ENCÍCLICA
INTER PRAECIPUAS
DEL SUPREMO PONTÍFICE
GREGORIO XVI
A los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos.
Papa Gregorio XVI.
Venerables Hermanos, salud y bendición apostólica.
Entre las artimañas más sutiles con las que hoy en día los no católicos de diversas denominaciones tienden trampas a los amantes de la verdad católica, intentando alejar a las almas de la pureza de la Fe, no ocupan el último lugar las Sociedades Bíblicas, que, establecidas en Inglaterra y luego ampliamente difundidas por todas partes, las vemos empeñadas unánimemente en traducir los libros de las divinas Escrituras a todas las lenguas vernáculas, difundiendo un gran número de ejemplares, sin ningún discernimiento, entre cristianos e infieles, invitándolos a leer sin guía alguna. De esta manera, como ya se quejó Girolamo en su tiempo [Epist. ad Paulinum, § VII, quae est Epistola LIII, volumen I, Op. S. HIERON. edit. Vallarsii], quieren hacer accesible el arte de comprender las Escrituras a los hombres de cualquier condición, incluso “a la anciana locuaz, al anciano ahora delirante, al sofista prolijo y a todos”, siempre que sepan cómo leer, sin la guía de un maestro: en efecto (lo que es incluso absurdo, incluso inaudito) no excluyen de esta comprensión ni siquiera a las poblaciones de infieles.
Ciertamente no se os escapa, Venerables Hermanos, hacia dónde quieren llegar los esfuerzos de esas Sociedades. En efecto, conocéis bien la advertencia de Pedro, Príncipe de los Apóstoles, quien, después de haber elogiado las epístolas de san Pablo, afirma que “en ellas hay cosas difíciles de comprender; los ignorantes e inestables las tergiversan, como otras Escrituras, causándose la ruina”. Pero añade inmediatamente: “Hermanos, estando prevenidos, guardaos de no perder la firmeza y ser abrumados por los errores de los impíos” (2P 3,16.17). Conocéis también el arte que desde la primera época del nombre cristiano era propio de los herejes: repudiar la palabra de Dios, tal como resuena en la Tradición, y, rechazando la autoridad de la Iglesia Católica, intentar alterar el texto de las Escrituras o tergiversar el significado en la exposición [Tertuliano, lib. De praescriptionibus adversus haereticos, cap. 37, 38]. Tampoco ignoráis cuánta diligencia y sabiduría son necesarias para traducir fielmente las palabras del Señor a otro idioma; así que nada más fácil que, ya sea por ignorancia o por el fraude de muchos intérpretes, se cuelan gravísimos errores en las innumerables versiones de las Sociedades Bíblicas: errores que por su multitud y variedad permanecen ocultos durante mucho tiempo, en perjuicio de muchos. A estas Sociedades Bíblicas no les importa mucho si quienes leen la Biblia en diversas traducciones caen en diversos errores, siempre y cuando vayan adquiriendo el hábito de interpretar el significado de las Escrituras según su propio criterio, despreciando las Tradiciones Divinas preservadas en la Iglesia Católica según la enseñanza de los Padres, rechazando incluso el mismo Magisterio Eclesiástico.
Para lograr este objetivo, estos divulgadores de la Biblia no dejan de difamar a la Santa Iglesia y a esta Sede de Pedro, acusándolas, a lo largo de muchos siglos, de haber trabajado para mantener a los fieles alejados del conocimiento de las Sagradas Escrituras, cuando, en realidad, hay muchos documentos muy claros y de una preocupación exigente con los que, incluso en los tiempos más cercanos a nosotros, los Sumos Pontífices (y bajo su dirección otros Obispos Católicos) se han esforzado para garantizar que sus poblaciones católicas sean cuidadosamente instruidas en la Palabra de Dios, que está viva en la Tradición. A esto se refieren en primer lugar los decretos del Concilio de Trento, en los que no sólo se prescribía que los Obispos velaran por que “las Sagradas Escrituras y la Ley Divina” fueran ilustradas más frecuentemente en sus diócesis [Sess. 24, c. 4 De Ref.], pero, ampliando las instituciones del Concilio de Letrán [Concil. Letrán. años MCCXV sub Inocencio III, cap. XI, quod in corpus iuris relatum est, cap. 4 De Magistris], también se aseguró que la Prebenda Teológica no faltara en todas las catedrales y colegiatas de las ciudades y pueblos más ilustres y que ésta fuera conferida exclusivamente a personas capaces de explicar y exponer la Sagrada Escritura [Conc. Trid., sess. 5, c. I, De Reformatione]. Diversos Sínodos Provinciales han tratado de esta Prebenda Teológica, que debe establecerse según las normas expresadas por el Tridentino y realizarse según las lecciones públicas que el Canónigo Teólogo debe leer públicamente al Clero y también al Pueblo [In Concil. Mediol. I, an. MDLXV, par. I, tit. 5, De Praeb. Theol., Mediol. V, an. MDLXXIX, par. III, tit. 5 quae ad Beneficior. collat. attin., Aquensi an. MDLXXXV, tit. De Canonicis, et aliis plurib.], así como el Concilio Romano de 1725 [tit. I, cap. 6 ss.], en el que Benedicto XIII, de feliz memoria, Nuestro Predecesor, había convocado no sólo a los Prelados de la Provincia de Roma, sino también a muchos Arzobispos, Obispos y otros Ordinarios inmediatamente sujetos a esta Santa Sede [In litteris indictionis Concilii XXIV decembris MDCCXXIV]. Con este fin, dicho Sumo Pontífice dirigió Cartas Apostólicas nominativas para Italia y las Islas adyacentes [Constit. Pastoralis officii, XIV kal. junni ano MDCCXXV]. Por último, a vosotros, Venerables Hermanos, que habitualmente informáis a la Sede Apostólica, en el momento oportuno, sobre la situación de vuestras Diócesis [Ex Constit. SIXTI V, Romanus Pontifex, XIII kal. jan. an. MDLXXXV et Const. Benedicti XIV, Quod Sancta Sardicensis Synodus, IX kal. dec. MDCCXL, tomo I, Bullar. eiusdem Pontif., et ex Instructione, quae extat in Append. ad dict. tomo I.], por las respuestas dadas repetidamente a vuestros Predecesores o a vosotros mismos por Nuestra Congregación del Concilio, sabéis bien cómo esta Santa Sede acostumbra a felicitar a los Obispos cuando sus Prebendados Teólogos cumplen con elogio el oficio de leer públicamente las Sagradas Escrituras, ni deja nunca de solicitar y ayudar su atención pastoral, aunque a veces la iniciativa no tenga el éxito deseado.
Además, con respecto a la Biblia traducida a varias lenguas vernáculas, durante siglos los sagrados prelados de varios países se vieron obligados a veces a una vigilancia más cuidadosa, bien porque esas versiones se leían en reuniones secretas, bien porque eran desproporcionadamente difundidas por herejes. A esto se referían las advertencias y precauciones de Inocencio III, Nuestro Predecesor de gloriosa memoria, acerca de las reuniones mixtas de hombres y mujeres celebradas en secreto en la diócesis de Metz [In tribus litteris Datis ad Metenses, atque ad illorum Episcopum et capitul., nec non ad Abbates Cisterciensem, Morimundensem, et de Crista, quae sunt Epist. CXLI, CXLII lib. II, et Epist. CCXXXV libro III en Edic. Balutii], bajo el velo de la piedad, con el pretexto de leer las Sagradas Escrituras; añádase a esto la prohibición de las Biblias en lengua vernácula que no mucho tiempo después se produjo en Francia [In Concil. Toulouse años MCCXXIX, can.14] y, antes del siglo XVI, también en España [Ex testimonio Cardinalis Pacecco in Concilio Tridentino apud Pallavicinum, Storia di Concil. de Trento , lib. 6, cap. 12]. Pero fue necesaria una medida mayor cuando los luteranos y calvinistas no católicos se atrevieron a desafiar la doctrina inmutable de la Fe con una increíble variedad de errores; cuando no dejaron piedra sin remover para engañar las mentes de los fieles con interpretaciones perversas de las Sagradas Escrituras publicadas para sus seguidores en el idioma del pueblo. Para multiplicar las copias y difundirlas rápidamente, utilizaron el recién inventado arte tipográfico. Así, en las reglas escritas por los Padres del Concilio de Trento delegadas al efecto, aprobadas por Pío IV, de feliz memoria, Nuestro Predecesor [En Constit. Dominici gregis XXIV martii MDLXIV] y colocado antes del Índice de libros prohibidos, con una disposición general se establecía que la Biblia en lengua vernácula no estaba permitida excepto a aquellos a quienes su lectura pudiera reportar algún “beneficio de fe y piedad” [En Regulis Indicis III y IV]. La autoridad de Benedicto XIV añadió a esta regla, atemperada más tarde con nuevas precauciones debido a la persistencia de los ataques heréticos, una declaración que permitía que las versiones populares sólo se leyeran en “ediciones aprobadas por la Sede Apostólica” o que llevaran “anotaciones tomadas de los Santos Padres de la Iglesia o de doctos católicos”. [En Addition. ad dict. Regul. IV ex Decreto Congregationis Indicis XVII junii MDCCLVII].
Mientras tanto, no faltaron nuevos sectarios de la escuela de Jansenio que, al estilo de los luteranos y calvinistas, se atrevieron a condenar esta prudentísima disposición de la Iglesia y de la Sede Apostólica, como si la lectura de las Escrituras fuera útil y necesaria en todo lugar y en todo tiempo para cualquier categoría de fieles: por lo tanto, no podía ser prohibida por ninguna autoridad. Pero dos Sumos Pontífices de reciente memoria, Clemente XI en la Constitución Unigenitus de 1713 [In proscriptione propositionum Quesnelli a n. 79 ad 85] y Pío VI en la Constitución Auctorem Fidei de 1794 [En damnatione proposit. Pseudo-Synodi Pistoriensis, n. 67] con solemne censura condenaron la audacia de los jansenistas, con el aplauso de todo el mundo católico.
Así, antes de que surgieran las Sociedades Bíblicas, los fieles de la Iglesia ya habían sido advertidos desde hacía tiempo con los citados Decretos contra los fraudes de los herejes, escondidos en el engañoso pretexto de querer difundir las Cartas Divinas para el uso común. Incluso Pío VII, Nuestro Predecesor de gloria reciente, que vio crecer con gran vigor aquellas Sociedades, no se abstuvo de oponerse a sus esfuerzos tanto a través de sus Nuncios Apostólicos como de Cartas y Decretos emitidos por varias Congregaciones de Cardenales de la Santa Iglesia Romana [Imprimis per Epistolam Congregationis Propagandae Fidei ad Vicarios Apostolicos Persiae, Armeniae aliarumque Orientis regionum datam 3 augusti MDCCCXVI, et per Decretum de omnibus huiusmodi versionebus editum a Cong. Indicis 23 junii MDCCCXVII], y con dos Cartas Pontificias propias enviadas a los Arzobispos de Gnesna [Die I junii MDCCCXVI] y de Mohilow [Die IV septembris MDCCCXVI]. Posteriormente, León XII, de feliz memoria, Nuestro Predecesor, condenó las intenciones de las Sociedades Bíblicas con la Encíclica dirigida a todos los Obispos del mundo católico el 5 de mayo de 1824, y lo mismo hizo Nuestro último Predecesor de feliz memoria, Pío VIII. , con la encíclica del 24 de mayo de 1829. Nosotros, que sucedimos en la sede de este último con méritos muy desiguales, no hemos dejado de orientar nuestra preocupación apostólica hacia el mismo objetivo, y entre otras cosas nos hemos ocupado de que reaviven en en la mente de los fieles las reglas ya establecidas sobre las traducciones de las Escrituras [En Monito adjecto ad Decretum Congregationis Indicis VII januarii MDCCCXXXVI].
Por eso debemos felicitaros calurosamente, Venerables Hermanos, porque, impulsados por la piedad y la prudencia y tranquilizados por las citadas Cartas de Nuestros Predecesores, nunca os habéis olvidado, cuando era necesario, de advertir a las ovejas católicas contra las trampas tendidas por las Sociedades Bíblicas. Por la diligencia de los Obispos unida al empeño de esta Sede de Pedro, con la bendición del Señor, sucedió que algunos hombres católicos, que imprudentemente favorecían a las Sociedades Bíblicas, al enterarse del fraude, se retiraron de ellas, y así el resto de los fieles se salvó del contagio que se les venía encima.
Estos Sectarios Bíblicos estaban fascinados por la esperanza de que podrían lograr el mayor elogio induciendo a los infieles a profesar el nombre cristiano mediante la lectura de los Códigos Sagrados publicados en su propia lengua; se encargaron de que los libros fueran distribuidos en gran número por sus misioneros, o más bien emisarios, en todas las regiones, incluso a aquellos que no los querían. Pero estos hombres, que se esforzaban en propagar el nombre cristiano fuera de las reglas establecidas por el mismo Cristo, no dieron ningún fruto, salvo que a veces pudieron crear nuevos impedimentos a los sacerdotes católicos que, habiendo ido a esos pueblos después de haber recibido un mandato de esta Santa Sede, no escatimaron esfuerzos para predicar la palabra de Dios, administrar los Sacramentos, regenerar nuevos hijos para la Iglesia, dispuestos incluso a derramar sangre en medio de los tormentos más atroces por la salvación de éstos y para dar testimonio de la Fe.
Mientras tanto, entre estos sectarios, defraudados en sus expectativas y apenados por tener que reconocer que habían desembolsado tanto dinero en imprimir sus Biblias y difundirlas sin fruto alguno, se encontraron recientemente algunos que con una nueva orientación se dispusieron a atacar las almas de los italianos e incluso de los ciudadanos de Nuestra propia Roma. En efecto, por noticias y documentos ahora recibidos, hemos sabido que en el último año muchos hombres de diferentes Sectas se han reunido en Nueva York, América, y el 12 de junio fundaron una nueva Sociedad llamada Alianza Cristiana con la intención de ampliarla y aumentarla con miembros de todas las naciones, constituyendo Sodalidades para sostenerla, con el propósito común de inculcar en los corazones de los romanos y de los italianos la libertad religiosa o, mejor, una tonta indiferencia en materia de religión. Confiesan que las instituciones de Roma y de Italia en el largo curso de los siglos han adquirido tanto prestigio en todas partes, que nada grande se ha logrado en el mundo entero que no haya partido de esta Alma Urbe. Todo esto no derivaría de la sede suprema de Pedro, establecida aquí por disposición divina, sino de algunos restos del antiguo dominio de los romanos usurpado, según dicen, por el poder de Nuestros Predecesores. Resueltos, pues, a dar a todos los pueblos la libertad de conciencia (o más bien de error), fuente, según proclaman, de la libertad política y del aumento de la prosperidad pública, les parece que no pueden hacer nada si no consiguen primero establecerse con los italianos y los romanos, y después utilizar su autoridad y su prestigio con los demás pueblos. Confían en que lograrán fácilmente su objetivo. Como hay muchos italianos esparcidos por las diversas tierras, y también muchos que regresan a su patria, esperan atraer a muchos que, ya inclinados a aceptar la novedad, pueden ser inducidos por la miseria o por sus costumbres contaminadas a unirse a esta Sociedad o a vender su mano de obra por dinero. Por lo tanto, han dirigido su atención a difundir por medio de tales trabajadores las Biblias en lengua vernácula y corrompidas, poniéndolas subrepticiamente en manos de los fieles; además, tratan de propagar junto con ellas otros libros malos, con el fin de alejar las mentes de los lectores de la obediencia a la Iglesia y a esta Santa Sede: obras compuestas también por italianos o traducidas a su propia lengua, entre las que se encuentran la Storia della Riforma escrita por Merle d'Aubigné y Le memorie sopra la Riforma presso gli Italiani de Giovanni Cric. Por otra parte, en lo que se refiere al género de los libros, esto se comprende por el hecho de que los estatutos de la Sociedad prescriben que no pueden participar dos miembros de la misma secta religiosa en las asambleas especiales designadas para seleccionar los libros.
Tan pronto como estas cosas llegaron a nuestro conocimiento, no pudimos evitar sentirnos profundamente entristecidos al considerar el peligro que se cierne sobre la integridad de nuestra Santísima Religión por parte de estos sectarios no sólo en lugares alejados de la ciudad, sino cerca del mismo centro de la unidad católica. Y aunque no es de temer que fracase la Cátedra de Pedro, en la que Cristo Señor plantó el fundamento inexpugnable de Su Iglesia, sin embargo no nos está permitido desistir de defender su autoridad; el mismo oficio del Apostolado supremo Nos advierte que tendremos que dar cuenta muy estricta al divino Príncipe de los Pastores por la cizaña que crece en el campo del Señor si el enemigo la siembra cuando Nos alcanza el sueño, o por la sangre de las ovejas confiadas a Nuestro cuidado que perezcan por Nuestra culpa.
Por lo tanto, habiendo reunido a algunos Cardenales de la Santa Iglesia Romana, después de haber examinado el asunto en toda su gravedad, hemos llegado a la decisión, también con su consentimiento, de enviar a todos vosotros, Venerables Hermanos, esta Carta con la que condenamos una vez más con Nuestra autoridad Apostólica a las mencionadas Sociedades Bíblicas, ya proscritas por Nuestros Predecesores, y con sentencia particular de Nuestro Supremo Apostolado reprendemos y condenamos por su nombre a la mencionada nueva Sociedad de la Alianza Cristiana, constituida el año pasado en Nueva York, y otras asociaciones del mismo tipo si ya estuvieran unidas a ella o estuvieran a punto de estarlo. Por lo tanto, que todos sepan que todos aquellos que osaran unirse a cualquiera de estas sociedades, o prestarles sus servicios y favorecerlas de alguna manera, serían culpables de un gravísimo crimen ante Dios y la Iglesia. Confirmamos y renovamos también con autoridad apostólica las prescripciones ya promulgadas sobre la producción, distribución, lectura y conservación de los libros de la Sagrada Escritura traducidos a la lengua vernácula. Por lo que se refiere a las demás obras de cualquier escritor, recordamos que deben observarse las normas generales y los decretos de Nuestros Predecesores adjuntos al Índice de libros prohibidos; además, debemos guardarnos no sólo de los libros registrados en el Índice mismo, sino también de todos los demás libros de que tratan las prescripciones generales arriba mencionadas.
Y a vosotros, Venerables Hermanos, que estáis llamados a compartir Nuestra preocupación, os recomendamos de todo corazón en el Señor que, según las ocasiones de los lugares y de los tiempos, anunciéis y expliquéis a las poblaciones sujetas a vuestra pastoral este juicio Apostólico y estas Nuestras prescripciones, y que trabajéis para distanciar a los fieles de la mencionada sociedad Alianza Cristiana y de las demás que la apoyan, así como de todas las Sociedades Bíblicas y de cualquier relación con ellas. De acuerdo con esta Carta, también os corresponderá retirar de las manos de los fieles las dos Biblias traducidas a la lengua vernácula que fueron publicadas contra los decretos de los Romanos Pontífices, así como todos los demás libros prohibidos o perniciosos; tendréis que procurar que los fieles, mediante vuestras advertencias y vuestra autoridad, “aprendan a distinguir los pastos sanos de los nocivos y mortíferos” [Ex mandato Leonis XII publicado una cum Decreto Congregationis Indicis XXVI martii MDCCCXXV]. Mientras tanto, insistid cada día más, Venerables Hermanos, en predicar la palabra de Dios directamente por vosotros mismos y por medio de quienes cuidan de las almas en vuestras diócesis, así como por medio de otros eclesiásticos aptos para este ministerio; vigilad con mucha atención, especialmente a aquellos que están destinados a dar lecciones públicas sobre la Sagrada Escritura, para que cumplan diligentemente su oficio según la capacidad de comprensión de los oyentes; ni se atrevan jamás, bajo ningún pretexto, a interpretar y explicar las Sagradas Escrituras en contra de la Tradición de los Padres o de forma diferente al pensamiento de la Iglesia Católica.
Finalmente, así como es deber del Buen Pastor no sólo alimentar y defender a las ovejas que están cerca de él, sino también localizar y traer de regreso al redil a las que se han dispersado lejos, por lo que será vuestro y nuestro deber aplicar toda la fuerza del celo pastoral, para que todos los que se dejaron seducir por los Sectarios y los propagadores de libros malignos lleguen a conocer la gravedad de su pecado y estudien para expiarlo con una saludable penitencia; ni suceda que vuestra solicitud sacerdotal rechace a esos seductores y maestros de impiedad, pues aunque su responsabilidad es mayor, no debemos abstenernos de promover su salvación por todos los medios y de todas las maneras.
Por lo demás, Venerables Hermanos, contra las emboscadas y engaños de los asociados de la Alianza Cristiana os pedimos una particular y más activa vigilancia por parte de aquellos de vosotros que gobernáis las Iglesias situadas en Italia o en los lugares donde con más frecuencia se encuentran los italianos, especialmente en las fronteras de Italia y dondequiera que haya mercados y puertos donde haya mayor movimiento hacia Italia. Puesto que los sectarios están decididos a poner en práctica sus designios, es necesario que con infatigable y constante solicitud, los Obispos de esas localidades, trabajen para disipar sus maquinaciones con la ayuda de Dios.
No dudamos de que estas preocupaciones nuestras y vuestras encontrarán ayuda del poder civil y especialmente de los príncipes más poderosos de Italia, tanto por su gran deseo de preservar la Religión Católica, como porque no escapa a su prudencia lo importante que es para los intereses del Estado que fracasen estos intentos de los sectarios. Porque está probado por la experiencia de los tiempos pasados que nada prepara mejor el camino para la revuelta del pueblo contra la autoridad de los Príncipes, que esa indiferencia en materia de Religión que los Sectarios están propagando bajo el nombre de libertad religiosa. Esto no lo ocultan los nuevos miembros de la Fraternità Cristiana, quienes, aunque se declaran ajenos a suscitar revoluciones civiles, confiesan, sin embargo, que de la pretendida arbitrariedad popular en la interpretación de las Escrituras y de la libertad de conciencia así difundida entre los italianos, surgirá también espontáneamente en Italia la libertad política.
Pero ante todo y sobre todo levantemos juntas nuestras manos a Dios, Venerables Hermanos, y a Él encomendamos con toda la humildad posible de nuestras fervientes oraciones Nuestra causa, la de todo el rebaño y de Su Iglesia, interponiendo también las más devotas oraciones de Pedro, Príncipe de los Apóstoles, de los demás Santos y especialmente de la Santísima Virgen María, a quien se le dio la tarea de erradicar todas las herejías en todo el mundo.
Finalmente, como prenda de Nuestra ardiente caridad, a todos vosotros, Venerables Hermanos, a los eclesiásticos y fieles laicos confiados a vuestro cuidado, con toda la efusión de Nuestro corazón impartimos la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 8 de mayo de 1844, año decimocuarto de Nuestro Pontificado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario