal de que guste, incluso el mal»—, presenta la verdadera libertad: «La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Pues quiso Dios "dejar al hombre en manos de su propia decisión" (cf. Si 15, 14), de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a él, llegue libremente a la plena y feliz perfección» (57). Si existe el derecho de ser respetados en el propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la obligación moral, grave para cada uno, de buscar la verdad y de seguirla una vez conocida (58). En este sentido el cardenal J. H. Newman, gran defensor de los derechos de la conciencia, afirmaba con decisión: «La conciencia tiene unos derechos porque tiene unos deberes» (59).
Algunas tendencias de la teología moral actual, bajo el influjo de las corrientes subjetivistas e individualistas a que acabamos de aludir, interpretan de manera nueva la relación de la libertad con la ley moral, con la naturaleza humana y con la conciencia, y proponen criterios innovadores de valoración moral de los actos. Se trata de tendencias que, aun en su diversidad, coinciden en el hecho de debilitar o incluso negar la dependencia de la libertad con respecto a la verdad.
Si queremos hacer un discernimiento crítico de estas tendencias —capaz de reconocer cuanto hay en ellas de legítimo, útil y valioso y de indicar, al mismo tiempo, sus ambigüedades, peligros y errores—, debemos examinarlas teniendo en cuenta que la libertad depende fundamentalmente de la verdad. Dependencia que ha sido expresada de manera límpida y autorizada por las palabras de Cristo: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32).
I. La libertad y la ley
«Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás» (Gn 2, 17)
35. Leemos en el libro del Génesis: «Dios impuso al hombre este mandamiento: "De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio"» (Gn 2, 16-17).
Con esta imagen, la Revelación enseña que el poder de decidir sobre el bien y el mal no pertenece al hombre, sino sólo a Dios. El hombre es ciertamente libre, desde el momento en que puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer «de cualquier árbol del jardín». Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe detenerse ante el árbol de la ciencia del bien y del mal, por estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación. Dios, el único que es Bueno, conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre, y en virtud de su mismo amor se lo propone en los mandamientos.
La ley de Dios, pues, no atenúa ni elimina la libertad del hombre, al contrario, la garantiza y promueve. Pero, en contraste con lo anterior, algunas tendencias culturales contemporáneas abogan por determinadas orientaciones éticas, que tienen como centro de su pensamiento un pretendido conflicto entre la libertad y la ley. Son las doctrinas que atribuyen a cada individuo o a los grupos sociales la facultad de decidir sobre el bien y el mal: la libertad humana podría «crear los valores» y gozaría de una primacía sobre la verdad, hasta el punto de que la verdad misma sería considerada una creación de la libertad; la cual reivindicaría tal grado deautonomía moral que prácticamente significaría su soberanía absoluta.
36. La demanda de autonomía que se da en nuestros días no ha dejado de ejercer su influencia incluso en el ámbito de la teología moral católica. En efecto, si bien ésta nunca ha intentado contraponer la libertad humana a la ley divina, ni poner en duda la existencia de un fundamento religioso último de las normas morales, ha sido llevada, no obstante, a un profundo replanteamiento del papel de la razón y de la fe en la fijación de las normas morales que se refieren a específicos comportamientos «intramundanos», es decir, con respecto a sí mismos, a los demás y al mundo de las cosas.
Se debe constatar que en la base de este esfuerzo de replanteamiento se encuentran algunas demandas positivas, que, por otra parte, pertenecen, en su mayoría, a la mejor tradición del pensamiento católico. Interpelados por el concilio Vaticano II (60), se ha querido favorecer el diálogo con la cultura moderna, poniendo de relieve el carácter racional —y por lo tanto universalmente comprensible y comunicable— de las normas morales correspondientes al ámbito de la ley moral y natural (61). Se ha querido reafirmar, además, el carácter interior de las exigencias éticas que derivan de esa misma ley y que no se imponen a la voluntad como una obligación, sino en virtud del reconocimiento previo de la razón humana y, concretamente, de la conciencia personal.
Algunos, sin embargo, olvidando que la razón humana depende de la Sabiduría divina y que, en el estado actual de naturaleza caída, existe la necesidad y la realidad efectiva de la divina Revelación para el conocimiento de verdades morales incluso de orden natural (62), han llegado a teorizar una completa autonomía de la razón en el ámbito de las normas morales relativas al recto ordenamiento de la vida en este mundo. Tales normas constituirían el ámbito de una moral solamente «humana», es decir, serían la expresión de una ley que el hombre se da autónomamente a sí mismo y que tiene su origen exclusivamente en la razón humana. Dios en modo alguno podría ser considerado autor de esta ley, a no ser en el sentido de que la razón humana ejerce su autonomía legisladora en virtud de un mandato originario y total de Dios al hombre. Ahora bien, estas tendencias de pensamiento han llevado a negar, contra la sagrada Escritura (cf. Mt 15, 3-6) y la doctrina perenne de la Iglesia, que la ley moral natural tenga a Dios como autor y que el hombre, mediante su razón, participe de la ley eterna, que no ha sido establecida por él.
37. Queriendo, no obstante, mantener la vida moral en un contexto cristiano, ha sido introducida por algunos teólogos moralistas una clara distinción, contraria a la doctrina católica (63), entre un orden ético —que tendría origen humano y valor solamente mundano—, y un orden de la salvación, para el cual tendrían importancia sólo algunas intenciones y actitudes interiores ante Dios y el prójimo. En consecuencia, se ha llegado hasta el punto de negar la existencia, en la divina Revelación, de un contenido moral específico y determinado, universalmente válido y permanente: la Palabra de Dios se limitaría a proponer una exhortación, una parénesis genérica, que luego sólo la razón autónoma tendría el cometido de llenar de determinaciones normativas verdaderamente «objetivas», es decir, adecuadas a la situación histórica concreta. Naturalmente una autonomía concebida así comporta también la negación de una competencia doctrinal específica por parte de la Iglesia y de su magisterio sobre normas morales determinadas relativas al llamado «bien humano». Éstas no pertenecerían al contenido propio de la Revelación y no serían en sí mismas importantes en orden a la salvación.
No hay nadie que no vea que semejante interpretación de la autonomía de la razón humana comporta tesis incompatibles con la doctrina católica.
En este contexto es absolutamente necesario aclarar, a la luz de la palabra de Dios y de la tradición viva de la Iglesia, las nociones fundamentales sobre la libertad humana y la ley moral, así como sus relaciones profundas e internas. Sólo así será posible corresponder a las justas exigencias de la racionalidad humana, incorporando los elementos válidos de algunas corrientes de la teología moral actual, sin prejuzgar el patrimonio moral de la Iglesia con tesis basadas en un erróneo concepto de autonomía.
Dios quiso dejar al hombre «en manos de su propio albedrío» (Si 15, 14)
38. Citando las palabras del Eclesiástico, el concilio Vaticano II explica así la «verdadera libertad» que en el hombre es «signo eminente de la imagen divina»: «Quiso Dios "dejar al hombre en manos de su propio albedrío", de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a él, llegue libremente a la plena y feliz perfección» (64). Estas palabras indican la maravillosa profundidad de la participación en la soberanía divina, a la que el hombre ha sido llamado; indican que la soberanía del hombre se extiende, en cierto modo, sobre el hombre mismo. Éste es un aspecto puesto de relieve constantemente en la reflexión teológica sobre la libertad humana, interpretada en los términos de una forma de realeza. Dice, por ejemplo, san Gregorio Niseno: «El ánimo manifiesta su realeza y excelencia... en su estar sin dueño y libre, gobernándose autocráticamente con su voluntad. ¿De quién más es propio esto sino del rey?... Así la naturaleza humana, creada para ser dueña de las demás criaturas, por la semejanza con el soberano del universo fue constituida como una viva imagen, partícipe de la dignidad y del nombre del Arquetipo» (65).
Gobernar el mundo constituye ya para el hombre un cometido grande y lleno de responsabilidad, que compromete su libertad a obedecer al Creador: «Henchid la tierra y sometedla» (Gn 1, 28). Bajo este aspecto cada hombre, así como la comunidad humana, tiene una justa autonomía, a la cual la constitución conciliar Gaudium et spes dedica una especial atención. Es la autonomía de las realidades terrenas, la cual significa que «las cosas creadas y las sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente» (66).
39. No sólo el mundo, sino también el hombre mismo ha sido confiado a su propio cuidado y responsabilidad. Dios lo ha dejado «en manos de su propio albedrío» (Si 15, 14), para que busque a su creador y alcance libremente la perfección. Alcanzar significa edificar personalmente en sí mismo esta perfección. En efecto, igual que gobernando el mundo el hombre lo configura según su inteligencia y voluntad, así realizando actos moralmente buenos, el hombre confirma, desarrolla y consolida en sí mismo la semejanza con Dios.
El Concilio, no obstante, llama la atención ante un falso concepto de autonomía de las realidades terrenas: el que considera que «las cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin hacer referencia al Creador» (67). De cara al hombre, semejante concepto de autonomía produce efectos particularmente perjudiciales, asumiendo en última instancia un carácter ateo: «Pues sin el Creador la criatura se diluye... Además, por el olvido de Dios la criatura misma queda oscurecida» (68).
40. La enseñanza del Concilio subraya, por un lado, la actividad de la razón humana cuando determina la aplicación de la ley moral: la vida moral exige la creatividad y la ingeniosidad propias de la persona, origen y causa de sus actos deliberados. Por otro lado, la razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría divina (69). La vida moral se basa, pues, en el principio de una «justa autonomía» (70) del hombre, sujeto personal de sus actos. La ley moral proviene de Dios y en él tiene siempre su origen. En virtud de la razón natural, que deriva de la sabiduría divina, la ley moral es, al mismo tiempo, la ley propia del hombre. En efecto, la ley natural, como se ha visto, «no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios ha donado esta luz y esta ley en la creación» (71). La justa autonomía de la razón práctica significa que el hombre posee en sí mismo la propia ley, recibida del Creador. Sin embargo, la autonomía de la razón no puede significar la creación, por parte de la misma razón, de los valores y de las normas morales (72). Si esta autonomía implicase una negación de la participación de la razón práctica en la sabiduría del Creador y Legislador divino, o bien se sugiriera una libertad creadora de las normas morales, según las contingencias históricas o las diversas sociedades y culturas, tal pretendida autonomía contradiría la enseñanza de la Iglesia sobre la verdad del hombre (73). Sería la muerte de la verdadera libertad: «Mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque, el día que comieres de él, morirás sin remedio» (Gn 2, 17).
41. La verdadera autonomía moral del hombre no significa en absoluto el rechazo, sino la aceptación de la ley moral, del mandato de Dios: «Dios impuso al hombre este mandamiento...» (Gn 2, 16). La libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y están llamadas a compenetrarse entre sí, en el sentido de la libre obediencia del hombre a Dios y de la gratuita benevolencia de Dios al hombre. Y, por tanto, la obediencia a Dios no es, como algunos piensan, una heteronomía, como si la vida moral estuviese sometida a la voluntad de una omnipotencia absoluta, externa al hombre y contraria a la afirmación de su libertad. En realidad, si heteronomía de la moral significase negación de la autodeterminación del hombre o imposición de normas ajenas a su bien, tal heteronomía estaría en contradicción con la revelación de la Alianza y de la Encarnación redentora, y no sería más que una forma de alienación, contraria a la sabiduría divina y a la dignidad de la persona humana.
Algunos hablan justamente de teonomía, o de teonomía participada, porque la libre obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios. Al prohibir al hombre que coma «del árbol de la ciencia del bien y del mal», Dios afirma que el hombre no tiene originariamente este «conocimiento», sino que participa de él solamente mediante la luz de la razón natural y de la revelación divina, que le manifiestan las exigencias y las llamadas de la sabiduría eterna. Por tanto, la ley debe considerarse como una expresión de la sabiduría divina. Sometiéndose a ella, la libertad se somete a la verdad de la creación. Por esto conviene reconocer en la libertad de la persona humana la imagen y cercanía de Dios, que está «presente en todos» (cf. Ef 4, 6); asimismo, conviene proclamar la majestad del Dios del universo y venerar la santidad de la ley de Dios infinitamente trascendente. Deus semper maior (74).
Dichoso el hombre que se complace en la ley del Señor (cf. Sal 1, 1-2)
42. La libertad del hombre, modelada según la de Dios, no sólo no es negada por su obediencia a la ley divina, sino que solamente mediante esta obediencia permanece en la verdad y es conforme a la dignidad del hombre, como dice claramente el Concilio: «La dignidad del hombre requiere, en efecto, que actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa. El hombre logra esta dignidad cuando, liberándose de toda esclavitud de las pasiones, persigue su fin en la libre elección del bien y se procura con eficacia y habilidad los medios adecuados para ello» (75). El hombre, en su tender hacia Dios —«el único Bueno»—, debe hacer libremente el bien y evitar el mal. Pero para esto el hombre debe poder distinguir el bien del mal. Y esto sucede, ante todo, gracias a la luz de la razón natural, reflejo en el hombre del esplendor del rostro de Dios. A este respecto, comentando un versículo del Salmo 4, afirma santo Tomás: «El salmista, después de haber dicho: "sacrificad un sacrificio de justicia" (Sal 4, 6), añade, para los que preguntan cuáles son las obras de justicia: "Muchos dicen: ¿Quién nos mostrará el bien? "; y, respondiendo a esta pregunta, dice: "La luz de tu rostro, Señor, ha quedado impresa en nuestras mentes", como si la luz de la razón natural, por la cual discernimos lo bueno y lo malo —tal es el fin de la ley natural—, no fuese otra cosa que la luz divina impresa en nosotros» (76). De esto se deduce el motivo por el cual esta ley se llama ley natural: no por relación a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana (77).
43. El concilio Vaticano II recuerda que «la norma suprema de la vida humana es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal mediante la cual Dios ordena, dirige y gobierna, con el designio de su sabiduría y de su amor, el mundo y los caminos de la comunidad humana. Dios hace al hombre partícipe de esta ley suya, de modo que el hombre, según ha dispuesto suavemente la Providencia divina, pueda reconocer cada vez más la verdad inmutable» (78).
El Concilio remite a la doctrina clásica sobre la ley eterna de Dios. San Agustín la define como «la razón o la voluntad de Dios que manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo» (79); santo Tomás la identifica con «la razón de la sabiduría divina, que mueve todas las cosas hacia su debido fin» (80). Pero la sabiduría de Dios es providencia, amor solícito. Es, pues, Dios mismo quien ama y, en el sentido más literal y fundamental, se cuida de toda la creación (cf. Sb 7, 22; 8-11). Sin embargo, Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no desde fuera, mediante las leyes inmutables de la naturaleza física, sino desde dentro, mediante la razón que, conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación (81). De esta manera, Dios llama al hombre a participar de su providencia, queriendo por medio del hombre mismo, o sea, a través de su cuidado razonable y responsable, dirigir el mundo: no sólo el mundo de la naturaleza, sino también el de las personas humanas. En este contexto, como expresión humana de la ley eterna de Dios, se sitúa la ley natural: «La criatura racional, entre todas las demás —afirma santo Tomás—, está sometida a la divina Providencia de una manera especial, ya que se hace partícipe de esa providencia, siendo providente para sí y para los demás. Participa, pues, de la razón eterna; ésta le inclina naturalmente a la acción y al fin debidos. Y semejante participación de la ley eterna en la criatura racional se llama ley natural» (82).
44. La Iglesia se ha referido a menudo a la doctrina tomista sobre la ley natural, asumiéndola en su enseñanza moral. Así, mi venerado predecesor León XIII ponía de relieve la esencial subordinación de la razón y de la ley humana a la sabiduría de Dios y a su ley. Después de afirmar que «la ley natural está escrita y grabada en el ánimo de todos los hombres y de cada hombre, ya que no es otra cosa que la misma razón humana que nos manda hacer el bien y nos intima a no pecar», León XIII se refiere a la «razón más alta» del Legislador divino. «Pero tal prescripción de la razón humana no podría tener fuerza de ley si no fuese la voz e intérprete de una razón más alta, a la que nuestro espíritu y nuestra libertad deben estar sometidos». En efecto, la fuerza de la ley reside en su autoridad de imponer unos deberes, otorgar unos derechos y sancionar ciertos comportamientos: «Ahora bien, todo esto no podría darse en el hombre si fuese él mismo quien, como legislador supremo, se diera la norma de sus acciones». Y concluye: «De ello se deduce que la ley natural es la misma ley eterna, ínsita en los seres dotados de razón, que los inclina al acto y al fin que les conviene; es la misma razón eterna del Creador y gobernador del universo» (83).
El hombre puede reconocer el bien y el mal gracias a aquel discernimiento del bien y del mal que él mismo realiza mediante su razón iluminada por la revelación divina y por la fe, en virtud de la ley que Dios ha dado al pueblo elegido, empezando por los mandamientos del Sinaí. Israel fue llamado a recibir y vivir la ley de Dios como don particular y signo de la elección y de la alianza divina, y a la vez como garantía de la bendición de Dios. Así Moisés podía dirigirse a los hijos de Israel y preguntarles: «¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor nuestro Dios siempre que le invocamos? Y ¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?» (Dt 4, 7-8). Es en los Salmos donde encontramos los sentimientos de alabanza, gratitud y veneración que el pueblo elegido está llamado a tener hacia la ley de Dios, junto con la exhortación a conocerla, meditarla y traducirla en la vida: «¡Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni en la senda de los pecadores se detiene, ni en el banco de los burlones se sienta, mas se complace en la ley del Señor, su ley susurra día y noche!» (Sal 1, 1-2). «La ley del Señor es perfecta, consolación del alma, el dictamen del Señor, veraz, sabiduría del sencillo. Los preceptos del Señor son rectos, gozo del corazón; claro el mandamiento del Señor, luz de los ojos» (Sal19, 8-9).
45. La Iglesia acoge con reconocimiento y custodia con amor todo el depósito de la Revelación, tratando con religioso respeto y cumpliendo su misión de interpretar la ley de Dios de manera auténtica a la luz del Evangelio. Además, la Iglesia recibe como don la Ley nueva, que es el «cumplimiento» de la ley de Dios en Jesucristo y en su Espíritu. Es una ley «interior» (cf. Jr 31, 31-33), «escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones» (2 Co 3, 3); una ley de perfección y de libertad (cf. 2 Co 3, 17); es «la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús» (Rm 8, 2). Sobre esta ley dice santo Tomás: «Ésta puede llamarse ley en doble sentido. En primer lugar, ley del espíritu es el Espíritu Santo... que, por inhabitación en el alma, no sólo enseña lo que es necesario realizar iluminando el entendimiento sobre las cosas que hay que hacer, sino también inclina a actuar con rectitud... En segundo lugar, ley del espíritu puede llamarse el efecto propio del Espíritu Santo, es decir, la fe que actúa por la caridad (Ga 5, 6), la cual, por eso mismo, enseña interiormente sobre las cosas que hay que hacer... e inclina el afecto a actuar» (84).
Aunque en la reflexión teológico-moral se suele distinguir la ley de Dios positiva o revelada de la natural, y en la economía de la salvación se distingue la ley antigua de la nueva, no se puede olvidar que éstas y otras distinciones útiles se refieren siempre a la ley cuyo autor es el mismo y único Dios, y cuyo destinatario es el hombre. Los diversos modos con que Dios se cuida del mundo y del hombre, no sólo no se excluyen entre sí, sino que se sostienen y se compenetran recíprocamente. Todos tienen su origen y confluyen en el eterno designio sabio y amoroso con el que Dios predestina a los hombres «a reproducir la imagen de su Hijo» (Rm 8, 29). En este designio no hay ninguna amenaza para la verdadera libertad del hombre; al contrario, la aceptación de este designio es la única vía para la consolidación de dicha libertad.
«Como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón» (Rm 2, 15)
46. El presunto conflicto entre la libertad y la ley se replantea hoy con una fuerza singular en relación con la ley natural y, en particular, en relación con la naturaleza. En realidad los debates sobre naturaleza y libertad siempre han acompañado la historia de la reflexión moral, asumiendo tonos encendidos con el Renacimiento y la Reforma, como se puede observar en las enseñanzas del concilio de Trento (85). La época contemporánea está marcada, si bien en un sentido diferente, por una tensión análoga. El gusto de la observación empírica, los procedimientos de objetivación científica, el progreso técnico, algunas formas de liberalismo han llevado a contraponer los dos términos, como si la dialéctica —e incluso el conflicto— entre libertad y naturaleza fuera una característica estructural de la historia humana. En otras épocas parecía que la «naturaleza» sometiera totalmente el hombre a sus dinamismos e incluso a sus determinismos. Aún hoy día las coordenadas espacio-temporales del mundo sensible, las constantes físico-químicas, los dinamismos corpóreos, las pulsiones psíquicas y los condicionamientos sociales parecen a muchos como los únicos factores realmente decisivos de las realidades humanas. En este contexto, incluso los hechos morales, independientemente de su especificidad, son considerados a menudo como si fueran datos estadísticamente constatables, como comportamientos observables o explicables sólo con las categorías de los mecanismos psico-sociales. Y así algunos estudiosos de ética, que por profesión examinan los hechos y los gestos del hombre, pueden sentir la tentación de valorar su saber, e incluso sus normas de actuación, según un resultado estadístico sobre los comportamientos humanos concretos y las opiniones morales de la mayoría.
En cambio, otros moralistas, preocupados por educar en los valores, son sensibles al prestigio de la libertad, pero a menudo la conciben en oposición o contraste con la naturaleza material y biológica, sobre la que debería consolidarse progresivamente. A este respecto, diferentes concepciones coinciden en olvidar la dimensión creatural de la naturaleza y en desconocer su integridad.Para algunos, la naturaleza se reduce a material para la actuación humana y para su poder. Esta naturaleza debería ser transformada profundamente, es más, superada por la libertad, dado que constituye su límite y su negación. Para otros, es en la promoción sin límites del poder del hombre, o de su libertad, como se constituyen los valores económicos, sociales, culturales e incluso morales. Entonces la naturaleza estaría representada por todo lo que en el hombre y en el mundo se sitúa fuera de la libertad. Dicha naturaleza comprendería en primer lugar el cuerpo humano, su constitución y su dinamismo. A este aspecto físico se opondría lo que se ha construido, es decir, la cultura, como obra y producto de la libertad. La naturaleza humana, entendida así, podría reducirse y ser tratada como material biológico o social siempre disponible. Esto significa, en último término, definir la libertad por medio de sí misma y hacer de ella una instancia creadora de sí misma y de sus valores. Con ese radicalismo el hombre ni siquiera tendría naturaleza y sería para sí mismo su propio proyecto de existencia. ¡El hombre no sería nada más que su libertad!
47. En este contexto han surgido las objeciones de fisicismo y naturalismo contra la concepción tradicional de la ley natural. Ésta presentaría como leyes morales las que en sí mismas serían sólo leyes biológicas. Así, muy superficialmente, se atribuiría a algunos comportamientos humanos un carácter permanente e inmutable, y, sobre esa base, se pretendería formular normas morales universalmente válidas. Según algunos teólogos, semejante argumento biologista o naturalista estaría presente incluso en algunos documentos del Magisterio de la Iglesia, especialmente en los relativos al ámbito de la ética sexual y matrimonial. Basados en una concepción naturalística del acto sexual, se condenarían como moralmente inadmisibles la contracepción, la esterilización directa, el autoerotismo, las relaciones prematrimoniales, las relaciones homosexuales, así como la fecundación artificial. Ahora bien, según el parecer de estos teólogos, la valoración moralmente negativa de tales actos no consideraría de manera adecuada el carácter racional y libre del hombre, ni el condicionamiento cultural de cada norma moral. Ellos dicen que el hombre, como ser racional, no sólo puede, sino que incluso debe decidir libremente el sentido de sus comportamientos. Este decidir el sentido debería tener en cuenta, obviamente, los múltiples límites del ser humano, que tiene una condición corpórea e histórica. Además, debería considerar los modelos de comportamiento y el significado que éstos tienen en una cultura determinada. Y, sobre todo, debería respetar el mandamiento fundamental del amor a Dios y al prójimo. Afirman también que, sin embargo, Dios ha creado al hombre como ser racionalmente libre; lo ha dejado «en manos de su propio albedrío» y de él espera una propia y racional formación de su vida. El amor al prójimo significaría sobre todo o exclusivamente un respeto a su libre decisión sobre sí mismo. Los mecanismos de los comportamientos propios del hombre, así como las llamadas inclinaciones naturales, establecerían al máximo —como suele decirse— una orientación general del comportamiento correcto, pero no podrían determinar la valoración moral de cada acto humano, tan complejo desde el punto de vista de las situaciones.
48. Ante esta interpretación conviene mirar con atención la recta relación que hay entre libertad y naturaleza humana, y, en concreto, el lugar que tiene el cuerpo humano en las cuestiones de la ley natural.
Una libertad que pretenda ser absoluta acaba por tratar el cuerpo humano como un ser en bruto, desprovisto de significado y de valores morales hasta que ella no lo revista de su proyecto. Por lo cual, la naturaleza humana y el cuerpo aparecen como unos presupuestos o preliminares, materialmente necesarios para la decisión de la libertad, pero extrínsecos a la persona, al sujeto y al acto humano. Sus dinamismos no podrían constituir puntos de referencia para la opción moral, desde el momento que las finalidades de esas inclinaciones serían sólo bienes «físicos», llamados por algunos premorales. Hacer referencia a los mismos, para buscar indicaciones racionales sobre el orden de la moralidad, debería ser tachado de fisicismo o de biologismo. En semejante contexto la tensión entre la libertad y una naturaleza concebida en sentido reductivo se resuelve con una división dentro del hombre mismo.
Esta teoría moral no está conforme con la verdad sobre el hombre y sobre su libertad. Contradice las enseñanzas de la Iglesia sobre la unidad del ser humano, cuya alma racional es «per se et essentialiter» la forma del cuerpo (86). El alma espiritual e inmortal es el principio de unidad del ser humano, es aquello por lo cual éste existe como un todo —«corpore et anima unus» (87)— en cuanto persona. Estas definiciones no indican solamente que el cuerpo, para el cual ha sido prometida la resurrección, participará también de la gloria; recuerdan, igualmente, el vínculo de la razón y de la libre voluntad con todas las facultades corpóreas y sensibles. La persona —incluido el cuerpo— está confiada enteramente a sí misma, y es en la unidad de alma y cuerpo donde ella es el sujeto de sus propios actos morales. La persona, mediante la luz de la razón y la ayuda de la virtud, descubre en su cuerpo los signos precursores, la expresión y la promesa del don de sí misma, según el sabio designio del Creador. Es a la luz de la dignidad de la persona humana —que debe afirmarse por sí misma— como la razón descubre el valor moral específico de algunos bienes a los que la persona se siente naturalmente inclinada. Y desde el momento en que la persona humana no puede reducirse a una libertad que se autoproyecta, sino que comporta una determinada estructura espiritual y corpórea, la exigencia moral originaria de amar y respetar a la persona como un fin y nunca como un simple medio, implica también, intrínsecamente, el respeto de algunos bienes fundamentales, sin el cual se caería en el relativismo y en el arbitrio.
49. Una doctrina que separe el acto moral de las dimensiones corpóreas de su ejercicio es contraria a las enseñanzas de la sagrada Escritura y de la Tradición. Tal doctrina hace revivir, bajo nuevas formas, algunos viejos errores combatidos siempre por la Iglesia, porque reducen la persona humana a una libertad espiritual, puramente formal. Esta reducción ignora el significado moral del cuerpo y de sus comportamientos (cf. 1 Co 6, 19). El apóstol Pablo declara excluidos del reino de los cielos a los «impuros, idólatras, adúlteros, afeminados, homosexuales, ladrones, avaros, borrachos, ultrajadores y rapaces» (cf. 1 Co 6, 9-10). Esta condena —citada por el concilio de Trento (88)— enumera como pecados mortales, o prácticas infames, algunos comportamientos específicos cuya voluntaria aceptación impide a los creyentes tener parte en la herencia prometida. En efecto, cuerpo y alma son inseparables: en la persona, en el agente voluntario y en el acto deliberado, están o se pierden juntos.
50. Es así como se puede comprender el verdadero significado de la ley natural, la cual se refiere a la naturaleza propia y originaria del hombre, a la «naturaleza de la persona humana» (89), que es la persona misma en la unidad de alma y cuerpo; en la unidad de sus inclinaciones de orden espiritual y biológico, así como de todas las demás características específicas, necesarias para alcanzar su fin. «La ley moral natural evidencia y prescribe las finalidades, los derechos y los deberes, fundamentados en la naturaleza corporal y espiritual de la persona humana. Esa ley no puede entenderse como una normatividad simplemente biológica, sino que ha de ser concebida como el orden racional por el que el hombre es llamado por el Creador a dirigir y regular su vida y sus actos y, más concretamente, a usar y disponer del propio cuerpo» (90). Por ejemplo, el origen y el fundamento del deber de respetar absolutamente la vida humana están en la dignidad propia de la persona y no simplemente en el instinto natural de conservar la propia vida física. De este modo, la vida humana, por ser un bien fundamental del hombre, adquiere un significado moral en relación con el bien de la persona que siempre debe ser afirmada por sí misma: mientras siempre es moralmente ilícito matar un ser humano inocente, puede ser lícito, loable e incluso obligatorio dar la propia vida (cf. Jn 15, 13) por amor al prójimo o para dar testimonio de la verdad. En realidad sólo con referencia a la persona humana en su «totalidad unificada», es decir, «alma que se expresa en el cuerpo informado por un espíritu inmortal» (91), se puede entender el significado específicamente humano del cuerpo. En efecto, las inclinaciones naturales tienen una importancia moral sólo cuando se refieren a la persona humana y a su realización auténtica, la cual se verifica siempre y solamente en la naturaleza humana. La Iglesia, al rechazar las manipulaciones de la corporeidad que alteran su significado humano, sirve al hombre y le indica el camino del amor verdadero, único medio para poder encontrar al verdadero Dios.
La ley natural, así entendida, no deja espacio de división entre libertad y naturaleza. En efecto, éstas están armónicamente relacionadas entre sí e íntima y mutuamente aliadas.
«Pero al principio no fue así» (Mt 19, 8)
51. El presunto conflicto entre libertad y naturaleza repercute también sobre la interpretación de algunos aspectos específicos de la ley natural, principalmente sobre su universalidad e inmutabilidad. «¿Dónde, pues, están escritas estas reglas —se pregunta san Agustín— ...sino en el libro de aquella luz que se llama verdad? De aquí, pues, deriva toda ley justa y actúa rectamente en el corazón del hombre que obra la justicia, no saliendo de él, sino como imprimiéndose en él, como la imagen pasa del anillo a la cera, pero sin abandonar el anillo» (92).
Precisamente gracias a esta «verdad» la ley natural implica la universalidad. En cuanto inscrita en la naturaleza racional de la persona, se impone a todo ser dotado de razón y que vive en la historia. Para perfeccionarse en su orden específico, la persona debe realizar el bien y evitar el mal, preservar la transmisión y la conservación de la vida, mejorar y desarrollar las riquezas del mundo sensible, cultivar la vida social, buscar la verdad, practicar el bien, contemplar la belleza (93).
La separación hecha por algunos entre la libertad de los individuos y la naturaleza común a todos, como emerge de algunas teorías filosóficas de gran resonancia en la cultura contemporánea, ofusca la percepción de la universalidad de la ley moral por parte de la razón. Pero, en la medida en que expresa la dignidad de la persona humana y pone la base de sus derechos y deberes fundamentales, la ley natural es universal en sus preceptos, y su autoridad se extiende a todos los hombres. Esta universalidad no prescinde de la singularidad de los seres humanos, ni se opone a la unicidad y a la irrepetibilidad de cada persona; al contrario, abarca básicamente cada uno de sus actos libres, que deben demostrar la universalidad del verdadero bien. Nuestros actos, al someterse a la ley común, edifican la verdadera comunión de las personas y, con la gracia de Dios, ejercen la caridad, «que es el vínculo de la perfección» (Col 3, 14). En cambio, cuando nuestros actos desconocen o ignoran la ley, de manera imputable o no, perjudican la comunión de las personas, causando daño.
52. Es justo y bueno, siempre y para todos, servir a Dios, darle el culto debido y honrar como es debido a los padres. Estos preceptos positivos, que prescriben cumplir algunas acciones y cultivar ciertas actitudes, obligan universalmente; son inmutables (94); unen en el mismo bien común a todos los hombres de cada época de la historia, creados para «la misma vocación y destino divino» (95). Estas leyes universales y permanentes corresponden a conocimientos de la razón práctica y se aplican a los actos particulares mediante el juicio de la conciencia. El sujeto que actúa asimila personalmente la verdad contenida en la ley; se apropia y hace suya esta verdad de su ser mediante los actos y las correspondientes virtudes. Los preceptos negativos de la ley natural son universalmente válidos: obligan a todos y cada uno, siempre y en toda circunstancia. En efecto, se trata de prohibiciones que vedan una determinada acción «semper et pro semper», sin excepciones, porque la elección de ese comportamiento en ningún caso es compatible con la bondad de la voluntad de la persona que actúa, con su vocación a la vida con Dios y a la comunión con el prójimo. Está prohibido a cada uno y siempre infringir preceptos que vinculan a todos y cueste lo que cueste, y dañar en otros y, ante todo, en sí mismos, la dignidad personal y común a todos.
Por otra parte, el hecho de que solamente los mandamientos negativos obliguen siempre y en toda circunstancia, no significa que, en la vida moral, las prohibiciones sean más importantes que el compromiso de hacer el bien, como indican los mandamientos positivos. La razón es, más bien, la siguiente: el mandamiento del amor a Dios y al prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún límite superior, sino más bien uno inferior, por debajo del cual se viola el mandamiento. Además, lo que se debe hacer en una determinada situación depende de las circunstancias, las cuales no se pueden prever todas con antelación; por el contrario, se dan comportamientos que nunca y en ninguna situación pueden ser una respuesta adecuada, o sea, conforme a la dignidad de la persona. En último término, siempre es posible que al hombre, debido a presiones u otras circunstancias, le sea imposible realizar determinadas acciones buenas; pero nunca se le puede impedir que no haga determinadas acciones, sobre todo si está dispuesto a morir antes que hacer el mal.
La Iglesia ha enseñado siempre que nunca se deben escoger comportamientos prohibidos por los mandamientos morales, expresados de manera negativa en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Como se ha visto, Jesús mismo afirma la inderogabilidad de estas prohibiciones: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos...: No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás testimonio falso» (Mt 19, 17-18).
53. La gran sensibilidad que el hombre contemporáneo muestra por la historicidad y por la cultura, lleva a algunos a dudar de lainmutabilidad de la misma ley natural, y por tanto de la existencia de «normas objetivas de moralidad» (96) válidas para todos los hombres de ayer, de hoy y de mañana. ¿Es acaso posible afirmar como universalmente válidas para todos y siempre permanentes ciertas determinaciones racionales establecidas en el pasado, cuando se ignoraba el progreso que la humanidad habría hecho sucesivamente?
No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esta misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las transciende. Este algo es precisamente la naturaleza del hombre: precisamente esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser. Poner en tela de juicio los elementos estructurales permanentes del hombre, relacionados también con la misma dimensión corpórea, no sólo entraría en conflicto con la experiencia común, sino que haría incomprensible la referencia que Jesús hizo al «principio», precisamente allí donde el contexto social y cultural del tiempo había deformado el sentido originario y el papel de algunas normas morales (cf. Mt 19, 1-9). En este sentido «afirma, además, la Iglesia que en todos los cambios subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que es el mismo ayer, hoy y por los siglos» (97). Él es el Principio que, habiendo asumido la naturaleza humana, la ilumina definitivamente en sus elementos constitutivos y en su dinamismo de caridad hacia Dios y el prójimo (98).
Ciertamente, es necesario buscar y encontrar la formulación de las normas morales universales y permanentes más adecuada a los diversos contextos culturales, más capaz de expresar incesantemente la actualidad histórica y de hacer comprender e interpretar auténticamente la verdad. Esta verdad de la ley moral —igual que la del depósito de la fe— se desarrolla a través de los siglos. Las normas que la expresan siguen siendo sustancialmente válidas, pero deben ser precisadas y determinadas «eodem sensu eademque sententia» (99) según las circunstancias históricas del Magisterio de la Iglesia, cuya decisión está precedida y va acompañada por el esfuerzo de lectura y formulación propio de la razón de los creyentes y de la reflexión teológica (100).
II. Conciencia y verdad
El sagrario del hombre
54. La relación que hay entre libertad del hombre y ley de Dios tiene su base en el corazón de la persona, o sea, en su conciencia moral: «En lo profundo de su conciencia —afirma el concilio Vaticano II—, el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, pero a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está la dignidad humana y según la cual será juzgado (cf. Rm 2, 14-16)» (101).
Por esto, el modo como se conciba la relación entre libertad y ley está íntimamente vinculado con la interpretación que se da a la conciencia moral. En este sentido, las tendencias culturales recordadas más arriba, que contraponen y separan entre sí libertad y ley, y exaltan de modo idolátrico la libertad, llevan a una interpretación «creativa» de la conciencia moral, que se aleja de la posición tradicional de la Iglesia y de su Magisterio.
55. Según la opinión de algunos teólogos, la función de la conciencia se habría reducido, al menos en un cierto pasado, a una simple aplicación de normas morales generales a cada caso de la vida de la persona. Pero semejantes normas —afirman— no son capaces de acoger y respetar toda la irrepetible especificidad de todos los actos concretos de las personas; de alguna manera, pueden ayudar a una justa valoración de la situación, pero no pueden sustituir a las personas en tomar una decisión personal sobre cómo comportarse en determinados casos particulares. Es más, la citada crítica a la interpretación tradicional de la naturaleza humana y de su importancia para la vida moral induce a algunos autores a afirmar que estas normas no son tanto un criterio objetivo vinculante para los juicios de conciencia, sino más bien una perspectiva general que, en un primer momento, ayuda al hombre a dar un planteamiento ordenado a su vida personal y social. Además, revelan la complejidad típica del fenómeno de la conciencia: ésta se relaciona profundamente con toda la esfera psicológica y afectiva, así como con los múltiples influjos del ambiente social y cultural de la persona. Por otra parte, se exalta al máximo el valor de la conciencia, que el Concilio mismo ha definido «el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella» (102). Esta voz —se dice— induce al hombre no tanto a una meticulosa observancia de las normas universales, cuanto a una creativa y responsable aceptación de los cometidos personales que Dios le encomienda.
Algunos autores, queriendo poner de relieve el carácter creativo de la conciencia, ya no llaman a sus actos con el nombre de juicios, sino con el de decisiones. Sólo tomando autónomamente estas decisiones el hombre podría alcanzar su madurez moral. No falta quien piensa que este proceso de maduración sería obstaculizado por la postura demasiado categórica que, en muchas cuestiones morales, asume el Magisterio de la Iglesia, cuyas intervenciones originarían, entre los fieles, la aparición de inútiles conflictos de conciencia.
56. Para justificar semejantes posturas, algunos han propuesto una especie de doble estatuto de la verdad moral. Además del nivel doctrinal y abstracto, sería necesario reconocer la originalidad de una cierta consideración existencial más concreta. Ésta, teniendo en cuenta las circunstancias y la situación, podría establecer legítimamente unas excepciones a la regla general y permitir así la realización práctica, con buena conciencia, de lo que está calificado por la ley moral como intrínsecamente malo. De este modo se instaura en algunos casos una separación, o incluso una oposición, entre la doctrina del precepto válido en general y la norma de la conciencia individual, que decidiría de hecho, en última instancia, sobre el bien y el mal. Con esta base se pretende establecer la legitimidad de las llamadas soluciones pastorales contrarias a las enseñanzas del Magisterio, y justificar una hermenéutica creativa, según la cual la conciencia moral no estaría obligada en absoluto, en todos los casos, por un precepto negativo particular.
Con estos planteamientos se pone en discusión la identidad misma de la conciencia moral ante la libertad del hombre y ante la ley de Dios. Sólo la clarificación hecha anteriormente sobre la relación entre libertad y ley basada en la verdad hace posible el discernimiento sobre esta interpretación creativa de la conciencia.
El juicio de la conciencia
57. El mismo texto de la carta a los Romanos, que nos ha presentado la esencia de la ley natural, indica también el sentido bíblico de la conciencia, especialmente en su vinculación específica con la ley: «Cuando los gentiles, que no tienen ley, cumplen naturalmente las prescripciones de la ley, sin tener ley, para sí mismos son ley; como quienes muestran tener la realidad de esa ley escrita en su corazón, atestiguándolo su conciencia con sus juicios contrapuestos que los acusan y también los defienden» (Rm2, 14-15).
Según las palabras de san Pablo, la conciencia, en cierto modo, pone al hombre ante la ley, siendo ella misma «testigo» para el hombre: testigo de su fidelidad o infidelidad a la ley, o sea, de su esencial rectitud o maldad moral. La conciencia es el único testigo. Lo que sucede en la intimidad de la persona está oculto a la vista de los demás desde fuera. La conciencia dirige su testimonio solamente hacia la persona misma. Y, a su vez, sólo la persona conoce la propia respuesta a la voz de la conciencia.
58. Nunca se valorará adecuadamente la importancia de este íntimo diálogo del hombre consigo mismo. Pero, en realidad, éste es el diálogo del hombre con Dios, autor de la ley, primer modelo y fin último del hombre. «La conciencia —dice san Buenaventura— es como un heraldo de Dios y su mensajero, y lo que dice no lo manda por sí misma, sino que lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el edicto del rey. Y de ello deriva el hecho de que la conciencia tiene la fuerza de obligar» (103). Se puede decir, pues, que la conciencia da testimonio de la rectitud o maldad del hombre al hombre mismo, pero a la vez y antes aún, es testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma, invitándolo «fortiter et suaviter» a la obediencia: «La conciencia moral no encierra al hombre en una soledad infranqueable e impenetrable, sino que lo abre a la llamada, a la voz de Dios. En esto, y no en otra cosa, reside todo el misterio y dignidad de la conciencia moral: en ser el lugar, el espacio santo donde Dios habla al hombre» (104).
59. San Pablo no se limita a reconocer que la conciencia hace de testigo, sino que manifiesta también el modo como ella realiza semejante función. Se trata de razonamientos que acusan o defienden a los paganos en relación con sus comportamientos (cf.Rm 2, 15). El término razonamientos evidencia el carácter propio de la conciencia, que es el de ser un juicio moral sobre el hombre y sus actos. Es un juicio de absolución o de condena según que los actos humanos sean conformes o no con la ley de Dios escrita en el corazón. Precisamente, del juicio de los actos y, al mismo tiempo, de su autor y del momento de su definitivo cumplimiento, habla el apóstol Pablo en el mismo texto: así será «en el día en que Dios juzgará las acciones secretas de los hombres, según mi evangelio, por Cristo Jesús» (Rm 2, 16).
El juicio de la conciencia es un juicio práctico, o sea, un juicio que ordena lo que el hombre debe hacer o no hacer, o bien, que valora un acto ya realizado por él. Es un juicio que aplica a una situación concreta la convicción racional de que se debe amar, hacer el bien y evitar el mal. Este primer principio de la razón práctica pertenece a la ley natural, más aún, constituye su mismo fundamento al expresar aquella luz originaria sobre el bien y el mal, reflejo de la sabiduría creadora de Dios, que, como una chispa indestructible («scintilla animae»), brilla en el corazón de cada hombre. Sin embargo, mientras la ley natural ilumina sobre todo las exigencias objetivas y universales del bien moral, la conciencia es la aplicación de la ley a cada caso particular, la cual se convierte así para el hombre en un dictamen interior, una llamada a realizar el bien en una situación concreta. La conciencia formula así la obligación moral a la luz de la ley natural: es la obligación de hacer lo que el hombre, mediante el acto de su conciencia, conoce como un bien que le es señalado aquí y ahora. El carácter universal de la ley y de la obligación no es anulado, sino más bien reconocido, cuando la razón determina sus aplicaciones a la actualidad concreta. El juicio de la conciencia muestra en última instancia la conformidad de un comportamiento determinado respecto a la ley; formula la norma próxima de la moralidad de un acto voluntario, actuando «la aplicación de la ley objetiva a un caso particular» (105).
60. Igual que la misma ley natural y todo conocimiento práctico, también el juicio de la conciencia tiene un carácter imperativo: el hombre debe actuar en conformidad con dicho juicio. Si el hombre actúa contra este juicio, o bien, lo realiza incluso no estando seguro si un determinado acto es correcto o bueno, es condenado por su misma conciencia, norma próxima de la moralidad personal. La dignidad de esta instancia racional y la autoridad de su voz y de sus juicios derivan de la verdad sobre el bien y sobre el mal moral, que está llamada a escuchar y expresar. Esta verdad está indicada por la «ley divina», norma universal y objetiva de la moralidad. El juicio de la conciencia no establece la ley, sino que afirma la autoridad de la ley natural y de la razón práctica con relación al bien supremo, cuyo atractivo acepta y cuyos mandamientos acoge la persona humana: «La conciencia, por tanto, no es una fuente autónoma y exclusiva para decidir lo que es bueno o malo; al contrario, en ella está grabado profundamente un principio de obediencia a la norma objetiva, que fundamenta y condiciona la congruencia de sus decisiones con los preceptos y prohibiciones en los que se basa el comportamiento humano» (106).
61. La verdad sobre el bien moral, manifestada en la ley de la razón, es reconocida práctica y concretamente por el juicio de la conciencia, el cual lleva a asumir la responsabilidad del bien realizado y del mal cometido; si el hombre comete el mal, el justo juicio de su conciencia es en él testigo de la verdad universal del bien, así como de la malicia de su decisión particular. Pero el veredicto de la conciencia queda en el hombre incluso como un signo de esperanza y de misericordia. Mientras demuestra el mal cometido, recuerda también el perdón que se ha de pedir, el bien que hay que practicar y las virtudes que se han de cultivar siempre, con la gracia de Dios.
Así, en el juicio práctico de la conciencia, que impone a la persona la obligación de realizar un determinado acto, se manifiesta el vínculo de la libertad con la verdad. Precisamente por esto la conciencia se expresa con actos de juicio, que reflejan la verdad sobre el bien, y no como decisiones arbitrarias. La madurez y responsabilidad de estos juicios —y, en definitiva, del hombre, que es su sujeto— se demuestran no con la liberación de la conciencia de la verdad objetiva, en favor de una presunta autonomía de las propias decisiones, sino, al contrario, con una apremiante búsqueda de la verdad y con dejarse guiar por ella en el obrar.
Buscar la verdad y el bien
62. La conciencia, como juicio de un acto, no está exenta de la posibilidad de error. «Sin embargo, —dice el Concilio— muchas veces ocurre que la conciencia yerra por ignorancia invencible, sin que por ello pierda su dignidad. Pero no se puede decir esto cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega» (107). Con estas breves palabras, el Concilio ofrece una síntesis de la doctrina que la Iglesia ha elaborado a lo largo de los siglos sobre la conciencia errónea.
Ciertamente, para tener una «conciencia recta» (1 Tm 1, 5), el hombre debe buscar la verdad y debe juzgar según esta misma verdad. Como dice el apóstol Pablo, la conciencia debe estar «iluminada por el Espíritu Santo» (cf. Rm 9, 1), debe ser «pura» (2 Tm 1, 3), no debe «con astucia falsear la palabra de Dios» sino «manifestar claramente la verdad» (cf. 2 Co 4, 2). Por otra parte, el mismo Apóstol amonesta a los cristianos diciendo: «No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm12, 2).
La amonestación de Pablo nos invita a la vigilancia, advirtiéndonos que en los juicios de nuestra conciencia anida siempre la posibilidad de error. Ella no es un juez infalible: puede errar. No obstante, el error de la conciencia puede ser el fruto de una ignorancia invencible, es decir, de una ignorancia de la que el sujeto no es consciente y de la que no puede salir por sí mismo.
En el caso de que tal ignorancia invencible no sea culpable —nos recuerda el Concilio— la conciencia no pierde su dignidad porque ella, aunque de hecho nos orienta en modo no conforme al orden moral objetivo, no cesa de hablar en nombre de la verdad sobre el bien, que el sujeto está llamado a buscar sinceramente.
63. De cualquier modo, la dignidad de la conciencia deriva siempre de la verdad: en el caso de la conciencia recta, se trata de la verdad objetiva acogida por el hombre; en el de la conciencia errónea, se trata de lo que el hombre, equivocándose, considera subjetivamente verdadero. Nunca es aceptable confundir un error subjetivo sobre el bien moral con la verdad objetiva, propuesta racionalmente al hombre en virtud de su fin, ni equiparar el valor moral del acto realizado con una conciencia verdadera y recta, con el realizado siguiendo el juicio de una conciencia errónea (108). El mal cometido a causa de una ignorancia invencible, o de un error de juicio no culpable, puede no ser imputable a la persona que lo hace; pero tampoco en este caso aquél deja de ser un mal, un desorden con relación a la verdad sobre el bien. Además, el bien no reconocido no contribuye al crecimiento moral de la persona que lo realiza; éste no la perfecciona y no sirve para disponerla al bien supremo. Así, antes de sentirnos fácilmente justificados en nombre de nuestra conciencia, debemos meditar en las palabras del salmo: «¿Quién se da cuenta de sus yerros? De las faltas ocultas límpiame» (Sal 19, 13). Hay culpas que no logramos ver y que no obstante son culpas, porque hemos rechazado caminar hacia la luz (cf. Jn 9, 39-41).
La conciencia, como juicio último concreto, compromete su dignidad cuando es errónea culpablemente, o sea «cuando el hombre no trata de buscar la verdad y el bien, y cuando, de esta manera, la conciencia se hace casi ciega como consecuencia de su hábito de pecado» (109). Jesús alude a los peligros de la deformación de la conciencia cuando advierte: «La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!» (Mt 6, 22-23).
64. En las palabras de Jesús antes mencionadas, encontramos también la llamada a formar la conciencia, a hacerla objeto de continua conversión a la verdad y al bien. Es análoga la exhortación del Apóstol a no conformarse con la mentalidad de este mundo, sino a «transformarse renovando nuestra mente» (cf. Rm 12, 2). En realidad, el corazón convertido al Señor y al amor del bien es la fuente de los juicios verdaderos de la conciencia. En efecto, para poder «distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2), sí es necesario el conocimiento de la ley de Dios en general, pero ésta no es suficiente: es indispensable una especie de «connaturalidad» entre el hombre y el verdadero bien (110). Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo: la prudencia y las otras virtudes cardinales, y en primer lugar las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. En este sentido, Jesús dijo: «El que obra la verdad, va a la luz» (Jn 3, 21).
Los cristianos tienen —como afirma el Concilio— en la Iglesia y en su Magisterio una gran ayuda para la formación de la conciencia: «Los cristianos, al formar su conciencia, deben atender con diligencia a la doctrina cierta y sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana» (111). Por tanto, la autoridad de la Iglesia, que se pronuncia sobre las cuestiones morales, no menoscaba de ningún modo la libertad de conciencia de los cristianos; no sólo porque la libertad de la conciencia no es nunca libertad con respecto a la verdad, sino siempre y sólo en la verdad, sino también porque el Magisterio no presenta verdades ajenas a la conciencia cristiana, sino que manifiesta las verdades que ya debería poseer, desarrollándolas a partir del acto originario de la fe. La Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier viento de doctrina según el engaño de los hombres (cf. Ef 4, 14), a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a mantenerse en ella.
III. La elección fundamental y los comportamientos concretos
«Sólo que no toméis de esa libertad pretexto para la carne» (Gál 5, 13)
65. El interés por la libertad, hoy agudizado particularmente, induce a muchos estudiosos de ciencias humanas o teológicas a desarrollar un análisis más penetrante de su naturaleza y sus dinamismos. Justamente se pone de relieve que la libertad no es sólo la elección por esta o aquella acción particular; sino que es también, dentro de esa elección, decisión sobre sí y disposición de la propia vida a favor o en contra del Bien, a favor o en contra de la Verdad; en última instancia, a favor o en contra de Dios. Justamente se subraya la importancia eminente de algunas decisiones que dan forma a toda la vida moral de un hombre determinado, configurándose como el cauce en el cual también podrán situarse y desarrollarse otras decisiones cotidianas particulares.
Sin embargo, algunos autores proponen una revisión mucho más radical de la relación entre persona y actos. Hablan de una libertad fundamental, más profunda y diversa de la libertad de elección, sin cuya consideración no se podrían comprender ni valorar correctamente los actos humanos. Según estos autores, la función clave en la vida moral habría que atribuirla a una opción fundamental, actuada por aquella libertad fundamental mediante la cual la persona decide globalmente sobre sí misma, no a través de una elección determinada y consciente a nivel reflejo, sino en forma transcendental y atemática. Los actos particulares derivados de esta opción constituirían solamente unas tentativas parciales y nunca resolutivas para expresarla, serían solamente signos o síntomas de ella. Objeto inmediato de estos actos —se dice— no es el Bien absoluto (ante el cual la libertad de la persona se expresaría a nivel transcendental), sino que son los bienes particulares (llamados también categoriales). Ahora bien, según la opinión de algunos teólogos, ninguno de estos bienes, parciales por su naturaleza, podría determinar la libertad del hombre como persona en su totalidad, aunque el hombre solamente pueda expresar la propia opción fundamental mediante la realización o el rechazo de aquéllos.
De esta manera, se llega a introducir una distinción entre la opción fundamental y las elecciones deliberadas de un comportamiento concreto; una distinción que en algunos autores asume la forma de una disociación, en cuanto circunscriben expresamente el bien y el mal moral a la dimensión transcendental propia de la opción fundamental, calificando como rectas o equivocadas las elecciones de comportamientos particulares intramundanos, es decir, referidos a las relaciones del hombre consigo mismo, con los demás y con el mundo de las cosas. De este modo, parece delinearse dentro del comportamiento humano una escisión entre dos niveles de moralidad: por una parte el orden del bien y del mal, que depende de la voluntad, y, por otra, los comportamientos determinados, los cuales son juzgados como moralmente rectos o equivocados haciéndolo depender sólo de un cálculo técnico de la proporción entre bienes y males premorales o físicos, que siguen efectivamente a la acción. Y esto hasta el punto de que un comportamiento concreto, incluso elegido libremente, es considerado como un proceso simplemente físico, y no según los criterios propios de un acto humano. El resultado al que se llega es el de reservar la calificación propiamente moral de la persona a la opción fundamental, sustrayéndola —o atenuándola— a la elección de los actos particulares y de los comportamientos concretos.
66. No hay duda de que la doctrina moral cristiana, en sus mismas raíces bíblicas, reconoce la específica importancia de una elección fundamental que califica la vida moral y que compromete la libertad a nivel radical ante Dios. Se trata de la elección de la fe, de la obediencia de la fe (cf. Rm 16, 26), por la que «el hombre se entrega entera y libremente a Dios, y le ofrece "el homenaje total de su entendimiento y voluntad"» (112). Esta fe, que actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6), proviene de lo más íntimo del hombre, de su «corazón» (cf. Rm 10, 10), y desde aquí viene llamada a fructificar en las obras (cf. Mt 12, 33-35; Lc 6, 43-45; Rm8, 5-8; Ga 5, 22). En el Decálogo se encuentra, al inicio de los diversos mandamientos, la cláusula fundamental: «Yo, el Señor, soy tu Dios» (Ex 20, 2), la cual, confiriendo el sentido original a las múltiples y varias prescripciones particulares, asegura a la moral de la Alianza una fisonomía de totalidad, unidad y profundidad. La elección fundamental de Israel se refiere, por tanto, al mandamiento fundamental (cf. Jos 24, 14-25; Ex 19, 3-8; Mi 6, 8). También la moral de la nueva alianza está dominada por la llamada fundamental de Jesús a su seguimiento —al joven le dice: «Si quieres ser perfecto... ven, y sígueme» (Mt 19, 21)—; y el discípulo responde a esa llamada con una decisión y una elección radical. Las parábolas evangélicas del tesoro y de la perla preciosa, por los que se vende todo cuanto se posee, son imágenes elocuentes y eficaces del carácter radical e incondicionado de la elección que exige el reino de Dios. La radicalidad de la elección para seguir a Jesús está expresada maravillosamente en sus palabras: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 35).
La llamada de Jesús «ven y sígueme» marca la máxima exaltación posible de la libertad del hombre y, al mismo tiempo, atestigua la verdad y la obligación de los actos de fe y de decisiones que se pueden calificar de opción fundamental. Encontramos una análoga exaltación de la libertad humana en las palabras de san Pablo: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Ga 5, 13). Pero el Apóstol añade inmediatamente una grave advertencia: «Con tal de que no toméis de esa libertad pretexto para la carne». En esta exhortación resuenan sus palabras precedentes: «Para ser libres nos libertó Cristo. Manteneos, pues, firmes y no os dejéis oprimir nuevamente bajo el yugo de la esclavitud» (Ga 5, 1). El apóstol Pablo nos invita a la vigilancia, pues la libertad sufre siempre la insidia de la esclavitud. Tal es precisamente el caso de un acto de fe —en el sentido de una opción fundamental— que es disociado de la elección de los actos particulares según las corrientes anteriormente mencionadas.
67. Por tanto, dichas teorías son contrarias a la misma enseñanza bíblica, que concibe la opción fundamental como una verdadera y propia elección de la libertad y vincula profundamente esta elección a los actos particulares. Mediante la elección fundamental, el hombre es capaz de orientar su vida y —con la ayuda de la gracia— tender a su fin siguiendo la llamada divina. Pero esta capacidad se ejerce de hecho en las elecciones particulares de actos determinados, mediante los cuales el hombre se conforma deliberadamente con la voluntad, la sabiduría y la ley de Dios. Por tanto, se afirma que la llamada opción fundamental, en la medida en que se diferencia de una intención genérica y, por ello, no determinada todavía en una forma vinculante de la libertad,se actúa siempre mediante elecciones conscientes y libres. Precisamente por esto, la opción fundamental es revocada cuando el hombre compromete su libertad en elecciones conscientes de sentido contrario, en materia moral grave.
Separar la opción fundamental de los comportamientos concretos significa contradecir la integridad sustancial o la unidad personal del agente moral en su cuerpo y en su alma. Una opción fundamental, entendida sin considerar explícitamente las potencialidades que pone en acto y las determinaciones que la expresan, no hace justicia a la finalidad racional inmanente al obrar del hombre y a cada una de sus elecciones deliberadas. En realidad, la moralidad de los actos humanos no se reivindica solamente por la intención, por la orientación u opción fundamental, interpretada en el sentido de una intención vacía de contenidos vinculantes bien precisos, o de una intención a la que no corresponde un esfuerzo real en las diversas obligaciones de la vida moral. La moralidad no puede ser juzgada si se prescinde de la conformidad u oposición de la elección deliberada de un comportamiento concreto respecto a la dignidad y a la vocación integral de la persona humana. Toda elección implica siempre una referencia de la voluntad deliberada a los bienes y a los males, indicados por la ley natural como bienes que hay que conseguir y males que hay que evitar. En el caso de los preceptos morales positivos, la prudencia ha de jugar siempre el papel de verificar su incumbencia en una determinada situación, por ejemplo, teniendo en cuenta otros deberes quizás más importantes o urgentes. Pero los preceptos morales negativos, es decir, los que prohíben algunos actos o comportamientos concretos como intrínsecamente malos, no admiten ninguna excepción legítima; no dejan ningún espacio moralmente aceptable para la creatividad de alguna determinación contraria. Una vez reconocida concretamente la especie moral de una acción prohibida por una norma universal, el acto moralmente bueno es sólo aquel que obedece a la ley moral y se abstiene de la acción que dicha ley prohíbe.
68. Con todo, es necesario añadir una importante consideración pastoral. En la lógica de las teorías mencionadas anteriormente, el hombre, en virtud de una opción fundamental, podría permanecer fiel a Dios independientemente de la mayor o menor conformidad de algunas de sus elecciones y de sus actos concretos con las normas o reglas morales específicas. En virtud de una opción primordial por la caridad, el hombre —según estas corrientes— podría mantenerse moralmente bueno, perseverar en la gracia de Dios, alcanzar la propia salvación, aunque algunos de sus comportamientos concretos sean contrarios deliberada y gravemente a los mandamientos de Dios.
En realidad, el hombre no va a la perdición solamente por la infidelidad a la opción fundamental, según la cual se ha entregado «entera y libremente a Dios» (113). Con cualquier pecado mortal cometido deliberadamente, el hombre ofende a Dios que ha dado la ley y, por tanto, se hace culpable frente a toda la ley (cf. St 2, 8-11); a pesar de conservar la fe, pierde la «gracia santificante», la «caridad» y la «bienaventuranza eterna» (114). «La gracia de la justificación que se ha recibido —enseña el concilio de Trento— no sólo se pierde por la infidelidad, por la cual se pierde incluso la fe, sino por cualquier otro pecado mortal» (115).
Pecado mortal y venial
69. Las consideraciones en torno a la opción fundamental, como hemos visto, han inducido a algunos teólogos a someter también a una profunda revisión la distinción tradicional entre los pecados mortales y los pecados veniales; subrayan que la oposición a la ley de Dios, que causa la pérdida de la gracia santificante —y, en el caso de muerte en tal estado de pecado, la condenación eterna—, solamente puede ser fruto de un acto que compromete a la persona en su totalidad, es decir, un acto de opción fundamental. Según estos teólogos, el pecado mortal, que separa al hombre de Dios, se verificaría solamente en el rechazo de Dios, que se realiza a un nivel de libertad no identificable con un acto de elección ni al que se puede llegar con un conocimiento sólo reflejo. En este sentido —añaden— es difícil, al menos psicológicamente, aceptar el hecho de que un cristiano, que quiere permanecer unido a Jesucristo y a su Iglesia, pueda cometer pecados mortales tan fácil y repetidamente, como parece indicar a veces la materia misma de sus actos. Igualmente, sería difícil aceptar que el hombre sea capaz, en un breve período de tiempo, de romper radicalmente el vínculo de comunión con Dios y de convertirse sucesivamente a él mediante una penitencia sincera. Por tanto, es necesario —se afirma— medir la gravedad del pecado según el grado de compromiso de libertad de la persona que realiza un acto, y no según la materia de dicho acto.
70. La exhortación apostólica post-sinodal Reconciliatio et paenitentia ha confirmado la importancia y la actualidad permanente de la distinción entre pecados mortales y veniales, según la tradición de la Iglesia. Y el Sínodo de los obispos de 1983, del cual ha emanado dicha exhortación, «no sólo ha vuelto a afirmar cuanto fue proclamado por el concilio de Trento sobre la existencia y la naturaleza de los pecados mortales y veniales, sino que ha querido recordar que es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento» (116).
La afirmación del concilio de Trento no considera solamente la materia grave del pecado mortal, sino que recuerda también, como una condición necesaria suya, el pleno conocimiento y consentimiento deliberado. Por lo demás, tanto en la teología moral como en la práctica pastoral, son bien conocidos los casos en los que un acto grave, por su materia, no constituye un pecado mortal por razón del conocimiento no pleno o del consentimiento no deliberado de quien lo comete. Por otra parte, «se deberá evitar reducir el pecado mortal a un acto de "opción fundamental" —como hoy se suele decir— contra Dios», concebido ya sea como explícito y formal desprecio de Dios y del prójimo, ya sea como implícito y no reflexivo rechazo del amor. «Se comete, en efecto, un pecado mortal también cuando el hombre, sabiéndolo y queriéndolo, elige, por el motivo que sea, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya incluido un desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y hacia toda la creación: el hombre se aleja de Dios y pierde la caridad. La orientación fundamental puede, pues, ser radicalmente modificada por actos particulares. Sin duda pueden darse situaciones muy complejas y oscuras bajo el aspecto psicológico, que influyen en la imputabilidad subjetiva del pecador. Pero de la consideración de la esfera psicológica no se puede pasar a la constitución de una categoría teológica, como es concretamente la "opción fundamental" entendida de tal modo que, en el plano objetivo, cambie o ponga en duda la concepción tradicional de pecado mortal» (117).
De este modo, la disociación entre opción fundamental y decisiones deliberadas de comportamientos determinados, desordenados en sí mismos o por las circunstancias, que podrían no cuestionarla, comporta el desconocimiento de la doctrina católica sobre el pecado mortal: «Siguiendo la tradición de la Iglesia, llamamos pecado mortal al acto, mediante el cual un hombre, con libertad y conocimiento, rechaza a Dios, su ley, la alianza de amor que Dios le propone, prefiriendo volverse a sí mismo, a alguna realidad creada y finita, a algo contrario a la voluntad divina («conversio ad creaturam»). Esto puede ocurrir de modo directo y formal, como en los pecados de idolatría, apostasía y ateísmo; o de modo equivalente, como en todos los actos de desobediencia a los mandamientos de Dios en materia grave» (118).
IV. El acto moral
Teleología y teleologismo
71. La relación entre la libertad del hombre y la ley de Dios, que encuentra su ámbito vital y profundo en la conciencia moral, se manifiesta y realiza en los actos humanos. Es precisamente mediante sus actos como el hombre se perfecciona en cuanto tal, como persona llamada a buscar espontáneamente a su Creador y a alcanzar libremente, mediante su adhesión a él, la perfección feliz y plena (119).
Los actos humanos son actos morales, porque expresan y deciden la bondad o malicia del hombre mismo que realiza esos actos (120). Éstos no producen sólo un cambio en el estado de cosas externas al hombre, sino que, en cuanto decisiones deliberadas, califican moralmente a la persona misma que los realiza y determinan su profunda fisonomía espiritual, como pone de relieve, de modo sugestivo, san Gregorio Niseno: «Todos los seres sujetos al devenir no permanecen idénticos a sí mismos, sino que pasan continuamente de un estado a otro mediante un cambio que se traduce siempre en bien o en mal... Así pues, ser sujeto sometido a cambio es nacer continuamente... Pero aquí el nacimiento no se produce por una intervención ajena, como es el caso de los seres corpóreos... sino que es el resultado de una decisión libre y, así, nosotros somos en cierto modo nuestros mismos progenitores, creándonos como queremos y, con nuestra elección, dándonos la forma que queremos» (121).
72. La moralidad de los actos está definida por la relación de la libertad del hombre con el bien auténtico. Dicho bien es establecido, como ley eterna, por la sabiduría de Dios que ordena todo ser a su fin. Esta ley eterna es conocida tanto por medio de la razón natural del hombre (y, de esta manera, es ley natural), cuanto —de modo integral y perfecto— por medio de la revelación sobrenatural de Dios (y por ello es llamada ley divina). El obrar es moralmente bueno cuando las elecciones de la libertad están conformes con el verdadero bien del hombre y expresan así la ordenación voluntaria de la persona hacia su fin último, es decir, Dios mismo: el bien supremo en el cual el hombre encuentra su plena y perfecta felicidad. La pregunta inicial del diálogo del joven con Jesús: «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?» (Mt 19, 16) evidencia inmediatamente el vínculo esencial entre el valor moral de un acto y el fin último del hombre. Jesús, en su respuesta, confirma la convicción de su interlocutor: el cumplimiento de actos buenos, mandados por el único que es «Bueno», constituye la condición indispensable y el camino para la felicidad eterna: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17). La respuesta de Jesús remitiendo a los mandamientos manifiesta también que el camino hacia el fin está marcado por el respeto de las leyes divinas que tutelan el bien humano. Sólo el acto conforme al bien puede ser camino que conduce a la vida.
La ordenación racional del acto humano hacia el bien en toda su verdad y la búsqueda voluntaria de este bien, conocido por la razón, constituyen la moralidad. Por tanto, el obrar humano no puede ser valorado moralmente bueno sólo porque sea funcional para alcanzar este o aquel fin que persigue, o simplemente porque la intención del sujeto sea buena (122). El obrar es moralmente bueno cuando testimonia y expresa la ordenación voluntaria de la persona al fin último y la conformidad de la acción concreta con el bien humano, tal y como es reconocido en su verdad por la razón. Si el objeto de la acción concreta no está en sintonía con el verdadero bien de la persona, la elección de tal acción hace moralmente mala a nuestra voluntad y a nosotros mismos y, por consiguiente, nos pone en contradicción con nuestro fin último, el bien supremo, es decir, Dios mismo.
73. El cristiano, gracias a la revelación de Dios y a la fe, conoce la novedad que marca la moralidad de sus actos; éstos están llamados a expresar la mayor o menor coherencia con la dignidad y vocación que le han sido dadas por la gracia: en Jesucristo y en su Espíritu, el cristiano es creatura nueva, hijo de Dios, y mediante sus actos manifiesta su conformidad o divergencia con la imagen del Hijo que es el primogénito entre muchos hermanos (cf. Rm 8, 29), vive su fidelidad o infidelidad al don del Espíritu y se abre o se cierra a la vida eterna, a la comunión de visión, de amor y beatitud con Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo (123). Cristo «nos forma según su imagen —dice san Cirilo de Alejandría—, de modo que los rasgos de su naturaleza divina resplandecen en nosotros a través de la santificación y la justicia y la vida buena y virtuosa... La belleza de esta imagen resplandece en nosotros que estamos en Cristo, cuando, por las obras, nos manifestamos como hombres buenos» (124).
En este sentido, la vida moral posee un carácter «teleológico» esencial, porque consiste en la ordenación deliberada de los actos humanos a Dios, sumo bien y fin (telos) último del hombre. Lo testimonia, una vez más, la pregunta del joven a Jesús: «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?». Pero esta ordenación al fin último no es una dimensión subjetivista que dependa sólo de la intención. Aquélla presupone que tales actos sean en sí mismos ordenables a este fin, en cuanto son conformes al auténtico bien moral del hombre, tutelado por los mandamientos. Esto es lo que Jesús mismo recuerda en la respuesta al joven: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17).
Evidentemente debe ser una ordenación racional y libre, consciente y deliberada, en virtud de la cual el hombre es responsable de sus actos y está sometido al juicio de Dios, juez justo y bueno que premia el bien y castiga el mal, como nos lo recuerda el apóstol Pablo: «Es necesario que todos nosotros seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal» (2 Co 5, 10).
74. Pero, ¿de qué depende la calificación moral del obrar libre del hombre? ¿Cómo se asegura esta ordenación de los actos humanos hacia Dios? ¿Solamente depende de la intención que sea conforme al fin último, al bien supremo, o de las circunstancias—y, en particular, de las consecuencias— que caracterizan el obrar del hombre, o no depende también —y sobre todo— del objeto mismo de los actos humanos?
Éste es el problema llamado tradicionalmente de las «fuentes de la moralidad». Precisamente con relación a este problema, en las últimas décadas se han manifestado nuevas —o renovadas— tendencias culturales y teológicas que exigen un cuidadoso discernimiento por parte del Magisterio de la Iglesia.
Algunas teorías éticas, denominadas «teleológicas», dedican especial atención a la conformidad de los actos humanos con los fines perseguidos por el agente y con los valores que él percibe. Los criterios para valorar la rectitud moral de una acción se toman de la ponderación de los bienes que hay que conseguir o de los valores que hay que respetar. Para algunos, el comportamiento concreto sería recto o equivocado según pueda o no producir un estado de cosas mejores para todas las personas interesadas: sería recto el comportamiento capaz de maximalizar los bienes y minimizar los males.
Muchos de los moralistas católicos que siguen esta orientación, buscan distanciarse del utilitarismo y del pragmatismo, para los cuales la moralidad de los actos humanos sería juzgada sin hacer referencia al verdadero fin último del hombre. Con razón, se dan cuenta de la necesidad de encontrar argumentos racionales, cada vez más consistentes, para justificar las exigencias y fundamentar las normas de la vida moral. Dicha búsqueda es legítima y necesaria por el hecho de que el orden moral, establecido por la ley natural, es, en línea de principio, accesible a la razón humana. Se trata, además, de una búsqueda que sintoniza con las exigencias del diálogo y la colaboración con los no-católicos y los no-creyentes, especialmente en las sociedades pluralistas.
75. Pero en el ámbito del esfuerzo por elaborar esa moral racional —a veces llamada por esto moral autónoma—, existen falsas soluciones, vinculadas particularmente a una comprensión inadecuada del objeto del obrar moral. Algunos no consideran suficientemente el hecho de que la voluntad está implicada en las elecciones concretas que realiza: esas son condiciones de su bondad moral y de su ordenación al fin último de la persona. Otros se inspiran además en una concepción de la libertad que prescinde de las condiciones efectivas de su ejercicio, de su referencia objetiva a la verdad sobre el bien, de su determinación mediante elecciones de comportamientos concretos. Y así, según estas teorías, la voluntad libre no estaría ni moralmente sometida a obligaciones determinadas, ni vinculada por sus elecciones, a pesar de no dejar de ser responsable de los propios actos y de sus consecuencias. Este «teleologismo», como método de reencuentro de la norma moral, puede, entonces, ser llamado —según terminologías y aproches tomados de diferentes corrientes de pensamiento— «consecuencialismo» o «proporcionalismo». El primero pretende obtener los criterios de la rectitud de un obrar determinado sólo del cálculo de las consecuencias que se prevé pueden derivarse de la ejecución de una decisión. El segundo, ponderando entre sí los valores y los bienes que persiguen, se centra más bien en la proporción reconocida entre los efectos buenos o malos, en vista del bien mayor o del mal menor, que sean efectivamente posibles en una situación determinada.
Las teorías éticas teleológicas (proporcionalismo, consecuencialismo), aun reconociendo que los valores morales son señalados por la razón y la revelación, no admiten que se pueda formular una prohibición absoluta de comportamientos determinados que, en cualquier circunstancia y cultura, contrasten con aquellos valores. El sujeto que obra sería responsable de la consecución de los valores que se persiguen, pero según un doble aspecto: en efecto, los valores o bienes implicados en un acto humano, sería, desde un punto de vista, de orden moral (con relación a valores propiamente morales, como el amor de Dios, la benevolencia hacia el prójimo, la justicia, etc) y, desde otro, de orden pre-moral, llamado también no-moral, físico u óntico (con relación a las ventajas e inconvenientes originados sea a aquel que actúa, sea a toda persona implicada antes o después, como por ejemplo la salud o su lesión, la integridad física, la vida, la muerte, la pérdida de bienes materiales, etc).
En un mundo en el que el bien estaría siempre mezclado con el mal y cualquier efecto bueno estaría vinculado con otros efectos malos, la moralidad del acto se juzgaría de modo diferenciado: su bondad moral, sobre la base de la intención del sujeto, referida a los bienes morales; y su rectitud, sobre la base de la consideración de los efectos o consecuencias previsibles y de su proporción. Por consiguiente, los comportamientos concretos serían calificados como rectos o equivocados, sin que por esto sea posible valorar la voluntad de la persona que los elige como moralmente buena o mala. De este modo, un acto que, oponiéndose a normas universales negativas viola directamente bienes considerados como pre-morales, podría ser calificado como moralmente admisible si la intención del sujeto se concentra, según una responsable ponderación de los bienes implicados en la acción concreta, sobre el valor moral considerado decisivo en la circunstancia. La valoración de las consecuencias de la acción, en virtud de la proporción del acto con sus efectos y de los efectos entre sí, sólo afectaría al orden pre-moral. Sobre la especificidad moral de los actos, esto es, sobre su bondad o maldad, decidiría exclusivamente la fidelidad de la persona a los valores más altos de la caridad y de la prudencia, sin que esta fidelidad sea incompatible necesariamente con decisiones contrarias a ciertos preceptos morales particulares. Incluso en materia grave, estos últimos deberán ser considerados como normas operativas siempre relativas y susceptibles de excepciones. En esta perspectiva, el consentimiento otorgado a ciertos comportamientos declarados ilícitos por la moral tradicional no implicaría una malicia moral objetiva.
El objeto del acto deliberado
76. Estas teorías pueden adquirir una cierta fuerza persuasiva por su afinidad con la mentalidad científica, preocupada, con razón, de ordenar las actividades técnicas y económicas según el cálculo de los recursos y los beneficios, de los procedimientos y los efectos. Pretenden liberar de las imposiciones de una moral de la obligación, voluntarista y arbitraria, que resultaría inhumana.
Sin embargo, semejantes teorías no son fieles a la doctrina de la Iglesia, en cuanto creen poder justificar, como moralmente buenas, elecciones deliberadas de comportamientos contrarios a los mandamientos de la ley divina y natural. Estas teorías no pueden apelar a la tradición moral católica, pues, si bien es verdad que en esta última se ha desarrollado una casuística atenta a ponderar en algunas situaciones concretas las posibilidades mayores de bien, es igualmente verdad que esto se refería solamente a los casos en los que la ley era incierta y, por consiguiente, no ponía en discusión la validez absoluta de los preceptos morales negativos, que obligan sin excepción. Los fieles están obligados a reconocer y respetar los preceptos morales específicos, declarados y enseñados por la Iglesia en el nombre de Dios, Creador y Señor (125). Cuando el apóstol Pablo recapitula el cumplimiento de la Ley en el precepto de amar al prójimo como a sí mismo (cf. Rm 13, 8-10), no atenúa los mandamientos, sino que, sobre todo, los confirma, desde el momento en que revela sus exigencias y gravedad. El amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables de la observancia de los mandamientos de la Alianza, renovada en la sangre de Jesucristo y en el don del Espíritu Santo. Es un honor para los cristianos obedecer a Dios antes que a los hombres (cf. Hch 4, 19; 5, 29) e incluso aceptar el martirio a causa de ello, como han hecho los santos y las santas del Antiguo y del Nuevo Testamento, reconocidos como tales por haber dado su vida antes que realizar este o aquel gesto particular contrario a la fe o la virtud.
77. Para ofrecer los criterios racionales de una justa decisión moral, las mencionadas teorías tienen en cuenta la intención y las consecuencias de la acción humana. Ciertamente hay que dar gran importancia ya sea a la intención —como Jesús insiste con particular fuerza en abierta contraposición con los escribas y fariseos, que prescribían minuciosamente ciertas obras externas sin atender al corazón (cf. Mc 7, 20-21; Mt 15, 19)—, ya sea a los bienes obtenidos y los males evitados como consecuencia de un acto particular. Se trata de una exigencia de responsabilidad. Pero la consideración de estas consecuencias —así como de las intenciones— no es suficiente para valorar la calidad moral de una elección concreta. La ponderación de los bienes y los males, previsibles como consecuencia de una acción, no es un método adecuado para determinar si la elección de aquel comportamiento concreto es, según su especie o en sí misma, moralmente buena o mala, lícita o ilícita. Las consecuencias previsibles pertenecen a aquellas circunstancias del acto que, aunque puedan modificar la gravedad de una acción mala, no pueden cambiar, sin embargo, la especie moral.
Por otra parte, cada uno conoce las dificultades o, mejor dicho, la imposibilidad, de valorar todas las consecuencias y todos los efectos buenos o malos —denominados pre-morales— de los propios actos: un cálculo racional exhaustivo no es posible. Entonces, ¿qué hay que hacer para establecer unas proporciones que dependen de una valoración, cuyos criterios permanecen oscuros? ¿Cómo podría justificarse una obligación absoluta sobre cálculos tan discutibles?
78. La moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada, como lo prueba también el penetrante análisis, aún válido, de santo Tomás (126). Así pues, para poder aprehender el objeto de un acto, que lo especifica moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa. En efecto, el objeto del acto del querer es un comportamiento elegido libremente. Y en cuanto es conforme con el orden de la razón, es causa de la bondad de la voluntad, nos perfecciona moralmente y nos dispone a reconocer nuestro fin último en el bien perfecto, el amor originario. Por tanto, no se puede tomar como objeto de un determinado acto moral, un proceso o un evento de orden físico solamente, que se valora en cuanto origina un determinado estado de cosas en el mundo externo.
El objeto es el fin próximo de una elección deliberada que determina el acto del querer de la persona que actúa. En este sentido, como enseña el Catecismo de la Iglesia católica, «hay comportamientos concretos cuya elección es siempre errada porque ésta comporta un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral» (127). «Sucede frecuentemente —afirma el Aquinate— que el hombre actúe con buena intención, pero sin provecho espiritual porque le falta la buena voluntad. Por ejemplo, uno roba para ayudar a los pobres: en este caso, si bien la intención es buena, falta la rectitud de la voluntad porque las obras son malas. En conclusión, la buena intención no autoriza a hacer ninguna obra mala. "Algunos dicen: hagamos el mal para que venga el bien. Estos bien merecen la propia condena" (Rm 3, 8)» (128).
La razón por la que no basta la buena intención, sino que es necesaria también la recta elección de las obras, reside en el hecho de que el acto humano depende de su objeto, o sea si éste es o no es «ordenable» a Dios, al único que es «Bueno», y así realiza la perfección de la persona. Por tanto, el acto es bueno si su objeto es conforme con el bien de la persona en el respeto de los bienes moralmente relevantes para ella. La ética cristiana, que privilegia la atención al objeto moral, no rechaza considerar la teleología interior del obrar, en cuanto orientado a promover el verdadero bien de la persona, sino que reconoce que éste sólo se pretende realmente cuando se respetan los elementos esenciales de la naturaleza humana. El acto humano, bueno según su objeto, es «ordenable» también al fin último. El mismo acto alcanza después su perfección última y decisiva cuando la voluntad lo ordena efectivamente a Dios mediante la caridad. A este respecto, el patrono de los moralistas y confesores enseña: «No basta realizar obras buenas, sino que es preciso hacerlas bien. Para que nuestras obras sean buenas y perfectas, es necesario hacerlas con el fin puro de agradar a Dios» (129).
El «mal intrínseco»: no es lícito hacer el mal para lograr el bien (cf. Rm 3, 8)
79. Así pues, hay que rechazar la tesis, característica de las teorías teleológicas y proporcionalistas, según la cual sería imposible calificar como moralmente mala según su especie —su «objeto»— la elección deliberada de algunos comportamientos o actos determinados prescindiendo de la intención por la que la elección es hecha o de la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas.
El elemento primario y decisivo para el juicio moral es el objeto del acto humano, el cual decide sobre su «ordenabilidad» al bien y al fin último que es Dios. Tal «ordenabilidad» es aprehendida por la razón en el mismo ser del hombre, considerado en su verdad integral, y, por tanto, en sus inclinaciones naturales, en sus dinamismos y sus finalidades, que también tienen siempre una dimensión espiritual: éstos son exactamente los contenidos de la ley natural y, por consiguiente, el conjunto ordenado de losbienes para la persona que se ponen al servicio del bien de la persona , del bien que es ella misma y su perfección. Estos son los bienes tutelados por los mandamientos, los cuales, según Santo Tomás, contienen toda la ley natural (130).
80. Ahora bien, la razón testimonia que existen objetos del acto humano que se configuran como no-ordenables a Dios, porque contradicen radicalmente el bien de la persona, creada a su imagen. Son los actos que, en la tradición moral de la Iglesia, han sido denominados intrínsecamente malos («intrinsece malum»): lo son siempre y por sí mismos, es decir, por su objeto, independientemente de las ulteriores intenciones de quien actúa, y de las circunstancias. Por esto, sin negar en absoluto el influjo que sobre la moralidad tienen las circunstancias y, sobre todo, las intenciones, la Iglesia enseña que «existen actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto» (131). El mismo concilio Vaticano II, en el marco del respeto debido a la persona humana, ofrece una amplia ejemplificación de tales actos: «Todo lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género, los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana, como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso los intentos de coacción psicológica; todo lo que ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; también las condiciones ignominiosas de trabajo en las que los obreros son tratados como meros instrumentos de lucro, no como personas libres y responsables; todas estas cosas y otras semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a quienes padecen la injusticia y son totalmente contrarios al honor debido al Creador» (132).
Sobre los actos intrínsecamente malos y refiriéndose a las prácticas contraceptivas mediante las cuales el acto conyugal es realizado intencionalmente infecundo, Pablo VI enseña: «En verdad, si es lícito alguna vez tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien más grande, no es lícito, ni aun por razones gravísimas, hacer el mal para conseguir el bien (cf.Rm 3, 8), es decir, hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intrínsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social» (133).
81. La Iglesia, al enseñar la existencia de actos intrínsecamente malos, acoge la doctrina de la sagrada Escritura. El apóstol Pablo afirma de modo categórico: «¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los ultrajadores, ni los rapaces heredarán el reino de Dios» (1 Co6, 9-10).
Si los actos son intrínsecamente malos, una intención buena o determinadas circunstancias particulares pueden atenuar su malicia, pero no pueden suprimirla: son actos irremediablemente malos, por sí y en sí mismos no son ordenables a Dios y al bien de la persona: «En cuanto a los actos que son por sí mismos pecados (cum iam opera ipsa peccata sunt) —dice san Agustín—, como el robo, la fornicación, la blasfemia u otros actos semejantes, ¿quién osará afirmar que cumpliéndolos por motivos buenos (bonis causis), ya no serían pecados o —conclusión más absurda aún— que serían pecados justificados?» (134).
Por esto, las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto subjetivamente honesto o justificable como elección.
82. Por otra parte, la intención es buena cuando apunta al verdadero bien de la persona con relación a su fin último. Pero los actos, cuyo objeto es no-ordenable a Dios e indigno de la persona humana, se oponen siempre y en todos los casos a este bien. En este sentido, el respeto a las normas que prohíben tales actos y que obligan «semper et pro semper», o sea sin excepción alguna, no sólo no limita la buena intención, sino que hasta constituye su expresión fundamental.
La doctrina del objeto, como fuente de la moralidad, representa una explicitación auténtica de la moral bíblica de la Alianza y de los mandamientos, de la caridad y de las virtudes. La calidad moral del obrar humano depende de esta fidelidad a los mandamientos, expresión de obediencia y de amor. Por esto, —volvemos a decirlo—, hay que rechazar como errónea la opinión que considera imposible calificar moralmente como mala según su especie la elección deliberada de algunos comportamientos o actos determinados, prescindiendo de la intención por la cual se hace la elección o por la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto para todas las personas interesadas. Sin esta determinación racional de la moralidad del obrar humano, sería imposible afirmar un orden moral objetivo (135) y establecer cualquier norma determinada, desde el punto de vista del contenido, que obligue sin excepciones; y esto sería a costa de la fraternidad humana y de la verdad sobre el bien, así como en detrimento de la comunión eclesial.
83. Como se ve, en la cuestión de la moralidad de los actos humanos y particularmente en la de la existencia de los actos intrínsecamente malos, se concentra en cierto sentido la cuestión misma del hombre, de su verdad y de las consecuencias morales que se derivan de ello. Reconociendo y enseñando la existencia del mal intrínseco en determinados actos humanos, la Iglesia permanece fiel a la verdad integral sobre el hombre y, por ello, lo respeta y promueve en su dignidad y vocación. En consecuencia, debe rechazar las teorías expuestas más arriba, que contrastan con esta verdad.
Sin embargo, es necesario que nosotros, hermanos en el episcopado, no nos limitemos sólo a exhortar a los fieles sobre los errores y peligros de algunas teorías éticas. Ante todo, debemos mostrar el fascinante esplendor de aquella verdad que es Jesucristo mismo. En él, que es la Verdad (cf. Jn 14, 6), el hombre puede, mediante los actos buenos, comprender plenamente y vivir perfectamente su vocación a la libertad en la obediencia a la ley divina, que se compendia en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Es cuanto acontece con el don del Espíritu Santo, Espíritu de verdad, de libertad y amor: en él nos es dado interiorizar la ley y percibirla y vivirla como el dinamismo de la verdadera libertad personal: «la ley perfecta de la libertad» (St 1, 25).
CAPITULO III
"PARA NO DESVIRTUAR LA CRUZ DE CRISTO" (1 Cor 1,17)
El bien moral para la vida de la Iglesia y del mundo
«Para ser libres nos libertó Cristo» (Ga 5, 1)
84. La cuestión fundamental que las teorías morales recordadas antes plantean con particular intensidad es la relación entre la libertad del hombre y la ley de Dios, es decir, la cuestión de la relación entre libertad y verdad.
Según la fe cristiana y la doctrina de la Iglesia «solamente la libertad que se somete a la Verdad conduce a la persona humana a su verdadero bien. El bien de la persona consiste en estar en la verdad y en realizar la verdad» (136).
La confrontación entre la posición de la Iglesia y la situación social y cultural actual muestra inmediatamente la urgencia de que precisamente sobre tal cuestión fundamental se desarrolle una intensa acción pastoral por parte de la Iglesia misma: «La cultura contemporánea ha perdido en gran parte este vínculo esencial entre Verdad-Bien-Libertad y, por tanto, volver a conducir al hombre a redescubrirlo es hoy una de las exigencias propias de la misión de la Iglesia, por la salvación del mundo. La pregunta de Pilato: "¿Qué es la verdad?", emerge también hoy desde la triste perplejidad de un hombre que a menudo ya no sabe quién es, de dónde viene ni adónde va. Y así asistimos no pocas veces al pavoroso precipitarse de la persona humana en situaciones de autodestrucción progresiva. De prestar oído a ciertas voces, parece que no se debiera ya reconocer el carácter absoluto indestructible de ningún valor moral. Está ante los ojos de todos el desprecio de la vida humana ya concebida y aún no nacida; la violación permanente de derechos fundamentales de la persona; la inicua destrucción de bienes necesarios para una vida meramente humana. Y lo que es aún más grave: el hombre ya no está convencido de que sólo en la verdad puede encontrar la salvación. La fuerza salvífica de la verdad es contestada y se confía sólo a la libertad, desarraigada de toda objetividad, la tarea de decidir autónomamente lo que es bueno y lo que es malo. Este relativismo se traduce, en el campo teológico, en desconfianza en la sabiduría de Dios, que guía al hombre con la ley moral. A lo que la ley moral prescribe se contraponen las llamadas situaciones concretas, no considerando ya, en definitiva, que la ley de Dios es siempre el único verdadero bien del hombre» (137).
85. La obra de discernimiento de estas teorías éticas por parte de la Iglesia no se reduce a su denuncia o a su rechazo, sino que trata de guiar con gran amor a todos los fieles en la formación de una conciencia moral que juzgue y lleve a decisiones según verdad, como exhorta el apóstol Pablo: «No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2). Esta obra de la Iglesia encuentra su punto de apoyo —su secreto formativo— no tanto en los enunciados doctrinales y en las exhortaciones pastorales a la vigilancia, cuanto en tener la «mirada» fija en el Señor Jesús. La Iglesia cada día mira con incansable amor a Cristo, plenamente consciente de que sólo en él está la respuesta verdadera y definitiva al problema moral.
Concretamente, en Jesús crucificado la Iglesia encuentra la respuesta al interrogante que atormenta hoy a tantos hombres: cómo puede la obediencia a las normas morales universales e inmutables respetar la unicidad e irrepetibilidad de la persona y no atentar a su libertad y dignidad. La Iglesia hace suya la conciencia que el apóstol Pablo tenía de la misión recibida: «Me envió Cristo... a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo...; nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1, 17. 23-24). Cristo crucificado revela el significado auténtico de la libertad, lo vive plenamente en el don total de sí y llama a los discípulos a tomar parte en su misma libertad.
86. La reflexión racional y la experiencia cotidiana demuestran la debilidad que marca la libertad del hombre. Es libertad real, pero contingente. No tiene su origen absoluto e incondicionado en sí misma, sino en la existencia en la que se encuentra y para la cual representa, al mismo tiempo, un límite y una posibilidad. Es la libertad de una criatura, o sea, una libertad donada, que se ha de acoger como un germen y hacer madurar con responsabilidad. Es parte constitutiva de la imagen creatural, que fundamenta la dignidad de la persona, en la cual aparece la vocación originaria con la que el Creador llama al hombre al verdadero Bien, y más aún, por la revelación de Cristo, a entrar en amistad con él, participando de su misma vida divina. Es, a la vez, inalienable autoposesión y apertura universal a cada ser existente, cuando sale de sí mismo hacia el conocimiento y el amor a los demás (138). La libertad se fundamenta, pues, en la verdad del hombre y tiende a la comunión.
La razón y la experiencia muestran no sólo la debilidad de la libertad humana, sino también su drama. El hombre descubre que su libertad está inclinada misteriosamente a traicionar esta apertura a la Verdad y al Bien, y que demasiado frecuentemente, prefiere, de hecho, escoger bienes contingentes, limitados y efímeros. Más aún, dentro de los errores y opciones negativas, el hombre descubre el origen de una rebelión radical que lo lleva a rechazar la Verdad y el Bien para erigirse en principio absoluto de sí mismo: «Seréis como dioses» (Gn 3, 5). La libertad, pues, necesita ser liberada. Cristo es su libertador: «para ser libres nos libertó» él (Ga 5, 1).
87. Cristo manifiesta, ante todo, que el reconocimiento honesto y abierto de la verdad es condición para la auténtica libertad: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn 8, 32) (139). Es la verdad la que hace libres ante el poder y da la fuerza del martirio. Al respecto dice Jesús ante Pilato: «Para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad» (Jn 18, 37). Así los verdaderos adoradores de Dios deben adorarlo «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23). En virtud de esta adoración llegan a ser libres.Su relación con la verdad y la adoración de Dios se manifiesta en Jesucristo como la raíz más profunda de la libertad.
Jesús manifiesta, además, con su misma vida y no sólo con palabras, que la libertad se realiza en el amor, es decir, en el don de uno mismo. El que dice: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13), va libremente al encuentro de la Pasión (cf. Mt 26, 46), y en su obediencia al Padre en la cruz da la vida por todos los hombres (cf. Flp 2, 6-11). De este modo, la contemplación de Jesús crucificado es la vía maestra por la que la Iglesia debe caminar cada día si quiere comprender el pleno significado de la libertad: el don de uno mismo en el servicio a Dios y a los hermanos. La comunión con el Señor resucitado es la fuente inagotable de la que la Iglesia se alimenta incesantemente para vivir en la libertad, darse y servir. San Agustín, al comentar el versículo 2 del salmo 100, «servid al Señor con alegría», dice: «En la casa del Señor libre es la esclavitud. Libre, ya que el servicio no le impone la necesidad, sino la caridad... La caridad te convierta en esclavo, así como la verdad te ha hecho libre... Al mismo tiempo tú eres esclavo y libre: esclavo, porque llegaste a serlo; libre, porque eres amado por Dios, tu creador... Eres esclavo del Señor y eres libre del Señor. ¡No busques una liberación que te lleve lejos de la casa de tu libertador!» (140).
De este modo, la Iglesia, y cada cristiano en ella, está llamado a participar de la función real de Cristo en la cruz (cf. Jn 12, 32), de la gracia y de la responsabilidad del Hijo del hombre, que «no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20, 28) (141).
Por lo tanto, Jesús es la síntesis viviente y personal de la perfecta libertad en la obediencia total a la voluntad de Dios. Su carne crucificada es la plena revelación del vínculo indisoluble entre libertad y verdad, así como su resurrección de la muerte es la exaltación suprema de la fecundidad y de la fuerza salvífica de una libertad vivida en la verdad.
Caminar en la luz (cf. 1 Jn 1, 7)
88. La contraposición, más aún, la radical separación entre libertad y verdad es consecuencia, manifestación y realización de otra dicotomía más grave y nociva: la que se produce entre fe y moral.
Esta separación constituye una de las preocupaciones pastorales más agudas de la Iglesia en el presente proceso de secularismo, en el cual muchos hombres piensan y viven como si Dios no existiera. Nos encontramos ante una mentalidad que abarca —a menudo de manera profunda, vasta y capilar— las actitudes y los comportamientos de los mismos cristianos, cuya fe se debilita y pierde la propia originalidad de nuevo criterio de interpretación y actuación para la existencia personal, familiar y social. En realidad, los criterios de juicio y de elección seguidos por los mismos creyentes se presentan frecuentemente —en el contexto de una cultura ampliamente descristianizada— como extraños e incluso contrapuestos a los del Evangelio.
Es, pues, urgente que los cristianos descubran la novedad de su fe y su fuerza de juicio ante la cultura dominante e invadiente: «En otro tiempo fuisteis tinieblas —nos recuerda el apóstol Pablo—; mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la luz; pues el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad. Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, antes bien, denunciadlas... Mirad atentamente cómo vivís; que no sea como imprudentes, sino como prudentes; aprovechando bien el tiempo presente, porque los días son malos» (Ef 5, 8-11. 15-16; cf. 1 Ts 5, 4-8).
Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida. Pero, una palabra no es acogida auténticamente si no se traduce en hechos, si no es puesta en práctica. La fe es una decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, camino, verdad y vida (cf. Jn 14, 6). Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (cf. Ga 2, 20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos.
89. La fe tiene también un contenido moral: suscita y exige un compromiso coherente de vida; comporta y perfecciona la acogida y la observancia de los mandamientos divinos. Como dice el evangelista Juan, «Dios es Luz, en él no hay tinieblas alguna. Si decimos que estamos en comunión con él y caminamos en tinieblas, mentimos y no obramos la verdad... En esto sabemos que le conocemos: en que guardamos sus mandamientos. Quien dice: "Yo le conozco" y no guarda sus mandamientos es un mentiroso y la verdad no está en él. Pero quien guarda su palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud. En esto conocemos que estamos en él. Quien dice que permanece en él, debe vivir como vivió él» (1 Jn 1, 5-6; 2, 3-6).
A través de la vida moral la fe llega a ser confesión, no sólo ante Dios, sino también ante los hombres: se convierte en testimonio.«Vosotros sois la luz del mundo —dice Jesús—. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestra buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos» (Mt 5, 14-16). Estas obras son sobre todo las de la caridad (cf. Mt 25, 31-46) y de la auténtica libertad, que se manifiesta y vive en el don de uno mismo. Hasta el don total de uno mismo, como hizo Cristo, que en la cruz «amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella» (Ef 5, 25). El testimonio de Cristo es fuente, paradigma y auxilio para el testimonio del discípulo, llamado a seguir el mismo camino: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc 9, 23). La caridad, según las exigencias del radicalismo evangélico, puede llevar al creyente al testimonio supremo del martirio. Siguiendo el ejemplo de Jesús que muere en cruz, escribe Pablo a los cristianos de Efeso: «Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos y vivid en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5, 1-2).
El martirio, exaltación de la santidad inviolable de la ley de Dios
90. La relación entre fe y moral resplandece con toda su intensidad en el respeto incondicionado que se debe a las exigencias ineludibles de la dignidad personal de cada hombre, exigencias tuteladas por las normas morales que prohíben sin excepción los actos intrínsecamente malos. La universalidad y la inmutabilidad de la norma moral manifiestan y, al mismo tiempo, se ponen al servicio de la absoluta dignidad personal, o sea, de la inviolabilidad del hombre, en cuyo rostro brilla el esplendor de Dios (cf. Gn 9, 5-6).
El no poder aceptar las teorías éticas «teleológicas», «consecuencialistas» y «proporcionalistas» que niegan la existencia de normas morales negativas relativas a comportamientos determinados y que son válidas sin excepción, halla una confirmación particularmente elocuente en el hecho del martirio cristiano, que siempre ha acompañado y acompaña la vida de la Iglesia.
91. Ya en la antigua alianza encontramos admirables testimonios de fidelidad a la ley santa de Dios llevada hasta la aceptación voluntaria de la muerte. Ejemplar es la historia de Susana: a los dos jueces injustos, que la amenazaban con hacerla matar si se negaba a ceder a su pasión impura, responde así: «¡Qué aprieto me estrecha por todas partes! Si hago esto, es la muerte para mí; si no lo hago, no escaparé de vosotros. Pero es mejor para mí caer en vuestras manos sin haberlo hecho que pecar delante del Señor» (Dn 13, 22-23). Susana, prefiriendo morir inocente en manos de los jueces, atestigua no sólo su fe y confianza en Dios sino también su obediencia a la verdad y al orden moral absoluto: con su disponibilidad al martirio, proclama que no es justo hacer lo que la ley de Dios califica como mal para sacar de ello algún bien. Susana elige para sí la mejor parte: un testimonio limpidísimo, sin ningún compromiso, de la verdad y del Dios de Israel, sobre el bien; de este modo, manifiesta en sus actos la santidad de Dios.
En los umbrales del Nuevo Testamento, Juan el Bautista, rehusando callar la ley del Señor y aliarse con el mal, murió mártir de la verdad y la justicia (142) y así fue precursor del Mesías incluso en el martirio (cf. Mc 6, 17-29). Por esto, «fue encerrado en la oscuridad de la cárcel aquel que vino a testimoniar la luz y que de la misma luz, que es Cristo, mereció ser llamado lámpara que arde e ilumina... Y fue bautizado en la propia sangre aquel a quien se le había concedido bautizar al Redentor del mundo» (143).
En la nueva alianza se encuentran numerosos testimonios de seguidores de Cristo —comenzando por el diácono Esteban (cf. Hch6, 8 - 7, 60) y el apóstol Santiago (cf. Hch 12, 1-2)— que murieron mártires por confesar su fe y su amor al Maestro y por no renegar de él. En esto han seguido al Señor Jesús, que ante Caifás y Pilato, «rindió tan solemne testimonio» (1 Tm 6, 13), confirmando la verdad de su mensaje con el don de la vida. Otros innumerables mártires aceptaron las persecuciones y la muerte antes que hacer el gesto idolátrico de quemar incienso ante la estatua del emperador (cf. Ap 13, 7-10). Incluso rechazaron el simular semejante culto, dando así ejemplo del rechazo también de un comportamiento concreto contrario al amor de Dios y al testimonio de la fe. Con la obediencia, ellos confían y entregan, igual que Cristo, su vida al Padre, que podía liberarlos de la muerte (cf. Hb 5, 7).
La Iglesia propone el ejemplo de numerosos santos y santas, que han testimoniado y defendido la verdad moral hasta el martirio o han preferido la muerte antes que cometer un solo pecado mortal. Elevándolos al honor de los altares, la Iglesia ha canonizado su testimonio y ha declarado verdadero su juicio, según el cual el amor implica obligatoriamente el respeto de sus mandamientos, incluso en las circunstancias más graves, y el rechazo de traicionarlos, aunque fuera con la intención de salvar la propia vida.
92. En el martirio, como confirmación de la inviolabilidad del orden moral, resplandecen la santidad de la ley de Dios y a la vez la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Es una dignidad que nunca se puede envilecer o contrastar, aunque sea con buenas intenciones, cualesquiera que sean las dificultades. Jesús nos exhorta con la máxima severidad: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?» (Mc 8, 36).
El martirio demuestra como ilusorio y falso todo significado humano que se pretendiese atribuir, aunque fuera en condiciones excepcionales, a un acto en sí mismo moralmente malo; más aún, manifiesta abiertamente su verdadero rostro: el de una violación de la «humanidad» del hombre, antes aún en quien lo realiza que no en quien lo padece (144). El martirio es, pues, también exaltación de la perfecta humanidad y de la verdadera vida de la persona, como atestigua san Ignacio de Antioquía dirigiéndose a los cristianos de Roma, lugar de su martirio: «Por favor, hermanos, no me privéis de esta vida, no queráis que muera... dejad que pueda contemplar la luz; entonces seré hombre en pleno sentido. Permitid que imite la pasión de mi Dios» (145).
93. Finalmente, el martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia: la fidelidad a la ley santa de Dios, atestiguada con la muerte es anuncio solemne y compromiso misionero «usque ad sanguinem» para que el esplendor de la verdad moral no sea ofuscado en las costumbres y en la mentalidad de las personas y de la sociedad. Semejante testimonio tiene un valor extraordinario a fin de que no sólo en la sociedad civil sino incluso dentro de las mismas comunidades eclesiales no se caiga en la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: la confusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades. Los mártires, y de manera más amplia todos los santos en la Iglesia, con el ejemplo elocuente y fascinador de una vida transfigurada totalmente por el esplendor de la verdad moral, iluminan cada época de la historia despertando el sentido moral. Dando testimonio del bien, ellos representan un reproche viviente para cuantos transgreden la ley (cf. Sb 2, 2) y hacen resonar con permanente actualidad las palabras del profeta: «¡Ay, los que llaman al mal bien, y al bien mal; que dan oscuridad por luz, y luz por oscuridad; que dan amargo por dulce, y dulce por amargo!» (Is 5, 20).
Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que —como enseña san Gregorio Magno— le capacita a «amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno» (146).
94. En el dar testimonio del bien moral absoluto los cristianos no están solos. Encuentran una confirmación en el sentido moral de los pueblos y en las grandes tradiciones religiosas y sapienciales del Occidente y del Oriente, que ponen de relieve la acción interior y misteriosa del Espíritu de Dios. Para todos vale la expresión del poeta latino Juvenal: «Considera el mayor crimen preferir la supervivencia al pudor y, por amor de la vida, perder el sentido del vivir» (147). La voz de la conciencia ha recordado siempre sin ambigüedad que hay verdades y valores morales por los cuales se debe estar dispuestos a dar incluso la vida. En la palabra y sobre todo en el sacrificio de la vida por el valor moral, la Iglesia da el mismo testimonio de aquella verdad que, presente ya en la creación, resplandece plenamente en el rostro de Cristo: «Sabemos —dice san Justino— que también han sido odiados y matados aquellos que han seguido las doctrinas de los estoicos, por el hecho de que han demostrado sabiduría al menos en la formulación de la doctrina moral, gracias a la semilla del Verbo que está en toda raza humana» (148).
Las normas morales universales e inmutables al servicio de la persona y de la sociedad
95. La doctrina de la Iglesia, y en particular su firmeza en defender la validez universal y permanente de los preceptos que prohíben los actos intrínsecamente malos, es juzgada no pocas veces como signo de una intransigencia intolerable, sobre todo en las situaciones enormemente complejas y conflictivas de la vida moral del hombre y de la sociedad actual. Dicha intransigencia estaría en contraste con la condición maternal de la Iglesia. Ésta —se dice— no muestra comprensión y compasión. Pero, en realidad, la maternidad de la Iglesia no puede separarse jamás de su misión docente, que ella debe realizar siempre como esposa fiel de Cristo, que es la verdad en persona: «Como Maestra, no se cansa de proclamar la norma moral... De tal norma la Iglesia no es ciertamente ni la autora ni el árbitro. En obediencia a la verdad que es Cristo, cuya imagen se refleja en la naturaleza y en la dignidad de la persona humana, la Iglesia interpreta la norma moral y la propone a todos los hombres de buena voluntad, sin esconder las exigencias de radicalidad y de perfección» (149).
En realidad, la verdadera comprensión y la genuina compasión deben significar amor a la persona, a su verdadero bien, a su libertad auténtica. Y esto no se da, ciertamente, escondiendo o debilitando la verdad moral, sino proponiéndola con su profundo significado de irradiación de la sabiduría eterna de Dios, recibida por medio de Cristo, y de servicio al hombre, al crecimiento de su libertad y a la búsqueda de su felicidad (150).
Al mismo tiempo, la presentación límpida y vigorosa de la verdad moral no puede prescindir nunca de un respeto profundo y sincero —animado por el amor paciente y confiado—, del que el hombre necesita siempre en su camino moral, frecuentemente trabajoso debido a dificultades, debilidades y situaciones dolorosas. La Iglesia, que jamás podrá renunciar al «principio de la verdad y de la coherencia, según el cual no acepta llamar bien al mal y mal al bien» (151), ha de estar siempre atenta a no quebrar la caña cascada ni apagar el pabilo vacilante (cf. Is 42, 3). El Papa Pablo VI ha escrito: «No disminuir en nada la doctrina salvadora de Cristo es una forma eminente de caridad hacia las almas. Pero ello ha de ir acompañado siempre con la paciencia y la bondad de la que el Señor mismo ha dado ejemplo en su trato con los hombres. Al venir no para juzgar sino para salvar (cf. Jn 3, 17), Él fue ciertamente intransigente con el mal, pero misericordioso hacia las personas» (152).
96. La firmeza de la Iglesia en defender las normas morales universales e inmutables no tiene nada de humillante. Está sólo al servicio de la verdadera libertad del hombre. Dado que no hay libertad fuera o contra la verdad, la defensa categórica —esto es, sin concesiones o compromisos—, de las exigencias absolutamente irrenunciables de la dignidad personal del hombre, debe considerarse camino y condición para la existencia misma de la libertad.
Este servicio está dirigido a cada hombre, considerado en la unicidad e irrepetibilidad de su ser y de su existir. Sólo en la obediencia a las normas morales universales el hombre halla plena confirmación de su unicidad como persona y la posibilidad de un verdadero crecimiento moral.
Precisamente por esto, dicho servicio está dirigido a todos los hombres; no sólo a los individuos, sino también a la comunidad, a la sociedad como tal. En efecto, estas normas constituyen el fundamento inquebrantable y la sólida garantía de una justa y pacífica convivencia humana, y por tanto de una verdadera democracia, que puede nacer y crecer solamente si se basa en la igualdad de todos sus miembros, unidos en sus derechos y deberes. Ante las normas morales que prohíben el mal intrínseco no hay privilegios ni excepciones para nadie. No hay ninguna diferencia entre ser el dueño del mundo o el último de los miserables de la tierra: ante las exigencias morales somos todos absolutamente iguales.
97. De este modo, las normas morales, y en primer lugar las negativas, que prohíben el mal, manifiestan su significado y su fuerza personal y social. Protegiendo la inviolable dignidad personal de cada hombre, ayudan a la conservación misma del tejido social humano y a su desarrollo recto y fecundo. En particular, los mandamientos de la segunda tabla del Decálogo, recordados también por Jesús al joven del evangelio (cf. Mt 19, 18), constituyen las reglas primordiales de toda vida social.
Estos mandamientos están formulados en términos generales. Pero el hecho de que «el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales es y debe ser la persona humana» (153), permite precisarlos y explicitarlos en un código de comportamiento más detallado. En ese sentido, las reglas morales fundamentales de la vida social comportan unas exigencias determinadas a las que deben atenerse tanto los poderes públicos como los ciudadanos. Más allá de las intenciones, a veces buenas, y de las circunstancias, a menudo difíciles, las autoridades civiles y los individuos jamás están autorizados a transgredir los derechos fundamentales e inalienables de la persona humana. Por lo cual, sólo una moral que reconozca normas válidas siempre y para todos, sin ninguna excepción, puede garantizar el fundamento ético de la convivencia social, tanto nacional como internacional.
La moral y la renovación de la vida social y política
98. Ante las graves formas de injusticia social y económica, así como de corrupción política que padecen pueblos y naciones enteras, aumenta la indignada reacción de muchísimas personas oprimidas y humilladas en sus derechos humanos fundamentales, y se difunde y agudiza cada vez más la necesidad de una radical renovación personal y social capaz de asegurar justicia, solidaridad, honestidad y transparencia.
Ciertamente, es largo y fatigoso el camino que hay que recorrer; muchos y grandes son los esfuerzos por realizar para que pueda darse semejante renovación, incluso por las causas múltiples y graves que generan y favorecen las situaciones de injusticia presentes hoy en el mundo. Pero, como enseñan la experiencia y la historia de cada uno, no es difícil encontrar, en el origen de estas situaciones, causas propiamente culturales, relacionadas con una determinada visión del hombre, de la sociedad y del mundo. En realidad, en el centro de la cuestión cultural está el sentido moral, que a su vez se fundamenta y se realiza en el sentido religioso (154).
99. Sólo Dios, el Bien supremo, es la base inamovible y la condición insustituible de la moralidad, y por tanto de los mandamientos, en particular los negativos, que prohíben siempre y en todo caso el comportamiento y los actos incompatibles con la dignidad personal de cada hombre. Así, el Bien supremo y el bien moral se encuentran en la verdad: la verdad de Dios Creador y Redentor, y la verdad del hombre creado y redimido por él. Únicamente sobre esta verdad es posible construir una sociedad renovada y resolver los problemas complejos y graves que la afectan, ante todo el de vencer las formas más diversas de totalitarismo para abrir el camino a la auténtica libertad de la persona. «El totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o nación, los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás... La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, ni el grupo, ni la clase social, ni la nación, ni el Estado. No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría, marginándola, oprimiéndola, explotándola o incluso intentando destruirla» (155).
Por esto, la relación inseparable entre verdad y libertad —que expresa el vínculo esencial entre la sabiduría y la voluntad de Dios— tiene un significado de suma importancia para la vida de las personas en el ámbito socioeconómico y sociopolítico, tal y como emerge de la doctrina social de la Iglesia —la cual «pertenece al ámbito... de la teología y especialmentede la teología moral» (156),— y de su presentación de los mandamientos que regulan la vida social, económica y política, con relación no sólo a actitudes generales sino también a precisos y determinados comportamientos y actos concretos.
100. A este respecto, el Catecismo de la Iglesia católica, después de afirmar: «en materia económica el respeto de la dignidad humana exige la práctica de la virtud de la templanza, para moderar el apego a los bienes de este mundo; de la virtud de lajusticia, para preservar los derechos del prójimo y darle lo que le es debido; y de la solidaridad, siguiendo la regla de oro y según la generosidad del Señor, que "siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza" (2 Co 8, 9)» (157), presenta una serie de comportamientos y de actos que están en contraste con la dignidad humana: el robo, el retener deliberadamente cosas recibidas como préstamo u objetos perdidos, el fraude comercial (cf. Dt 25, 13-16), los salarios injustos (cf.Dt 24, 14-15; St 5, 4), la subida de precios especulando sobre la ignorancia y las necesidades ajenas (cf. Am 8, 4-6), la apropiación y el uso privado de bienes sociales de una empresa, los trabajos mal realizados, los fraudes fiscales, la falsificación de cheques y de facturas, los gastos excesivos, el derroche, etc. (158). Y hay que añadir: «El séptimo mandamiento proscribe los actos o empresas que, por una u otra razón, egoísta o ideológica, mercantil o totalitaria, conducen a esclavizar seres humanos, a menospreciar su dignidad personal, a comprarlos, a venderlos y a cambiarlos como mercancía. Es un pecado contra la dignidad de las personas y sus derechos fundamentales reducirlos mediante la violencia a la condición de objeto de consumo o a una fuente de beneficios. San Pablo ordenaba a un amo cristiano que tratase a su esclavo cristiano "no como esclavo, sino... como un hermano... en el Señor" (Flm 16)» (159).
101. En el ámbito político se debe constatar que la veracidad en las relaciones entre gobernantes y gobernados; la transparencia en la administración pública; la imparcialidad en el servicio de la cosa pública; el respeto de los derechos de los adversarios políticos; la tutela de los derechos de los acusados contra procesos y condenas sumarias; el uso justo y honesto del dinero público; el rechazo de medios equívocos o ilícitos para conquistar, mantener o aumentar a cualquier costo el poder, son principios que tienen su base fundamental —así como su urgencia singular— en el valor trascendente de la persona y en las exigencias morales objetivas de funcionamiento de los Estados (160). Cuando no se observan estos principios, se resiente el fundamento mismo de la convivencia política y toda la vida social se ve progresivamente comprometida, amenazada y abocada a su disolución (cf. Sal14, 3-4; Ap 18, 2-3. 9-24). Después de la caída, en muchos países, de las ideologías que condicionaban la política a una concepción totalitaria del mundo —la primera entre ellas el marxismo—, existe hoy un riesgo no menos grave debido a la negación de los derechos fundamentales de la persona humana y a la absorción en la política de la misma inquietud religiosa que habita en el corazón de todo ser humano: es el riesgo de la alianza entre democracia y relativismo ético, que quita a la convivencia civil cualquier punto seguro de referencia moral, despojándola más radicalmente del reconocimiento de la verdad. En efecto, «si no existe una verdad última —que guíe y oriente la acción política—, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (161).
Así, en cualquier campo de la vida personal, familiar, social y política, la moral —que se basa en la verdad y que a través de ella se abre a la auténtica libertad— ofrece un servicio original, insustituible y de enorme valor no sólo para cada persona y para su crecimiento en el bien, sino también para la sociedad y su verdadero desarrollo.
Gracia y obediencia a la ley de Dios
102. Incluso en las situaciones más difíciles, el hombre debe observar la norma moral para ser obediente al sagrado mandamiento de Dios y coherente con la propia dignidad personal.
Ciertamente, la armonía entre libertad y verdad postula, a veces, sacrificios no comunes y se conquista con un alto precio: puede conllevar incluso el martirio. Pero, como demuestra la experiencia universal y cotidiana, el hombre se ve tentado a romper esta armonía: «No hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco... No hago el bien que quiero, sino que obro el mal que no quiero» (Rm 7, 15. 19).
¿De dónde proviene, en última instancia, esta división interior del hombre? Éste inicia su historia de pecado cuando deja de reconocer al Señor como a su Creador, y quiere ser él mismo quien decide, con total independencia, sobre lo que es bueno y lo que es malo. «Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal» (Gn 3, 5): ésta es la primera tentación, de la que se hacen eco todas las demás tentaciones a las que el hombre está inclinado a ceder por las heridas de la caída original.
Pero las tentaciones se pueden vencer y los pecados se pueden evitar porque, junto con los mandamientos, el Señor nos da la posibilidad de observarlos: «Sus ojos están sobre los que le temen, él conoce todas las obras del hombre. A nadie ha mandado ser impío, a nadie ha dado licencia de pecar» (Si 15, 19-20). La observancia de la ley de Dios, en determinadas situaciones, puede ser difícil, muy difícil: sin embargo jamás es imposible. Ésta es una enseñanza constante de la tradición de la Iglesia, expresada así por el concilio de Trento: «Nadie puede considerarse desligado de la observancia de los mandamientos, por muy justificado que esté; nadie puede apoyarse en aquel dicho temerario y condenado por los Padres: que los mandamientos de Dios son imposibles de cumplir por el hombre justificado. "Porque Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar lo que manda, te invita a hacer lo que puedas y pedir lo que no puedas" y te ayuda para que puedas. "Sus mandamientos no son pesados" (1 Jn 5, 3), "su yugo es suave y su carga ligera" (Mt 11, 30)» (162).
103. El ámbito espiritual de la esperanza siempre está abierto al hombre, con la ayuda de la gracia divina y con la colaboración de la libertad humana.
Es en la cruz salvífica de Jesús, en el don del Espíritu Santo, en los sacramentos que brotan del costado traspasado del Redentor (cf. Jn 19, 34), donde el creyente encuentra la gracia y la fuerza para observar siempre la ley santa de Dios, incluso en medio de las dificultades más graves. Como dice san Andrés de Creta, la ley misma «fue vivificada por la gracia y puesta a su servicio en una composición armónica y fecunda. Cada una de las dos conservó sus características sin alteraciones y confusiones. Sin embargo, la ley, que antes era un peso gravoso y una tiranía, se convirtió, por obra de Dios, en peso ligero y fuente de libertad» (163).
Sólo en el misterio de la Redención de Cristo están las posibilidades «concretas» del hombre. «Sería un error gravísimo concluir... que la norma enseñada por la Iglesia es en sí misma un "ideal" que ha de ser luego adaptado, proporcionado, graduado a las —se dice— posibilidades concretas del hombre: según un "equilibrio de los varios bienes en cuestión". Pero, ¿cuáles son las "posibilidades concretas del hombre"? ¿Y de qué hombre se habla? ¿Del hombre dominado por la concupiscencia, o del redimido por Cristo? Porque se trata de esto: de la realidad de la redención de Cristo. ¡Cristo nos ha redimido! Esto significa que él nos ha dado la posibilidad de realizar toda la verdad de nuestro ser; ha liberado nuestra libertad del dominio de la concupiscencia. Y si el hombre redimido sigue pecando, esto no se debe a la imperfección del acto redentor de Cristo, sino a la voluntad del hombre de substraerse a la gracia que brota de ese acto. El mandamiento de Dios ciertamente está proporcionado a las capacidades del hombre: pero a las capacidades del hombre a quien se ha dado el Espíritu Santo; del hombre que, aunque caído en el pecado, puede obtener siempre el perdón y gozar de la presencia del Espíritu» (164).
104. En este contexto se abre el justo espacio a la misericordia de Dios por el pecador que se convierte, y a la comprensión por la debilidad humana. Esta comprensión jamás significa comprometer y falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las circunstancias. Mientras es humano que el hombre, habiendo pecado, reconozca su debilidad y pida misericordia por las propias culpas, en cambio es inaceptable la actitud de quien hace de su propia debilidad el criterio de la verdad sobre el bien, de manera que se puede sentir justificado por sí mismo, incluso sin necesidad de recurrir a Dios y a su misericordia. Semejante actitud corrompe la moralidad de la sociedad entera, porque enseña a dudar de la objetividad de la ley moral en general y a rechazar las prohibiciones morales absolutas sobre determinados actos humanos, y termina por confundir todos los juicios de valor.
En cambio, debemos recoger el mensaje contenido en la parábola evangélica del fariseo y el publicano (cf. Lc 18, 9-14). El publicano quizás podía tener alguna justificación por los pecados cometidos, que disminuyera su responsabilidad. Pero su petición no se limita solamente a estas justificaciones, sino que se extiende también a su propia indignidad ante la santidad infinita de Dios: «¡Oh Dios! Ten compasión de mí, que soy pecador» (Lc 18, 13). En cambio, el fariseo se justifica él solo, encontrando quizás una excusa para cada una de sus faltas. Nos encontramos, pues, ante dos actitudes diferentes de la conciencia moral del hombre de todos los tiempos. El publicano nos presenta una conciencia penitente que es plenamente consciente de la fragilidad de la propia naturaleza y que ve en las propias faltas, cualesquiera que sean las justificaciones subjetivas, una confirmación del propio ser necesitado de redención. El fariseo nos presenta una conciencia satisfecha de sí misma, que cree que puede observar la ley sin la ayuda de la gracia y está convencida de no necesitar la misericordia.
105. Se pide a todos gran vigilancia para no dejarse contagiar por la actitud farisaica, que pretende eliminar la conciencia del propio límite y del propio pecado, y que hoy se manifiesta particularmente con el intento de adaptar la norma moral a las propias capacidades y a los propios intereses, e incluso con el rechazo del concepto mismo de norma. Al contrario, aceptar ladesproporción entre ley y capacidad humana, o sea, la capacidad de las solas fuerzas morales del hombre dejado a sí mismo, suscita el deseo de la gracia y predispone a recibirla. «¿Quién me librará de este cuerpo que me lleva a la muerte?», se pregunta san Pablo. Y con una confesión gozosa y agradecida responde: «¡Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo nuestro Señor!» (Rm 7, 24-25).
Encontramos la misma conciencia en esta oración de san Ambrosio de Milán: «Nada vale el hombre, si tú no lo visitas. No olvides a quien es débil; acuérdate, oh Señor, que me has hecho débil, que me has plasmado del polvo. ¿Cómo podré sostenerme si tú no me miras sin cesar para fortalecer esta arcilla, de modo que mi consistencia proceda de tu rostro? Si escondes tu rostro, todo perece (Sal 103, 29): si tú me miras, ¡pobre de mí! En mí no verás más que contaminaciones de delitos; no es ventajoso ser abandonados ni ser vistos, porque, en el acto de ser vistos, somos motivo de disgusto.
Sin embargo, podemos pensar que Dios no rechaza a quienes ve, porque purifica a quienes mira. Ante él arde un fuego que quema la culpa (cf. Jl 2, 3)» (165).
Moral y nueva evangelización
106. La evangelización es el desafío más perentorio y exigente que la Iglesia está llamada a afrontar desde su origen mismo. En realidad, este reto no lo plantean sólo las situaciones sociales y culturales, que la Iglesia encuentra a lo largo de la historia, sino que está contenido en el mandato de Jesús resucitado, que define la razón misma de la existencia de la Iglesia: «Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la creación» (Mc 16, 15).
El momento que estamos viviendo —al menos en no pocas sociedades—, es más bien el de un formidable desafío a la nueva evangelización, es decir, al anuncio del Evangelio siempre nuevo y siempre portador de novedad, una evangelización que debe ser «nueva en su ardor, en sus métodos y en su expresión» (166). La descristianización, que grava sobre pueblos enteros y comunidades en otro tiempo ricos de fe y vida cristiana, no comporta sólo la pérdida de la fe o su falta de relevancia para la vida, sino también y necesariamente una decadencia u oscurecimiento del sentido moral: y esto ya sea por la disolución de la conciencia de la originalidad de la moral evangélica, ya sea por el eclipse de los mismos principios y valores éticos fundamentales. Las tendencias subjetivistas, utilitaristas y relativistas, hoy ampliamente difundidas, se presentan no simplemente como posiciones pragmáticas, como usanzas, sino como concepciones consolidadas desde el punto de vista teórico, que reivindican una plena legitimidad cultural y social.
107. La evangelización —y por tanto la «nueva evangelización»— comporta también el anuncio y la propuesta moral. Jesús mismo, al predicar precisamente el reino de Dios y su amor salvífico, ha hecho una llamada a la fe y a la conversión (cf. Mc 1, 15). Y Pedro con los otros Apóstoles, anunciando la resurrección de Jesús de Nazaret de entre los muertos, propone una vida nueva que hay que vivir, un camino que hay que seguir para ser discípulo del Resucitado (cf. Hch 2, 37-41; 3, 17-20).
De la misma manera —y más aún— que para las verdades de fe, la nueva evangelización, que propone los fundamentos y contenidos de la moral cristiana, manifiesta su autenticidad y, al mismo tiempo, difunde toda su fuerza misionera cuando se realiza a través del don no sólo de la palabra anunciada sino también de la palabra vivida. En particular, es la vida de santidad, que resplandece en tantos miembros del pueblo de Dios frecuentemente humildes y escondidos a los ojos de los hombres, la que constituye el camino más simple y fascinante en el que se nos concede percibir inmediatamente la belleza de la verdad, la fuerza liberadora del amor de Dios, el valor de la fidelidad incondicional a todas las exigencias de la ley del Señor, incluso en las circunstancias más difíciles. Por esto, la Iglesia, en su sabia pedagogía moral, ha invitado siempre a los creyentes a buscar y a encontrar en los santos y santas, y en primer lugar en la Virgen Madre de Dios llena de gracia y toda santa, el modelo, la fuerza y la alegría para vivir una vida según los mandamientos de Dios y las bienaventuranzas del Evangelio.
La vida de los santos, reflejo de la bondad de Dios —del único que es «Bueno»—, no solamente constituye una verdadera confesión de fe y un impulso para su comunicación a los otros, sino también una glorificación de Dios y de su infinita santidad. La vida santa conduce así a plenitud de expresión y actuación el triple y unitario «munus propheticum, sacerdotale et regale» que cada cristiano recibe como don en su renacimiento bautismal «de agua y de Espíritu» (Jn 3, 5). Su vida moral posee el valor de un «culto espiritual» (Rm 12, 1; cf. Flp 3, 3) que nace y se alimenta de aquella inagotable fuente de santidad y glorificación de Dios que son los sacramentos, especialmente la Eucaristía; en efecto, participando en el sacrificio de la cruz, el cristiano comulga con el amor de entrega de Cristo y se capacita y compromete a vivir esta misma caridad en todas sus actitudes y comportamientos de vida. En la existencia moral se revela y se realiza también el efectivo servicio del cristiano: cuanto más obedece con la ayuda de la gracia a la ley nueva del Espíritu Santo, tanto más crece en la libertad a la cual está llamado mediante el servicio de la verdad, la caridad y la justicia.
108. En la raíz de la nueva evangelización y de la vida moral nueva, que ella propone y suscita en sus frutos de santidad y acción misionera, está el Espíritu de Cristo, principio y fuerza de la fecundidad de la santa Madre Iglesia, como nos recuerda Pablo VI: «No habrá nunca evangelización posible sin la acción del Espíritu Santo» (167). Al Espíritu de Jesús, acogido por el corazón humilde y dócil del creyente, se debe, por tanto, el florecer de la vida moral cristiana y el testimonio de la santidad en la gran variedad de las vocaciones, de los dones, de las responsabilidades y de las condiciones y situaciones de vida. Es el Espíritu Santo —afirmaba ya Novaciano, expresando de esta forma la fe auténtica de la Iglesia— «aquel que ha dado firmeza a las almas y a las mentes de los discípulos, aquel que ha iluminado en ellos las cosas divinas; fortalecidos por él, los discípulos no tuvieron temor ni de las cárceles ni de las cadenas por el nombre del Señor; más aún, despreciaron a los mismos poderes y tormentos del mundo, armados ahora y fortalecidos por medio de él, teniendo en sí los dones que este mismo Espíritu dona y envía como alhajas a la Iglesia, esposa de Cristo. En efecto, es él quien suscita a los profetas en la Iglesia, instruye a los maestros, sugiere las palabras, realiza prodigios y curaciones, produce obras admirables, concede el discernimiento de los espíritus, asigna las tareas de gobierno, inspira los consejos, reparte y armoniza cualquier otro don carismático y, por esto, perfecciona completamente, por todas partes y en todo, a la Iglesia del Señor» (168).
En el contexto vivo de esta nueva evangelización, destinada a generar y a nutrir «la fe que actúa por la caridad» (Ga 5, 6) y en relación con la obra del Espíritu Santo, podemos comprender ahora el puesto que en la Iglesia, comunidad de los creyentes, corresponde a la reflexión que la teología debe desarrollar sobre la vida moral, de la misma manera que podemos presentar la misión y responsabilidad propia de los teólogos moralistas.
El servicio de los teólogos moralistas
109. Toda la Iglesia, partícipe del «munus propheticum» del Señor Jesús mediante el don de su Espíritu, está llamada a la evangelización y al testimonio de una vida de fe. Gracias a la presencia permanente en ella del Espíritu de verdad (cf. Jn 14, 16-17), «la totalidad de los fieles, que tienen la unción del Santo (cf. 1 Jn 2, 20. 27) no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando "desde los obispos hasta los últimos fieles laicos" presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres» (169).
Para cumplir su misión profética, la Iglesia debe despertar continuamente o reavivar la propia vida de fe (cf. 2 Tm 1, 6), en especial mediante una reflexión cada vez más profunda, bajo la guía del Espíritu Santo, sobre el contenido de la fe misma. Es al servicio de esta «búsqueda creyente de la comprensión de la fe» donde se sitúa, de modo específico, la vocación del teólogo en la Iglesia: «Entre las vocaciones suscitadas por el Espíritu en la Iglesia —leemos en la Instrucción Donum veritatis— se distingue la del teólogo, que tiene la función especial de lograr, en comunión con el Magisterio, una comprensión cada vez más profunda de la palabra de Dios contenida en la Escritura inspirada y transmitida por la Tradición viva de la Iglesia. Por su propia naturaleza, la fe interpela la inteligencia, porque descubre al hombre la verdad sobre su destino y el camino para alcanzarlo. Aunque la verdad revelada supere nuestro modo de hablar y nuestros conceptos sean imperfectos frente a su insondable grandeza (cf. Ef 3, 19), sin embargo, invita a nuestra razón —don de Dios otorgado para captar la verdad— a entrar en el ámbito de su luz, capacitándola así para comprender en cierta medida lo que ha creído. La ciencia teológica, que busca la inteligencia de la fe respondiendo a la invitación de la voz de la verdad, ayuda al pueblo de Dios, según el mandamiento del apóstol (cf. 1 P 3, 15), a dar cuenta de su esperanza a aquellos que se lo piden» (170).
Para definir la identidad misma y, por consiguiente, realizar la misión propia de la teología, es fundamental reconocer su íntimo y vivo nexo con la Iglesia, su misterio, su vida y misión: «La teología es ciencia eclesial, porque crece en la Iglesia y actúa en la Iglesia... Está al servicio de la Iglesia y por lo tanto debe sentirse dinámicamente inserta en la misión de la Iglesia, especialmente en su misión profética» (171). Por su naturaleza y dinamismo, la teología auténtica sólo puede florecer y desarrollarse mediante una convencida y responsable participación y pertenencia a la Iglesia, como comunidad de fe, de la misma manera que el fruto de la investigación y la profundización teológica vuelve a esta misma Iglesia y a su vida de fe.
110. Cuanto se ha dicho hasta ahora acerca de la teología en general, puede y debe ser propuesto de nuevo para la teología moral, entendida en su especificidad de reflexión científica sobre el Evangelio como don y mandamiento de vida nueva, sobre la vida según «la verdad en el amor» (Ef 4, 15), sobre la vida de santidad de la Iglesia, o sea, sobre la vida en la que resplandece la verdad del bien llevado hasta su perfección. No sólo en el ámbito de la fe, sino también y de modo inseparable en el ámbito de la moral, interviene el Magisterio de la Iglesia, cuyo cometido es «discernir, por medio de juicios normativos para la conciencia de los fieles, los actos que en sí mismos son conformes a las exigencias de la fe y promueven su expresión en la vida, como también aquellos que, por el contrario, por su malicia son incompatibles con estas exigencias» (172). Predicando los mandamientos de Dios y la caridad de Cristo, el Magisterio de la Iglesia enseña también a los fieles los preceptos particulares y determinados, y les pide considerarlos como moralmente obligatorios en conciencia. Además, desarrolla una importante tarea de vigilancia, advirtiendo a los fieles de la presencia de eventuales errores, incluso sólo implícitos, cuando la conciencia de los mismos no logra reconocer la exactitud y la verdad de las reglas morales que enseña el Magisterio.
Se inserta aquí la función específica de cuantos por mandato de los legítimos pastores enseñan teología moral en los seminarios y facultades teológicas. Tienen el grave deber de instruir a los fieles —especialmente a los futuros pastores— acerca de todos los mandamientos y las normas prácticas que la Iglesia declara con autoridad (173). No obstante los eventuales límites de las argumentaciones humanas presentadas por el Magisterio, los teólogos moralistas están llamados a profundizar las razones de sus enseñanzas, a ilustrar los fundamentos de sus preceptos y su obligatoriedad, mostrando su mutua conexión y la relación con el fin último del hombre (174). Compete a los teólogos moralistas exponer la doctrina de la Iglesia y dar, en el ejercicio de su ministerio, el ejemplo de un asentimiento leal, interno y externo, a la enseñanza del Magisterio sea en el campo del dogma como en el de la moral (175). Uniendo sus fuerzas para colaborar con el Magisterio jerárquico, los teólogos se empeñarán por clarificar cada vez mejor los fundamentos bíblicos, los significados éticos y las motivaciones antropológicas que sostienen la doctrina moral y la visión del hombre propuestas por la Iglesia.
111. El servicio que los teólogos moralistas están llamados a ofrecer en la hora presente es de importancia primordial, no sólo para la vida y la misión de la Iglesia, sino también para la sociedad y la cultura humana. Compete a ellos, en conexión íntima y vital con la teología bíblica y dogmática, subrayar en la reflexión científica «el aspecto dinámico que ayuda a resaltar la respuesta que el hombre debe dar a la llamada divina en el proceso de su crecimiento en el amor, en el seno de una comunidad salvífica. De esta forma, la teología moral alcanzará una dimensión espiritual interna, respondiendo a las exigencias de desarrollo pleno de la "imago Dei" que está en el hombre, y a las leyes del proceso espiritual descrito en la ascética y mística cristianas» (176).
Ciertamente, la teología moral y su enseñanza se encuentran hoy ante una dificultad particular. Puesto que la doctrina moral de la Iglesia implica necesariamente una dimensión normativa, la teología moral no puede reducirse a un saber elaborado sólo en el contexto de las así llamadas ciencias humanas. Mientras éstas se ocupan del fenómeno de la moralidad como hecho histórico y social, la teología moral, aun sirviéndose necesariamente también de los resultados de las ciencias del hombre y de la naturaleza, no está en absoluto subordinada a los resultados de las observaciones empírico-formales o de la comprensión fenomenológica. En realidad, la pertinencia de las ciencias humanas en teología moral siempre debe ser valorada con relación a la pregunta primigenia: ¿Qué es el bien o el mal? ¿Qué hacer para obtener la vida eterna?
112. El teólogo moralista debe aplicar, por consiguiente, el discernimiento necesario en el contexto de la cultura actual, prevalentemente científica y técnica, expuesta al peligro del pragmatismo y del positivismo. Desde el punto de vista teológico, los principios morales no son dependientes del momento histórico en el que vienen a la luz. El hecho de que algunos creyentes actúen sin observar las enseñanzas del Magisterio o, erróneamente, consideren su conducta como moralmente justa cuando es contraria a la ley de Dios declarada por sus pastores, no puede constituir un argumento válido para rechazar la verdad de las normas morales enseñadas por la Iglesia. La afirmación de los principios morales no es competencia de los métodos empírico-formales. La teología moral, fiel al sentido sobrenatural de la fe, sin rechazar la validez de tales métodos, —pero sin limitar tampoco a ellos su perspectiva—, mira sobre todo a la dimensión espiritual del corazón humano y su vocación al amor divino.
En efecto, mientras las ciencias humanas, como todas las ciencias experimentales, parten de un concepto empírico y estadístico de «normalidad», la fe enseña que esta normalidad lleva consigo las huellas de una caída del hombre desde su condición originaria, es decir, está afectada por el pecado. Sólo la fe cristiana enseña al hombre el camino del retorno «al principio» (cf. Mt 19, 8), un camino que con frecuencia es bien diverso del de la normalidad empírica. En este sentido, las ciencias humanas, no obstante todos los conocimientos de gran valor que ofrecen, no pueden asumir la función de indicadores decisivos de las normas morales. El Evangelio es el que revela la verdad integral sobre el hombre y sobre su camino moral y, de esta manera, instruye y amonesta a los pecadores, y les anuncia la misericordia divina, que actúa incesantemente para preservarlos tanto de la desesperación de no poder conocer y observar plenamente la ley divina, cuanto de la presunción de poderse salvar sin mérito. Además, les recuerda la alegría del perdón, sólo el cual da la fuerza para reconocer una verdad liberadora en la ley divina, una gracia de esperanza, un camino de vida.
113. La enseñanza de la doctrina moral implica la asunción consciente de estas responsabilidades intelectuales, espirituales y pastorales. Por esto, los teólogos moralistas, que aceptan la función de enseñar la doctrina de la Iglesia, tienen el grave deber de educar a los fieles en este discernimiento moral, en el compromiso por el verdadero bien y en el recurrir confiadamente a la gracia divina.
Si la convergencia y los conflictos de opinión pueden constituir expresiones normales de la vida pública en el contexto de una democracia representativa, la doctrina moral no puede depender ciertamente del simple respeto de un procedimiento; en efecto, ésta no viene determinada en modo alguno por las reglas y formas de una deliberación de tipo democrático. El disenso, mediante contestaciones calculadas y de polémicas a través de los medios de comunicación social, es contrario a la comunión eclesial y a la recta comprensión de la constitución jerárquica del pueblo de Dios. En la oposición a la enseñanza de los pastores no se puede reconocer una legítima expresión de la libertad cristiana ni de las diversidades de los dones del Espíritu Santo. En este caso, los pastores tienen el deber de actuar de conformidad con su misión apostólica, exigiendo que sea respetado siempre el derecho de los fieles a recibir la doctrina católica en su pureza e integridad: «El teólogo, sin olvidar jamás que también es un miembro del pueblo de Dios, debe respetarlo y comprometerse a darle una enseñanza que no lesione en lo más mínimo la doctrina de la fe» (177).
Nuestras responsabilidades como pastores
114. La responsabilidad de la fe y la vida de fe del pueblo de Dios pesa de forma peculiar y propia sobre los pastores, como nos recuerda el concilio Vaticano II: «Entre las principales funciones de los obispos destaca el anuncio del Evangelio. En efecto, los obispos son los predicadores del Evangelio que llevan nuevos discípulos a Cristo. Son también los maestros auténticos, por estar dotados de la autoridad de Cristo. Predican al pueblo que tienen confiado la fe que hay que creer y que hay que llevar a la práctica y la iluminan con la luz del Espíritu Santo. Sacando del tesoro de la Revelación lo nuevo y lo viejo (cf. Mt 13, 52), hacen que dé frutos y con su vigilancia alejan los errores que amenazan a su rebaño (cf. 2 Tm 4, 1-4)» (178).
Nuestro común deber, y antes aún nuestra común gracia, es enseñar a los fieles, como pastores y obispos de la Iglesia, lo que los conduce por el camino de Dios, de la misma manera que el Señor Jesús hizo un día con el joven del evangelio. Respondiendo a su pregunta: «¿Qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?», Jesús remitió a Dios, Señor de la creación y de la Alianza; recordó los mandamientos morales, ya revelados en el Antiguo Testamento; indicó su espíritu y su radicalidad, invitando a su seguimiento en la pobreza, la humildad y el amor: «Ven, y sígueme». La verdad de esta doctrina tuvo su culmen en la cruz con la sangre de Cristo: se convirtió, por el Espíritu Santo, en la ley nueva de la Iglesia y de todo cristiano.
Esta respuesta a la pregunta moral Jesucristo la confía de modo particular a nosotros, pastores de la Iglesia, llamados a hacerla objeto de nuestra enseñanza, mediante el cumplimiento de nuestro «munus propheticum». Al mismo tiempo, nuestra responsabilidad de pastores, ante la doctrina moral cristiana, debe ejercerse también bajo la forma del «munus sacerdotale»: esto ocurre cuando dispensamos a los fieles los dones de gracia y santificación como medios para obedecer a la ley santa de Dios, y cuando con nuestra oración constante y confiada sostenemos a los creyentes para que sean fieles a las exigencias de la fe y vivan según el Evangelio (cf. Col 1, 9-12). La doctrina moral cristiana debe constituir, sobre todo hoy, uno de los ámbitos privilegiados de nuestra vigilancia pastoral, del ejercicio de nuestro «munus regale».
115. En efecto, es la primera vez que el Magisterio de la Iglesia expone con cierta amplitud los elementos fundamentales de esa doctrina, presentando las razones del discernimiento pastoral necesario en situaciones prácticas y culturales complejas y hasta críticas.
A la luz de la Revelación y de la enseñanza constante de la Iglesia y especialmente del concilio Vaticano II, he recordado brevemente los rasgos esenciales de la libertad, los valores fundamentales relativos a la dignidad de la persona y a la verdad de sus actos, hasta el punto de poder reconocer, al obedecer a la ley moral, una gracia y un signo de nuestra adopción en el Hijo único (cf. Ef 1, 4-6). Particularmente, con esta encíclica se proponen valoraciones sobre algunas tendencias actuales en la teología moral. Las doy a conocer ahora, en obediencia a la palabra del Señor que ha confiado a Pedro el encargo de confirmar a sus hermanos (cf. Lc 22, 32), para iluminar y ayudar nuestro común discernimiento.
Cada uno de nosotros conoce la importancia de la doctrina que representa el núcleo de las enseñanzas de esta encíclica y que hoy volvemos a recordar con la autoridad del sucesor de Pedro. Cada uno de nosotros puede advertir la gravedad de cuanto está en juego, no sólo para cada persona sino también para toda la sociedad, con la reafirmación de la universalidad e inmutabilidad de los mandamientos morales y, en particular, de aquellos que prohíben siempre y sin excepción los actos intrínsecamente malos.
Al reconocer tales mandamientos, el corazón cristiano y nuestra caridad pastoral escuchan la llamada de Aquel que «nos amó primero» (1 Jn 4, 19). Dios nos pide ser santos como él es santo (cf. Lv 19, 2), ser perfectos —en Cristo— como él es perfecto (cf. Mt 5, 48): la exigente firmeza del mandamiento se basa en el inagotable amor misericordioso de Dios (cf. Lc 6, 36), y la finalidad del mandamiento es conducirnos, con la gracia de Cristo, por el camino de la plenitud de la vida propia de los hijos de Dios.
116. Como obispos, tenemos el deber de vigilar para que la palabra de Dios sea enseñada fielmente. Forma parte de nuestro ministerio pastoral, amados hermanos en el episcopado, vigilar sobre la transmisión fiel de esta enseñanza moral y recurrir a las medidas oportunas para que los fieles sean preservados de cualquier doctrina y teoría contraria a ello. A todos nos ayudan en esta tarea los teólogos; sin embargo, las opiniones teológicas no constituyen la regla ni la norma de nuestra enseñanza. Su autoridad deriva, con la asistencia del Espíritu Santo y en comunión «cum Petro et sub Petro», de nuestra fidelidad a la fe católica recibida de los Apóstoles. Como obispos tenemos la obligación grave de vigilar personalmente para que la «sana doctrina» (1 Tm 1, 10) de la fe y la moral sea enseñada en nuestras diócesis.
Una responsabilidad particular tienen los obispos en lo que se refiere a las instituciones católicas. Ya se trate de organismos para la pastoral familiar o social, o bien de instituciones dedicadas a la enseñanza o a los servicios sanitarios, los obispos pueden erigir y reconocer estas estructuras y delegar en ellas algunas responsabilidades; sin embargo, nunca están exonerados de sus propias obligaciones. A ellos compete, en comunión con la Santa Sede, la función de reconocer, o retirar en casos de grave incoherencia, el apelativo de «católico» a escuelas (179), universidades (180) o clínicas, relacionadas con la Iglesia.
117. En el corazón del cristiano, en el núcleo más secreto del hombre, resuena siempre la pregunta que el joven del Evangelio dirigió un día a Jesús: «Maestro, ¿qué he de hacer de bueno para conseguir vida eterna?» (Mt 19, 16). Pero es necesario que cada uno la dirija al Maestro «bueno», porque es el único que puede responder en la plenitud de la verdad, en cualquier situación, en las circunstancias más diversas. Y cuando los cristianos le dirigen la pregunta que brota de sus conciencias, el Señor responde con las palabras de la nueva alianza confiada a su Iglesia. Ahora bien, como dice el Apóstol de sí mismo, nosotros somos enviados «a predicar el Evangelio. Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo» (1 Co 1, 17). Por esto, la respuesta de la Iglesia a la pregunta del hombre tiene la sabiduría y la fuerza de Cristo crucificado, la Verdad que se dona.
Cuando los hombres presentan a la Iglesia los interrogantes de su conciencia, cuando los fieles se dirigen a los obispos y a los pastores, en su respuesta está la voz de Jesucristo, la voz de la verdad sobre el bien y el mal. En la palabra pronunciada por la Iglesia resuena, en lo íntimo de las personas, la voz de Dios, el «único que es Bueno» (Mt 19, 17), único que «es Amor» (1 Jn 4, 8. 16).
En la unción del Espíritu, sus palabras suaves y exigentes se hacen luz y vida para el hombre. El apóstol Pablo nos invita de nuevo a la confianza, porque «nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva alianza, no de la letra, sino del Espíritu... El Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad. Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu» (2 Co 3, 59. 17-18).
CONCLUSIÓN
María Madre de misericordia
118. Al concluir estas consideraciones, encomendamos a María, Madre de Dios y Madre de misericordia, nuestras personas, los sufrimientos y las alegrías de nuestra existencia, la vida moral de los creyentes y de los hombres de buena voluntad, las investigaciones de los estudiosos de moral.
María es Madre de misericordia porque Jesucristo, su Hijo, es enviado por el Padre como revelación de la misericordia de Dios (cf.Jn 3, 16-18). Él ha venido no para condenar sino para perdonar, para derramar misericordia (cf. Mt 9, 13). Y la misericordia mayor radica en su estar en medio de nosotros y en la llamada que nos ha dirigido para encontrarlo y proclamarlo, junto con Pedro, como «el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Ningún pecado del hombre puede cancelar la misericordia de Dios, ni impedirle poner en acto toda su fuerza victoriosa, con tal de que la invoquemos. Más aún, el mismo pecado hace resplandecer con mayor fuerza el amor del Padre que, para rescatar al esclavo, ha sacrificado a su Hijo (181): su misericordia para nosotros es redención. Esta misericordia alcanza la plenitud con el don del Espíritu Santo, que genera y exige la vida nueva. Por numerosos y grandes que sean los obstáculos opuestos por la fragilidad y el pecado del hombre, el Espíritu, que renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104, 30), posibilita el milagro del cumplimiento perfecto del bien. Esta renovación, que capacita para hacer lo que es bueno, noble, bello, grato a Dios y conforme a su voluntad, es en cierto sentido el colofón del don de la misericordia, que libera de la esclavitud del mal y da la fuerza para no volver a pecar. Mediante el don de la vida nueva, Jesús nos hace partícipes de su amor y nos conduce al Padre en el Espíritu.
119. Esta es la consoladora certeza de la fe cristiana, a la cual debe su profunda humanidad y su extraordinaria sencillez. A veces, en las discusiones sobre los nuevos y complejos problemas morales, puede parecer como si la moral cristiana fuese en sí misma demasiado difícil: ardua para ser comprendida y casi imposible de practicarse. Esto es falso, porque —en términos de sencillez evangélica— consiste fundamentalmente en el seguimiento de Jesucristo, en el abandonarse a él, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados por su misericordia, que se alcanzan en la vida de comunión de su Iglesia. «Quien quiera vivir —nos recuerda san Agustín—, tiene en donde vivir, tiene de donde vivir. Que se acerque, que crea, que se deje incorporar para ser vivificado. No rehuya la compañía de los miembros» (182). Con la luz del Espíritu, cualquier persona puede entenderlo, incluso la menos erudita, sobre todo quien sabe conservar un «corazón entero» (Sal 86, 11). Por otra parte, esta sencillez evangélica no exime de afrontar la complejidad de la realidad, pero puede conducir a su comprensión más verdadera porque el seguimiento de Cristo clarificará progresivamente las características de la auténtica moralidad cristiana y dará, al mismo tiempo, la fuerza vital para su realización. Vigilar para que el dinamismo del seguimiento de Cristo se desarrolle de modo orgánico, sin que sean falsificadas o soslayadas sus exigencias morales —con todas las consecuencias que ello comporta— es tarea del Magisterio de la Iglesia. Quien ama a Cristo observa sus mandamientos (cf. Jn 14, 15).
120. María es también Madre de misericordia porque Jesús le confía su Iglesia y toda la humanidad. A los pies de la cruz, cuando acepta a Juan como hijo; cuando, junto con Cristo, pide al Padre el perdón para los que no saben lo que hacen (cf. Lc 23, 34), María, con perfecta docilidad al Espíritu, experimenta la riqueza y universalidad del amor de Dios, que le dilata el corazón y la capacita para abrazar a todo el género humano. De este modo, se nos entrega como Madre de todos y de cada uno de nosotros. Se convierte en la Madre que nos alcanza la misericordia divina.
María es signo luminoso y ejemplo preclaro de vida moral: «su vida es enseñanza para todos», escribe san Ambrosio (183), que, dirigiéndose en especial a las vírgenes, pero en un horizonte abierto a todos, afirma: «El primer deseo ardiente de aprender lo da la nobleza del maestro. Y ¿quién es más noble que la Madre de Dios o más espléndida que aquella que fue elegida por el mismo Esplendor?» (184). Vive y realiza la propia libertad entregándose a Dios y acogiendo en sí el don de Dios. Hasta el momento del nacimiento, custodia en su seno virginal al Hijo de Dios hecho hombre, lo nutre, lo hace crecer y lo acompaña en aquel gesto supremo de libertad que es el sacrificio total de su propia vida. Con el don de sí misma, María entra plenamente en el designio de Dios, que se entrega al mundo. Acogiendo y meditando en su corazón acontecimientos que no siempre puede comprender (cf. Lc2, 19), se convierte en el modelo de todos aquellos que escuchan la palabra de Dios y la cumplen (cf. Lc 11, 28) y merece el título de «Sede de la Sabiduría». Esta Sabiduría es Jesucristo mismo, el Verbo eterno de Dios, que revela y cumple perfectamente la voluntad del Padre (cf. Hb 10, 5-10).
María invita a todo ser humano a acoger esta Sabiduría. También nos dirige la orden dada a los sirvientes en Caná de Galilea durante el banquete de bodas: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5).
María comparte nuestra condición humana, pero con total transparencia a la gracia de Dios. No habiendo conocido el pecado, está en condiciones de compadecerse de toda debilidad. Comprende al hombre pecador y lo ama con amor de Madre. Precisamente por esto se pone de parte de la verdad y comparte el peso de la Iglesia en el recordar constantemente a todos las exigencias morales. Por el mismo motivo, no acepta que el hombre pecador sea engañado por quien pretende amarlo justificando su pecado, pues sabe que, de este modo, se vaciaría de contenido el sacrificio de Cristo, su Hijo. Ninguna absolución, incluso la ofrecida por complacientes doctrinas filosóficas o teológicas, puede hacer verdaderamente feliz al hombre: sólo la cruz y la gloria de Cristo resucitado pueden dar paz a su conciencia y salvación a su vida.
María,
Madre de misericordia,
cuida de todos para que no se haga inútil
la cruz de Cristo,
para que el hombre
no pierda el camino del bien,
no pierda la conciencia del pecado
y crezca en la esperanza en Dios,
«rico en misericordia» (Ef 2, 4),
para que haga libremente las buenas obras
que él le asignó (cf. Ef 2, 10)
y, de esta manera, toda su vida
sea «un himno a su gloria» (Ef 1, 12).
Dado en Roma, junto a san Pedro, el 6 de agosto —fiesta de la Transfiguración del Señor— del año 1993, décimo quinto de mi Pontificado.
JUAN PABLO II
1. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 22.
2. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 1.
3. Cf. ibid., 9.
4. Conc. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 4.
5. Pablo VI, Alocución a la Asamblea general de las Naciones Unidas (4 octubre 1965), 1: AAS 57 (1965), 878; cf. Carta enc. Populorum progressio (26 marzo 1967), 13: AAS 59 (1967), 263-264).
6. Cf. Conc. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 33.
7. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 16.
8. Pío XII ya había puesto de relieve este desarrollo doctrinal: cf. Radiomensaje con ocasión del cincuenta aniversario de la carta enc. Rerum novarum de León XIII (1 junio 1941): ASS 33 (1941), 195-205. También Juan XXIII, Carta enc. Mater et magistra (15 mayo 1961): AAS 53 (1961), 410-413.
9. Carta ap. Spiritus Domini (1 agosto 1987): AAS 79 (1987), 1374.
10. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1692.
11. Const. ap. Fidei depositum (11 octubre 1992), 4.
12. Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 10.
13. Cf. Carta ap. Parati semper a los Jóvenes y a las Jóvenes del mundo con ocasión del Año internacional de la Juventud (31 marzo 1985), 2-8: AAS 77 (1985), 581-600.
14 Cf. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 16.
15 Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 13: AAS 71 (1979), 282).
16. Ibid., 10: l. c., 274.
17. Exameron, dies VI, sermo IX, 8, 50: CSEL 32, 241.
18. S. León Magno, Sermo XCII, cap. III: PL 54, 454.
19. S. Tomás de Aquino, In duo praecepta caritatis et in decem legis praecepta. Prologus: Opuscula theologica, II, n. 1129, Ed. Tauriens. (1954), 245; cf. Summa Theologica, I-II, q. 91, a. 2; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1955.
20. Cf. Máximo el Confesor, Quaestiones ad Thalassium, Q. 64: PG 90, 723-728.
21. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 24.
22. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2070.
23. In Iohannis Evangelium Tractatus, 41, 9-10: CCL 36, 363.
24. Cf. S. Agustín, De Sermone Domini in Monte, I, 1, 1: CCL 35, 1-2.
25. In Psalmum CXVIII Expositio, sermo 18, 37: PL 15, 1541; cf. S. Cromacio de Aquileya, Tractatus in Matthaeum, XX, I, 1-4: CCL9/A, 291-292.
26. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1717.
27. In Iohannis Evangelium Tractatus, 41, 10: CCL 36, 363.
28. Ibid., 21, 8: CCL 36, 216.
29. Ibid., 82, 3: CCL 36, 533.
30. De spiritu et littera, 19, 34: CSEL 60, 187.
31. Confesiones, X, 29, 40: CCL 27, 176; cf. De gratia et libero arbitrio, XV: PL 44, 899.
32. Cf. De spiritu et littera, 21, 36; 26, 46: CSEL 60, 189-190; 200-201.
33. Cf. Summa Theologiae, I-II, q. 106, a. 1, conclus. y ad. 2um.
34. In Matthaeum, hom. I, 1: PG 57, 15.
35. Cf. S. Ireneo, Adversus haereses, IV, 26, 2-5: SCh 100/2, 718-729.
36. Cf. S. Justino, Apología, I 66: PG 6, 427-430.
37. Cf. 1 Pe 2, 12ss.; Didajé, II, 2: Patres Apostolici, ed. F. X. Funk, I, 6-9; Clemente de Alejandría, Paedagogus, I, 10; II, 10: PG8, 355-364; 497-536; Tertuliano, Apologeticum, IX, 8: CSEL, 69, 24.
38. Cf. S. Ignacio de Antioiquía, Ad Magnesios, VI, 1-2: Patres Apostolici, ed. F. X. Funk, I, 234-235; S. Ireneo, Adversus haereses, IV, 33, 1.6.7: SCh 100/2, 802-805; 814-815; 816-819.
39. Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 8.
40. Cf. Ibid.
41. Ibid., 10.
42. Código de Derecho Canónico, can. 747 § 2.
43. Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 7.
44. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 22.
45. Decreto sobre la formación sacerdotal Optatam totius, 16.
46. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 62.
47. Ibid.
48. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 10.
49. Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. sobre la fe católica Dei Filius, cap. 4: DS, 3018.
50. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas Nostra aetate, 1.
51. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 43-44.
52. Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 1, remitiendo a Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963): AAS 55 (1963), 279; Ibid., 265, y a Pío XII, Radiomensaje (24 diciembre 1944): AAS 37 (1945), 14.
53. Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 1.
54. Cf. Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 17: AAS 71 (1979), 295-300; Discurso a los participantes en el V Coloquio Internacional de Estudios Jurídicos (10 marzo 1984), 4 Insegnamenti VII, 1 (1984), 656; Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre libertad cristiana y liberación Libertatis conscientia (22 marzo 1986), 19: AAS 79 (1987), 561.
55. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 11.
56. Ibid., 17.
57. Ibid.
58. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 2; cf. también Papa Gregorio XVI, Carta enc. Mirari vos arbitramur (15 agosto 1832): Acta Papa Gregorio XVI, I, 169-174; Pío IX, Carta enc. Quanta cura (8 diciembre 1864): Papa Pío IX P.M. Acta, I, 3, 687-700; León XIII, Carta enc. Libertas Praestantissimum (20 junio 1888): Papa León XIII P.M. Acta, VIII, Romae 1889, 212-246.
59. A Letter Addressed to His Grace the Duke of Norfolk: Certain Dificulties Felt by Anglicans in Catholic Teaching (Uniform Edition: Longman, Grenn and Company, London, 1868-1881), vol. 2, p. 250.
60. Cf. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 40-43.
61. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 71, a. 6; ver también ad 5um.
62. Cf. Pío XII, Carta enc. Humani generis (12 agosto 1950): AAS 42 (1950), 561-562.
63. Cf. Conc. Ecum. de Trento, Ses. VI, decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cann. 19-21: DS, 1569-1571.
64. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes,17.
65. De hominis opificio, c. 4: PG 44, 135-136.
66. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 36.
67. Ibid.
68. Ibid.
69. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 93, a. 3, ad 2um, citado por Juan XXIII, Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963): AAS 55 (1963), 271.
70. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 41.
71. S. Tomás de Aquino, In duo praecepta caritatis et in decem legis praecepta. Prologus: Opuscula theologica, II, n. 1129, Ed. Taurinens (1954), 245.
72. Cf. Discurso a un grupo de Obispos de los Estados Unidos de América en visita «ad limina» (15 octubre 1988), 6: Insegnamenti, XI, 3 (1988), 1228.
73. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 47.
74. Cf. S. Agustín, Enarratio in Psalmum LXII, 16: CCL 39, 804.
75. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 17.
76. Summa Theologiae, I-II, q. 91, a. 2.
77. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1955.
78. Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 3.
79. Contra Faustum, lib. 22, cap. 27: PL 42, 418.
80. Summa Theologiae, I-II, q. 93, a. 1.
81. Cf. ibid., I-II, q. 90, a. 4, ad 1um.
82. Ibid., I-II, q. 91, a. 2.
83. León XIII, Carta enc. Libertas Praestantissimum (20 junio 1888): Leonis XIII P. M. Acta, VIII, Romae 1889, 219.
84. In Epistulam ad Romanos, c. VIII, lect. 1.
85. Cf. Ses. VI, Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cap. 1: DS, 1521.
86. Cf. Conc. Ecum. de Vienne, Const. Fidei catholicae: DS, 902; Conc. Ecum. V de Letrán, Bula Apostolici regiminis: DS, 1440.
87. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 14.
88. Cf. Ses. VI, Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cap. 15: DS, 1544. La Exhortación apostólica post-sinodal sobre la reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia hoy, cita otros textos del Antiguo y del Nuevo Testamento, que condenan como pecados mortales algunos comportamientos referidos al cuerpo: cf. Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS77 (1985), 218-223.
89. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 51.
90. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación Donum veritatis (22 febrero 1987), Introd. 3: AAS 80 (1988), 74; cf. Pablo VI, Carta enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 10: AAS 60 (1968), 487-488.
91. Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 11: AAS 74 (1982), 92.
92. De Trinitate, XIV, 15, 21: CCL 50/A, 451.
93. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 94, a. 2.
94. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 10; S. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración acerca de ciertas cuestiones de ética sexual (29 diciembre 1975), 4: AAS 68 (1976), 80: «Cuando la Revelación divina y, en su orden propio, la sabiduría filosófica, ponen de relieve exigencias auténticas de la humanidad, están manifestando necesariamente, por el mismo hecho, la existencia de leyes inmutables, inscritas en los elementos constitutivos de la naturaleza humana; leyes que se revelen idénticas en todos los seres dotados de razón».
95. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 29.
96. Cf. Ibid., 16.
97. Ibid., 10.
98. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 108, a. 1. Santo Tomás fundamenta el carácter, no meramente formal sino determinado en el contenido, de las normas morales, incluso en el ámbito de la Ley Nueva, en la asunción de la naturaleza humana por parte del Verbo.
99. S. Vicente de Lerins, Commonitorium primum, c. 23: PL 50, 668.
100. El desarrollo de la doctrina moral de la Iglesia es semejante al de la doctrina de la fe: cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. sobre la fe católica Dei Filius, cap. 4: DS, 3020, y can. 4: DS 3024. También se aplican a la doctrina moral las palabras pronunciadas por Juan XXIII con ocasión de la inauguración del Concilio Vaticano II (11 octubre 1962): «Esta doctrina (la doctrina cristiana en su integridad) es, sin duda, verdadera e inmutable, y el fiel debe prestarle obediencia, pero hay que investigarla y exponerla según las exigencias de nuestro tiempo. Una cosa, en efecto, es el depósito de la fe o las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta es el modo como se enuncian estas verdades, conservando, sin embargo, el mismo sentido y significado»: AAS 54 (1962); cf. L'Osservatore Romano, 12 octubre 1962, p. 2.
101. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 16.
102. Ibid.
103. In II Librum Sentent., dist. 39, a. 1, q.3, concl.: Ed. Ad Claras Aquas, II, 907 b.
104. Discurso (Audiencia general, 17 agosto 1983), 2: Insegnamenti, VI, 2 (1983), 256.
105. Suprema S. Congregación del Santo Oficio, Instrucción sobre la «ética de situación» Contra doctrinam (2 febrero 1956): AAS48 (1956), 144.
106. Carta enc. Dominum et vivificantem (18 mayo 1986), 43: AAS 78 (1986), 859; Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 16; Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 3.
107. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 16.
108. Cf. S. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 17, a. 4.
109. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 16.
110. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 45.
111. Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 14.
112. Conc. Ecum. Vat. II, Const.dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 5; cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. sobre la fe católica Dei Filius, cap. 3: DS, 3008.
113. Conc. Ecum. Vat. II, Const.dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 5; cf. S. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración acerca de ciertas cuestiones de ética sexual (29 diciembre 1975), 10: AAS 68 (1976), 88-90.
114. Cf. Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS 77 (1985), 218-223.
115. Ses. VI, Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cap. 15: DS, 1544; can. 19: DS, 1569.
116. Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS 77 (1985), 221.
117. Ibid.:l.c.,223.
118. Ibid.:l.c., 222
119. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 17.
120. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 1, a. 3: «Idem sunt actus morales et actus humani».
121. De vita Moysis, II, 2-3: PG 44, 327-328.
122. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 148, a. 3.
123. El Concilio Vaticano II, en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual, precisa: «Esto vale no sólo para los cristianos, sino también para todo los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón actúa la gracia de modo visible. Cristo murió por todos, y la vocación última del hombre es realmente una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien a este misterio pascual»:Gaudium et spes, 22.
124. Tractatus ad Tiberium Diaconum sociosque, II. Responsiones ad Tiberium Diaconum sociosque: S. Cirilo de Alejandría, In D. Johannis Evangelium, vol. III, ed. Philip Edward Pusey, Bruxelles, Culture et Civilisation (1965), 590.
125. Cf. Conc. Ecum. de Trento, ses. VI, Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, can. 19: DS, 1569. Ver también: Clemente XI, Const. Unigenitus Dei Filius (8 septiembre 1713) contra los errores de Pascasio Quesnel, nn. 53-56: DS, 2453-2456.
126. Cf. Summa Theologiae, I-II, q. 18, a. 6.
127. Catecismo de la Iglesia Católica n. 1761.
128. In duo praecepta caritatis et in decem legis praecepta. De dilectione Dei: Opuscula theologica, II, n. 1168, Ed. Taurinens. (1954), 250.
129. Cf. S. Alfonso María de Ligorio, Pratica di amar Gesú Cristo, VII, 3.
130. Cf. Summa Theologiae, I-II, q. 100, a.1.
131. Exhort. ap. post-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS 77 (1985), 221; cf. pablo VI, Alocución a los miembros de la Congregación del Santísimo Redentor (septiembre 1967): AAS 59 (1967), 962: «Se debe evitar el inducir a los fieles a que piensen diferentemente, como si después del Concilio ya estuvieran permitidos algunos comportamientos, que precedentemente la Iglesia había declarado intrínsecamente malos. ¿Quién no ve que de ello se derivaría un deplorable relativismo moral, que llevaría fácilmente a discutir todo el patrimonio de la doctrina de la Iglesia?».
132. Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 27.
133. Carta enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 14: AAS 60 (1968), 490-491.
134. Contra mendacium, VII, 18: PL 40, 528; cf. S. Tomás de Aquino, Quaestiones quodlibetales, IX, q. 7, a. 2; Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 1753-1755.
135. Conc. Ecum. Vat. II, Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 7.
136. Discurso a los participantes en el Congreso internacional de teología moral (10 abril 1986), 1: Insegnamenti IX, 1 (1986), 970.
137. Ibid., 2: l.c., 970-971.
138. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 24.
139. Cf. carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 12: AAS 71 (1979), 280-281.
140. Enarratio in Psalmum XCIX, 7: CCL 39, 1397.
141. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 36; cf. Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 21: AAS 71 (1979), 316-317.
142. Missale Romanum, In Passione S. Ioannis Baptistae, Oración Colecta.
143. S. Beda el Venerable, Homeliarum Evangelii Libri, II, 23: CCL 122, 556-557.
144. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 27.
145. Ad Romanos, VI, 2-3: Patres Apostolici, ed. F.X. Funk, I, 260-261.
146. Moralia in Job, VII, 21, 24: PL 75, 778.
147. «Summum crede nefas animam praeferre pudori/ et propter vitam vivendi perdere causas»: Satirae, VIII, 83-84.
148. Apologia II, 8: PG 6, 457-458.
149. Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 33: AAS 74 (1982), 120.
150. Cf. ibid., 34: l.c., 123-125.
151. Exhortación ap. post-sinodal Reconciliatio et paenitentia (2 diciembre 1984), 34: AAS 77 (1985), 272.
152. Cart. enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 29: AAS 60 (1968), 501.
153. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 25.
154. Cf. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 24: AAS 83 (1991), 821-822.
155. Ibid., 44: l.c., 848-849; cf. León XIII, Carta enc. Libertas Praestantissimum (20 junio 1888): León XIII P.M. Acta, VIII Romae 1889, 224-226.
156. Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 41: AAS 80 (1988), 571.
157. Catecismo de la Iglesia Católica n. 2407.
158. Cf. ibid., nn. 2408-2413.
159. Ibid., n. 2414.
160. Cf. Exhort. ap. post-sinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 42: AAS 81 (1989), 472-476.
161. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 46: AAS 83 (1991), 850.
162. Ses. VI. Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cap. 11: DS, 1536; cf. can. 18: DS 1568. El conocido texto de san Agustín, citado por el Concilio, está tomado del De natura et gratia, 43, 50 (CSEL 60, 270).
163. Oratio I: PG 97, 805-806.
164. Discurso a los participantes en un curso sobre la procreación responsable (1 marzo 1984), 4: Insegnamenti VII, 1 (1984), 583.
165. De interpellatione David, IV, 6, 22: CSEL 32/2, 283-284.
166. Discurso a los Obispos del Celam (9 marzo 1983), III: Insegnamenti, VI, 1 (1983), 698.
167. Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 75: AAS 68 (1976), 64.
168. De Trinitate, XXIX, 9-10: CCL 4, 70.
169. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 12.
170. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo Donum veritatis (24 mayo 1990), 6: AAS 82 (1990), 1552.
171. Alocución a los profesores y estudiantes de la Pontificia Universidad Gregoriana (15 diciembre 1979), 6: Insegnamenti II, 2 (1979), 1424.
172. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo Donum veritatis (24 mayo 1990), 16: AAS 82 (1990), 1557.
173. Cf. C. I. C., can. 252 §1; 659 §3.
174. Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. sobre la fe católica Dei Filius, cap. 4. DS, 3016.
175. Cf. pablo VI, Carta enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 28: AAS 60 (1968), 501.
176. S. Congregación para la Educación Católica, La formación religiosa de los futuros sacerdotes (22 febrero 1976), n. 100. Véanse los nn. 95-101, que presentan las perspectivas y las condiciones para un fecundo trabajo de renovación teológico-moral.
177. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo Donum veritatis (24 mayo 1990), 11: AAS 82 (1990), 1554; cf. en particular los nn. 32-39 dedicados al problema del disenso ibid., l.c., 1562-1568.
178. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 25.
179. Cf. C. I. C., can. 803 §3.
180. Cf. C. I. C., can. 808.
181. «O inaestimabilis dilectio caritatis: ut servum redimeres, Filium traddisti»: Missale Romanum, In Resurrectione Domini, Praeconium paschale.
182. In Iohannis Evangelium Tractatus, 26, 13: CCL, 36, 266.
183. De Virginibus, lib. II, cap. II, 15: PL 16, 222.
184. Ibid., lib. II, cap. II, 7: PL 16, 220.
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